Contenido
Portada
Dedicatoria
Árbol genealógico forastera
Prólogo
PRIMERA PARTE
1. Cuatro arrobas de piedras
2. Bastardo asqueroso
3. En el que las mujeres, como de costumbre, sacan las castañas del fuego
4. No hagas preguntas cuyas respuestas no quieres escuchar
5. Las pasiones de los jóvenes
6. Bajo mi protección
7. Las consecuencias no planeadas de acciones poco meditadas
8. Homo est obligamus aerobe («El hombre es un organismo aerobio»), Hipócrates
9. Hay un flujo y reflujo en los asuntos de los hombres
10. El descenso del Espíritu Santo sobre un discípulo reacio
11. ¡No olvidemos Paoli!
12. Eine Kleine Nachtmusik
13. El aire de la mañana está repleto de ángeles
14. Truenos inminentes
15. Un ejército en movimiento
16. Espacio para secretos
17. ¡Libertad!
18. Sin nombre, sin hogar, en la miseria y muy borracho
19. Medidas desesperadas
20. De repollos y reyes
21. Hombres sanguinarios
22. Se acerca una tormenta
23. La señora Figg echa una mano
24. Bienvenido, frescor en el calor, consuelo en la aflicción
25. Dadme libertad...
SEGUNDA PARTE
26. Un paso en la oscuridad
27. Nada es más difícil, pero la búsqueda lo descubrirá
28. Frío-caliente
29. Regreso a Lallybroch
30. Luces, acción y sirenas
31. El brillo en los ojos de un caballito balancín
32. Quien vacila en el umbral presagia que el peligro acecha en el interior
33. Es mejor dormir con la piel intacta
34. Refugio
35. An Gearasdan
36. El olor de un extraño
37. Cognosco te
38. El número de la bestia
39. El fantasma de un ahorcado
40. Ángeles sin saberlo
41. Donde todo converge
42. Con todo mi cariño
43. Aparición
44. Anfisbena
45. Cura de almas
46. Jesusito de mi vida, dime...
TERCERA PARTE
47. Algo que ponerse para ir a la guerra
48. Sólo por diversión
49. Principio de incertidumbre
50. El buen pastor
51. Gorronear
52. Sueños de morfina
53. Pillado en desventaja
54. En el que conozco a un nabo
55. Vestales
56. Papista apestoso
57. No entres con calma en esa buena noche
58. Castrametación
59. Un descubrimiento entre las tropas
60. Cuáqueros e intendentes
61. Un trío viscoso
62. Al mulo no le caes bien
63. Un uso alternativo de la jeringa para penes
64. Trescientas una
65. Mosquitos
66. Pinturas de guerra
67. En busca de cosas que no están ahí
CUARTA PARTE
68. Salir en la oscuridad
69. Las primeras horas
70. Un único piojo
71. Folie à trois
72. Cenagales y embrollos
73. El peculiar comportamiento de una tienda de campaña
74. La clase de cosa que hará que un hombre sude y tiemble
75. El manzanar
76. Los peligros de entregarse
77. El precio del Siena
78. En el lugar equivocado en el momento equivocado
79. Mediodía
80. Paternóster
81. Entre las lápidas
QUINTA PARTE
82. Ni siquiera los que quieren ir al cielo desean morir para llegar allí
83. Puesta de sol
84. Anochecer
85. El largo camino a casa
86. Donde la aurora de rosáceos dedos aparece en tropel
87. Sale la luna
88. Un tufillo a roquefort
89. Hoy, el gallo del corral; mañana, un plumero
90. Es sabio el hijo que sabe quién es su padre
91. Llevar la cuenta
92. No quiero que estés solo
93. La casa de Chestnut Street
94. El sentido de la reunión
SEXTA PARTE
95. El cuerpo eléctrico
96. No hay falta de pelo en Escocia
97. Un hombre que haga el trabajo de un hombre
98. El muro
99. Radar
100. ¿Son ésos tus animales?
101. Una única oportunidad
102. Posparto
103. Solsticio
104. El súcubo de Cranesmuir
105. No soy muy buena persona
106. Un hermano de la logia
107. El cementerio
108. La realidad es aquello que, cuando dejas de creer en ello, no desaparece
109. Frottage
110. Los sonidos del silencio
SÉPTIMA PARTE
111. Una masacre lejana
112. Fantasmas diurnos
113. Gracias por el pescado
114. Creer en Dios es una apuesta segura
115. La intrincada trama del dolor
116. Iremos a cazar
117. En el brezal
118. Segunda ley de la termodinámica
119. «¡Ay! ¡Pobre Yorick!»
120. El chisporrotear del fuego
121. Caminar sobre brasas
122. Suelo sagrado
OCTAVA PARTE
123. Quod scripsi, scripsi
124. Llevado a ti por las letras «Q», «E» y «D»
125. Calamar para la cena, al rico calamar
126. El plan Oglethorpe
127. Fontanería
128. Coger ranas
129. Invasión
130. Un remedio soberano
131. Un jugador nato
132. Quimera
133. Último recurso
134. Últimos sacramentos
135. Amaranthus
136. Un asunto pendiente
NOVENA PARTE
137. En el corazón del bosque, un refugio
138. El frenillo de Fanny
139. Una visita al comercio
140. Mujer, ¿yacerás conmigo?
141. El sentimiento más profundo siempre se muestra en silencio
142. Cosas que aparecen
143. Interruptus
144. Visita a un huerto encantado
145. Y lo sabes
Notas de la autora
Agradecimientos
Sobre la autora
Créditos
Este libro está dedicado a TODAS las personas
que (además de mí) han trabajado sin
descanso para publicarlo. Especialmente a:
Jennifer Hershey
(editora, Estados Unidos)
Bill Massey
(editor, Reino Unido)
Kathleen Lord
(conocida como «Hércules», correctora)
Barbara Schnell
(traductora y compañera de fatigas, Alemania)
Catherine MacGregor, Catherine-Ann MacPhee
y Adhamh Ò Broin
(expertos en gaélico)
Virginia Norey
(conocida como «diosa de los libros», diseñadora)
Kelly Chian, Maggie Hart, Benjamin Dreyer,
Lisa Feuer y el resto del equipo de producción
de Random House, y
Beatrice Lampe und Petra Zimmermann in München
Prólogo
En la luz de la eternidad, el tiempo no proyecta sombra alguna.
«Vuestros ancianos soñarán sueños y vuestros jóvenes verán visiones.» Pero... ¿qué ven las ancianas?
Vemos necesidad y hacemos lo que hay que hacer.
Las jóvenes no ven, sino que son; y el manantial de la vida fluye en su interior.
Nuestra es la custodia de ese manantial, nuestra la protección de la luz que hemos encendido, la llama que somos.
¿Qué he visto? Tú eres la visión de mi juventud, el sueño constante de todas mis épocas.
Y aquí estoy, a las puertas de una nueva guerra, una ciudadana que no pertenece a ningún lugar ni momento, a ningún país más que al mío... y es ésa una tierra cuyas costas baña la sangre y no el mar, cuyas fronteras son los rasgos de un rostro amado durante mucho tiempo.
PRIMERA PARTE
Nexo
1
Cuatro arrobas de piedras
16 de junio de 1778
El bosque entre Filadelfia y Valley Forge
Ian Murray permanecía inmóvil con una piedra en la mano, observando el lugar que había elegido. Un pequeño claro apartado, entre unas cuantas rocas cubiertas de musgo, a la sombra de los abetos y justo debajo de un enorme enebro, un lugar al que nadie llegaría de manera casual, pero no por ello inaccesible. Quería llevar allí a su familia.
Para empezar, a Fergus. Quizá sólo a él. Mamá había criado a Fergus desde que éste tenía diez años y, antes, él no había conocido a ninguna otra madre. Fergus conocía a mamá desde hacía más tiempo que Ian y la quería tanto como él. «Puede que más», pensó. Los sentimientos de culpa agravaban su dolor. Fergus se había quedado con ella en Lallybroch, para cuidarla a ella y la casa; él no. Tragó saliva con dificultad y, tras adentrarse en el pequeño claro, dejó la piedra justo en el centro. Luego se volvió para mirar.
Mientras lo hacía, sacudió la cabeza de un lado a otro. No, tenían que ser dos montículos de piedra. Su madre y el tío Jamie eran hermanos, así que la familia podría llorarlos allí a los dos... pero tal vez también podría llevar a otras personas, para que los recordaran y les presentaran sus respetos. Sí, aquellos que habían conocido y apreciado a Jamie Fraser, pero que no distinguirían a Jenny Murray de un agujero en...
La imagen de su madre en un agujero del suelo se le clavó como si fuera una horca. Luego alejó esa idea al acordarse de que, al fin y al cabo, su madre no estaba en ninguna tumba, y esa nueva imagen se le hincó aún con más fuerza. No soportaba imaginarlos mientras se ahogaban, aferrándose tal vez el uno al otro, luc hando por mantenerse...
—A Dhia! —exclamó con brusquedad.
Dejó caer la piedra y se volvió para buscar otras. Había visto a más de un ahogado.
Le cayeron lágrimas por las mejillas, mezcladas con el sudor de aquel día de verano. Pero no se preocupó; tan sólo se detenía de vez en cuando para limpiarse la nariz con la manga. Se había enrollado un pañuelo en torno a la cabeza, para que no se le metieran en los ojos ni el pelo ni las gotas de sudor. No había añadido ni veinte piedras a cada uno de los montículos y el pañuelo ya estaba empapado.
Él y sus hermanos habían erigido un bonito montículo de piedras para su padre antes de que éste muriera, junto a la lápida que llevaba su nombre grabado —todos sus nombres, por caro que hubiera salido— en el cementerio de Lallybroch.
Y más tarde, durante el funeral, los miembros de la familia, seguidos de los arrendatarios y luego de los sirvientes, se habían acercado uno a uno para añadir su propia piedra al peso de la memoria.
Fergus, pues. O... No, ¿en qué estaba pensando? La tía Claire era la primera persona a la que debía llevar allí. No era escocesa, pero sabía reconocer un buen montículo de piedras y tal vez sintiera cierto consuelo al ver el del tío Jamie. Sí, eso era. Primero la tía Claire y luego Fergus. El tío Jamie era el padre adoptivo de Fergus, así que éste estaba en su derecho. Y luego quizá Marsali y los niños. Pero... tal vez Germain ya fuera lo bastante mayor como para acompañar a Fergus. A sus diez años, podía entenderlo; ya era casi un hombre y se merecía que lo trataran como tal. Y el tío Jamie era su abuelo. Un familiar muy cercano.
Retrocedió de nuevo y se secó la cara, respirando con dificultad. Los insectos silbaban y zumbaban junto a sus orejas o revoloteaban a su alrededor, en busca de su sangre, pero Ian se había desnudado hasta quedarse sólo con un taparrabos y se había untado con grasa de oso y menta, al estilo mohawk. Los insectos no le picaban.
—Cuida de ellos, oh, espíritu del enebro —susurró en mohawk, mientras levantaba la vista hacia las aromáticas ramas del árbol—. Protege sus almas y deja que se queden aquí, frescos como tus ramas.
Se persignó y luego se agachó para escarbar en el suave mantillo. Unas cuantas piedras más, pensó. Por si algún animal que pasara por allí les daba un golpe y las desparramaba como sus pensamientos, que vagaban sin descanso entre los rostros de los miembros de su familia, de la gente del Cerro... Dios, ¿volvería allí algún día? Brianna. Oh, señor, Brianna...
Se mordió el labio y notó el sabor de la sal. Se lamió y siguió buscando piedras. Brianna estaba a salvo con Roger Mac y los niños. Pero, ¡oh, Señor, cuánto necesitaba sus consejos! Mejor aún, los de Roger Mac.
¿A quién iba a preguntar ahora cuando precisara ayuda para ocuparse de todos?
Pensó en Rachel y disminuyó un poco la opresión del pecho. Sí, estaba Rachel... Era más joven que él, no tenía más de diecinueve años. Y, como era cuáquera, tenía unas ideas bastante raras acerca de cómo se hacían las cosas, pero si ella se hallaba a su lado, caminaría sobre terreno seguro. Esperaba que pudiera estar junto a él, pero aún quedaban ciertas cosas que debía contarle... La idea de esa conversación hizo que regresara la opresión en el pecho.
Y también volvió la imagen de su prima Brianna, que se instaló en su mente: alta, de nariz recta y huesos fuertes como su padre... Pero esa imagen llevó consigo la de su otro primo, el hermanastro de Bree. Dios santo, William. ¿Qué debía hacer con William? Ian dudaba que supiera la verdad, que supiera que era hijo de Jamie Fraser... ¿Era él quien debía contárselo? ¿Debía llevarlo hasta allí y explicarle lo que había perdido?
A Ian se le debió de escapar un lamento mientras pensaba, ya que Rollo, su perro, levantó la enorme cabeza y lo observó con preocupación.
—No, yo tampoco lo sé —le dijo Ian—. Será mejor que esperemos, ¿te parece?
Rollo apoyó de nuevo la cabeza sobre las patas, sacudió el peludo flanco para espantar las moscas y se sumió en un sueño sin huesos.
Ian siguió trabajando durante un rato y dejó que sus pensamientos se fueran escurriendo, junto a las lágrimas y el sudor. Interrumpió su tarea sólo cuando el sol, que había empezado a ponerse, rozó la cima de sus montículos de piedras. Se sentía cansado, pero en paz. Los montículos, uno junto al otro, le llegaban a la altura de la rodilla. Eran pequeños pero sólidos.
Se quedó inmóvil unos cuantos instantes aún, sin pensar, escuchando el alboroto de los pajarillos entre la hierba y el susurro del viento entre los árboles. Luego suspiró profundamente, se acuclilló y tocó uno de los montículos.
—Tha gaol agam oirbh, a Mhàthair —susurró.
«Te entrego mi amor, madre.» Cerró los ojos y apoyó una mano cubierta de arañazos en la otra pila de piedras. El tacto de la tierra le provocó una sensación extraña en los dedos, como si pudiera hundirlos de repente en el suelo y tocar lo que tanto necesitaba.
Se quedó inmóvil, respirando, y después abrió los ojos.
—Ayúdame con esto, tío Jamie —repuso—. No creo que pueda yo solo.
2
Bastardo asqueroso
William Ransom, noveno conde de Ellesmere, vizconde de Ashness y barón de Derwent, se abrió paso entre el gentío de Market Street, ajeno a las protestas de aquellas personas a las que iba empujando.
No sabía adónde se dirigía, ni tampoco qué haría al llegar allí. Lo único que sabía era que acabaría por reventar si se quedaba quieto.
Le palpitaba la cabeza, como si tuviera un forúnculo inflamado. De hecho, le palpitaba todo: la mano... seguramente se había roto algún hueso, pero le daba igual; el corazón, desbocado y dolorido bajo el pecho; los pies... Por Dios, ¿qué había hecho? ¿Darle una patada a algo?
Pateó con saña un ladrillo suelto, que salió disparado hacia un grupo de ocas. Los animales empezaron a graznar y se lanzaron hacia él, revoloteando y golpeándole las espinillas con las alas.
Volaron plumas y excrementos de oca, y la manada se dispersó en todas direcciones.
—¡Bastardo! —le chilló la propietaria de las ocas. Lo atacó con su cayado y le propinó un hábil golpe en la oreja—. ¡Así te lleve el diablo, bastardo dreckiger!
Varias voces airadas se hicieron eco de aquella opinión y William tuvo que meterse en un callejón, hasta el cual lo persiguieron gritos e irritados graznidos.
Se frotó la oreja dolorida y avanzó tambaleándose entre los edificios, ajeno a todo lo que no fuera la palabra que palpitaba cada vez con más fuerza en el interior de la cabeza. «Bastardo.»
—¡Bastardo! —dijo en voz alta—. ¡Bastardo, bastardo, bastardo! —gritó a pleno pulmón, al tiempo que golpeaba con el puño cerrado el muro de ladrillos que tenía justo al lado.
—¿Quién es un bastardo? —preguntó tras él una voz con un tono de curiosidad.
Se volvió y vio a una joven que lo observaba con cierto interés. Ella deslizó la mirada por su cuerpo y se fijó en su respiración dificultosa, en las manchas de sangre que lucía en las vueltas de la casaca del uniforme y en las verdes salpicaduras de excrementos de oca que le habían manchado los calzones. La mirada de la joven llegó, por último, a los zapatos de hebilla plateada y, desde allí, ascendió al rostro con renovado interés.
—Yo —dijo William, con voz ronca y amarga.
—¿Ah, sí?
La mujer abandonó la protección del portal en el que había permanecido hasta entonces y cruzó el callejón, hasta detenerse delante de él. Era alta y delgada. Tenía unos pechos jóvenes y turgentes... y bastante evidentes bajo la fina gasa de su vestido, ya que llevaba unas enaguas de seda, pero no corsé. Ni cofia, por lo que la melena le caía hasta los hombros. Era una ramera.
—Me caen bien los bastardos —repuso al tiempo que le rozaba un brazo—. ¿Qué clase de bastardo eres tú? ¿Uno muy travieso? ¿O muy malo?
—Uno arrepentido —intervino él, y frunció el ceño al ver que ella se echaba a reír.
La joven vio el ceño fruncido, pero no se amilanó.
—Entra —dijo cogiéndolo de la mano—. Tienes aspecto de necesitar un trago.
Vio cómo se fijaba en sus nudillos, despellejados y ensangrentados, y cómo se mordía el labio inferior con unos dientes pequeños y blancos. Pero no parecía asustada y, de repente, él se dejó llevar, sin protestar, hacia el oscuro portal.
«¿Qué más da? —pensó, sintiéndose de repente agotado—. ¿Qué más da ya?»
3
En el que las mujeres, como de costumbre,
sacan las castañas del fuego
Número 17 de Chestnut Street, Filadelfia
Residencia de lord y lady John Grey
William se había marchado en mitad de una auténtica tempestad y, de hecho, daba la sensación de que un rayo había alcanzado la casa. Me sentía, desde luego, como si hubiera sobrevivido a una espectacular tormenta eléctrica, puesto que tenía los pelos y los nervios de punta, y temblaba de agitación.
Jenny Murray había entrado en casa nada más marcharse William, y si bien verla a ella me produjo menos impresión de la que me había causado hasta entonces ver a los demás, aun así me dejó muda de asombro. Me quedé mirando a mi otrora cuñada con los ojos abiertos como platos. Aunque, pensándolo bien, seguía siendo mi cuñada... porque Jamie estaba vivo. Vivo.
Lo había tenido entre mis brazos apenas diez minutos antes, y el recuerdo de sus caricias rebotó en mi interior como un rayo dentro de una botella. Vagamente, me di cuenta de que estaba sonriendo como una tonta, a pesar de los tremendos destrozos, de las terribles escenas, de la aflicción de William —si es que podía llamarse «aflicción» a un arrebato así—, del peligro que corría Jamie y de una vaga inquietud acerca de lo que Jenny o la señora Figg —cocinera y ama de llaves de lord John— pudieran decir.
La señora Figg era una mujer redonda, de reluciente piel negra y bastante proclive a moverse sin el menor ruido a espaldas de los demás, como una amenazadora bola de acero.
—¿Qué ocurre? —masculló mientras aparecía sin previo aviso justo detrás de Jenny.
—¡Virgen santísima! —Jenny se volvió, con los ojos muy abiertos y una mano apoyada en el pecho—. ¿Quién es usted, por el amor de Dios? —exclamó.
—Es la señora Figg —respondí.
Experimenté una delirante necesidad de echarme a reír, a pesar —o tal vez a causa— de los recientes acontecimientos.
—La cocinera de lord John —añadí—. Señora Figg, ésta es la señora Murray. Mi... esto... mi...
—Tu cuñada —dijo Jenny con firmeza, al tiempo que arqueaba una ceja negra—. Si es que aún me aceptas...
Me dedicó una mirada sincera, y la necesidad de reír se transformó, con brusquedad, en una imperiosa necesidad de comenzar a llorar. De todas las improbables fuentes de socorro que podría haber imaginado... Suspiré hondo y le tendí una mano.
—Te acepto.
No nos habíamos despedido lo que se dice de buenas maneras en Escocia, pero en otros tiempos yo la había querido muchísimo, de modo que no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad de arreglar las cosas. Entrelazó sus minúsculos pero firmes dedos con los míos, me estrechó la mano con fuerza y, con esa sencillez, todo quedó arreglado. No era preciso disculparse, ni pedir perdón en voz alta. A ella jamás le había hecho falta llevar la máscara que llevaba Jamie. Lo que pensaba y sentía estaba allí, en aquellos ojos rasgados y azules, casi felinos, que compartía con su hermano. Jenny ya sabía la verdad acerca de lo que era yo, y también que amaba a su hermano —y así había sido siempre— en cuerpo y alma... a pesar del pequeño detalle de que en ese instante yo estuviera casada con otra persona.
Dejó escapar un suspiro, cerró un segundo los ojos y luego volvió a abrirlos. Me sonrió y los labios apenas le temblaron.
—Bueno, pues mejor que mejor —arguyó la señora Figg en tono cortante.
Entornó los párpados y se dio la vuelta muy despacio, al tiempo que contemplaba aquel panorama de destrucción. En lo alto de la escalera, la barandilla estaba arrancada. Un rastro de pasamanos rotos, paredes golpeadas y manchas de sangre marcaba el descenso de William. Los cristales de la lámpara de araña cubrían el suelo y centelleaban alegremente bajo la luz que penetraba por la puerta abierta, la cual, por cierto, también estaba rota y se balanceaba en ese momento sujeta por una única bisagra.
—Merde podrida —murmuró la señora Figg. Se volvió de golpe hacia mí, con aquellos ojillos que parecían grosellas negras aún entrecerrados—. ¿Dónde está su señoría?
—Eh... —dije.
Me di cuenta de que la cosa no iba a ser fácil. Aunque a la señora Figg no le caía bien casi nadie, adoraba a John. Y no le iba a gustar nada saber que lo había secuestrado un...
—Y a propósito, ¿dónde está mi hermano? —preguntó Jenny, mientras echaba un vistazo a su alrededor como si esperara que Jamie saliera de repente de debajo del sofá.
—Pues... —intervine—. Eh... Bueno...
Decir que no iba a ser fácil era quedarse corto. Porque...
—¿Y dónde está mi querido William? —quiso saber la señora Figg, al tiempo que olisqueaba el aire—. Ha estado aquí. Huelo esa colonia apestosa que se echa en la ropa —repuso mientras empujaba con la punta del zapato, como si le diera asco, un trozo de yeso que se había desprendido de la pared.
Dejé escapar otro largo y profundo suspiro y me aferré a la escasa cordura que me quedaba.
—Señora Figg —dije—, ¿sería usted tan amable de prepararnos una taza de té?
Nos sentamos en el salón, mientras la señora Figg entraba y salía de la cocina, sin perder de vista su estofado de tortuga.
—No querrán que se me queme la tortuga, ¿verdad que no? —nos preguntó muy seria al volver de uno de sus trayectos a la cocina y dejar la tetera con su cubreteteras acolchado de color amarillo—. Con todo ese jerez que añado porque a su señoría le gusta. Casi una botella entera... Sería una lástima que se echara a perder un licor tan bueno.
El estómago se me revolvió de inmediato. La sopa de tortuga —con mucho jerez— tenía para mí unas connotaciones tan poderosas como secretas, relacionadas con Jamie, con un febril delirio y con la forma en que el movimiento de un barco contribuye al acto amoroso. Imágenes cuya evocación no iba a ayudar en absoluto a la inminente discusión. Me pasé un dedo entre las cejas, con la esperanza de despejar la escandalosa nube de confusión que se estaba formando allí. En el interior de la casa, el ambiente seguía siendo muy tenso.
—Y hablando de jerez —repuse— o de cualquier otro licor fuerte que tenga usted a mano, señora Figg...
Me observó con aire pensativo, luego asintió y cogió la licorera que estaba sobre el aparador.
—El coñac es más fuerte —dijo, al tiempo que dejaba la licorera frente a mí.
Jenny me observó con el mismo aire pensativo. Luego se inclinó hacia delante y sirvió un generoso trago de coñac en mi taza y, acto seguido, una cantidad parecida en la suya.
—Por si acaso —afirmó, arqueando una ceja.
Bebimos durante unos instantes. Pensé que me iba a hacer falta algo más fuerte que un poco de coñac en el té para enfrentarme a las consecuencias que los últimos acontecimientos iban a tener en mis nervios —láudano, por ejemplo, o un buen trago de whisky escocés—, pero el té, caliente y aromático, ayudó muchísimo, como un cálido y lento goteo en mitad de la tempestad.
—Bueno, pues estamos bien, ¿no?
Jenny dejó su taza, con aire esperanzado.
—Es un comienzo —repuse.
Respiré hondo y le proporcioné un resumen de los acontecimientos de la mañana.
Los ojos de Jenny se parecían muchísimo a los de Jamie. Parpadeó una vez, luego otra y, por último, sacudió la cabeza como si quisiera aclarar las ideas y asimilar todo lo que acababa de contarle.
—O sea, que Jamie se ha marchado con tu lord John, el ejército británico los persigue a los dos, ese muchacho alto que echaba humo por las orejas, con el que me he cruzado en el porche, es hijo de Jamie... Bueno, pues claro que lo es, hasta un ciego se daría cuenta. Y, además, la ciudad es un hervidero de soldados británicos. ¿Eso es todo?
—No es exactamente mi lord John —interrumpí—, pero sí, ésa es más o menos la situación. Entiendo entonces que Jamie ya te ha hablado de William, ¿no?
—Sí, me lo ha explicado —afirmó, sonriéndome por encima del borde de su taza de té—. Me alegro mucho por él. Pero... ¿qué le ocurre al muchacho? Parecía que no estaba dispuesto a cederle el paso ni a un oso.
—¿Qué ha dicho? —nos interrumpió con brusquedad la voz de la señora Figg. Dejó la bandeja que acababa de traer: la jarra de leche y el azucarero chocaron con un sonido semejante al de las castañuelas—. ¿Que William es hijo de quién?
Tomé un sorbo de té para coger fuerzas. La señora Figg sabía que yo había estado casada con un tal James Fraser, de quien en teoría había enviudado. Pero ésos eran los únicos datos que tenía.
—Bueno —dije, haciendo una pausa para aclararme la garganta—. Ese, ejem... Ese caballero alto y pelirrojo que ha estado antes aquí... ¿Lo ha visto usted?
—Lo he visto —respondió la señora Figg, observándome con los ojos entrecerrados.
—¿Y se ha fijado usted bien en él?
—No le he prestado mucha atención cuando ha llamado a la puerta y me ha preguntado dónde estaba usted, pero lo he visto muy bien por detrás cuando ha pasado junto a mí y ha subido corriendo la escalera.
—Supongo que el parecido se aprecia menos desde ese ángulo —comenté, y tomé otro sorbo de té—. Eh... ese caballero es James Fraser, mi... eh... mi...
«Primer marido» no era apropiado, como tampoco lo era «difunto marido». Menos afortunado aún era «mi último marido», así que me decanté por la alternativa más sencilla.
—Mi marido. Y... esto... padre de William.
La señora Figg abrió la boca, pero no emitió sonido alguno. Retrocedió despacio y se dejó caer con un suave plof en una otomana bordada.
—¿Y William lo sabe? —preguntó, tras unos momentos de reflexión.
—Ahora sí —contesté, señalando con un breve gesto la devastación de la escalera, claramente visible a través de la puerta del salón en el que nos hallábamos.
—Merde pod... Quiero decir, Cordero de Dios, ten piedad de nosotros.
El segundo marido de la señora Figg era un pastor metodista, y la pobre mujer se esforzaba para que él se sintiera orgulloso de ella, pero su primer marido había sido un jugador francés. La señora Figg me observó con unos ojos que parecían miras de fusil.
—¿Y usted es su madre?
Me atraganté con el té.
—No —respondí, al tiempo que me secaba la barbilla con una servilleta de hilo—. No es tan complicado.
En realidad, lo era aún más, pero no estaba dispuesta a explicar ni a la señora Figg ni a Jenny de dónde había salido William. Sin duda, Jamie le había contado a Jenny quién era la madre de William, pero yo dudaba mucho que también le hubiera explicado a su hermana que la madre de William, Geneva Dunsany, había obligado a Jamie a acostarse con ella mediante amenazas dirigidas a la familia de Jenny. A ningún hombre de temple le gusta admitir que una muchacha de dieciocho años lo ha chantajeado con éxito.
—Lord John se convirtió en el tutor legal de William cuando murió su abuelo y, ya de paso, se casó con lady Isobel Dunsany, la hermana de la madre de Willie. Ella fue quien cuidó del chico desde que su madre murió al dar a luz. De hecho, ella y lord John han sido sus padres desde que era muy pequeño. Isobel falleció cuando Willie tenía unos once años.
La señora Figg escuchó aquella explicación con calma, pero no se dejó distraer de la cuestión principal.
—James Fraser —dijo dándose unos golpecitos en la rodilla con dos dedos y observando a Jenny con mirada acusadora—. ¿Y cómo es que no está muerto? Dicen que se ahogó. —Fijó de nuevo la mirada en mí—. Y, según he oído, su señoría estuvo a punto de arrojarse también a las aguas del puerto cuando supo la noticia.
Cerré los ojos dominada por un escalofrío repentino, con la horrible sensación de que el recuerdo de aquella noticia me engullía como si de una horrible ola fría y salada se tratara. A pesar de que notaba aún en la piel el roce placentero de las caricias de Jamie y de que su imagen resplandecía en mi corazón, reviví el apabullante dolor que experimenté al enterarme de que estaba muerto.
—Bueno, por lo menos en esa cuestión yo sí puedo ilustrarla.
Abrí los ojos y vi a Jenny, que en ese momento dejaba caer un terrón de azúcar en su té recién vertido, al tiempo que asentía en dirección a la señora Figg.
—Nos disponíamos a emprender la travesía en un barco llamado Euterpe, mi hermano y yo, quiero decir, desde Brest. Pero aquel ladrón desalmado que era el capitán zarpó sin nosotros. Le estuvo bien empleado —añadió frunciendo el ceño.
Sí que le estuvo bien empleado. El Eurterpe naufragó durante una tormenta en mitad del Atlántico y pereció toda la tripulación. Eso era lo que me habían explicado... a mí y a John Grey.
—Jamie buscó otro barco, pero nos dejó en Virginia, por lo que tuvimos que viajar costa arriba, unas veces en carro y otras en paquebote, tratando de eludir a los soldados. Por cierto —dijo volviéndose hacia mí con un gesto de aprobación—, aquellas agujitas que le diste a Jamie para combatir el mareo son una maravilla. Me enseñó cómo tenía que ponérselas. Pero cuando llegamos a Filadelfia, ayer mismo —afirmó retomando su relato—, nos colamos por la noche en la ciudad, como un par de ladronzuelos, y nos dirigimos a la imprenta de Fergus. ¡Ay, señor, no sé cuántas veces pensé que me iba a dar un infarto!
Sonrió mientras recordaba y me sorprendió el cambio que se había producido en ella. Una sombra de dolor le oscurecía aún el rostro y estaba delgada y agotada tras el viaje, pero la terrible tensión que le había supuesto la larga agonía de su esposo Ian ya había desaparecido. El color había regresado a sus mejillas y una luz que yo llevaba sin ver desde que nos conocimos, treinta años atrás, iluminaba de nuevo su mirada. Había encontrado la paz, pensé. Y me sentí tan agradecida que hasta mi propia alma halló alivio.
—... así que Jamie llamó a la puerta de atrás, pero no abrió nadie, aunque veíamos el resplandor de un fuego entre los postigos. Volvió a llamar, con un sonido que parecía una melodía...
Golpeó suavemente la mesa con los nudillos, tan-ta-ta-chan-ta-ta-tan-tan-chán, y el corazón me dio un vuelco al reconocer la música de El llanero solitario que Brianna le había enseñado.
—Y al momento —prosiguió Jenny—, escuchamos la voz seca de una mujer que dice «¿Quién es?». Y Jamie le contesta, en gàidhlig: «Es tu padre, hija mía, que está empapado, muerto de frío y de hambre.» Porque estaban cayendo chuzos de punta y estábamos los dos calados hasta los huesos.
Se reclinó un poco hacia atrás, como si disfrutara contando aquella historia.
—Entonces se abre la puerta, una rendija apenas, y aparece Marsali con una pistola de arzón y los dos críos detrás de ella, fieros como arcángeles y armados cada uno con un leño por si había que atizarle en las espinillas a algún ladrón. Pero entonces el resplandor del fuego ilumina el rostro de Jamie y los tres se ponen a chillar como si quisieran despertar a los muertos y se abalanzan sobre él, lo hacen pasar, y empiezan a hablar todos a la vez. Le dieron la bienvenida y le preguntaron que si era un fantasma, que por qué no se había ahogado... Y así fue como nos enteramos de que el Euterpe había naufragado —dijo persignándose—. Que Dios los tenga en su gloria, pobrecillos —añadió, moviendo la cabeza de un lado a otro.
Yo también me persigné, pero me di cuenta de que la señora Figg me estaba observando de reojo. No tenía ni idea de que yo era papista.
—Yo también había entrado, claro —prosiguió Jenny—, pero resulta que todo el mundo está hablando a la vez, yendo de un lado para otro en busca de ropa seca y algo caliente que beber y, mientras, yo me dedico a echar un vistazo a mi alrededor, porque nunca había estado en una imprenta. El olor de la tinta, del papel y del plomo me pareció maravilloso, pero entonces alguien me tira de la falda y me encuentro con un encantador jovencito que me pregunta: «¿Y usted quién es, señora? ¿Le apetece un poco de sidra?»
—Henri-Christian —murmuré, sonriendo al recordar al más pequeño de los hijos de Marsali.
Jenny asintió.
—«Bueno, pues soy tu abuela Janet, hijito», le digo y él abre unos ojos como platos, suelta un grito, me agarra las piernas y me abraza con tanta fuerza que me hace perder el equilibrio y caer al sofá. Me salió un morado en el trasero del tamaño de tu mano —añadió en voz baja, dirigiéndose a mí.
Me di cuenta de que, en mi interior, se iba aflojando un nudo de tensión cuya existencia ni siquiera conocía. Jenny sabía, desde luego, que Henri-Christian había nacido enano... pero saber y ver no siempre significan lo mismo. Y ése era, claramente, el caso de Jenny.
La señora Figg había seguido el relato con interés, aunque mantenía ciertas reservas. Al oír mencionar la imprenta, sin embargo, esas reservas se afianzaron un poco más.
—Y esa gente... Entiendo que Marsali es su hija, ¿verdad, señora?
Supe lo que estaba pensando. Todo el mundo en Filadelfia sabía que Jamie era un rebelde. Y, por extensión, yo también. Había sido la amenaza de un arresto inminente lo que había llevado a John a insistir en que me casara con él, en pleno caos tras la supuesta muerte de Jamie. La mención de una imprenta en la Filadelfia ocupada por los británicos sólo podía plantear preguntas acerca de qué se estaba imprimiendo y quién lo imprimía.
—No, su marido es el hijo adoptivo de mi hermano —aclaró Jenny—. Pero yo crié a Fergus desde que era muy pequeño, así que también es mi hijo adoptivo, según las costumbres de las Highlands.
La señora Figg parpadeó. Hasta ese momento, había conseguido tener más o menos controlado el reparto de personajes de aquella historia, pero llegados a aquel punto desistió de su empeño. Sacudió la cabeza y los lazos rosa de su gorro oscilaron como pequeñas antenas.
—Bueno, ¿y adónde demonios...?, quiero decir, ¿adónde diantre ha ido su hermano con su señoría? —quiso saber—. ¿A esa imprenta, tal vez?
Jenny y yo intercambiamos una mirada.
—Lo dudo —contesté—. Lo más probable es que haya abandonado la ciudad utilizando a John... es decir, a su señoría, como rehén para cruzar las empalizadas. Seguramente lo dejará marchar en cuanto se hayan alejado lo bastante como para estar a salvo.
La señora Figg emitió una especie de grave murmullo de desaprobación.
—O a lo mejor se dirige a Valley Forge y lo entrega a los rebeldes.
—Ah, no lo creo —intervino Jenny en tono tranquilizador—. Al fin y al cabo, ¿para qué lo iban a querer los rebeldes?
La señora Figg parpadeó de nuevo, perpleja ante la idea de que alguien no tuviera a su señoría en tan alta estima como ella. Pero tras fruncir los labios durante un instante, pareció aceptar que tal vez fuera así.
—No llevaba el uniforme, ¿verdad, señora? —me preguntó, con el ceño arrugado.
Negué con la cabeza. John no estaba en el servicio activo. Era diplomático aunque, técnicamente, seguía conservando el rango de teniente coronel en el regimiento de su hermano y, por lo tanto, vestía el uniforme por motivos ceremoniales o intimidatorios.
De manera oficial, sin embargo, estaba retirado del ejército, no era un combatiente. Y vestido con ropa de calle, parecía más un ciudadano corriente que un soldado, motivo por el cual carecía de interés para las tropas del general Washington en Valley Forge.
En cualquier caso, yo no creía que Jamie se hubiera dirigido a Valley Forge. Estaba del todo segura de que volvería a casa a buscarme.
Esa idea floreció en lo más profundo de mi vientre y fue extendiéndose, como una ola de calor, que me obligó a enterrar la nariz en la taza de té para ocultar el rubor resultante.
«Vivo.» Atesoré aquella palabra y la acuné en lo más hondo de mi corazón. Jamie estaba vivo. Por mucho que me alegrara de ver a Jenny —y más aún de verla tendiéndome una rama de olivo—, lo que de verdad deseaba era subir a mi habitación, cerrar la puerta y apoyarme en la pared con los ojos cerrados, para recordar los segundos posteriores a su entrada en la estancia, cuando me había tomado entre sus brazos, me había empujado hacia la pared y me había besado. El simple hecho de su presencia allí, firme y cálida, me había parecido tan abrumador que, de no haber sido por el apoyo que la pared me brindaba, habría caído al suelo.
«Vivo —me repetí en silencio—. Está vivo.»
Nada más importaba. Aun cuando me pregunté por un instante qué habría hecho con John.
4
No hagas preguntas cuyas respuestas
no quieres escuchar
En los bosques, a una hora a caballo de Filadelfia
John Grey se había resignado a morir. Llevaba esperándolo desde el momento en que le había espetado un «He tenido conocimiento carnal de tu esposa». La única duda radicaba en saber si Fraser le dispararía, le clavaría un puñal o lo destriparía con sus propias manos.
Que el marido agraviado se hubiera limitado a mirarlo con calma y a decir «¿Ah, sí? ¿Por qué?» no resultaba sólo sorprendente, sino también vergonzoso. Absolutamente vergonzoso.
—«Por qué» —repitió John Grey, incrédulo—. ¿Has dicho «por qué»?
—Lo he dicho. Y agradecería una respuesta.
Ahora que Grey tenía ambos ojos muy abiertos, se daba cuenta de que la aparente calma de Fraser no era, en realidad, tan impenetrable como había supuesto al principio. Le palpitaba una sien y había cambiado el peso de una pierna a otra, como haría cualquier hombre ante una reyerta de taberna; sin intención directa de cometer actos violentos, pero dispuesto a recibirlos. Por extraño que pareciera, a Grey esa imagen le resultó tranquilizadora.
—Y ¿qué carajo quieres decir con «¿por qué?» —inquirió, furioso, de repente—. ¿Y por qué no estás muerto, maldita sea?
—Yo también me lo pregunto a menudo —respondió Fraser, cortés—. ¿Debo entender que creías que había muerto?
—¡Sí, y también tu esposa! ¿Tienes la más remota idea de cómo se sintió después de saber que habías muerto?
Fraser apenas entornó los ojos de color azul oscuro.
—¿La noticia de mi muerte le afectó de tal manera que perdió la razón hasta el punto de obligarte a acostarte con ella? —prosiguió, anticipándose a la airada respuesta de Grey—. A menos que yo esté muy confundido en cuanto a tu carácter, sería necesario emplear mucha fuerza para obligarte a hacer algo así. ¿O me equivoco?
Los ojos siguieron entornados. Grey los observó fijamente. Luego fue él quien cerró los suyos un instante y se frotó con fuerza la cara con ambas manos, como si acabara de despertar de una pesadilla. Después dejó caer las manos y abrió de nuevo los ojos.
—No estás confundido —dijo, con los dientes apretados—. Y sí te equivocas.
Fraser alzó sus rubicundas cejas... en un gesto que a Grey se le antojó de auténtica perplejidad.
—¿Te acercaste a ella porque...? ¿Por deseo? —preguntó, levantando también la voz—. ¿Y ella te lo permitió? No me lo creo.
El cuello bronceado de Fraser se iba tiñendo de un rojo tan intenso como el de un rosal trepador. Grey ya había presenciado algo así con anterioridad y decidió que la mejor defensa —o la única, mejor dicho— era ser el primero en perder los estribos. Se sintió aliviado.
—¡Maldito imbécil! Creíamos que estabas muerto —exclamó furioso—. ¡Los dos lo creíamos! ¡Muerto! Y una noche... una noche... bebimos más de la cuenta... mucho más de la cuenta... Hablamos de ti... y... Mierda, ninguno de los dos estaba haciendo el amor con el otro. ¡Los dos estábamos follando contigo!
Fraser, de repente, se quedó boquiabierto y su rostro se volvió inexpresivo. Grey disfrutó durante un instante de aquella imagen, hasta que recibió un brutal puñetazo justo debajo de las costillas y salió disparado hacia atrás, dio unos cuantos pasos vacilantes y acabó por caer al suelo. Se quedó allí, entre las hojas, sin aliento, abriendo y cerrando la boca como un autómata.
«De acuerdo, entonces —pensó vagamente—. Con ninguna otra arma que mis manos.»
Y justo esas manos fueron las que lo agarraron de la camisa y lo obligaron a ponerse en pie. Consiguió mantener el equilibrio y dejar entrar un soplo de aire en los pulmones. El rostro de Fraser estaba a un par de centímetros del suyo. De hecho, se hallaba tan cerca que Grey ni siquiera le veía la cara, sólo un primer plano de aquellos dos ojos azules inyectados en sangre, ambos de mirada enloquecida. Ya era suficiente. Grey se sintió tranquilo. Todo acabaría pronto.
—Vas a explicarme qué ocurrió con exactitud, asqueroso pervertido —le susurró Fraser. Le arrojó a Grey un aliento cálido que olía a cerveza y lo zarandeó un poco—. Cada palabra. Cada movimiento. Todo.
A Grey le quedaba el aliento justo para responder.
—No —intervino en tono desafiante—. Mátame si lo deseas.
Fraser lo zarandeó con brusquedad, de modo que a Grey le castañetearon los dientes con violencia y se mordió la lengua. A punto estuvo de atragantarse y, justo entonces, un puñetazo que ni siquiera había visto llegar le dio de lleno en el ojo izquierdo. Cayó de nuevo, mientras en la cabeza los colores se le iban mezclando y empezaba a ver puntitos negros. Notó junto a la nariz el olor acre del mantillo. Fraser tiró de él y lo obligó a que se pusiera otra vez en pie, pero entonces se interrumpió, quizá para decidir cuál era la mejor forma de continuar con el proceso de vivisección.
Puesto que la sangre le palpitaba en los oídos y respiraba de forma entrecortada, Grey no había oído nada, pero cuando abrió con cautela el ojo sano para ver desde dónde le llegaba el siguiente golpe, lo que vio fue a otro hombre. Un tipo de aspecto tosco y no muy limpio, ataviado con una camisa de cazador con flecos, que los observaba con cara de bobo desde debajo de un árbol.
—¡Jethro! —aulló el hombre, sujetando con fuerza la escopeta que llevaba.
Varios hombres más salieron de entre los arbustos. Uno o dos de ellos vestían los rudimentos de un uniforme, pero la mayoría llevaba ropa sencilla, aunque con el añadido de los extravagantes gorros frigios, unas prendas de apretada lana que les cubrían la cabeza y las orejas y que, vistas a través del ojo lloroso de Grey, conferían a aquellos hombres claramente el aspecto amenazador de bombas andantes.
Las esposas que, según parecía, habían tejido aquellas prendas habían añadido también a los laterales lemas como «LIBERTAD» o «INDEPENDENCIA», aunque una mujercita sedienta de sangre había bordado la orden «¡MATA!» en el gorro de su esposo. El marido en cuestión, se fijó Grey, era un espécimen enclenque y no muy alto que llevaba unas gafas con un cristal roto.
Fraser se había detenido al oír que los hombres se acercaban y, en ese momento, se volvió hacia ellos como un oso acorralado por una jauría. De repente, los perros permanecieron inmóviles a una distancia prudencial.
Grey se palpó con una mano el hígado, que creía casi con seguridad reventado, y jadeó. Le iba a hacer falta todo el aire que pudiera conseguir.
—¿Quién es usted? —preguntó con agresividad uno de los hombres, al tiempo que pinchaba a Jamie con el extremo de un palo largo.
—Coronel James Fraser, de los fusileros de Morgan —contestó Fraser con frialdad, haciendo caso omiso del palo—. ¿Y usted?
El hombre pareció algo desconcertado, pero disimuló poniéndose bravucón.
—Cabo Jethro Woodbine, de los soldados de Dunning —dijo con voz ronca.
Hizo un gesto con la cabeza, dirigido a sus amigos, quienes de inmediato se desplegaron y rodearon el claro.
—¿Quién es su prisionero?
A Grey se le encogió el estómago, lo cual, dadas las condiciones en que tenía el hígado, le dolió. Respondió entre dientes, sin esperar a que Jamie hablara.
—Soy lord John Grey, por si le interesa.
La mente de Grey daba saltos como una pulga mientras intentaba calcular si tenía más posibilidades de sobrevivir con Jamie Fraser o con aquella banda de patanes. Momentos antes estaba resignado a morir a manos de Jamie, pero, como ocurre con la mayoría de las ideas, ésa también parecía más interesante en el plano teórico que en el práctico.
Se diría que la revelación de su identidad confundió a los hombres, quienes se observaron de reojo unos a otros e intercambiaron unos cuantos murmullos, al tiempo que le lanzaban miradas recelosas.
—Pues no lleva uniforme ni nada —le comentó uno de los tipos a otro, en voz baja—. No puede ser soldado. Y si no lo es, a nosotros no nos interesa, ¿verdad?
—Sí que nos interesa —afirmó Woodbine, que había recuperado cierta confianza en sí mismo—. Y, además, si el coronel Fraser lo ha hecho prisionero, por algo será, ¿no? —añadió alzando la voz y formulando la pregunta a regañadientes.
Jamie no respondió; permanecía con la mirada fija en Grey.
—Es un soldado.
Todas las cabezas se volvieron para ver quién había hablado. Era el hombre bajito de las gafas rotas. Se las había ajustado con una mano para ver mejor a Grey con la lente que aún le quedaba. Lo observó con un lloroso ojo azul y luego, ya más convencido, asintió.
—Es un soldado —repitió—. Lo he visto en Filadelfia, sentado en el porche de una casa de Chestnut Street y vestido con uniforme. Era él en carne y hueso. Es un oficial —añadió sin necesidad alguna.
—No es un soldado —intervino Fraser conforme se volvía para contemplar con una mirada severa al tipo de las gafas.
—Yo lo he visto —murmuró el hombre—. Tan claro como el agua. Tenía galones dorados —susurró con una voz apenas audible, al tiempo que bajaba la mirada.
—Ya. —Jethro Woodbine se acercó a Grey y lo observó con atención—. Bien, ¿tiene usted algo que decir, lord Grey?
—Lord John —repuso Grey, enfurruñado, mientras se quitaba de la lengua un trozo de hoja aplastada—. Yo no tengo título, el que lo tiene es mi hermano mayor. Grey es el apellido familiar. Y en cuanto a ser soldado, sí, lo he sido. Aún conservo el rango en mi regimiento, pero ya no formo parte del servicio activo. ¿Le basta con eso o quiere saber también qué he desayunado esta mañana?
Les estaba plantando cara a propósito, ya que por algún motivo había decidido que prefería marcharse con Woodbine, y verse obligado a rendir cuentas ante los continentales, que quedarse allí para tener que rendirlas ante Jamie Fraser, quien, por cierto, lo observaba en ese momento con los ojos entornados. Grey contuvo el deseo de apartar la mirada.
«Es la verdad —pensó desafiante—. Lo que he contado es la verdad. Y ahora lo sabes.»
«Sí —respondió la siniestra mirada de Fraser—. ¿Y crees que lo voy a aceptar como si nada?»
—No es un soldado —repitió Fraser, dando la espalda de manera intencionada a Grey y dirigiendo la atención hacia Woodbine—. Lo he cogido prisionero porque quería interrogarlo.
—¿Sobre qué?
—Eso no es asunto suyo, señor Woodbine —intervino Jamie, cuya profunda voz sonó amable, pero afilada como el acero.
Jethro Woodbine, sin embargo, no era estúpido y quería dejar claro ese punto.
—Yo decidiré si es asunto mío o no. Señor —añadió, tras una considerable pausa—. ¿Cómo sabemos que es usted quien dice ser, eh? No lleva usted uniforme. Chicos, ¿alguno de vosotros conoce a este hombre?
Los «chicos» parecieron sorprendidos de que Woodbine se dirigiera a ellos. Intercambiaron miradas extrañadas. Uno o dos negaron con la cabeza.
—Bueno —se envalentonó Woodbine—, pues si no puede usted demostrar quién es, creo que tendremos que llevarnos a este hombre al campamento para interrogarlo. —En su rostro apareció una desagradable sonrisa; se le acababa de ocurrir otra idea—: ¿Cree que también deberíamos llevárnoslo a usted?
Fraser permaneció inmóvil durante un segundo. Respiró despacio y contempló a Woodbine como un tigre contemplaría a un erizo: sí, podía devorarlo, pero ¿valía la pena tomarse la molestia de tener que masticarlo?
—Llévenselo —dijo bruscamente, al tiempo que se apartaba de Grey—. Yo tengo otras cosas que hacer.
Woodbine esperaba oposición. Parpadeó desconcertado y empezó a levantar su palo, pero no dijo nada cuando Fraser comenzó a alejarse hacia los límites del claro. Cuando ya estaba bajo los árboles, Fraser se volvió hacia Grey y le dedicó una mirada tan directa como siniestra.
—Tú y yo todavía no hemos terminado —dijo.
Grey se irguió, ignorando el dolor en el hígado y las lágrimas que aparecían en el ojo dolorido.
—A sus órdenes, señor —le espetó.
Fraser lo fulminó con la mirada y luego se adentró entre las temblorosas sombras verdes, ignorando por completo a Woodbine y a sus hombres. Un par de ellos observaron al cabo, en cuyo rostro se adivinaba la indecisión. Grey no compartía ese sentimiento. Cuando la alta silueta de Fraser estaba a punto de desaparecer de una vez por todas, ahuecó ambas manos a modo de altavoz y aulló:
—¡Y no me arrepiento de nada, que lo sepas!
5
Las pasiones de los jóvenes
Aunque estaba encantada de oír hablar de William y de las dramáticas circunstancias en las que éste acababa de descubrir quién era su padre, en realidad a Jenny le preocupaba más otro joven.
—¿Sabes dónde está el joven Ian? —preguntó con entusiasmo—. ¿Y encontró por fin a su amiga, aquella cuáquera de la que le había hablado a su padre?
Me relajé un poco al escuchar aquellas preguntas. El joven Ian y Rachel Hunter no figuraban, gracias a Dios, en la lista de situaciones tensas. Como mínimo, de momento.
—La encontró —dije, sonriendo—. Y respecto a dónde está... Hace varios días que no lo veo, pero en ocasiones está fuera más tiempo. A veces hace de explorador para el ejército continental, aunque, como llevan tanto en el cuartel de invierno de Valley Forge, ya no es tan necesario reconocer el terreno. Pero pasa bastante tiempo allí, porque Rachel también lo hace.
Jenny parpadeó.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? Creía que a los cuáqueros no les gustaban las guerras y todo eso.
—Bueno, más o menos. Pero su hermano, Denzell, es médico cirujano militar... Bueno, es médico de verdad, no como esos veterinarios y curanderos que suele contratar el ejército... Y lleva desde noviembre en Valley Forge. Rachel va y viene de Filadelfia, ya que tiene permiso para cruzar las empalizadas y regresar al campamento con comida y suministros. Pero también trabaja con Denny, así que pasa más tiempo allí, ayudando con los pacientes, que aquí.
—Háblame de ella —repuso Jenny, al tiempo que se inclinaba de manera deliberada hacia delante—. ¿Es buena chica? ¿Y crees que quiere de verdad al joven Ian? Por lo que Ian me ha explicado, está locamente enamorado de ella, pero aún no se lo había dicho porque no sabía muy bien cómo se lo iba a tomar ella. Vamos, que no estaba seguro de que ella pudiera aceptar que él sea... lo que es. —Aludió, con un gesto rápido, a la historia y la personalidad del joven Ian, que había llegado desde las Highlands y había acabado convirtiéndose en un guerrero mohawk—. Sabe Dios que jamás será un cuáquero decente... y espero que el joven Ian también lo sepa.
Me eché a reír al pensarlo, aunque en realidad era un tema bastante serio. No tenía muy claro qué opinaría una reunión cuáquera de una pareja así, pero imaginé que contemplarían esa idea con cierta inquietud. Y no sabía nada acerca del matrimonio cuáquero.
—Es una buena chica —tranquilicé a Jenny—. Muy sensata, muy competente... y está enamorada de Ian, eso es obvio, aunque tampoco creo que se lo haya dicho.
—Ah. ¿Conoces a sus padres?
—No, los dos murieron cuando ella era una niña. Se crió con una viuda cuáquera y luego, cuando tenía dieciséis años más o menos, se fue con su hermano para ayudarlo con los quehaceres de la casa.
—¿Están hablando de la muchacha cuáquera?
La señora Figg acababa de entrar con un jarrón repleto de rosas de verano, que olían a mirra y azúcar. Jenny inspiró profundamente el perfume y se sentó erguida.
—Mercy Woodcock habla maravillas de ella —prosiguió la señora Figg—. Va a casa de Mercy cuando viene a la ciudad, para visitar a ese joven.
—¿A qué joven se refiere? —preguntó Jenny, frunciendo sus oscuras cejas.
—Henry, el primo de William —me apresuré a aclarar—. Denzell y yo le practicamos una complicada intervención este invierno. Rachel conoce a William y a Henry y es muy amable al visitar a Henry para ver cómo está. La señora Woodcock es la casera del joven.
Recordé justo entonces que ese día tenía pensado ir a ver a Henry. Corrían rumores de que los británicos se retiraban de la ciudad y quería comprobar si estaba lo bastante recuperado como para viajar. Se encontraba considerablemente mejor cuando fui a verlo la semana anterior, pero sólo podía dar unos cuantos pasos, y apoyándose en el brazo de Mercy Woodcock.
«¿Y qué pasa con Mercy Woodcock?», me pregunté, al tiempo que se me formaba un pequeño nudo en la boca del estómago. Para mí, lo mismo que para John, era evidente que estaba surgiendo un afecto cada vez más profundo entre la negra liberta y su joven y aristocrático inquilino. Yo había conocido al esposo de Mercy un año antes, durante el éxodo del Fuerte Ticonderoga, cuando estaba muy malherido. Y puesto que no había tenido más noticias, ni por él ni a través de terceros, creía muy probable que hubiera fallecido después de que los británicos lo hiciesen prisionero.
Aun así, la posibilidad de que Walter Woodcock regresara milagrosamente de entre los muertos —a veces ocurría, al fin y al cabo; sólo de pensarlo, noté un cosquilleo en el pecho— era lo de menos. No creía que el hermano de John, el estricto duque de Pardloe, se alegrara al saber que el menor de sus hijos planeaba casarse con la viuda de un carpintero, fuera del color que fuese.
Y, volviendo al tema de los cuáqueros, estaba la hija del duque, Dottie, que se había prometido a Denzell Hunter. Me pregunté qué pensaría el duque al respecto. John, que nunca le hacía ascos a una apuesta, me había dicho que el padre de Dottie tenía todas las de perder.
Sacudí la cabeza, tratando de alejar todas las cuestiones respecto a las que nada podía hacer. Durante ese breve ensueño mío, Jenny y la señora Figg se habían dedicado a hablar de William y de su brusca salida de escena.
—Me pregunto adónde habrá ido —dijo la señora Figg mientras contemplaba con gesto preocupado la pared de la escalera, salpicada de las marcas que había dejado el puño ensangrentado de William.
—En busca de una botella, de una pelea o de una mujer —intervino Jenny, con la autoridad de una esposa, hermana y madre de varones—. O tal vez de las tres cosas.
Elfreth’s Alley
Era más de mediodía y las únicas voces que se oían en la casa eran las de unas mujeres que parloteaban a lo lejos. Al pasar por el salón no vieron a nadie, ni tampoco apareció nadie mientras la joven subía la gastada escalera con William y lo llevaba a su habitación. Éste tuvo una extraña sensación, como si fuera invisible. Encontró esa idea reconfortante; no se soportaba a sí mismo.
La joven entró antes que él y abrió los postigos. William quiso decirle que los cerrara, ya que se sentía muy molesto con los rayos del sol. Pero era verano; en la habitación hacía calor y el aire estaba viciado, hasta el punto de que William ya estaba sudando muchísimo. El aire entró con ímpetu, perfumado de savia de árbol y lluvia reciente, y el sol iluminó durante un instante la coronilla de la muchacha, otorgándole el brillo de una castaña joven. Ella se volvió y le sonrió.
—Lo primero es lo primero —anunció enérgica—. Quítate el abrigo y el chaleco antes de que te asfixies.
Como si no tuviera el menor interés en comprobar si el joven seguía sus indicaciones o no, se dio la vuelta para coger la palangana y el aguamanil. Llenó la palangana y retrocedió un paso mientras le indicaba por señas que se acercara al lavabo, sobre cuya gastada madera aguardaban una toalla y una pastilla de jabón bastante consumida por el uso.
—Voy a buscar algo de beber, ¿te parece?
Y, tras esas palabras, desapareció. Los pasos de sus pies descalzos resonaron escaleras abajo.
William empezó a desnudarse con gestos mecánicos. Parpadeó con torpeza al contemplar la palangana, pero luego recordó que en las mejores casas de ese estilo a veces se pedía a los hombres que se lavaran primero las partes. Ya se había encontrado antes con esa costumbre, aunque en aquella ocasión la encargada de practicar las abluciones había sido la ramera... quien, por cierto, había utilizado el jabón con tanto arte que el primer encuentro había terminado allí mismo, en el lavabo.
El recuerdo le encendió la sangre y se abrió bruscamente la bragueta, uno de cuyos botones salió disparado. Aún le palpitaba todo el cuerpo, pero la sensación se iba concentrando cada vez más en un único punto.
Las manos le temblaban y se maldijo entre dientes. Los nudillos despellejados le recordaron la abrupta forma en que se había marchado de casa de su padre. No, no de la casa de su maldito padre. De la casa de lord John.
—¡Estúpido desgraciado! —murmuró entre dientes—. ¡Tú lo sabías, lo has sabido siempre!
Eso lo enfureció aún más que la terrible revelación acerca de la identidad de su verdadero padre. Su padre adoptivo, a quien adoraba, en quien había confiado más que en ninguna otra persona del mundo —el maldito lord John Grey— le había mentido durante toda su vida.
Todo el mundo le había mentido.
Todo el mundo.
De repente se sintió como si bajo sus pies acabara de romperse una capa de nieve helada y se hubiera precipitado al río que se ocultaba debajo. Como si se hubiera sumergido en una oscuridad asfixiante bajo el hielo, un lugar inalcanzable, silencioso, en el que un miedo cerval le atenazaba el corazón.
Oyó un leve ruido a su espalda y se volvió de forma instintiva. Sólo al ver la expresión de asombro en el rostro de la joven se dio cuenta de que estaba llorando como un crío, de que las lágrimas le rodaban mejillas abajo y de que el pene le asomaba, medio erecto y mojado, fuera de los calzones.
—Vete —graznó, mientras intentaba volver a taparse las partes.
Pero la joven no se marchó, sino que se acercó a él, con una licorera en una mano y un par de tazas de peltre en la otra.
—¿Estás bien? —le preguntó, observándolo de reojo—. Ven, déjame que te sirva una copa. Puedes contármelo.
—¡No!
Siguió aproximándose a él, pero más despacio. A través de sus ojos anegados, William vio que la joven torcía un poco los labios al verle el pene.
—El agua era para tus pobres manos —dijo, tratando claramente de contener la risa—. Pero ya veo que eres todo un caballero.
—¡No lo soy!
La joven parpadeó.
—¿Es un insulto llamarte caballero?
Furioso al escuchar aquella palabra, arremetió a ciegas, golpeando la licorera que la muchacha llevaba en la mano. Se hizo añicos en una lluvia de cristal y vino barato, y la joven gritó cuando las gotas rojas le salpicaron las enaguas.
—¡Serás bastardo! —exclamó.
Echó el brazo hacia atrás y le arrojó las tazas a la cabeza, pero no lo alcanzó. Las tazas cayeron al suelo con un estrépito metálico y salieron rodando. La muchacha ya estaba corriendo hacia la puerta, gritando «¡Ned! ¡Ned!», cuando William se abalanzó sobre ella y la atrapó.
Sólo quería que dejara de gritar, que no alertara a los posibles refuerzos masculinos empleados en el burdel. Le tapó la boca con una mano, la alejó de la puerta y forcejeó con una sola mano para inmovilizarle los brazos.
—¡Lo siento! ¡Lo siento! —repetía—. No quería... No quiero... ¡Oh, maldita sea!
La joven lo golpeó con brusquedad en la nariz con el codo y tuvo que soltarla. Retrocedió mientras se llevaba una mano a la cara y vio que empezaba a brotarle sangre entre los dedos.
El rostro de la muchacha tenía marcas enrojecidas allí donde él la había sujetado, y su mirada era salvaje. Retrocedió, al tiempo que se restregaba la boca con el dorso de la mano.
—¡Largo... de aquí! —jadeó.
No hizo falta que se lo dijera dos veces. Pasó corriendo junto a ella, se cruzó con un tipo fornido que subía a toda prisa la escalera y echó a correr por el callejón. Sólo cuando llegó a la calle principal se dio cuenta de que iba en mangas de camisa. Se había dejado el abrigo y el chaleco, y aún llevaba los calzones desabrochados.
—¡Ellesmere! —dijo una voz que parecía estupefacta, no muy lejos de él.
Al levantar la vista, horrorizado, se vio convertido en el centro de atención de varios oficiales ingleses, entre ellos Alexander Lindsay.
—Por el amor de Dios, Ellesmere, ¿qué ha ocurrido?
Sandy era una especie de amigo, y ya se estaba sacando un enorme y blanquísimo pañuelo de la manga. Se lo puso a William en la nariz, le apretó las aletas e insistió en que inclinara la cabeza hacia atrás.
—¿Es que lo han asaltado y le han robado? —preguntó otro oficial—. ¡Dios! ¡Esta ciudad inmunda!
Se sintió a la vez reconfortado y terriblemente avergonzado por la compañía de los oficiales. Ya no era uno de ellos. Ya no.
—¿Es eso lo que ha pasado? ¿Que le han robado? —quiso saber otro mientras miraba a su alrededor, furioso—. Encontraremos a los desgraciados que lo han asaltado, ¡lo juro por mi honor! ¡Recuperaremos sus cosas y le daremos una buena lección a quien lo haya hecho!
Notó el sabor áspero y metálico de la sangre en la garganta, pero hizo todo lo que pudo para asentir y encogerse de hombros al mismo tiempo. Le habían robado, sí. Pero nadie podía devolverle lo que había perdido ese día.
6
Bajo mi protección
La campana de la iglesia presbiteriana que estaba dos manzanas más allá dio las dos y media, y mi estómago se hizo eco, recordándome que, entre una cosa y otra, aún no había tomado el té.
Jenny había comido algo con Marsali y con los niños, pero se mostró más que dispuesta a tomar un huevo, si es que teníamos, así que envié a la señora Figg para ver si nos quedaba alguno. Al cabo de veinte minutos, nos estábamos dando un atracón —con mucha elegancia, eso sí— de huevos pasados por agua, sardinas fritas y, como no había pastel, panqueques con mantequilla y miel, que Jenny no había probado nunca, pero a los que se aficionó con la mayor celeridad.
—¡Mira cómo absorbe la miel! —exclamó, mientras aplastaba el esponjoso dulce con un tenedor y luego lo soltaba—. ¡Nada que ver con nuestras tortas de avena! —Echó un vistazo por encima del hombro y luego se inclinó hacia mí, al tiempo que bajaba la voz—. ¿Crees que esa señora de la cocina me enseñaría a prepararlos si se lo pidiese?
Unos tímidos golpecitos en la estropeada puerta la interrumpieron y, justo en el momento en que me volvía para mirar, alguien abrió de un empujón. Una larga sombra se proyectó sobre el tapete pintado del suelo, seguida de inmediato de su dueño. Un joven subalterno británico se asomó al salón, al parecer desconcertado tras comprobar los destrozos del vestíbulo.
—¿El teniente coronel Grey? —dijo esperanzado mientras nos contemplaba alternativamente a Jenny y a mí.
—Su señoría no está ahora mismo —dije, tratando de parecer muy serena.
Me pregunté cuántas veces más tendría que dar esa respuesta... y a quién.
—Oh. —El joven pareció aún más desconcertado—. ¿Puede usted decirme dónde está, señora? El coronel Graves ha enviado antes un mensaje en el que le pedía al teniente coronel Grey que atendiera de inmediato al general Clinton, y el general... eh... bueno, quería saber por qué no ha llegado aún el teniente coronel.
—Ah —dije, mientras miraba de reojo a Jenny—. Bueno. Me temo que su señoría ha tenido que salir con urgencia antes de recibir el mensaje del coronel.
Sin duda, ese mensaje era el papel que John había recibido momentos antes de la dramática reaparición de Jamie desde su tumba de agua. John le había echado un vistazo al papel, pero luego se lo había guardado sin leerlo en el bolsillo de los calzones.
El soldado suspiró con discreción al escuchar aquellas palabras, pero no se desanimó.
—Sí, señora. Si es usted tan amable de decirme dónde se encuentra, iré a buscarlo. Es que no puedo volver sin él, ya me entiende.
Me dedicó una mirada angustiada, aunque acompañada de una encantadora sonrisa. Le devolví la sonrisa, con una leve sensación de pánico en el estómago.
—Pues lo siento, pero la verdad es que no sé dónde está ahora mismo —dije, al tiempo que me ponía en pie con la esperanza de conducirlo de nuevo hacia la puerta.
—Bien, señora, si fuera usted tan amable de explicarme adónde pensaba ir, me acercaré allí a preguntar —contestó el joven, empeñado en no ceder.
—No me lo ha dicho.
Di un paso hacia él, pero no retrocedió. Aquello estaba pasando de situación absurda a algo más grave. Había visto al general Clinton un segundo en la fiesta de la mischianza hacía unas cuantas semanas —Dios, ¿sólo habían transcurrido unas semanas?, parecían vidas enteras— y, si bien se había mostrado bastante cordial conmigo, no creía que aceptara de buen grado un nolle prosequi mío. Los generales suelen tener muy buen concepto de su propia importancia.
—Su señoría ya no está en el servicio activo —repuse con la vaga esperanza de desanimar al joven.
Me observó perplejo.
—Sí que lo está, señora. El coronel se lo ha comunicado en el mensaje de esta mañana.
—¿Qué? Pero... No puede hacer eso, ¿verdad? —pregunté mientras un repentino escalofrío ascendía por mi columna.
—¿Hacer qué, señora?
—Pues... pues decirle a su señoría que pasa de nuevo al servicio activo.
—Ah, no, señora —me dijo para tranquilizarme—. Ha sido el coronel del regimiento del teniente coronel quien lo ha llamado. El duque de Pardloe.
—¡Por los clavos de Roosevelt! —exclamé, volviendo a sentarme.
Jenny cogió su servilleta para disimular lo que parecía claramente una carcajada. Habían transcurrido veinticinco años desde la última vez que me había oído decir algo así. Le lancé una mirada, pero no era el momento de comenzar a revivir el pasado.
—De acuerdo. —Me volví de nuevo hacia el joven y cogí aire con fuerza—. Será mejor que lo acompañe a ver al general.
Me puse de nuevo en pie y sólo en ese instante me di cuenta de que, al haberme sorprendido el alboroto mientras me cambiaba, lo único que llevaba puesto era el camisón y la bata.
—Te ayudaré a vestirte —dijo Jenny, al tiempo que se ponía en pie de forma apresurada. Le dedicó una encantadora sonrisa al soldado y señaló la mesa, en la que esperaban tostadas, mermelada y un plato de humeantes arenques—. Come algo mientras esperas, muchacho. No hay que tirar la comida.
Jenny asomó la cabeza al pasillo y escuchó, pero el débil sonido de un tenedor al rozar la porcelana y la voz de la señora Figg le confirmaron que el soldado había aceptado su sugerencia. Volvió a cerrar la puerta.
—Te acompañaré —dijo—. La ciudad rebosa de soldados. No deberías salir sola.
—No me... —empecé a decir, pero luego me interrumpí, no muy segura.
En Filadelfia, la mayoría de los oficiales británicos me conocían como lady John Grey, pero eso no quería decir que la tropa en general conociera también ese dato o el respeto que dicho tratamiento solía suscitar. También me sentía como una impostora, aunque en realidad eso no venía al caso. Nadie lo sabía.
—Gracias —repuse con brusquedad—, agradezco muchísimo tu compañía.
Puesto que dudaba de todo salvo de mi convicción de que Jamie volvería, agradecía un poco de apoyo moral... aunque me preguntaba si era necesario advertir a Jenny de lo importante que era la discreción cuando yo hablara con el general Clinton.
—No abriré la boca —me dijo para tranquilizarme, gruñendo un poco mientras me apretaba los lazos—. ¿Crees que deberías contarle lo que le ha ocurrido a lord John?
—No, desde luego que no —contesté—. Ya está... bastante... apretado.
—A ver... —Se hallaba casi dentro del ropero, tanteando entre mis vestidos—. ¿Qué te parece éste? Tiene un buen escote y tú aún tienes el pecho muy bonito.
—¡No pretendo seducir a ese hombre!
—Pues claro que sí —dijo con toda tranquilidad—. O, como mínimo, distraerlo. Ya que no vas a contarle la verdad, quiero decir. —Arqueó una lacia ceja negra—. Si yo fuera un general británico y me dijeran que a mi pobre coronel lo ha secuestrado un malvado y poderoso escocés de las Highlands, creo que no me lo tomaría demasiado bien.
A decir verdad, no me quedaba más remedio que aceptar su razonamiento, así que me encogí de hombros y retorcí el cuerpo para meterlo en el vestido de seda de un tono ámbar, que tenía ribetes de color crema en las costuras y cintas fruncidas, también de color crema, en los bordes del canesú.
—Ah, sí, perfecto —dijo Jenny mientras me ataba los lazos y retrocedía un paso para contemplar satisfecha el conjunto—. La cinta es casi del mismo color que tu piel, así que el escote parece aún más bajo de lo que en realidad es.
—Ni que te hubieras pasado los últimos treinta años dirigiendo un salón de costura o un burdel, en lugar de una granja —comenté, molesta por mi propio nerviosismo.
Jenny resopló.
—Tengo tres hijas, nueve nietas y, por la parte de la hermana de Ian, dieciséis sobrinas y sobrinas nietas. O sea que viene a ser más o menos lo mismo.
El comentario me hizo reír y Jenny me dedicó una mueca. Un segundo después, las dos tratábamos de contener las lágrimas —invadidas de repente por el recuerdo de Brianna e Ian, los seres queridos que ya no estaban con nosotras— y nos abrazábamos con fuerza para ahuyentar el dolor.
—No pasa nada —susurró, estrechándome entre sus brazos—. No has perdido a tu niña. Sigue viva. E Ian aún está conmigo. Nunca dejará de estar a mi lado.
—Lo sé —dije sollozando—. Lo sé. —La solté y me incorporé, al tiempo que me secaba las lágrimas con un dedo y resoplaba—. ¿Tienes un pañuelo?
En realidad, tenía uno en la mano, pero buscó en el bolsillo de la cintura y sacó otro, recién lavado y doblado, que me ofreció.
—Soy abuela —afirmó mientras se sonaba de modo ruidoso—. Siempre tengo un pañuelo de sobra. O tres. Bueno, ¿qué hacemos con tu pelo? No puedes salir así a la calle.
Cuando conseguimos peinarme de manera que llevara el cabello más o menos arreglado, recogido con una redecilla y sujeto de manera respetable bajo un sombrero de paja de ala ancha, ya tenía una idea bastante clara de lo que debía contarle al general Clinton. «Cíñete a la verdad en la medida de lo posible.» Ése era el principio fundamental para mentir con éxito, aunque ya había transcurrido cierto tiempo desde la última vez que lo había puesto en práctica.
Bueno: había llegado un mensajero en busca de lord John (era cierto) y había traído una nota (también era verdad). Yo no tenía ni idea del contenido de la nota (cierto a más no poder). Lord John se había marchado entonces con el mensajero, pero sin decirme adónde se dirigían. Técnicamente, también era verdad: la única diferencia era que se había marchado con otro mensajero. No, no había visto hacia dónde se habían dirigido; no, no sabía si se habían marchado a pie o a caballo, ya que lord John guardaba su montura en las caballerizas de Davison, en Fifth Street, a dos manzanas de casa.
Parecía bastante convincente. Si el general Clinton decidía investigar, estaba casi segura de que encontraría el caballo aún en su establo y, por lo tanto, llegaría a la conclusión de que John no había abandonado la ciudad. Y también perdería todo interés en mí como fuente de información y enviaría a sus hombres a registrar los lugares en los que, supuestamente, podría hallarse alguien como lord John.
Y con un poco de suerte, para cuando el general hubiese agotado todas las posibilidades que ofrecía Filadelfia, John ya habría regresado y podría responder a sus condenadas preguntas.
—¿Y qué ocurre con Jamie? —preguntó Jenny, con una expresión de cierto nerviosismo—. No pensará volver a la ciudad, ¿verdad?
—Espero que no.
Apenas podía respirar, y no sólo por los estrechos lazos. Notaba los latidos del corazón contra las trabillas del corsé.
Jenny me observó durante cierto tiempo, con aire pensativo y los ojos entornados, y luego movió la cabeza de un lado a otro.
—No, no es cierto —dijo—. Crees que volverá directamente aquí. A por ti. Y tienes razón. Regresará. —Siguió observándome un momento, con el ceño fruncido—. Será mejor que me quede —soltó de repente—. Si vuelve mientras estás con el general, alguien tendrá que explicarle cómo van las cosas. Y lo más probable es que la señora de la cocina le clave un tenedor de tostar pan como se le ocurra presentarse aquí sin avisar.
Me eché a reír al imaginar la reacción de la señora Figg al encontrarse ante un escocés de las Highlands.
—Además —añadió—, alguien tendrá que limpiar este desastre, y en eso también tengo un poco de práctica.
El joven soldado recibió con alivio mi tardía reaparición y, si bien no me cogió del brazo ni me arrastró de manera literal por la acera, me ofreció el suyo y echó a andar a un ritmo que casi me obligó a trotar para no quedarme atrás. La mansión en la que Clinton había instalado su cuartel general no quedaba muy lejos, pero el día era cálido, por lo que llegué sudorosa y jadeante. Unos pocos mechones de pelo se me habían escapado bajo el sombrero de paja y se me pegaban a las mejillas y al cuello; unos cuantos hilillos de sudor descendían de forma sinuosa y se introducían bajo el canesú.
El escolta me entregó —con un suspiro de alivio evidente— a otro soldado en el espacioso vestíbulo de parquet, cosa que me proporcionó unos momentos para sacudirme el polvo de las faldas, enderezar el sombrero y volver a fijarlo con las horquillas, y secarme con discreción las mejillas y la cara con un elegante pañuelo de encaje. Estaba tan absorta en esas tareas que tardé unos instantes en reconocer al hombre que se hallaba sentado en una de las pequeñas sillas doradas, al otro lado del vestíbulo.
—Lady John —dijo él, poniéndose en pie al ver que había reparado en su presencia—. Para servirla, señora.
Apenas sonrió, y la sonrisa no transmitió calidez alguna a su mirada.
—Capitán Richardson —me limité a decir—. Me alegro de verlo.
No le ofrecí la mano, ni él inclinó la cabeza. No tenía sentido fingir que no éramos enemigos... y nada cordiales, a decir verdad. El capitán Richardson había precipitado mi matrimonio con lord John al preguntarle a John si tenía algún especial interés en mí, ya que él, Richardson, estaba contemplando la posibilidad de arrestarme de inmediato alegando que era una espía y que pasaba material sedicioso. Ambas acusaciones eran bastante ciertas y, si bien era probable que John no lo supiera, se tomó al pie de la letra lo que Richardson había declarado sobre sus intenciones, le dijo con toda educación que no, que no tenía ningún interés personal en mí —afirmación que también resultó ser cierta— y, dos horas más tarde, yo estaba en su salón, perpleja y consternada, respondiendo de manera mecánica «Sí quiero» a preguntas que ni escuchaba ni comprendía.
En aquel entonces, ni siquiera había oído hablar de Richardson, y menos aún lo había visto en persona. John me lo había presentado —con gélida formalidad— hacía apenas un mes, cuando Richardson se acercó a saludarnos en la mischianza, el baile multitudinario que habían ofrecido a los oficiales británicos las damas de Filadelfia leales a la Corona británica. Y sólo entonces me había explicado lo de las amenazas de Richardson, para después advertirme de forma escueta que tratara de evitar a aquel tipo.
—¿Está usted esperando para ver al general Clinton? —pregunté con educación.
Si era así, mi intención era poner en práctica un discreto mutis y escabullirme por la puerta trasera mientras Richardson departía con el general.
—Así es —respondió, para luego añadir con gentileza—: Pero pase usted antes que yo, lady John. El asunto que me ha traído aquí puede esperar.
Lo dijo en un tono un tanto siniestro, aunque me limité a inclinar la cabeza con amabilidad y a pronunciar un evasivo «Ajá».
Empezaba a asaltarme la sospecha, como un incipiente caso de indigestión, de que mi postura en cuanto al ejército británico en general, y al capitán Richardson en particular, estaba a punto de cambiar de un modo considerable. En cuanto fuera del dominio público que Jamie no estaba muerto... entonces yo dejaría de ser lady John Grey. Volvería a ser la señora de James Fraser y, si bien eso era para mí causa de eufórica celebración, también eliminaría cualquier reparo que el capitán Richardson pudiera tener a la hora de dar rienda suelta a sus malévolos impulsos.
Antes de que se me ocurriera algo que decirle a aquel hombre, apareció un teniente joven y desgarbado que me llevó ante el general. El salón, reconvertido en despacho principal de Clinton, se encontraba en un estado de ordenado caos: cajones de embalaje apilados junto a una pared y, atadas en forma de haz de leña, desnudas astas cuyos estandartes militares doblaba y apilaba con esmero un enérgico cabo en ese momento, cerca de la ventana. Lo mismo que el resto de la ciudad, yo también había oído rumores de que el ejército británico se retiraba de Filadelfia. Y era evidente que lo estaban haciendo con una rapidez considerable.
Varios soldados más entraban y salían cargados en ese instante, pero dos hombres permanecían sentados, uno a cada lado del escritorio.
—Lady John —intervino Clinton, sorprendido, al tiempo que se levantaba y se acercaba a mí para cogerme la mano y hacer una reverencia—. Para servirla, señora.
—Buenos días, señor —saludé.
El corazón, que ya me latía desbocado, aceleró el ritmo de forma considerable al ver al otro hombre, que también acababa de ponerse en pie y aguardaba tras el general. Llevaba uniforme y su rostro se me antojaba extrañamente familiar, pero estaba segura de que no lo había visto antes. ¿Quién...?
—Lamento mucho haberla molestado, lady John. Esperaba sorprender a su esposo —estaba diciendo el general en ese momento—, pero deduzco que no está en casa.
—Eh... no. No está.
El desconocido —coronel de infantería según el uniforme, aunque lucía más galones dorados de los normales para su rango— arqueó una ceja. La familiaridad de aquel gesto hizo que me empezara a dar vueltas la cabeza.
—Usted es pariente de lord John Grey —le espeté, observándolo con detenimiento.
Tenía que serlo. Al igual que John, el hombre no llevaba peluca, aunque, en su caso, el pelo se adivinaba oscuro bajo los polvos. La forma de la cabeza, de huesos fuertes y cráneo alargado, era idéntica a la de John, lo mismo que los hombros. En los rasgos también se asemejaba mucho a John, aunque el rostro de aquel hombre estaba curtido y algo demacrado, repleto de profundas arrugas que revelaban los largos años de servicio y la presión del mando. No me hacía falta ver el uniforme para saber que siempre había sido soldado.
Sonrió y, de repente, se le transformó el rostro. Al parecer, también poseía el encanto de John.
—Es usted muy perspicaz, señora —afirmó.
Dio un paso al frente y, tras apartar con suavidad mi lánguida mano de la del general, la besó al estilo europeo, tras lo cual se incorporó y me observó con interés.
—El general Clinton me ha comunicado que es usted la esposa de mi hermano.
—¡Oh! —exclamé, mientras trataba de reordenar las ideas—. ¡Entonces usted tiene que ser Hal! Eh... disculpe. Quiero decir que usted es el... Lo siento. Sé que es usted duque, pero me temo que no recuerdo exactamente el título, excelencia...
—Pardloe —informó, sosteniéndome aún la mano y sonriendo—. Pero mi nombre de pila es Harold. Por favor, llámeme así si lo desea. Bienvenida a la familia, querida. No tenía ni idea de que John se hubiera casado. Deduzco, pues, que se trata de algo reciente.
Hablaba con gran cordialidad, pero no se me escapaba la profunda curiosidad que se ocultaba tras sus buenos modales.
—Ah —dije en tono evasivo—. Sí, bastante reciente.
Ni por un momento se me había ocurrido preguntarme si John habría escrito a su familia para hablarles de mí. Y en el caso de que lo hubiera hecho, era improbable que hubiesen recibido la carta tan pronto. Ni siquiera sabía de qué miembros se componía su familia, aunque había oído hablar de Hal, que era el padre del sobrino de John, Henry, que...
—Ah, claro, ¡ha venido usted a ver a Henry! —exclamé—. ¡Se alegrará mucho de verlo! Se está recuperando muy bien —afirmé.
—Ya he visto a Henry —dijo el duque a su vez—. Me ha hablado con gran admiración de su talento para extirparle trozos de intestino y recomponer los restos. Por mucho que me haya alegrado ver a mi hijo... y a mi hija —añadió, apretando apenas los labios, lo cual me hizo pensar que Dottie ya había comunicado su compromiso a sus padres—, y por mucho que me alegre la idea de volver a ver a mi hermano, lo que me ha traído a América es el deber. Mi regimiento acaba de desembarcar en Nueva York.
—Oh —intervine—. Pues... qué bien.
Por descontado, John no sabía que su hermano estaba de camino, y menos aún todo su regimiento. Pensé vagamente que debía formular algunas preguntas y tratar de averiguar lo que pudiera sobre los planes del general, pero no me parecía ni el momento ni el lugar.
El general dejó escapar un carraspeo educado.
—Lady John... ¿por casualidad conoce usted el paradero actual de su esposo?
La sorpresa de haber conocido a Harold, duque de Pardloe, había hecho que olvidara el motivo de mi presencia allí, pero las palabras del general me lo recordaron de inmediato.
—No, me temo que no —repuse tan tranquila como me fue posible—. Ya se lo he dicho al cabo. Ha llegado un mensajero hace unas horas, con una nota, y lord John se ha ido con él. Pero no me ha dicho adónde.
El general torció un poco los labios.
—En realidad —declaró, en tono aún educado— no ha ido adonde tenía que ir. El coronel Graves le ha enviado el mensajero, con una nota en la que se informaba a lord John de que vuelve a estar en el servicio activo y se le solicitaba que se presentara aquí de inmediato. Pero no ha venido.
—Oh. —Mi respuesta reflejaba perplejidad. Dadas las circunstancias, me pareció adecuado mostrarla y así lo hice—. Dios mío... Entonces se ha marchado con otra persona.
—¿Y no sabe usted con quién?
—No lo he visto salir. —Eludí la pregunta de un modo bastante prudente—. Y me temo que no ha dicho adónde se dirigía.
Clinton arqueó una gruesa ceja negra y miró a Pardloe.
—Supongo que, en ese caso, no tardará en regresar —afirmó el duque, encogiéndose de hombros—. En el fondo tampoco es un asunto urgente.
No parecía que el general Clinton estuviera muy de acuerdo con aquella opinión, pero, tras lanzarme una breve mirada, decidió guardar silencio. Estaba claro que no tenía mucho tiempo que perder, así que me saludó con educación y se despidió.
Me marché de inmediato, tras detenerme sólo el tiempo de decirle al duque que me alegraba de haberlo conocido y preguntarle adónde debía su hermano enviarle una nota si...
—Me hospedo en el King’s Arms —intervino Pardloe—. ¿Debo...?
—No, no —me apresuré a contestar, intuyendo que iba a ofrecerse a acompañarme a casa—. No se preocupe. Gracias, señor.
Saludé con la cabeza al general, luego a Hal, y me dirigí a la puerta en un remolino de faldas... y emociones.
El capitán Richardson ya no estaba en el vestíbulo, pero no tenía tiempo de preguntarme adónde habría ido. Saludé con un gesto rápido y una sonrisa al soldado que estaba en la puerta y salí al exterior, respirando el aire fresco como si acabara de salir de las profundidades del océano.
«¿Y ahora qué?», me pregunté conforme esquivaba a dos niños que saltaban por la calle mientras jugaban con un aro y correteaban entre las piernas de los soldados que en ese momento cargaban paquetes y muebles en una carreta grande. Los niños debían de ser hijos de alguno de los oficiales de Clinton, dado que los soldados toleraban su presencia.
John me había hablado de su hermano bastante a menudo y había comentado la tendencia de Hal hacia la despiadada prepotencia. Lo único que no necesitábamos, dadas las circunstancias, era un metomentodo aficionado a mandar. Me pregunté por un instante si William mantenía una buena relación con su tío; si era así, tal vez pudiéramos distraer a Hal y utilizarlo para que hiciera entrar en razón a... No, no, desde luego que no. Hal no debía saber nada —al menos por ahora— sobre Jamie y, desde luego, era imposible que cruzara dos palabras con Willie sin enterarse, siempre y cuando William quisiera hablar de ello, pero entonces...
—Lady John.
Una voz a mi espalda me obligó a detenerme. Fue sólo un segundo, pero bastó para que el duque de Pardloe me alcanzara. Me cogió por un brazo y evitó que continuara mi camino.
—Miente usted muy mal —comentó con interés—. Me pregunto qué está ocultando.
—Miento mejor cuando no me cogen desprevenida —le espeté—. Pero da la casualidad de que, en estos momentos, no estoy mintiendo.
Se echó a reír y se inclinó para observarme más de cerca. Tenía los ojos de color azul claro, como John, pero sus cejas y pestañas oscuras le daban a su mirada un aspecto especialmente penetrante.
—Puede que no —dijo con expresión aún risueña—, pero si no me está mintiendo, tampoco me está contando todo lo que sabe.
—No estoy obligada a contarle nada de lo que sé —respondí muy digna, al tiempo que trataba de recuperar el brazo—. Suélteme.
Me soltó a regañadientes.
—Discúlpeme, lady John.
—Desde luego —me limité a decir.
Me hice a un lado para esquivarlo, pero con un movimiento hábil se colocó frente a mí y me impidió el paso.
—Quiero saber dónde está mi hermano —afirmó.
—A mí también me gustaría saberlo —repliqué mientras intentaba esquivarlo de nuevo.
—¿Puedo preguntarle adónde va?
—A mi casa.
Aún me producía una sensación extraña referirme como «mi casa» a la casa de lord John... pero no tenía otro hogar. «Sí que lo tienes —dijo con claridad una vocecilla en mi corazón—. Tienes a Jamie.»
—¿Por qué sonríe? —preguntó Pardloe, que parecía perplejo.
—Porque estaba pensando en quitarme estos zapatos en cuanto llegue a casa. —Me apresuré a borrar la sonrisa—. Me están matando, ¿sabe?
Torció un poco el gesto.
—Permítame que le procure una silla, lady John.
—Oh, no, no es necesario que...
Pero lord Pardloe ya se había sacado un silbato de madera del bolsillo y había emitido un estridente toque, tras el cual dos hombres bajos y fornidos —que debían de ser hermanos, a juzgar por el parecido— doblaron corriendo una esquina, cargados con un palanquín.
—No, no, le aseguro que no hace ninguna falta —protesté—. Además, John dice que sufre usted de gota. Seguro que la necesita más que yo.
Mi comentario no le gustó. Entornó los ojos y apretó los labios.
—Me las apañaré, señora —intervino secamente.
Me cogió de nuevo por el brazo, me arrastró hacia el palanquín y me obligó a entrar de un empujón, lo cual hizo que el sombrero me tapara los ojos.
—La señora está bajo mi protección. Llevadla al King’s Arms —les ordenó a Tararí y a Tarará, mientras cerraba la puerta.
Y antes incluso de que yo pudiera decir «¡Que le corten la cabeza!», ya traqueteábamos por High Street a una velocidad de espanto.
Aferré el tirador de la puerta, con la intención de saltar —por muchos cortes y rasguños que me hiciera—, pero el muy desgraciado había puesto el pasador en la manija exterior y desde dentro no alcanzaba a quitarlo. Les grité a los porteadores que se detuvieran, pero me ignoraron por completo y siguieron corriendo por los adoquines como si llevaran noticias desde Aix hasta Gante.
Me recosté jadeando en el asiento, furiosa, y me quité el sombrero. ¿Qué se creía Pardloe que estaba haciendo? Por lo que me había dicho John, y por otros comentarios de los hijos del duque sobre su padre, no me cabía duda de que estaba acostumbrado a salirse con la suya.
—Bueno, pues eso ya lo veremos —murmuré, mientras clavaba el largo alfiler, con una cabeza en forma de perla, en el ala del sombrero.
Al caerse el sombrero, también se me había caído la redecilla con la que me sujetaba el cabello. La metí dentro del sombrero y me sacudí la melena, que se me esparció por los hombros.
Giramos en Fourth Street, empedrada con ladrillos y no adoquines, lo cual redujo los saltos del palanquín. Pude entonces dejar de agarrarme al asiento para intentar manipular la ventanilla. Si conseguía abrirla, tal vez pudiera llegar a la manija exterior. Y si la puerta se abría y me caía en plena calle, por lo menos conseguiría poner fin a las maquinaciones del duque.
La ventana se abría gracias a un mecanismo corredizo, pero no tenía ningún pasador ni pestillo. La única forma de abrirla consistía en introducir los dedos en una estrecha ranura, en uno de los laterales, y empujar. Estaba tratando denodadamente de conseguirlo, a pesar de que el palanquín volvía a dar tumbos, cuando oí la voz del duque, que en ese momento se atragantó y se interrumpió en mitad de una orden dirigida a los dos porteadores.
—Al... alto... No... no puedo...
El duque dejó la frase a medias, los porteadores se detuvieron y yo pegué la cara a la ventana, que de repente se había quedado inmóvil. El duque estaba en mitad de la calle, con un puño pegado al chaleco, intentando recuperar el aliento. Tenía la cara muy roja, pero los labios se le habían teñido de azul.
—¡Déjenme en el suelo y abran de inmediato esta maldita puerta! —le grité a través del cristal a uno de los porteadores, que estaba mirando por encima del hombro con expresión de preocupación.
Obedecieron y bajé del palanquín en medio de un revuelo de faldas, con el alfiler del sombrero pegado a la abotonadura del corsé. Tal vez lo necesitara.
—Siéntese, maldita sea —dije al llegar junto a Pardloe.
Negó con la cabeza, pero me permitió que lo acompañara hasta el palanquín, donde lo obligué a sentarse. La satisfacción que me producía el hecho de que la situación se hubiese invertido se vio en parte atenuada por el miedo a que Pardloe estuviera al borde de la muerte.
Descarté mi primer pensamiento —que estaba sufriendo un infarto— en cuanto lo oí respirar... o intentarlo, mejor dicho. La respiración sibilante de alguien que estaba al borde de un ataque de asma era inconfundible, pero por si acaso le cogí la muñeca para comprobar el pulso. Acelerado, aunque estable. Estaba sudando, pero era la transpiración cálida y completamente normal en un clima caluroso, y no el sudor frío que a veces acompaña a un infarto de miocardio.
Le toqué el puño, que aún tenía clavado en el estómago.
—¿Le duele ahí?
Negó con la cabeza, tosió con violencia y retiró la mano.
—Necesito... píldora... —consiguió decir.
Vi entonces un pequeño bolsillo en el chaleco, justo donde tenía la mano antes. Introduje dos dedos y cogí una cajita esmaltada que contenía un minúsculo vial con un tapón de corcho.
—¿Qué...? Da igual. —Retiré el tapón de corcho, olisqueé y contuve la respiración al percibir de repente los vapores del amoniaco—. No —dije con decisión, mientras tapaba de nuevo el vial y me lo guardaba, junto con la cajita, en el bolsillo—. Esto no sirve. Frunza los labios y expulse el aire.
Me miró con los ojos muy abiertos, pero hizo lo que le había dicho. Noté en mi propio rostro, también sudado, el desplazamiento del aire.
—Así. Ahora relájese, no trate de coger tanto aire, deje que entre despacio. Expulse mientras cuento hasta cuatro. Uno... dos... tres... cuatro. Bien, ahora coja aire contando hasta dos, al mismo ritmo. Así. Expulse, contando hasta cuatro. Deje entrar el aire, contando hasta dos... Así, muy bien. Bueno, no se preocupe, que no se va a ahogar. Podría pasarse el día así.
Le sonreí para darle ánimos y Pardloe consiguió asentir. Me incorporé y eché un vistazo a mi alrededor. Estábamos cerca de Locust Street, de modo que la taberna de Peterman no quedaba a más de una manzana de distancia.
—Tú —le dije a uno de los porteadores—, ve a la taberna y trae una jarra de café bien cargado. La paga él —añadí, señalando al duque con un gesto de la mano.
Una multitud había empezado a congregarse a nuestro alrededor. Eché un cauteloso vistazo: estábamos lo bastante cerca de la consulta del doctor Hebdy como para que el hombre en cuestión saliera a ver qué había ocurrido. Y lo último que necesitaba yo en aquellos momentos era que apareciera un charlatán como por arte de magia, lanceta en ristre.
—Tiene usted asma —le comenté concentrándome de nuevo en el duque.
Me arrodillé, para poder verle la cara mientras le controlaba el pulso. Había mejorado, era bastante más lento, pero me pareció detectar un extraño síntoma llamado «pulso paradójico», un fenómeno que a veces aparece en los asmáticos y que consiste en un aumento del ritmo cardiaco durante la espiración y en un descenso durante la inspiración. Aunque, de hecho, no tenía ninguna duda.
—¿Lo sabía?
El duque asintió, mientras seguía frunciendo los labios para expulsar el aire.
—Sí —consiguió decir antes de volver a coger aire.
—¿Lo ha visto algún médico? —Pardloe asintió—. ¿Y de verdad le ha prescrito sal volátil? —pregunté, señalando con un gesto el vial que tenía en el bolsillo.
El duque negó con la cabeza.
—Para los des... mayos —logró decir—. No tenía nada más.
—De acuerdo.
Le cogí la barbilla y le eché la cabeza hacia atrás para observarle las pupilas, que tenían un aspecto normal. Me di cuenta de que el ataque iba remitiendo y el duque también lo advirtió. Fue dejando caer los hombros y, poco a poco, el tinte azul de los labios desapareció.
—Será mejor que no lo use cuando tenga un ataque de asma. La tos y el lagrimeo empeorarían las cosas, al provocarle flemas.
—¿Qué están haciendo ahí parados, holgazanes? ¡Vete a buscar al médico, muchacho! —oí decir, entre la multitud, a una mujer de voz estridente.
Hice una mueca y el duque, al advertirlo, arqueó las cejas en un gesto interrogativo.
—Dudo que quiera ver a ese médico, créame. —Me puse en pie y me dirigí a la multitud, pensando—. No, no necesitamos a ningún médico, gracias —afirmé en el tono más amable posible—. Sólo ha sido un poco de indigestión... Algo que le ha sentado mal. Ya se encuentra bien.
—A mí no me parece que se encuentre bien, señora —repuso otra voz, que parecía dudosa—. Creo que será mejor que vayamos a buscar al médico.
—¡Que se muera! —gritó alguien, al fondo de la cada vez más numerosa muchedumbre—. ¡Maldita langosta!1
Una especie de extraño escalofrío se extendió entre la gente tras aquel comentario y a mí se me hizo un nudo de miedo en el estómago. Hasta ese instante, no habían visto en el duque a un soldado británico, sólo lo habían considerado un espectáculo. Pero ahora...
—¡Yo iré al buscar al médico, lady John!
Para mi desesperación, el señor Caulfield, un destacado tory,2 se había abierto paso hasta el frente de la multitud, sirviéndose sin demasiados miramientos de su bastón de empuñadura de oro.
—¡Fuera de aquí, canallas! —Se inclinó para echar un vistazo al interior del palanquín y saludó a Hal levantándose el sombrero—. Para servirlo, señor. Enseguida llegará ayuda, ¡puede estar usted tranquilo!
Lo agarré por la manga. Gracias a Dios, la multitud estaba dividida. Si bien se oían silbidos y abucheos dirigidos a Pardloe y a mí, de vez en cuando también nos llegaban voces discordantes, las de los legitimistas (aunque tal vez fueran simplemente personas cuerdas cuya filosofía no incluía atacar a un hombre enfermo en plena calle) que trataban de razonar o protestar... por mucho que también lanzaran algún que otro insulto.
—¡No, no! —exclamé—. Por favor, que vaya a buscar al médico otra persona. ¡No podemos dejar aquí a su excelencia, sin protección!
—¿Su excelencia?
Caulfield parpadeó y, tras extraer con cuidado de una funda sus quevedos de montura dorada, se los colocó sobre la nariz y se inclinó hacia Pardloe, quien le dedicó una circunspecta inclinación de cabeza, si bien siguió con sus ejercicios de respiración.
—El duque de Pardloe —me apresuré a añadir, sin soltarle todavía la manga al señor Caulfield—. Su excelencia, le presento al señor Phineas Graham Caulfield.
Hice un gesto vago con la mano, dirigido a ambos, y luego, al ver que el porteador regresaba al trote con una jarra en la mano, me encaminé apresuradamente hacia él, con la esperanza de alcanzarlo antes de que llegara a un punto en el que el gentío pudiera oírnos.
—Gracias —le dije jadeando, al tiempo que le arrebataba la jarra—. Tenemos que sacarlo de aquí antes de que la multitud se ponga nerviosa... más nerviosa —rectifiqué, al oír un golpe seco cuando el guijarro que alguien había arrojado rebotó en el techo del palanquín.
El señor Caulfield se agachó.
—¡Eh! —gritó el porteador, furioso ante aquel ataque a su medio de vida—. ¡Largo de aquí, chusma!
Empezó a dirigirse a la muchedumbre con los puños apretados, pero lo agarré por los faldones de la librea con la mano desocupada.
—Llévate de aquí... tu palanquín... y al duque —ordené, en el tono más convincente que pude—. Llévalo a... a... —Al King’s Arms no. Era un conocido bastión legitimista, que sólo inflamaría los ánimos de cualquiera que nos siguiese. Y, por otro lado, yo tampoco quería quedar a merced del duque una vez allí—. ¡Llévanos al número 17 de Chestnut Street! —me apresuré a decir. Me metí una mano en el bolsillo, cogí una moneda y se la di al porteador—. ¡Ahora!
El hombre no se paró a pensar, sino que agarró la moneda y se dirigió a toda prisa al palanquín, con los puños aún crispados. Corrí tras él todo lo rápido que me permitieron mis zapatos rojos de tafilete, sujetando con fuerza la jarra de café. El hombre tenía el número bordado en una cinta que llevaba en torno a la manga: treinta y nueve.
Una lluvia de guijarros caía en ese momento sobre los laterales del palanquín y el segundo porteador —número cuarenta— intentaba ahuyentarlos como si de un enjambre de abejas se tratara, al tiempo que gritaba a la multitud, en un tono formal pero insistente: «¡A la mierda!» El señor Caulfield lo respaldaba con una actitud algo más amable; gritaba: «¡Largo de aquí!» y «¡Marchaos de una vez!» y, de vez en cuando, empujaba con su bastón a los niños más atrevidos, que se acercaban para no perderse el espectáculo.
—Vamos —jadeé, mientras me apoyaba en el palanquín.
Hal seguía vivo, seguía respirando. Arqueó una ceja y señaló con la barbilla la muchedumbre de la calle. Negué con la cabeza y le puse el café en las manos.
—Bébase... esto —conseguí decir— y continúe respirando.
Cerré la puerta del palanquín y, tras colocar el pasador en su sitio, sentí un alivio inmediato. Al incorporarme, me encontré a Germain, el hijo mayor de Fergus, justo a mi lado.
—¿Ya te has vuelto a meter en un lío, grand-mère? —me preguntó, sin preocuparse por las piedras que en esos instantes volaban sobre nuestra cabeza, acompañadas de puñados de estiércol fresco.
—Podríamos decirlo así, sí —respondí—. No...
Pero antes de que pudiera añadir nada más, Germain se volvió y, con una voz sorprendentemente poderosa, le gritó a la multitud:
—¡Ésta es mi abuela! ¡Como le toquéis un solo pelo de la cabeza...!
Varias personas entre la multitud se echaron a reír y yo me llevé una mano a la coronilla. Se me había olvidado por completo que había perdido el sombrero y llevaba el pelo —o, por lo menos, el que no se me había pegado a la cara y al cuello debido al sudor— tieso, creando una especie de nube en forma de hongo.
—¡... vais a saber lo que es bueno! —gritó Germain—. ¡Sí, te estoy hablando a ti, Shecky Loew! ¡Y a ti también, Joe Grume!
Dos muchachos aún en edad de crecer vacilaron, con las manos llenas de boñigas. Era obvio que conocían a Germain.
—¡Y mi abuela le contará a vuestro padre lo que habéis hecho!
Eso terminó de convencer a los chicos, que retrocedieron un paso, dejaron caer los puñados de estiércol y pusieron cara de no saber de dónde podía haber salido.
—Vamos, grand-mère —dijo Germain mientras me agarraba la mano.
Los porteadores, que tampoco habían perdido el tiempo, ya habían cogido de nuevo las andas y habían levantado el palanquín. Jamás conseguiría seguirles el ritmo con mis zapatos de tacón, así que me los estaba quitando cuando vi al rechoncho doctor Hebdy resoplando calle abajo, tras los pasos de la autoritaria mujer que había propuesto avisarlo y que, en ese momento, avanzaba hacia nosotros impulsada por la brisa de su propio heroísmo, con una expresión de triunfo en el rostro.
—Gracias, señor Caulfield —me apresuré a decir.
Con los zapatos en una mano, eché a correr tras el palanquín. Era imposible no arrastrar las faldas por los mugrientos adoquines, pero tampoco es que me preocupara mucho. Germain se rezagó un poco para dedicar gestos amenazadores a cualquiera que tuviese intención de seguirnos, pero, por los murmullos de la multitud, supe que la reciente hostilidad se había transformado en burla. Y si bien siguieron abucheándonos, no nos lanzaron más proyectiles.
Los porteadores redujeron un poco la marcha tras doblar la esquina. El pavimento liso de Chestnut Street me permitió avanzar más rápido y alcanzar finalmente el palanquín. Hal, que tenía bastante mejor aspecto, estaba observando por la ventana lateral. La jarra de café, vacía, se hallaba a su lado, sobre el asiento.
—¡¿Adónde... nos dirigimos, señora?! —gritó a través de la ventana, al verme.
Por lo que pude oír entre el ruido de las pisadas de los porteadores, la voz de Hal también había mejorado bastante.
—No se preocupe, su excelencia —le respondí, correteando junto al palanquín—. ¡Está usted bajo mi protección!
1 Lobster en inglés, término utilizado en el siglo XVIII para referirse a los soldados británicos debido al color rojo de sus casacas. (N. de la t.)
2 Término por el que se conocía a los colonos ingleses que durante la guerra de Independencia de Estados Unidos permanecieron fieles al Imperio y a la Corona británicos. También se los llamaba legitimistas. (N. de la t.)
7
Las consecuencias no planeadas
de acciones poco meditadas
Jamie se abrió paso entre la maleza, haciendo caso omiso de puntiagudos zarzales y latigazos de ramas. Si algo se interponía en su camino, más le valía apartarse... o terminaría pisoteado.
No vaciló más que un instante cuando llegó a los dos caballos, que sacudían la crin mientras pacían. Los desató a ambos y, tras darle una palmada a la yegua, ésta, resoplando, se adentró entre la maleza. Aunque nadie decidiera apropiarse de aquel caballo antes de que la milicia soltara a John Grey, Jamie no pensaba ponérselo fácil a su adversario para que regresara a Filadelfia. Lo que fuera que hubiese que solucionar allí, resultaría mucho más fácil sin las complicaciones que acarreaba la presencia de su señoría.
¿Y qué era lo que debía hacer?, se preguntó mientras clavaba los talones en los flancos del animal y tiraba de las riendas para dirigirlo de nuevo hacia el camino. Se dio cuenta, no sin cierta sorpresa, de que le temblaban las manos, de modo que sujetó con más fuerza el cuero para detener el temblor.
Los nudillos de la mano derecha le palpitaban y notó una punzada de dolor allí donde en otros tiempos tenía el dedo que le faltaba. El dolor le recorrió la mano entera y lo obligó a mascullar.
—¿Por qué diablos me lo has contado, pedazo de imbécil? —se preguntó entre dientes, poniendo su montura al galope—. ¿Qué creías que iba a hacer?
«Pues justo lo que acabas de hacer», fue la respuesta. John no se había resistido, no había intentado luchar. «Mátame si quieres», le había dicho el muy sodomita. Jamie apretó los puños, en un nuevo gesto de rabia, al imaginarse a sí mismo haciendo justo lo que Grey le había indicado. ¿Lo habría hecho, de no haber aparecido justo entonces aquel mequetrefe de Woodbine acompañado de su milicia?
No, no lo habría hecho. Aunque por un instante sintió el deseo de volver y estrangular a Grey, estaba empezando a vislumbrar la respuesta a su propia pregunta, a medida que la razón se abría paso en mitad de la nube de rabia. ¿Qué le había dicho Grey? Resultaba más que obvio; era el motivo de que hubiese golpeado de forma instintiva a aquel tipo, y también la causa de que ahora estuviera temblando. Porque John Grey le había dicho la verdad.
«Los dos estábamos follando contigo.» Cogió aire con fuerza, profundamente, lo bastante rápido como para marearse un poco. Pero le sirvió para dejar de temblar y redujo un tanto la marcha. El caballo tenía las orejas, temblorosas, caídas hacia atrás.
—Tranquilo, a bhalaich —dijo, respirando aún hondo, pero ya más despacio—. Tranquilo.
Por un segundo creyó que iba a vomitar, pero logró contener las arcadas y se acomodó de nuevo en la silla, más sereno.
Aún podía tocar aquel rincón de su alma que Jack el Negro le había dejado en carne viva. Creía que ya había cicatrizado por completo, que ya estaba a salvo, pero no, el maldito John Grey acababa de reabrir la herida con seis palabras: «Los dos estábamos follando contigo.» Y no podía culparlo por ello. O, como mínimo, no debería, pensó mientras la razón seguía enfrentándose de manera obstinada a la rabia. Pero Jamie sabía muy bien que la razón no era un arma lo bastante poderosa para luchar contra aquel espectro. Grey no podía intuir el dolor que aquellas palabras le habían causado.
Aunque la razón también tenía algunos usos, pensó. Había sido la razón la que lo había animado a golpear por segunda vez. El primer golpe había sido un reflejo ciego; el segundo, no. Al pensarlo, sintió de nuevo rabia y dolor, pero de una clase distinta.
«He tenido conocimiento carnal de tu esposa.»
—Pedazo de sodomita —susurró, aferrando las riendas con un gesto tan instintivo como violento que obligó al caballo a girar la cabeza, asustado—. ¿Por qué? ¿Por qué me has dicho eso, pedazo de sodomita?
Y la segunda respuesta llegó con retraso, aunque con la misma claridad que la primera: «Porque ella me lo habría contado a la primera ocasión. Y él lo sabía muy bien. Y pensó que, si me iba a poner violento, mejor que fuera con él.»
Sí, ella se lo habría contado. Tragó saliva. «Me lo contará», pensó. ¿Y qué haría, o diría, cuando ella se lo explicara?
«Ella no tiene la culpa. Ya lo sé. No tiene la culpa.» Creían que estaba muerto. Y él sabía muy bien qué aspecto tenía ese abismo, ya que había vivido allí durante algún tiempo. Y conocía lo que la desesperación y la bebida podían llegar a hacer. Pero la imagen... o la ausencia de esa imagen... ¿Cómo había ocurrido? ¿Dónde? Saber que había sucedido ya era bastante malo, pero no saber de labios de ella cómo ni por qué le resultaba intolerable.
El caballo se había detenido, las riendas colgaban sueltas. Jamie estaba sentado en mitad del camino con los ojos cerrados, respirando, tratando de no imaginar, intentando rezar.
La razón tenía límites; la oración no. Le llevó cierto tiempo relajar la mente, alejarla de aquella curiosidad malsana, de aquel deseo de saber. Pero al poco tiempo, creyó que estaba listo para seguir y cogió de nuevo las riendas.
Todo aquello podía esperar. Sin embargo, debía ver a Claire antes de hacer nada. En aquel momento, no tenía ni idea de lo que diría ni de lo que haría cuando la viera, pero precisaba verla. Era la clase de necesidad que sentiría un hombre que ha estado perdido en el mar, sin comida ni agua, durante semanas y semanas.
A John Grey le latía la sangre en los oídos, con tanta fuerza que apenas podía seguir la conversación entre sus captores, quienes —tras tomar ciertas precauciones básicas, como registrarlo y atarle las manos delante— habían formado un corrillo a unos cuantos metros de distancia y estaban discutiendo acaloradamente entre ellos, como ocas en un corral, mientras le lanzaban alguna que otra mirada hostil.
Le daba igual. No veía con el rabillo del ojo izquierdo y, a aquellas alturas, ya tenía bastante claro que le había reventado el hígado, pero eso también le daba igual. Le había dicho la verdad a Jamie Fraser —toda la puñetera verdad— y en ese momento estaba experimentando la multitud de sensaciones que acompañan a una victoria en el campo de batalla: el profundo alivio de saberse vivo, la vertiginosa emoción de sentirse transportado sobre una especie de ola que no se diferencia demasiado de la embriaguez, para luego quedarse aturdido en la playa, dando tumbos, cuando la ola se retira... Y la incapacidad absoluta de pensar en uno mismo hasta que ha pasado todo.
Las rodillas de Grey experimentaban esa misma sensación posterior a la batalla y, por último, se rindieron. Se sentó a plomo sobre las hojas y cerró el ojo sano.
Tras un breve intervalo durante el cual apenas reparó en nada que no fuera el ritmo cada vez más lento de su corazón, el sonido que le atronaba en los oídos empezó a remitir y se dio cuenta de que alguien lo estaba llamando por su nombre.
—¡Lord Grey! —repitió la voz, más alto y lo bastante cerca como para que le alcanzara en pleno rostro un aliento fétido que olía a tabaco.
—No me llamo lord Grey —dijo, bastante molesto, mientras abría el ojo—. Ya se lo he dicho.
—Ha dicho que era usted lord John Grey —respondió el interlocutor, frunciendo el ceño bajo una mata de entrecano vello facial.
Era el grandullón vestido con una harapienta camisa de cazador, el que lo había descubierto con Fraser.
—Y lo soy. Si no puede evitar hablarme, llámeme «su señoría» o, simplemente, «señor», si no le importa. ¿Qué quiere?
El hombre se irguió indignado.
—Bueno, pues ya que lo pregunta... señor, en primer lugar queremos saber si ese hermano mayor suyo es por casualidad el comandante general Charles Grey.
—No.
—¿No? —repitió el tipo, uniendo sus rebeldes cejas—. ¿Conoce usted al comandante general Charles Grey? ¿Es familiar suyo?
—Sí, lo es. Es mi... —Grey trató de recordar el parentesco exacto, pero al final se rindió e hizo un gesto vago con la mano—. Es una especie de primo.
Se oyó un murmullo de satisfacción, procedente de los rostros que lo observaban desde lo alto. El tipo llamado Woodbine se acuclilló junto a él, con un papel doblado en la mano.
—Lord John —dijo en un tono más o menos cortés—. ¿Ha dicho usted que en la actualidad no está en el servicio activo del ejército de Su Majestad?
—Correcto.
Grey luchó contra la repentina necesidad de bostezar. La euforia que le había alterado la sangre ya había desaparecido y en ese instante sólo deseaba echarse para descansar.
—Entonces ¿le importaría explicarnos qué significan estos documentos, su señoría? Los llevaba usted en los calzones.
El hombre desdobló con cuidado los papeles y se los plantó a Grey bajo las narices.
John los examinó con el ojo que aún veía. La nota de la parte superior era del edecán del general Clinton y consistía en un breve comunicado en el que se le pedía a Grey que se presentara ante el general lo antes posible. Sí, había visto la nota, aunque apenas había tenido tiempo de echarle un vistazo antes de que la catastrófica llegada de Jamie Fraser, resucitado de entre los muertos, se la hubiera hecho olvidar por completo. A pesar de lo que había ocurrido desde entonces, Grey no pudo evitar sonreír. Vivo. ¡El tipo estaba vivo!
Woodbine retiró la nota y dejó a la vista el papel que se hallaba debajo: el documento adjunto a la nota de Clinton. Se trataba de una hoja de papel pequeña, con lacre rojo y claramente identificable: era su rango de oficial, el nombramiento que debía llevar encima en todo momento. Grey parpadeó de pura incredulidad y la caligrafía enrevesada del oficial le bailoteó ante los ojos. Pero al final de todo, bajo la firma del rey, vio otra, ésta realizada en trazos gruesos y negros que reconoció de inmediato.
—¡Hal! —exclamó—. ¡Serás desgraciado!
—Ya os he dicho que era un soldado —dijo el hombre de las gafas resquebrajadas y el gorro con la palabra «¡MATA!» bordada, mientras observaba a Grey con una avidez que a éste le pareció más que objetable—. Y no sólo un soldado. ¡Es un espía! ¡Caray, podríamos ahorcarlo si quisiéramos, ahora mismo!
Esa propuesta despertó un claro entusiasmo, que el cabo Woodbine tuvo ciertos problemas para acallar. Tuvo que ponerse en pie y empezar a gritar más alto que aquellos que apostaban por la ejecución inmediata, hasta que éstos cedieron a regañadientes y guardaron silencio. Grey seguía sentado, con la orden arrugada entre las manos y el corazón desbocado.
Desde luego que aquellos tipos podían ahorcarlo. Era justo lo que Howe le había hecho a un capitán europeo llamado Hale, no hacía ni dos años, cuando al tal Hale lo habían sorprendido recogiendo información vestido de civil. Y los rebeldes, desde luego, no dejarían pasar la oportunidad de vengarse. William había presenciado tanto el arresto como la ejecución de Hale y le había facilitado a Grey un breve relato de los hechos, sorprendentes por su crueldad.
William. ¡Dios, William! Grey se había dejado llevar por aquella apremiante situación y apenas había dedicado un segundo a pensar en su hijo. Fraser y él habían subido corriendo al tejado y habían bajado por una cañería de desagüe... y habían dejado a William, aturdido por la sorpresa de la revelación, solo en el salón de arriba.
No. No, solo no. Claire estaba allí. Pensar en ella lo animó un poco. Al menos, habría hablado con William, habría intentado tranquilizarlo, explicarle que... Bueno, tal vez no le habría explicado nada, ni tampoco lo habría calmado... pero como mínimo, si colgaban a Grey en los próximos minutos, William no tendría que afrontar los hechos él solo.
—Lo llevaremos de vuelta al campamento —se obstinaba en decir Woodbine, por enésima vez—. ¿De qué nos va a servir ahorcarlo aquí?
—¡Un casaca roja menos! ¡A mí me parece una buena idea! —replicó el tipo fornido que vestía una camisa de cazador.
—A ver, Gershon, no estoy diciendo que no debamos colgarlo. Sólo digo que éste no es el momento ni el lugar. —Woodbine, que sujetaba su mosquete con ambas manos, se volvió lentamente para observar a los hombres que lo rodeaban y fue fijando la mirada en cada uno de ellos—. No es ni el momento ni el lugar —repitió.
Grey admiró la fortaleza de Woodbine y tuvo que contenerse para no asentir en señal de acuerdo.
—Lo llevaremos de regreso al campamento. Ya habéis oído lo que ha dicho, que el general Charles Grey es pariente suyo. Puede que el coronel Smith quiera colgarlo en el campamento mismo... o que prefiera enviar a este hombre al general Wayne. ¡No olvidemos Paoli!
—¡No olvidemos Paoli!
Aquella proclama fue recibida con roncos gritos y Grey se frotó el ojo hinchado con la manga, ya que le caían lágrimas que le irritaban la piel de la cara. ¿Paoli? ¿Y quién demonios era Paoli? ¿Y qué tenía que ver con dónde y cuándo lo ahorcaban a él, si es que por fin lo hacían? Decidió que era mejor no preguntar en ese instante y, cuando lo obligaron a ponerse en pie, los siguió sin protestar.
8
Homo est obligamus aerobe
(«El hombre es un organismo aerobio»),
Hipócrates
El duque tenía el rostro peligrosamente congestionado cuando el porteador número treinta y nueve abrió con cierta ceremonia la puerta del palanquín. «Y no tan sólo por el calor», pensé.
—Quería usted ver a su hermano, ¿no? —pregunté antes de que el duque recobrara el suficiente aliento como para decir algunas de las cosas que estaba pensando. Señalé la casa—. Pues vive aquí.
El detalle de que John no estaba en casa en ese momento podía esperar. Me lanzó una mirada significativa y, mientras bajaba como podía del palanquín, apartó con un gesto irritado la mano que el porteador número cuarenta le había tendido para ayudarlo. Pagó a los porteadores —por suerte para mí, pues yo no llevaba dinero encima— y, resollando, inclinó la cabeza y me ofreció el brazo. Lo acepté, puesto que no quería que se cayera de morros en el jardín delantero. Germain, que había seguido al palanquín sin aparente esfuerzo, nos acompañó a una distancia prudencial.
La señora Figg estaba en la entrada principal, contemplándonos con interés mientras nos acercábamos. La puerta, rota, descansaba en esos momentos sobre unos caballetes, junto a una camelia. Alguien la había descolgado y la había dejado allí, era de suponer que a la espera de algún tipo de atención profesional.
—Le presento a la señora de Mortimer Figg, su excelencia —dije educadamente, mientras señalaba con la barbilla a la señora en cuestión—. La señora Figg es la cocinera y ama de llaves de su señoría. Señora Figg, le presento a su excelencia el duque de Pardloe. El hermano de lord John.
Leí en sus labios la expresión «Merde podrida», por fortuna sin sonido. A pesar de su corpulencia, la mujer bajó con agilidad los escalones y cogió a Hal del otro brazo, sosteniendo al duque justo en el instante en que volvía a ponerse azul.
—Junte los labios y expulse el aire —le comenté a toda prisa—. Ahora.
Hizo un ruido extraño, como si se estuviera atragantando, pero enseguida comenzó a expulsar aire... aunque sin dejar de hacer muecas dirigidas a mí.
—¿Se puede saber qué le ha hecho usted, en nombre del eterno Santo Espíritu? —me preguntó la señora Figg, en tono acusador—. Parece al borde de la muerte.
—Para empezar, le he salvado la vida —le espeté—. ¡Arriba, su excelencia! —Entre las dos lo ayudamos a subir los escalones—. Y luego he evitado que una multitud lo lapidara y lo apaleara... gracias a la inestimable ayuda de Germain —añadí, al tiempo que me volvía para observar al aludido, que me dedicó una amplia sonrisa.
Podía decirse que también había secuestrado a su excelencia, pero no era necesario dar tantos detalles.
—Y estoy a punto de volver a salvarle la vida —concluí mientras me detenía en el porche un segundo, jadeando también—. ¿Hay algún dormitorio al que podamos llevarlo? ¿El de William, quizá?
—Will... —empezó a decir el duque. Pero enseguida comenzó a toser de forma irregular, a medida que el rostro iba tomando un desagradable tono morado—. ¿Qui... qui...?
—Ah, se me olvidaba —dije—. Claro, William es su sobrino, ¿no? Ahora mismo no está. —Observé a la señora Figg con los ojos entrecerrados. La mujer resopló, pero no dijo nada—. Expulse el aire, su excelencia.
Una vez dentro de la casa, comprobé que se había avanzado bastante en cuanto a restaurar el orden. Los escombros formaban una pulcra pila junto a la puerta abierta y Jenny Murray estaba sentada en una otomana justo al lado, recogiendo de entre la basura los cristales de la araña que no se habían roto e introduciéndolos en un cuenco. Arqueó una ceja al verme, pero se puso de pie sin prisas y dejó el cuenco a un lado.
—¿Qué necesitas, Claire? —me preguntó.
—Agua hirviendo —contesté mientras gruñía ligeramente.
Como pudimos, llevamos a Pardloe —que era delgado y de huesos finos como John, pero un hombre hecho y derecho al fin y al cabo— hasta un sillón orejero.
—¿Señora Figg? —llamé—. Tazas, necesito varias tazas. Y mi botiquín, Jenny. No pierda el ritmo, su excelencia. Expulse el aire... Dos, tres, cuatro... No jadee. Coja el aire despacio. No le va a faltar, se lo aseguro.
A Hal le empezó a temblar el rostro y, si bien aún conservaba el dominio de sí mismo, percibí pánico en las arrugas que tenía en torno a los ojos a medida que se le iban cerrando las vías respiratorias.
Traté de ahuyentar una sensación similar de pánico, porque no nos iba a ayudar a ninguno de los dos. Lo cierto era que podía morir, pues estaba sufriendo un ataque grave de asma. Incluso con inyecciones de epinefrina y los recursos de un hospital grande, no eran pocas las personas que morían en tales circunstancias, ya fuera por un infarto debido al estrés y a la falta de aire, o por simple asfixia.
Tenía las manos sujetas a las rodillas y los calzones de molesquina arrugados y empapados de sudor. En el cuello se le marcaban las cuerdas vocales, debido al esfuerzo. No sin dificultad, le solté una mano y se la sujeté con fuerza. Si quería que tuviera una oportunidad de sobrevivir, debía hacerle olvidar el pánico que le bloqueaba la mente.
—Míreme —le pedí, al tiempo que me inclinaba hacia él y lo miraba directo a los ojos—. Se pondrá usted bien. ¿Me oye? Diga que sí con la cabeza si me oye.
Consiguió asentir. Estaba expulsando el aire, pero demasiado rápido, pues apenas me llegó a la mejilla una brizna de su aliento. Le apreté la mano.
—Más despacio —le pedí, en el tono más sereno que pude—. Respire conmigo, ahora. Frunza los labios... Expulse...
Lo más despacio que pude, conté hasta cuatro dándole golpecitos en la rodilla con la mano que tenía libre. Se quedó sin aire entre el número dos y el tres, pero siguió con los labios juntos, intentándolo.
—¡Despacio! —ordené con brusquedad cuando separó los labios y empezó a boquear en busca de aire—. Deje que entre solo... Uno... dos... ¡Expulse!
Oí a Jenny, que en ese instante bajaba la escalera a toda velocidad con mi botiquín. La señora Figg había salido disparada, como un torbellino, hacia la cocina, donde tenía un enorme caldero de agua hirviendo. Llegó también en ese momento, con tres tazas de té colgadas de los dedos de una mano y un bote de agua caliente envuelto en una toalla, que sujetaba contra el pecho con la otra mano.
—... tres... cuatro... Belcho, Jenny... Uno, dos... Expulse, dos... tres... cuatro... Un buen puñado en cada taza. Dos, así, muy bien... Expulse...
Seguí sosteniéndole aún la mirada, animándolo a que no dejara de expulsar aire... porque era la única manera de mantener abiertas las vías respiratorias. Si perdía el ritmo, perdería también la poca presión del aire que pudiera tener, con lo cual se le bloquearían las vías respiratorias y... Alejé aquel pensamiento y le apreté la mano todo lo que pude, mientras iba dando inconexas instrucciones sin dejar de contar. Belcho. ¿Qué más tenía, maldición?
No mucho, la verdad. Raíz de Bowman, estramonio... Peligrosamente tóxicas y no lo bastante rápidas.
—Nardo, Jenny —ordené de repente—. La raíz... Tienes que molerla. —Señalé la segunda taza y luego la tercera—. Dos... tres... cuatro...
Jenny había depositado en cada taza un buen puñado de belcho desmenuzado, que parecía una pila de minúsculas ramitas. Lo dejamos unos minutos en infusión y le di la primera taza en cuanto el líquido estuvo lo bastante frío como para beberlo, aunque para obtener una concentración efectiva de verdad era necesario dejarlo reposar al menos media hora.
—Más tazas, por favor, señora Figg. Coja aire, uno, dos... Así, muy bien.
La mano que yo le sostenía estaba pegajosa de sudor, pero el duque me aferraba los dedos con todas sus fuerzas. Me crujieron los huesos y retorcí un poco la mano para evitarlo. El duque se dio cuenta y aflojó un tanto la presión. Me incliné hacia él y le sujeté la mano con las mías, aprovechando así el momento para tomarle el pulso.
—No se va a morir —le dije muy despacio, en el tono más convincente que pude—. Yo no lo permitiré.
Una sombra demasiado débil como para ser una sonrisa cruzó por aquellos ojos, azules como el cielo de invierno, pero no contaba aún con bastante aliento como para hablar. A pesar de la temperatura ambiental, seguía teniendo los labios azules y el rostro blanco como el papel.
La primera taza de infusión de belcho lo alivió enseguida, pues el calor y la humedad resultaban tan efectivos como la hierba en sí. El belcho contenía epinefrina y era, en realidad, el único tratamiento efectivo contra el asma del que disponía. Sin embargo, tras permanecer apenas diez minutos en infusión, no contenía la cantidad suficiente de principio activo. Aun así, la momentánea sensación de alivio lo tranquilizó bastante. Giró la mano, entrelazó los dedos con los míos y me los apretó.
Un luchador. Los reconocía nada más verlos, así que sonreí sin poder evitarlo.
—Prepara tres tazas más, por favor, Jenny.
Si se las tomaba despacio —en realidad, apenas conseguía beber a sorbitos mientras boqueaba— y de forma continuada, ya tendría en el organismo una buena cantidad de estimulante cuando llegáramos a la sexta taza, que sería también la más concentrada de todas.
—Señora Figg, ¿podría usted hervir tres puñados de belcho y uno y medio de nardo en una jarra de café durante un cuarto de hora, y luego dejarlo en infusión?
Si el duque no se moría, me interesaba tener a mano una tintura concentrada de Ephedra. Desde luego que aquél no era el primer ataque y, a menos que fuera el último, en algún momento sufriría otro. Y, probablemente, ese instante no tardaría mucho en llegar.
En mi cabeza, había ido descartando posibles diagnósticos y, puesto que ya estaba bastante convencida de que el duque superaría el ataque, podía dedicar tiempo a pensar con más detenimiento en dichas posibilidades.
El sudor le empapaba los finos rasgos de la cara. Lo primero que había hecho había sido quitarle la casaca, el chaleco y el collarín de cuero, pero tenía la camisa pegada al pecho y los calzones empapados en la zona de la entrepierna. No era de extrañar, teniendo en cuenta el calor del día, sus esfuerzos y la infusión hirviendo. Los labios ya no estaban tan azules y no presentaba síntomas de edema ni en el rostro ni en las manos. Tampoco dilatación de los vasos sanguíneos del cuello, a pesar del esfuerzo.
Incluso sin estetoscopio, podía escuchar muy bien los estertores crepitantes de los pulmones, pero no presentaba dilatación torácica. Tenía un torso tan estilizado como el de John, tal vez algo más estrecho en la zona pectoral. En ese caso, lo más probable era que no se tratara de una obstrucción pulmonar crónica... y tampoco me parecía que fuera una insuficiencia cardiaca congestiva. Cuando nos habíamos visto tenía buen color, y en ese momento notaba su pulso regular en los dedos. Un poco rápido, sí, pero sin palpitaciones ni arritmia.
Me di cuenta de que tenía a Germain justo detrás del codo. Estaba contemplando con interés al duque, quien ya se había recuperado lo bastante como para arquear una ceja en dirección al chico, aunque aún no podía hablar.
—¿Sí? —dije antes de retomar la cuenta, ya automática, de respiraciones.
—Estaba pensando, grand-mère, en que puede que a éste —señaló a Pardloe con la cabeza— lo echen en falta. ¿No será mejor que le lleve un mensaje a alguien, para que no envíen soldados a buscarlo? Porque los porteadores se irán de la lengua, ¿no?
—Ya.
Pues tenía razón, sí. El general Clinton, para empezar, sabía perfectamente que Pardloe estaba conmigo la última vez que lo habían visto. No tenía ni la menor idea de con quién viajaba Pardloe ni de si estaba al mando de su regimiento. Si ése era el caso, seguro que ya lo estaban buscando en esos momentos. Porque un oficial no podía desaparecer de su puesto durante mucho tiempo sin que alguien lo advirtiera.
Y Germain —un muchacho observador donde los haya— tenía razón en lo de los porteadores. El número que lucían significaba que estaban registrados en la agencia oficial de porteadores de Filadelfia, por lo que a los hombres del general no les costaría mucho trabajo localizar a los números treinta y nueve y cuarenta y averiguar dónde habían dejado al duque de Pardloe.
Jenny, que había estado ocupándose hasta ese instante de las tazas, entró con la última y se arrodilló junto a Pardloe. Con un gesto, me indicó que ya se ocupaba ella de que siguiera respirando mientras yo hablaba con Germain.
—Les ha dicho a los porteadores que me llevaran al King’s Arms —le dije a Germain, mientras salíamos al porche para poder hablar sin que nos oyeran—. Y nos hemos encontrado en el despacho del general Clinton en...
—Ya sé dónde está, grand-mère.
—Lo suponía. ¿Qué es lo que tienes pensado?
—Bueno, estaba pensando en... —Echó un vistazo a la casa y luego, con los ojos entornados como si se estuviera concentrando, me miró a mí—. ¿Durante cuánto tiempo piensas tenerlo prisionero, grand-mère?
Así que a Germain no se le habían escapado mis motivos. Tampoco me sorprendía. Casi con toda seguridad la señora Figg ya le había contado todos los sucesos del día... y, puesto que Germain sabía de sobra quién era Jamie, él solito habría deducido el resto de los detalles. Me pregunté si habría visto a William. Si era así, lo más probable era que ya lo supiese todo. De lo contrario, no haría falta confesarle esa pequeña complicación hasta que fuera imprescindible.
—Hasta que vuelva tu abuelo —dije—. O, quizá, lord John —añadí, después de pensármelo mejor. Deseaba con todas mis fuerzas que Jamie regresara en breve. Pero también era probable que considerara necesario mantenerse alejado de la ciudad y enviar a John para que me trajera noticias—. En cuanto deje marchar al duque, pondrá la ciudad patas arriba en busca de su hermano. Siempre y cuando no muera en el intento, claro está.
Y lo último que quería yo era poner en marcha una operación cuyo objetivo fuera capturar a Jamie.
Germain se frotó la barbilla con aire pensativo, lo cual era un gesto bastante peculiar —pero calcado a su padre— en un muchacho que aún no tenía edad suficiente para dejarse bigote, y sonreí.
—Puede que no sea tanto tiempo —afirmó—. Grand-père volverá directamente. Anoche estaba loco por verte. —Me sonrió, y luego, tras fruncir los labios, echó un vistazo por la puerta abierta—. Y en cuanto a ése, no puedes ocultar que está aquí —prosiguió—. Pero si envías una nota al general, y puede que otra al King’s Arms, para decir que su excelencia se aloja en casa de lord John, tal vez no empiecen a buscarlo de inmediato. Y si alguien se pasa por aquí más tarde para preguntar, siempre puedes darle una copita a su excelencia para que se esté calladito y así poder decirle a quien venga que no está. O también podrías encerrarlo en un armario, ¿no? Atado y amordazado, no vaya a ser que para entonces ya haya recuperado la voz —añadió.
Germain era una persona muy lógica y concienzuda, cosa que había heredado de Marsali.
—Una idea excelente —respondí, aunque me abstuve de hacer comentarios sobre las relativas ventajas de mantener a Pardloe incomunicado—. Lo haré ahora mismo.
Me detuve un momento para ver a Pardloe, que ya se encontraba mejor, aunque todavía respiraba con mucha dificultad, subí de forma apresurada la escalera y abrí el escritorio de John. No tardé más de un minuto en mezclar la tinta en polvo y escribir las notas. Vacilé a la hora de firmar, pero entonces vi el sello de John sobre el tocador. Ni siquiera había tenido tiempo de ponérselo.
Aquella idea me inquietó un poco. La abrumadora alegría de saber que Jamie estaba vivo, junto a la sorpresa de la llegada de William, al secuestro de John por parte de Jamie y a la airada marcha de William —Dios, ¿adónde habría ido William?— prácticamente habían hecho que olvidara a John.
Aun así, me dije, seguro que estaba bien. Jamie no permitiría que le ocurriera nada y regresaría de inmediato a Filadelfia. Las campanadas del reloj de mesa que estaba sobre la repisa de la chimenea me interrumpieron y me volví para consultar la hora: las cuatro en punto.
—El tiempo vuela cuando uno se divierte —murmuré para mis adentros, mientras garabateaba una falsificación aceptable de la firma de John.
Encendí una vela con las ascuas de la chimenea, vertí unas gotas de cera en las notas dobladas y las sellé con el anillo en forma de sonriente media luna. Tal vez John regresara antes de que las notas llegaran a su destino. Y Jamie, sin duda, estaría de nuevo a mi lado en cuanto la oscuridad le permitiera desplazarse sin correr riesgos.
9
Hay un flujo y reflujo
en los asuntos de los hombres
Jamie no estaba solo en el camino. Había intuido vagamente la presencia de caballos por allí cerca y había oído voces lejanas de hombres que iban a pie, pero ahora que la rabia ya no lo cegaba, le sorprendió comprobar que eran muchos. Vio lo que a todas luces parecía una milicia —no en plena marcha, pero sí trasladándose como un todo formado por grupitos y corrillos de hombres, más unos cuantos jinetes solitarios— y varias carretas procedentes de la ciudad, rebosantes de mercancías. Varias mujeres y niños caminaban junto a los carros.
El día anterior, Jamie había visto a unas cuantas personas abandonar Filadelfia cuando había llegado —Dios, ¿sólo había transcurrido un día?— y había pensado en preguntarle a Fergus los motivos, pero con los nervios de la llegada y las complicaciones posteriores, se le había olvidado.
La sensación de inquietud fue aumentando, de modo que espoleó a su caballo para que avanzara más deprisa. Apenas quedaban unos quince kilómetros hasta la ciudad; llegaría bastante antes de que anocheciera.
«Aunque casi sería mejor que ya hubiera oscurecido», pensó con tristeza. Le resultaría más fácil aclarar las cosas con Claire sin que nadie los molestara. Y acabara como acabase la cosa —a palos o en la cama—, no quería interrupciones.
La idea hizo que se sintiera como una de las cerillas que Brianna encendía. Bastaba una palabra, «cama», para hacer que estallara de rabia una vez más.
—Ifrinn! —exclamó en voz alta, al tiempo que estrellaba el puño contra el pomo de la silla de montar.
Con lo que le había costado calmarse y lo había echado todo a perder en un segundo. ¡Maldita sea! Maldito él, maldita ella, maldito John Grey... ¡Maldito sea todo!
—¡Señor Fraser!
Se volvió de golpe, como si le hubieran disparado por la espalda, y el caballo redujo el paso, resoplando.
—¡Señor Fraser! —le llegó de nuevo la voz, jadeante, y Daniel Morgan lo alcanzó trotando, a lomos de un caballo zaíno pequeño pero robusto, con una gran sonrisa en su rostro repleto de cicatrices—. ¡Sabía que era usted, lo sabía! No existe ningún otro granuja tan alto ni con ese color de pelo. Y si existe, no quiero conocerlo.
—Coronel Morgan —dijo Jamie, fijándose en el desacostumbrado uniforme del viejo Dan, que lucía una insignia reciente en el cuello—. ¿Va usted a una boda?
Jamie se esforzó por sonreír, aunque el caos de su interior era como los remolinos entre los arrecifes de la isla escocesa de Stroma.
—¿Qué? Ah, esto —repuso Dan mientras intentaba mirar de reojo el cuello de su uniforme—. ¡Bah! La condenada insistencia de Washington por la «corrección en el vestir». Últimamente, el ejército continental tiene más generales que soldados rasos. Si un oficial sobrevive a más de dos batallas, lo nombran general allí mismo. Ah, pero que le paguen a uno por ello... Eso es harina de otro costal. —Se echó el sombrero hacia atrás y contempló a Jamie de arriba abajo—. ¿Acaba de regresar de Escocia? He oído que se marchó usted con el cuerpo del general de brigada Fraser. Pariente suyo, supongo. —Morgan movió la cabeza de un lado a otro, con pesar—. ¡Qué lástima! Excelente soldado, mejor hombre.
—Sí, sí que lo era. Lo enterramos cerca de su casa, en Balnain.
Prosiguieron juntos. Dan iba formulando preguntas y Jamie contestándolas con tan pocas palabras como la buena educación —y el verdadero afecto que le inspiraba Morgan— le permitían. No se habían vuelto a ver desde Saratoga, donde Jamie había servido como oficial a las órdenes de Morgan, en su cuerpo de fusileros; por lo tanto, tenían mucho que contarse. Aun así, a Jamie lo alegraba tener compañía, e incluso lo alegraban las preguntas: lo distraían e impedían que sus pensamientos lo catapultaran de nuevo hacia una rabia y una confusión inútiles.
—Supongo que tenemos que separarnos aquí —dijo Jamie al cabo de un rato. Se acercaban a una encrucijada, y Dan había aminorado un poco el paso—. Yo me dirijo a la ciudad.
—¿Para qué? —preguntó Morgan, bastante sorprendido.
—Para... eh... para ver a mi esposa.
La voz estuvo a punto de temblarle al pronunciar la palabra «esposa», así que la pronunció con brusquedad.
—¿Ah, sí? ¿Y no podría usted esperar un cuarto de hora?
Dan lo estaba observando con una mirada calculadora que lo inquietó de inmediato. Pero el sol aún estaba bastante alto y no quería entrar en Filadelfia antes de que oscureciera.
—Sí, supongo —contestó con cautela—. ¿Para hacer qué?
—Es que voy a ver a un amigo... y me gustaría presentárselo. Está aquí mismo, sólo será un momento. ¡Vamos!
Morgan giró a la derecha y, por señas, le indicó que lo siguiera, cosa que Jamie hizo, aunque sin dejar de maldecirse por haber sido tan estúpido.
Número 17 de Chestnut Street
Yo ya sudaba tan copiosamente como el duque cuando los espasmos empezaron por fin a remitir lo bastante para permitirle respirar sin los ejercicios de presión positiva. No estaba tan cansada como él —se hallaba recostado en el sillón, exhausto, con los ojos cerrados y respirando de forma lenta y no muy profunda, pero ¡sin ayuda!—, aunque poco me faltaba. Y también me encontraba un poco mareada: es imposible ayudar a alguien a respirar sin acabar haciendo lo mismo, así que había hiperventilado.
—Toma, a piuthar-chèile —me dijo Jenny junto al oído.
Sólo en ese momento, al abrir los ojos, me di cuenta de que hasta entonces los había tenido cerrados. Jenny me puso un vasito de coñac en la mano.
—No hay whisky en la casa, pero espero que esto sirva. ¿Le doy una copita también a usted, su excelencia?
—Sí, démela —respondió el duque, en tono muy autoritario, aunque no movió ni un solo músculo ni abrió los ojos—. Gracias, señora.
—No le hará daño —dije mientras me incorporaba y desentumecía la espalda—. Ni a ti tampoco. Siéntate a tomar una copa. Y usted también, señora Figg.
Jenny y la señora Figg habían trabajado casi tanto como yo, cogiendo los ingredientes, moliéndolos y dejándolos en infusión, o trayendo trapos húmedos para secarle el sudor al duque, ayudándome de vez en cuando con la cuenta y aunando su nada despreciable fuerza de voluntad con la mía para impedir que el duque muriera.
La señora Figg tenía unas ideas muy claras acerca del decoro, las cuales no incluían sentarse con sus patrones a tomar una copita, y menos aún con un duque de visita, pero hasta ella se vio obligada a admitir que las circunstancias no eran las normales. Con un vaso en la mano, se sentó con recato en una otomana, cerca de la puerta del salón, desde donde podría gestionar cualquier invasión potencial o emergencia doméstica.
Nadie habló durante un rato, aunque en la estancia flotaba una agradable sensación de paz. El aire, caliente e inmóvil, nos traía esa extraña sensación de camaradería que une —aunque sólo sea temporalmente— a las personas que han superado juntas una odisea. Poco a poco, sin embargo, advertí que el aire también portaba ruidos procedentes de la calle. Grupos de personas que caminaban a paso rápido, gritos que llegaban desde la otra esquina, traqueteo de carretas... Y, a lo lejos, el sonido de los tambores.
La señora Figg también se dio cuenta. Vi cómo levantaba la cabeza y me fijé en las cintas de su cofia, que temblaban con aire de interrogación.
—Jesusito de mi vida, ten piedad —dijo mientras dejaba el vaso vacío con mucho cuidado—. Algo se acerca.
Jenny pareció asustada y me miró con aprensión.
—¿Se acerca? —inquirió—. ¿Qué se acerca?
—El ejército continental, espero —respondió Pardloe. Dejó caer la cabeza hacia atrás, suspirando—. Dios mío. Lo importante que es... respirar. —Su respiración seguía siendo débil, pero ya no forzada. Levantó el vaso en mi dirección, con gesto ceremonioso—. Muchas gracias, mi querida... amiga. Ya estaba en deuda con usted por... por los amables servicios prestados a mi hijo, pero...
—¿A qué se refiere usted con el ejército continental? —lo interrumpí.
Dejé mi vaso, que también estaba vacío. Los latidos del corazón habían vuelto a la normalidad después del ajetreo de la última hora, pero en ese momento se me volvieron a acelerar de forma brusca.
Pardloe cerró un ojo y me observó con el otro.
—Los americanos —dijo con suavidad—. Los rebeldes. ¿A qué otra cosa me iba a referir?
—Y cuando dice usted que «se acerca»... —proseguí, con cautela.
—No lo he dicho yo —apuntó, tras lo cual señaló a la señora Figg—. Lo ha dicho ella. Pero tiene razón. Las fuerzas... del general Clinton... se están... retirando de Filadelfia... Y me atrevería a decir que Wa... Washington se... dispone a entrar.
Jenny carraspeó un poco, y la señora Figg soltó una frase claramente blasfema en francés para, de inmediato, taparse la boca con una manaza de rosada palma.
—¡Ah! —exclamé en un tono que sin duda dejaba clara mi perplejidad.
Antes, cuando me había reunido con el general Clinton, había estado tan pendiente de otras cosas que las consecuencias lógicas de una retirada británica ni siquiera se me habían ocurrido.
La señora Figg se puso en pie.
—Pues entonces será mejor que me vaya a enterrar la plata —dijo en un tono de lo más práctico—. La esconderé bajo el laburno que está junto a la cocina, lady John.
—Espere —pedí, al tiempo que levantaba una mano—. Creo que todavía no es preciso, señora Figg. El ejército aún no ha abandonado la ciudad; tampoco es que los americanos nos estén pisando los talones, y, además, necesitaremos algún que otro tenedor para la cena.
La señora Figg emitió un largo murmullo gutural, pero por último pareció comprender la sensatez de mis palabras. Se limitó a asentir y comenzó a recoger los vasos de coñac vacíos.
—Entonces ¿qué desean cenar? Tengo jamón cocido frío, pero pensaba preparar un fricassée de pollo, ya que a William le gusta mucho. —Dirigió una sombría mirada hacia el vestíbulo, donde las manchas de sangre del papel de la pared ya habían adquirido un tono marrón—. ¿Cree usted que volverá para la hora de la cena?
William tenía su alojamiento oficial en alguna parte de la ciudad, pero solía pasar la noche en casa... sobre todo cuando la señora Figg preparaba su fricassée de pollo.
—Quién sabe —contesté.
Con todo lo que había pasado, ni siquiera había tenido tiempo de pararme a pensar en la situación de William. ¿Era posible que regresase, cuando se hubiera calmado, para aclarar de una vez por todas las cosas con John? Sabía muy bien, porque lo había visto en más de una ocasión, cómo eran los Fraser cuando estaban furiosos. Y, por lo general, no tendían a enfurruñarse, sino más bien a pasar de inmediato a la acción. Observé a Jenny con aire especulativo. Ella me devolvió la mirada y, como quien no quiere la cosa, apoyó un codo en la mesa, dejó descansar la barbilla en la mano y se dio unos golpecitos en los labios con los dedos, como si estuviera pensando. Le sonreí con discreción.
—¿Dónde está mi sobrino? —preguntó Hal, que al fin era capaz de prestar atención a algo que no fuera su próxima respiración—. Y puestos a preguntar... ¿dónde está mi hermano?
—No lo sé —le respondí, mientras dejaba mi vaso en la bandeja que llevaba la señora Figg. Luego recogí el de Hal y lo coloqué también sobre la bandeja—. La verdad es que no le he mentido sobre eso. Pero espero que regrese pronto.
Me pasé una mano por la frente y me eché el cabello hacia atrás lo mejor que pude. Lo primero es lo primero. Tenía un paciente al que atender.
—Estoy segura de que John quiere verlo a usted tanto como usted a él —proseguí—. Pero...
—Oh, lo dudo —afirmó el duque. Me recorrió lentamente con la mirada, desde los pies descalzos hasta la melena despeinada, y la débil expresión risueña de su rostro se fue afianzando—. Tiene usted que contarme... cuando tenga un rato... cómo es que John... se ha casado con usted.
—Una idea descabellada —me limité a expresar—. Pero mientras, tiene usted que meterse en la cama. Señora Figg, ¿la habitación de atrás está...?
—Gracias, señora Figg —me interrumpió el duque—, pero creo que... no lo necesito...
Estaba intentando levantarse del sillón y apenas le quedaba aliento suficiente para hablar. Me puse en pie, me dirigí a él y le dediqué mi mejor mirada de matrona autoritaria.
—Harold —le dije, midiendo muy bien las palabras—, no soy tan sólo su cuñada. —El término me produjo un extraño escalofrío, que decidí ignorar—. Soy su médico. Si usted no... ¿Qué pasa? —le pregunté. Me estaba observando con una expresión de lo más peculiar, entre sorprendida y burlona—. Usted mismo me ha dicho que podía llamarlo por su nombre de pila, ¿no?
—Es cierto —admitió—. Pero creo que nadie... me llamaba Harold desde... desde que tenía tres años. —En ese momento sonrió, con una sonrisa bastante encantadora—. Mi familia me llama Hal.
—Bueno, pues Hal —proseguí, devolviéndole la sonrisa pero sin dejar que me distrajera—. Ahora mismo se va usted a dar un buen baño refrescante, Hal, y luego se va a meter en la cama.
Se echó a reír, aunque se interrumpió de inmediato, al empezar a jadear de nuevo. Tosió un poco, con el puño clavado bajo las costillas, y pareció inquieto, pero el acceso pasó enseguida. Se aclaró la garganta y me miró.
—O sea que sí, piensa que tengo... tres años. Cuñada. ¿Qué va a hacer... mandarme a la cama sin tomar el té?
Se incorporó con cuidado y trató de ponerse en pie. Le apoyé una mano en el pecho y lo empujé hacia atrás. No tenía fuerza en las piernas, de modo que se desplomó de nuevo en el sillón, perplejo y humillado. Y asustado: no se había dado cuenta —o, por lo menos, no había querido admitirlo— de lo débil que estaba. Por lo general, los ataques fuertes dejan a la víctima exhausta y casi siempre con los pulmones peligrosamente inestables.
—¿Lo ve? —Suavicé el tono—. Ya había tenido ataques como éste antes, ¿verdad?
—Bueno... sí —respondió de mala gana—, pero...
—¿Y cuánto tiempo estuvo usted en cama después del último?
Apretó los labios.
—Una semana. Pero el muy estúpido del doctor...
Le apoyé una mano en el hombro y se interrumpió, tanto por el contacto como por el hecho de que se había quedado sin aire.
—Aún. No. Puede. Usted. Respirar. Por. Sí. Mismo —Remarqué las palabras para darle más énfasis—. Escúcheme, Hal. Piense en lo que le ha pasado esta tarde, por favor. Ha tenido un ataque bastante grave en plena calle. Si la multitud de Fourth Street hubiera decidido atacarnos, usted no habría podido defenderse. Y no me lo discuta, Hal, que yo también estaba allí. —Lo observé con los ojos entornados y él me devolvió el mismo gesto, pero no discutió—. Y el trayecto desde la calle hasta la puerta de casa, que no deben de ser más de cinco o seis metros, le ha provocado un auténtico status asthmaticus. ¿Había oído usted ese término antes?
—No —murmuró.
—Bueno, pues ahora ya lo ha oído y ya sabe lo que es. ¿Se pasó usted una semana en cama la última vez? ¿Y el ataque fue tan grave como éste?
El duque había apretado los labios hasta convertirlos en una fina línea y echaba chispas por los ojos. Supuse que no eran muchas las personas que se atrevían a hablarle así a un duque, que además tenía todo un regimiento a sus órdenes