Prólogo
de Juan Carlos de Pablo
Roberto Montes, director de la División Literaria de No Ficción de Penguin Random House, a comienzos de 2024 me dijo:
—Quiero un nuevo libro tuyo.
—El problema de salud de un familiar me tiene demasiado ocupado para escribir un libro, pero con gusto puedo preparar uno —respondí—. Buscaré a alguien con quien conversar sobre la política económica argentina que yo viví, es decir, desde la implementada por el presidente Arturo Frondizi para acá. ¿Qué te parece?
Roberto, con buen tino, contestó:
—Te escucho muy entusiasmado, así que dale para adelante.
¿Con quién encarar la tarea?, fue la próxima cuestión. Automáticamente, Ezequiel Burgo apareció en mi mente. Más allá de un almuerzo hace algunos años, solo lo conocía por la buenísima columna que aparece en la última página del suplemento económico, “Economía de no ficción”, que publica Clarín cada domingo.
Le escribí un email a Ezequiel, y él aceptó gustoso de manera inmediata. Poco después nos pusimos a trabajar.
El texto que tiene usted entre manos es el resultado de casi una veintena de encuentros, de una hora cada uno, en los que nos pusimos a conversar sin libreto. Apelando a nuestro pasado y nuestros recuerdos.
La primera parte del libro sintetiza nuestras respectivas vidas y obras, antes de pasar a lo sustancial del texto. Elaborándola nos enteramos de todo lo que tenemos en común. Ambos estudiamos economía en la Argentina, complementamos los estudios en el exterior y pasamos algún tiempo de nuestras vidas trabajando en el Ministerio de Economía. La única diferencia entre nosotros: Burgo no es hincha de Vélez Sarsfield.
El texto complementa, no sustituye, el análisis de los documentos oficiales, las disposiciones adoptadas, los resultados obtenidos, así como los análisis más estructurados, realizados por colegas nuestros y por nosotros mismos —una lista de obras relevantes aparece al final del libro—, todo referido al período cubierto, junto con las enseñanzas que surgen de la denominada “Teoría de la política económica”, esfuerzo iniciado a mediados del siglo pasado por Ragnar Frisch y Jan Tinbergen.
No hay que ser graduado en economía para entender el texto. Su valor consiste en resaltar la descripción y el análisis de la “cocina” de la política económica argentina, encarada en escenarios internacionales y contextos políticos específicos. Lo cual incluye, de manera protagónica, el proceso decisorio que llevaron adelante las autoridades políticas y los equipos económicos de los diferentes gobiernos.
Fue un placer haber escrito este libro interactuando con Ezequiel Burgo. Espero que usted disfrute de la lectura, como nosotros disfrutamos de la hechura.
Febrero de 2024
Prólogo de Ezequiel Burgo
Terminaba 2023 y estaba ordenando mi escritorio en Clarín para salir unos días de vacaciones, después de un año agitado en la redacción, cuando le di un último vistazo a la pantalla y vi que un correo de Juan Carlos de Pablo entraba en mi casilla, con el asunto “PROPUESTA INDECENTE”.
Mi reacción fue en dos tiempos. Primero miré a los costados como asegurándome de que no lo hubiera leído nadie, aunque parecía improbable porque ya era tarde y quedábamos pocos a la hora del cierre de la edición. Pensé que quizá Juan Carlos le había errado a su lista de contactos. Segundo, hice lo que todo el mundo hace con una propuesta indecente: ver de qué se trata. Cuando hice clic en el correo, vi “Penguin/Sudamericana”, “libro” y “2024”, y entonces supe que mis vacaciones tal vez no estaban por arrancar.
Responder rápidamente y decirle que sí a Juan Carlos no fue algo que me costara y, por el contrario, noté que él me agradeció cuando nos reunimos la primera vez en un café enfrente de su casa para hablar del trabajo, que comenzamos enseguida. Era casi Año Nuevo. “Lo que me gusta de los periodistas es que no dan vueltas como los economistas. ¿Hay que entregar un material? Bueno, sí, arranquemos, me dijiste, y eso vale”.
Juan Carlos me había adelantado en su correo, luego me lo contó personalmente tomando un café y ahora a ustedes en el prólogo, que Roberto Montes, editor de Penguin/Sudamericana, le había pedido un libro suyo para este año. Por motivos personales, Juan Carlos le respondió que prefería hacerle una contrapropuesta que me involucraba y consistía en trabajar un material que repasa la historia económica desde Arturo Frondizi hasta estos días, con motivo de sus 80 años. Era un ejercicio en conjunto.
La propuesta no solo no me pareció indecente, sino generosa. No lo conocía personalmente, salvo en un par de almuerzos, y agradezco haber confirmado su generosidad hacia mí.
Una aclaración para el lector es que lo que encontrará a continuación son las vivencias de Juan Carlos en lo que él llama “sus primeros 80 años”.
Treinta años nos separan a Juan Carlos y a mí, pero —como dice él— nos une un trayecto común, que hemos recorrido de manera separada por la vida y que verán reflejado en las próximas páginas.
Los diálogos tienen, a mi juicio, dos valores, que representamos Juan Carlos y yo. El carácter de la divulgación de la economía a través del periodismo, y entender que para aquellos que hacen propuestas de política económica, o aspiran a trabajar en un equipo ad hoc o incluso en la jungla de la política, la cocina de la economía no necesariamente es un plano cartesiano en condiciones de certeza. La Argentina es un país donde ningún evento tiene probabilidad cero, dice un viejo amigo economista. Y tiene razón. Creo que este libro confirma la hipótesis.
Un placer y gracias de nuevo, Juan Carlos.
Febrero de 2024
I
Quiénes somos y qué hicimos
Quién es Juan Carlos de Pablo
EB: Juan Carlos. Como te gusta decir, cumpliste tus primeros 80 años y vamos a celebrarlo con un rápido repaso de tu trayectoria personal y profesional. El público ya te conoce, pero hagamos una presentación formal, y para ello elegí empezar por tu primer trabajo, que —como dice Barack Obama en la serie Trabajar: Eso que hacemos todo el día, que produjo para Netflix— “forma parte de nuestro crecimiento porque es parte de crecer”. Encontré que en 1959 te uniste al estudio de un contador, Guillermo Lladó, y eso me hizo recordar que muchas veces los economistas nos olvidamos de la contabilidad, de hacer los números, de las partidas. Miguel Bein, un economista ya fallecido y ex viceministro de Economía, solía decir que para hacer macroeconomía es importante “hacer las cuentas de la contabilidad nacional o las identidades macroeconómicas contables”. A veces es verdad, veo a muchos colegas que solo recurren a la lógica, y les falta hacer los números, ¿no es cierto?
JCDP: A algunos colegas tenemos que decirles: “Hagan algunos números”, y a otros: “Ojo, que la economía no son solo números”; “La macroeconomía no es la economía del hogar”. Pero dejame contarte cómo llegué al 8 de septiembre de 1959, a mi primer trabajo. Soy porteño y nací en Liniers, por eso soy hincha de Vélez. Vivíamos mi mamá, mi papá y mi hermano Oscar, cuatro años menor que yo, en un hogar de clase media-media baja. En casa siempre se comió. El recuerdo que tengo es el de mi viejo, un hombre laburante, pasivo, que cada vez que traía unos mangos a casa le daba el sobrecito con la plata a mi mamá, que era una administradora genial porque había pocos recursos. Ella sabía coser y cocinar. “Vacaciones” significaba no ir a la escuela. No era una cosa triste, porque el barrio era así. La escuela primaria estaba a dos cuadras de mi casa, tenía muy buena formación. Era la Escuela Secundaria Comercial de Ramos Mejía. La idea educativa de mi papá y mi mamá era que mi hermano y yo fuéramos al colegio comercial, “porque ustedes no van a ir a la universidad”. Así que cuando varios años más tarde decidí estudiar en la Universidad Católica Argentina le dije a mi papá: “Voy a seguir estudiando y me lo pago yo”. ¿Y él qué iba a decir? Nada. La UCA en 1960 era vespertina y barata. La cuota era un dólar por mes. Como ayudante de contador, yo ganaba doce dólares.
EB: ¿Cómo se te ocurrió salir a trabajar? Naciste en 1943, quiere decir que tenías 16 años.
JCDP: Era obvio que tenía que salir a trabajar. Nadie me lo dijo. Empecé a buscar lugares. Con el complejo de superioridad que tengo, buscaba ser presidente de alguna empresa o algo así, pero el hecho fue que me contrató un contador en un estudio cuya secretaria era la cuñada y además había otro muchacho. Yo estaba abajo de todo.
EB: ¿Qué aprendiste?
JCDP: En el primer laburo se aprende todo. Aprendí a hacer café, por dónde andaban los subtes, los nombres de las calles, a hacer una bolsa de depósito, ir a la DGI a buscar los formularios y ver la contabilidad. Ricardo Arriazu siempre enfatizó una cosa muy importante, la macroeconomía con la lógica contable. El tema lo usó también alguna vez Don Patinkin, economista israelí, en alguno de sus análisis, y no es algo frecuente entre los colegas. Por lo tanto, es verdad lo que decías en tu primera pregunta.
EB: ¿Y cómo pasaste de un estudio de contabilidad a trabajar de economista?
JCDP: Era evidente que en algún momento iba a suceder. Estudiaba en la UCA cuando trabajaba en el estudio, y los dos primeros años eran comunes en Economía y en Administración de Empresas. Yo pensaba estudiar Administración. El día que tenía que optar por cuál carrera seguir, Lladó me preguntó si tenía a mano los programas de estudios. Se los mostré, y me dijo: “Anotate en Economía, tiene más polenta”. Yo le hice la pregunta obvia que hace cualquier estudiante de Economía. “Perdón, doctor, y cuando me reciba ¿de qué voy a laburar?”. “No te calentés, el trabajo lo da la capacidad, no la profesión”, me respondió. Yo dije: “Bueno, me anoto en Economía; el doctor debe tener razón”. Ya en la carrera, un amigo trabajaba en el Consejo Nacional de Desarrollo (Conade). Era Gerardo Gargiulo. En 1963, Gerardo me dijo: “Hay una vacante de calculista, ¿por qué no te presentás? Mandá el currículum”. Mi currículum era una línea. Me tomaron.
EB: ¿Qué hacías?
JCDP: Trabajé con economistas haciendo cálculos y me pagaban el doble que con Lladó. Cuando llegué a casa emocionado por el nuevo empleo y le dije a mi mamá: “Conseguí trabajo de economista y me pagan el doble”, ¿sabés cuál fue la reflexión de ella? Nunca me olvido: “Pero, Juan Carlos, ¿cómo vas a dejar a ese señor, que es un buen hombre?”. Hoy es impensable.
EB: En mi época de estudiante, en la facultad había recelo entre los que estábamos en la carrera de Economía y los de la carrera para Contador Público. Nos menospreciábamos unos a otros. En el caso de los que habíamos seguido Economía, creíamos que lo que uno aprendía era más importante. En cambio, los contadores decían que lo de ellos era útil y específico para trabajar. Vuelvo por un instante y última vez al comienzo. Mencionás a Arriazu-Patinkin sobre la contabilidad, y yo me había acordado de Bein, pero coincidimos en que la contabilidad, y la contabilidad macroeconómica, es importante de algún modo u otro para hacer análisis económico.
JCDP: Hoy los contadores no hacen asientos contables como hace cuarenta años, hacen otras cosas. Pero igual hay que sacarse el sombrero ante Luca Pacioli por el invento de la partida doble. Una genialidad.
EB: Vamos a tu paso por el Conade, ¿quién lo dirigía cuando ingresaste?
JCDP: Manuel San Miguel, a quien vi solamente en un par de oportunidades. Del Conade recuerdo una muy buena biblioteca, pero toda en castellano. Primero estuve como calculista y después pasé a la oficina 804 de Análisis Global, a cargo de un gran economista, Faustino González. Me encontré luego con Julio Berlinski y Clemente Panzone. Calculábamos con las máquinas Facit, Friden y Olivetti. Hacer una regresión múltiple de dos variables independientes y treinta observaciones llevaba buena parte de una tarde. Si les dabas a dos calculistas los mismos datos, tenías dos resultados distintos por los errores que se cometían y arrastraban. Era la econometría de la época. Un día llegó un trabajo de la oficina de la FIAT sobre recálculo de importaciones por destino. En vez de decir tantos fideos importados, tantos neumáticos, los habían clasificado por bienes de consumo y bienes de capital. Richard Mallon, un economista estadounidense de Harvard que trabajaba entonces en el Conade por un convenio entre la universidad y el organismo, quiso que hiciéramos el cálculo de las importaciones que había enviado FIAT, pero con valores, no con volúmenes físicos. Recuerdo que nos dieron los datos de diez años anteriores y nos llevó semanas de trabajo hacer el recálculo por destino y valor de los últimos diez. A mí se me ocurrió elaborar una planilla de doble entrada en cuyas filas aparecían los distintos destinos de las importaciones, y en las columnas, los años. A las dos semanas llamaron de la oficina del doctor Mallon. Fue la primera vez en mi vida que entraba en un despacho con paredes forradas de madera, impresionante. Vi a un señor estadounidense que hablaba muy bien castellano, pero con fuerte acento, fumando en pipa. “¿Usted trabajou en estou?”, me preguntó. “Sí”, respondí. “Muy interesante, muy interesante”. Enseguida me señaló con el dedo sobre el papel una serie o secuencia de cifras que para todos los casos y años decía el número 100. Se veía 100, 100, 100, 100 y de repente… 1200. “¿Por qué no lo revisa ese 1200?”. Yo, que estaba en cuarto año de la carrera de Economía y no podía admitir un pifie de ese tipo, muy suelto de cuerpo y a boca de jarro le inventé una teoría del desarrollo de por qué ese número tenía que ser 1200. En vez de interrumpirme, Mallon me dejó terminar y después me dijo lo siguiente: “Puede ser, pero primerou revise las cuentas y después hablamous”. Yo pensé: “Le gané”. Cuando volví y revisé los números, me di cuenta de que Mallon tenía razón. Me había equivocado. Wassily Leontief, profesor mío en Harvard unos años después, me dijo una vez: “Cuando tengas un número atípico, no lo tires. Puede ser importante. Pero revisalo tres veces para no teorizar inútilmente”.
EB: Mencionaste el Conade y la Universidad de Harvard. Por el Conade pasaron en aquel momento tres estrellas de Harvard: Mallon, Leontief y Simon Kuznets, estos dos fueron Nobel en Economía. ¿Te acordás de ellos en el Conade?
JCDP: Leontief y Kuznets tuvieron pasos ocasionales por el Conade, no dejaron huellas. Pero sí Mallon. Harvard tenía un servicio de asesoramiento a gobiernos, llamado “Harvard Development Advisors Service”, al cual Mallon pertenecía. Había trabajado en varios lugares, como Bangladesh, antes de llegar a la Argentina. Varios años después, Mallon escribiría con Juan Vital Sourrouille, el futuro ministro de Economía de Raúl Alfonsín y que más tarde iría a Harvard, un texto que resultaría un gran aporte, desde mi punto de vista, al introducir las consideraciones políticas en el análisis económico. Algo fundamental, ya lo veremos. Ese libro, titulado La política económica en una sociedad conflictiva. El caso argentino, fue publicado en 1975. Es muy importante, insisto. ¿Por qué? Pensá que la formación económica previa a todo ese período del que hablamos —en la que me eduqué yo y luego vos— era en buena medida ahistórica, ainstitucional, y veíamos variables moverse en un pizarrón como si fueran átomos. Subían, bajaban, se desplazaban para la derecha o la izquierda, arriba o abajo por un eje y con precisiones milimétricas. Una locura. Mallon-Sourrouille darían un paso más allá.
EB: ¿Qué pensás que pasó con la educación de la economía y los economistas?
JCDP: El análisis económico después de la Segunda Guerra Mundial se volcó a los Estados Unidos, lo cual provocó dos consecuencias. Primero, perdió en buena medida su carácter doctrinario y se volvió mecanicista. Leés las conferencias de los integrantes de la Academia de Ciencias Económicas argentina y ves una idea de equilibrio general. Ahora, ¿vos pensás que alguno hizo las ecuaciones? El mecanicismo, para el punto de vista argentino, no sirve. A veces se me acerca alguien y me dice: “Dígame, ¿usted cómo ve la inflación de junio?”. Y vos a ese tipo tenés que responderle: “Yo no veo la semana que viene”. A los alumnos que van a estudiar afuera les digo: “Fenómeno, vayan. Cuando regresen a la Argentina, piensen”.
EB: Roque Carranza, el director del Conade que siguió a San Miguel, se apoyó en Mallon. Ambos se habían conocido en la Cepal de Santiago de Chile, que dirigía Raúl Prebish.
JCDP: Las vinculaciones personales son interesantes y pesan a la hora de hacer política económica. Arturo Illia, que asumiría como presidente más tarde, en 1963, decidió llevar a su gobierno la Comisión de Economía de la UCR. Y estaba Carranza. También designó a Eugenio Blanco, Juan Carlos Pugliese y Félix Elizalde.
EB: Alguna vez catalogaste de “blandos” a tus profesores de Harvard, en el sentido de que se preocupaban más por el aumento de la desocupación que por la suba de la inflación. Uno hace una lista de muchos de ellos y enumera a Albert Hirschman, Wassily Leontief, Simon Kuznets. De repente, si uno agrega a Walt Whitman Rostow o al propio Mallon, divisa un patrón; todos pelearon en la Segunda Guerra, sufrieron la huida de Europa o hasta trabajaron en el Plan Marshall. Muchas universidades estadounidenses reclutaron a esos jóvenes que entrenaban como economistas y, más tarde, profesores. Por lo que vivieron antes de la guerra, ¿no estaba justificado tenerle más miedo a la desocupación que a la inflación?
JCDP: Sin duda. Si busco las razones por las cuales estudió economía la gente de mi edad o diez años mayor que yo, fue la crisis del 30. Para los norteamericanos fue un golpazo. Padres que perdieron el trabajo, familias que tuvieron que mudarse a la casa de los abuelos, gente rica que se volvió de clase media y gente de clase media que empobreció. Quedaron en la lona en serio, y no era que tenías acciones de Mercado Libre y cayeron un poco en dos semanas. Muchos europeos judíos tuvieron que rajarse de sus países. De los ocho profesores que tuve en primer año en Harvard, uno solo era estadounidense. El resto era europeo. Alexander Gerschenkron, Kuznets y Leontief eran rusos; Gottfried Habeler y Hirschman, alemanes; Hendrik Houthakker, neerlandés. Todos ellos tenían algo en común: transmitían época, cultura, y la técnica teníamos que ir a buscarla a los libros de texto. Si en la década de 1960 escribías un paper y la conclusión de tu recomendación significaba un punto porcentual de aumento de inflación, todos estos tipos te decían: “Y bueno, vaya, qué se le va a hacer”. Pero si el mismo paper implicaba el aumento de un punto de desocupación, se tomaban la cabeza. Los pibes que hoy leen a Robert Lucas no entienden que él era de una época que ya no existe. Bob Lucas dijo: “Ya resolvimos todos los problemas de demanda agregada y de déficit. Vamos ahora a atender el lado de la oferta y el estructural de la economía”, solo una vez resueltos los problemas de demanda. Héctor Diéguez, gran economista argentino, solía decir que no saber de historia es como entrar en el teatro en la segunda mitad del tercer acto. No entendés nada.
EB: El Conade hizo un Plan Nacional de Desarrollo para la Argentina. ¿Qué fue de ese plan?
JCDP: Nada. El Conade fue un subproducto de la Alianza para el Progreso, un programa de ayuda económica y social de los Estados Unidos para la región, en la década de 1970. Y la Alianza para el Progreso demandaba presentar planes de desarrollo. Tengo en mi oficina la colección de los planes de desarrollo desde el primer quinquenal de Perón hasta los últimos. La conexión con la realidad de esos planes fue la nada. Se hacía lo que se podía mientras uno aprendía. La mejor conexión que tuvo el Conade con la práctica económica fue la de Carranza con Illia, como dije recién y como veremos, desde el plano personal. Pero no fue producto del funcionamiento de la organización y la institución.
EB: Pasaste por la UCA entre 1960 y 1964. El presidente, hasta 1962, era Arturo Frondizi. ¿Se discutían sus políticas en la facultad?
JCDP: No. Un día llegó a la clase un cura que nos daba Teología y nos dijo: “Muchachos, ustedes estudian economía, ¿qué está pasando?”. Era 1963, un año de crisis severa de la que hablaremos también; estamos dejando muchas cosas para adelante. Pero en esa época el esfuerzo para hablar de coyuntura fuera de las universidades lo hacía el Instituto de Desarrollo Económico y Social (Ides), liderado por Aldo Ferrer. Organizaba mesas redondas trimestrales, donde los escuchabas a él, Villanueva, Guido Di Tella y Adolfo Canitrot. Todo por fuera del ámbito universitario. En 1962 tomé un curso de macroeconomía con Felipe Tami, que desde el punto de vista pedagógico era excepcional porque veíamos los gráficos que nos enseñaban los problemas de déficit de demanda agregada. Acto seguido, si sumabas la inversión pública y llegabas al pleno empleo, sentías que habías arreglado la Argentina, y como estudiantes nos decíamos: “Qué lástima que el ministro de Economía no haya venido al curso de macroeconomía de Tami”.
EB: ¿Por qué pensás que no se hablaba de coyuntura en la facultad?
JCDP: La respuesta a tu pregunta es la yuxtaposición de dos cosas. Profesores que no habían salido a estudiar o habían estudiado mucho antes versus los que venían de estudiar de los Estados Unidos. Después estaban los otros, que hablaban mitad en inglés y mitad en castellano. Era la batalla en ese momento. Había un debate, monetarismo versus estructuralismo. El líder del monetarismo a nivel público era Federico Pinedo, y el del estructuralismo, Prebisch. Me daba la impresión de que nadie entendía nada. Al cabo de los años entendí todo. Tengo un buen recuerdo de la UCA, y fue una buena formación. Mis profesores César Héctor Belaunde, Francisco Valsecchi, Francisco García Olano, Panzone y Carlos Moyano Llerena.
EB: En 1962, mientras estudiabas Economía, tuvimos una crisis fenomenal y seis ministros en esa cartera: Roberto Alemann, Carlos Coll Benegas, Jorge Wehbe, Federico Pinedo, Álvaro Alsogaray y Eustaquio Méndez Delfino.
JCDP: En ese momento fue una novedad, hoy no. Nunca hay que mirar el pasado con ojos del presente, porque eso confunde. Básicamente, hubo una crisis política fenomenal porque durante la presidencia de José María Guido los militares estaban peleados, y hacer política económica cuando hay un vacío político es imposible. Los ministros de Economía que tuvo Guido fueron Alsogaray, Méndez Delfino y Martínez de Hoz. La tasa de desocupación que empezó a calcularse desde 1963 era más del 8%, un numerazo. Un tío mío perdió el trabajo y fue una noticia en la familia.
EB: ¿Qué recuerdo tenés del plan Frondizi mientras estudiabas?
JCDP: El rol de Rogelio Frigerio, su asesor, que ejerció una defensa férrea sobre Frondizi. Y también me acuerdo de esa aparente contradicción entre lo que Frondizi había dicho en público antes de asumir y lo que hizo ya en el gobierno, sobre el capital privado y el petróleo. Y digo aparente porque en una entrevista previa a arrancar su gestión ya había adelantado que iba a trabajar con el sector y el capital privado. Imagino a Frondizi ante la disyuntiva de cambiar su discurso pensando: “¿Me quedo con la imagen del autor cuando escribí en contra del capital extranjero en la explotación petrolera y no tengo el autoabastecimiento, o cambio de libreto porque cambiaron las circunstancias y vale esto último?”. Lo que espero de cualquier persona en ese lugar no es que tache ideas, sino que tenga actitud para solucionar problemas. ¿Ustedes se harían operar por un cirujano que llega al quirófano con los libros? Yo me rajo. La pasión por lo ejecutivo es lo que debe sentir cualquier presidente.
EB: Fernando Henrique Cardoso, el ex presidente de Brasil, lo primero que le dijo a un periodista que le preguntó por su pasado como intelectual de izquierda fue: “Olvídense de todo lo que escribí”. Cardoso y Enzo Faletto fueron autores de la “Teoría de la dependencia”.
JCDP: Nunca leo lo que dije la semana anterior. No me importa desdecirme si las circunstancias son otras.
EB: Fuiste a estudiar a Harvard en 1966. Nos contaste de tus profesores y qué te enseñaron. Decinos ¿cómo veías a la Argentina desde Harvard? ¿Cómo se veía el país por aquel entonces desde los Estados Unidos?
JCDP: En Harvard a mediados de los años sesenta interesaban tres países: Estados Unidos, Alemania y Japón. De la Argentina no se decía nada, salvo la frase de Kuznets de que hay cuatro tipos de países: los desarrollados, los no desarrollados, Japón y la Argentina. Un chiste que recuerdo en Harvard decía así: “El mejor negocio del mundo consiste en comprar un argentino por lo que vale y venderlo por lo que cree que vale”. ¿Cómo nos enterábamos de las noticias de la Argentina? Por supuesto, en mi casa de Buenos Aires no había teléfono y mis suegros tampoco tenían. Fui a Harvard con mi esposa y, antes de irnos, Lladó me hizo un regalo, me suscribió al servicio de noticias vía área del diario La Nación. Eran ocho páginas de frecuencia semanal con la síntesis de las noticias. Pero claro, en los Estados Unidos también ocurrían cosas en aquellos años: la Guerra de Vietnam, la Guerra de los Seis Días, el asesinato de Martin Luther King, el de Robert Kennedy.
EB: Un rasgo sobresaliente de tu carrera, Juan Carlos, es que sos casi contemporáneo de un perfil de economista que fuiste desarrollando en forma paralela al que iba también tomando envergadura en los Estados Unidos y que luego se consolidó con las décadas, la figura de economista, divulgador y periodista: Kenneth Galbraith, que curiosamente también estaba en Harvard cuando vos fuiste. Galbraith ya había publicado algunos libros famosos, como Capitalismo americano y La sociedad opulenta, y varios años más tarde haría unos ciclos muy populares en la BBC. Mientras Paul Samuelson y Joan Robinson debatían en revistas académicas, Galbraith se zambulló en los medios de comunicación de masas, publicaba en Fortune. ¿Lo conociste?
JCDP: No. Galbraith daba clases en su casa. Pero disfruté mucho al Galbraith escritor, un grande. Fue alguien que metió la cuestión del poder en el análisis económico, lo que hoy parece una obviedad, pero en aquel entonces no lo era. En un mercado monopólico, si el ministro de Economía pone un impuesto al producto que una sola empresa fabrica, ¿qué pasa? En un modelo neoclásico, la respuesta de un economista sería que el precio sube y la cantidad producida baja. Los alumnos de una carrera de Administración de Empresas te dirían, en cambio, que lo primero que hay que hacer es que el monopolista encuentre al ministro de Economía y lo haga echar. Esta dimensión no la teníamos los economistas, y hoy sí. La política económica es una pulseada.
EB: Joan Robinson decía que la libre competencia era un caso particular del capitalismo.
JCDP: Siempre les digo a los alumnos que primero tenemos que estudiar los conceptos de monopolio-monopsonio, dependiendo de si compramos o vendemos, porque los empresarios y los competidores son monopolistas frustrados. ¿Cómo puede ser que maximices los beneficios y no quieras endogenizar la estructura de mercado que maximiza tus beneficios? Por supuesto, algunos pueden y otros no.
EB: Te leí una vez que dijiste: “Si uno no es un poco loco, no puede trabajar en periodismo, pero si es muy loco, va a parar al manicomio”. Trabajo en una redacción, en Clarín, y doy fe de lo que decís.
JCDP: La tecnología modificó de una manera fenomenal las redacciones. Hoy entrás en una redacción y hay un silencio absoluto. Cada uno mira lo suyo, se usan auriculares. En la década de 1980 la redacción de El Cronista era un despelote de ruido y gritos. Imagino lo mismo en Clarín y La Nación. Pero la esencia del trabajo es la misma, hay que estar un poco loco para meterse ahí ocho horas por día o más. El periodista es un tipo osado, se juega todos los días. Debe entender el valor y los defectos de la inmediatez. Daniel Della Costa, director de El Cronista, decía siempre: “Acá no estamos haciendo la Guía Peuser, estamos haciendo El Cronista Comercial”, como diciendo: “No me vengan con la exactitud en caliente, porque te podés equivocar”.
EB: Está bien eso de la Guía Peuser. Muchas veces le pedís una columna de opinión sobre un tema a un economista a las seis de la tarde para que te la mande a las ocho o nueve de la noche, algo corto, y te responde: “¿Para hoy?”. Y le digo: “Es un artículo, no es una tesis doctoral”.
JCDP: Las columnas ideales se dividen por mitades. La primera se la dejo al periodista, y la segunda, al analista. ¿Cuál es la ventaja comparativa del periodista? Sabe cuál es el tema, cómo presentarlo y a qué velocidad. “Ezequiel, tenés treinta minutos para hacer sesenta líneas con las declaraciones del presidente del Banco Central”. Y ustedes lo hacen sin pestañear. Si otro día el director del diario te pide: “Ezequiel, necesito para dentro de veinte minutos qué va a pasar con la tasa de interés”, vos no podés decirle: “No, no lo sé”. Lo hacés. De manera honesta, diciendo esto se puede saber o no. Como todo, hay gente más y menos osada. Pero ustedes están ahí, esperando esos momentos, y se les nota en la mirada. ¿El defecto? No saben la conexión histórica. Los periodistas, cada dos por tres, dicen: “Hoy es un día histórico”. No, muchachos, paren un poco. No podemos decir que todos los días son históricos. A mí me encantaba la velocidad con la que se trabajaba en la redacción y al otro día empezar de cero. En el ámbito académico, escribís el paper y está publicado en el journal dos años después.
EB: Cuando regresaste de Harvard a Buenos Aires, tuviste tu bautismo de fuego, trabajaste al lado de un ministro de Economía, José María Dagnino Pastore. Era el gobierno de Juan Carlos Onganía. ¿Cómo fue esa experiencia en Economía?
JCDP: Ese paso lo tengo tan vívido que lo aplico todos los días. No hay nada como pasar un año y ver la cocina de la política económica. No sé si aprendí economía, pero observando al ministro vi cómo se podía arruinar a las personas. Uno puede decir sí o no y perjudicar a muchas familias, quizá de proveedores o productores. Trabajé como asesor del ministro cuatro meses y luego como director de importaciones en un momento en que no se movían los aranceles. Pasaban por mi oficina los proyectos de promoción industrial que buscaban subsidios. Nunca tuve mentalidad burocrática y me sacaba los expedientes de encima lo más rápido posible. Nunca más volví a trabajar allí, solo regresé para tomar café con los ministros. Milton Friedman habla de la fiebre de Potomac. Recomienda trabajar un año en la Reserva Federal o el Tesoro. Pero un año, no más.
EB: ¿Desde cuándo recordás que en los medios en la Argentina se empezó a hablar sobre el dólar con cierta frecuencia?
JCDP: Entre 1970 y 1971. Horacio de Dios estaba en un programa en Radio Continental y me llamaba: “Está subiendo el dólar, ¿qué le parece?”. Era una cosa de locos, había un programa que tenía el auspicio de un banco público a la hora de dar la brecha entre el dólar oficial y el blue, que en esa época se llamaba “paralelo”.
EB: ¿Tu rol como economista divulgador se explica también por estar en el lugar correcto y porque había una demanda?
JCDP: Fue así. Me defino como un producto de las circunstancias.
EB: ¿Cómo llegás al periodismo escrito?
JCDP: En 1968 estaba en Harvard, y Armando Ribas andaba por ahí. Un día me dijo: “Tengo que ir al Fondo Monetario a una reunión. Yo escribo una columna en el semanario de un peri