El caballero, la mujer y el cura

Georges Duby

Fragmento

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I

LOS MATRIMONIOS DEL REY FELIPE

En el otoño del año 1095, el papa Urbano II está en Auvernia, en Clermont, en las lindes meridionales del área de influencia capeta. Expulsado de Roma, recorre desde hace meses con gran pompa, escoltado por sus cardenales, el sur de la Galia. Allí se encuentra a gusto. Había sido gran prior de Cluny: los prioratos de la congregación cuadriculan esta zona. En ella se desarrolla con gran eficacia la empresa que dirige desde hace más de veinte años el papado: reformar la Iglesia, es decir, purificar la sociedad entera. Se trata de preparar a los hombres para que afronten las tribulaciones que se esperan, el fin del mundo; de volverlos al bien, de buen o mal grado; de rectificar los desvíos; de precisar las obligaciones de cada cual. Sobre todo, de afirmar lo que a cada cual le está prohibido. Esa gran reforma ha empezado por la depuración del cuerpo eclesiástico. Había que comenzar por ahí, por esas gentes que, sirviendo a Dios, dan ejemplo; curarlos de una doble corrupción: la simonía —los doctos de la época llamaban así a la intrusión de los poderes profanos y, sobre todo, del poder que proporciona el dinero, en la elección de los dirigentes de la Iglesia—; el nicolaísmo, es decir, las malas costumbres, la afición a los placeres del mundo, y ante todo, evidentemente, la afición por las mujeres. Ahora ha llegado el momento de obligar a su vez a los laicos, de imponerles las formas de vida que según los sacerdotes agradan a Dios. La tarea se vuelve más ardua aún, ya que por todas partes los hombres protestan y los príncipes de la tierra apoyan su resistencia. El emperador, el primero; los demás reyes, cada uno en el territorio que el cielo ha puesto bajo su mano, encargándolos (como estaba encargado Carlomagno, de quien se dicen herederos) de mantener en esa tierra el orden social. No pueden aceptar que otros se entrometan, en contra de las reglas establecidas, para dictar a los guerreros su comportamiento.

Ningún rey ha ido a Clermont. Pero sí multitud de obispos, abades y alta nobleza de las comarcas vecinas. Suficientes gentes de calidad para que el papa tenga la impresión de reinar en medio del pueblo cristiano reunido, de actuar como guía supremo, de ocupar el puesto del emperador en la cima de toda soberanía terrestre. En esta posición, Urbano II habla al mundo entero. Dicta leyes, juzga, castiga. De las decisiones que toma, la más célebre es la llamada a la cruzada: toda la caballería de Occidente lanzada, abriendo el camino a la gran migración, y todos los creyentes invitados a dirigirse a Jerusalén para, una vez liberado el Santo Sepulcro, esperar junto a la tumba vacía el día del Juicio Final, paso para el que la reforma pretende la preparación, la resurrección del género humano en la marejada de las luces. Esta grandiosa movilización hace olvidar otro decreto que con idéntico espíritu firmó el papa. Excomulgó a Felipe, primero de su nombre, rey de Francia; primer soberano de los franceses occidentales que desmereció lo bastante, a los ojos de las autoridades eclesiásticas, para incurrir en tan terrible sanción, que le separaba de la comunidad de los fieles, a la que, por vocación, debía dirigir; que pedía para él la maldición divina y le abocaba al castigo eterno si no se enmendaba.

De hecho, Felipe estaba ya excomulgado hacía un año. El 15 de octubre de 1094, en Autun, se habían reunido treinta y dos obispos en torno al legado pontificio, el arzobispo de Lyon Hugo de Die, para condenarle. Al mismo tiempo, anulaban las decisiones de un concilio que el propio rey acababa de presidir en Reims. Conflicto. Oposición entre las dos partes del reino de Francia: la del norte que el soberano controla y la del sur que se le escapa. Sobre todo oposición irreductible entre dos concepciones de la Iglesia: una, tradicional, carolingia, que agrupa a los prelados de cada nación bajo la égida del rey consagrado, su cofrade y protector; otra, perturbadora, la de los reformadores, la de Urbano II, que proclama lo espiritual superior a lo temporal, sometiendo por tanto los monarcas a los obispos, y éstos a la autoridad unificadora del obispo de Roma. Para hacer aceptar estas nuevas estructuras era preciso doblegar a los reyes, y para que el rey de Francia se doblegase, los animadores de la reforma le castigaron con la excomunión, primero en Autun, y luego en Clermont.

Se han perdido las actas del concilio de Clermont. Las conocemos por lo que de ellas dicen los historiadores de la época, esos hombres que en los monasterios anotaban, año por año, los acontecimientos que les habían sorprendido. Casi todos han hablado de esa solemnísima asamblea. Pero, a propósito de ella, casi todos evocan únicamente la expedición hacia Tierra Santa, que les fascina. Sin embargo, al margen, algunos han relatado que el rey de Francia había sido castigado y por qué motivo. Cuentan que Felipe I no fue castigado por haberse rebelado, con toda su fuerza, tal como otro excomulgado, el emperador Enrique IV, contra la Santa Sede. El papa decidió condenarle por sus costumbres. Más exactamente, por su comportamiento matrimonial. Según Sigebert de Gembloux, la causa del anatema fue porque había, «estando viva su mujer, tomado segunda esposa (superduxerit), la mujer de otro hombre que a su vez estaba vivo». Bernold de Saint-Blasien precisa: «Habiendo despedido a su propia mujer, se unió en matrimonio a la mujer de su vasallo» y el motivo del castigo fue el «adulterio». Los Anales de Saint-Aubin de Angers añaden a este delito el de incesto[1].

Tales informaciones son muy pobres. Afortunadamente se completan con lo que dice del asunto, una quincena de años más tarde, un obispo de la Francia del norte, Yves de Chartres. Para hacer fracasar un proyecto de matrimonio entre primos del rey de Francia, transmitía al arzobispo de Sens una genealogía que probaba su parentesco[2]. Conozco bien esa genealogía —dice—; la he oído recitar dos veces seguidas con mis propios oídos, en 1095, ante la corte del papa Urbano; la primera vez a un monje de Auvernia, la segunda a los enviados del conde de Anjou. Se trataba entonces del rey Felipe, a quien se acusaba de haber «quitado la mujer al conde de Anjou que era su prima, y de retenerla indebidamente [...]. El rey fue excomulgado en el concilio de Clermont debido a esa acusación y de la prueba de un incesto». Ése es el recuerdo que un hombre inteligente, de buena memoria, mezclado muy de cerca a esta historia, conservaba quince años después. El escándalo no había sido haber tomado otra mujer en vida de su esposa; no era la bigamia. El escándalo no era haberse apropiado de la mujer legítima del otro; no era el adulterio. Era haberse unido a una pariente, que ni siquiera era prima de sangre, sino la esposa de un primo; de un primo muy lejano por otra parte, ya que el bisabuelo del conde de Anjou era el tatarabuelo del rey. Esto le valió al Capeto la excomunión, el anatema. Y como no cedió, como «volvió al comercio de la citada mujer, fue excomulgado [de nuevo] en el concilio de

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