La sensación de estar siendo observado
Estuve mirándote, dice la vieja.
La vieja parece hecha de hueso. Una estructura ósea dura como el hierro a la que le han tirado encima una capa de piel pálida y manchada. Lleva una cartera entre las manos, un pantalón de vestir, un sobretodo de piel de chinchilla, probablemente. Fuma Jockey Club.
Hace rato que vengo mirándote, Julia, dice. Espiándote, para ser más precisa.
¿Me estuvo espiando?
Sí, querida. No te asustes, pero sí. Te estuve espiando. Me escondía para que no me vieras. Quería acercarme a vos… lentamente. Quería conocerte.
A Julia, las palabras de la vieja le remueven algo helado en su interior. Por un momento, una oleada de irrealidad la hace tambalear. Pero enseguida se le pasa.
Sé algunas cosas. Sé que tenés treinta y ocho años. Sé que sos fotógrafa. Sé que tenés algunos… amantes, por así decirlo, que ves cada tanto. Sé que vas a museos, al cine, al psiquiatra. Sé que a veces te metés en una florería y salís con un ramo para poner en el comedor de tu casa. Sé que preferís jazmines blancos. Sé que tenés un gato.
La vieja apaga su Jockey Club en un cenicero de lata, toma un sorbo de su cortado en jarrito y casi enseguida se prende otro cigarrillo y dice:
Algunas cosas las averigüé yo. A otras las supe por un detective privado.
La voz de la vieja baja un tono, como si le diera vergüenza confesarlo.
¿Puso un detective privado a seguirme?, pregunta Julia, ya imaginándose las acciones legales al respecto.
Te pido disculpas. Necesitaba conocerte un poco. No estuvo bien. Estoy consciente de eso. Pero te lo estoy diciendo ahora. Te lo confieso. Es un porteño. Un hombre mayor. Muy respetuoso, muy amable. Pero dejame hablar. Ya vas a entender todo.
Están sentadas en un café de Callao, casi esquina Rivadavia. Es un día de invierno con viento en la cima, frío y transparente. Un rato antes, la vieja abordó a Julia en mitad de la calle. Le dijo:
¿Julia? ¿Julia Ruiz? ¿Puedo hablar un segundo con vos?
Ella, confundida, aceptó, y se sentaron en las mesas de la vereda, contra el tráfico incesante de esa esquina en Capital Federal. La vieja pidió un cortado en jarrito. Julia, un café corto y negro. Esperaron a que el mozo dejara los pocillos en la mesa, sin hablar. La gente pasaba caminando por la calle. Era lunes, eran las cinco de la tarde.
Ahora Julia la mira.
No parece loca, la vieja. Nadie lo parece; de hecho, no hay indicios visibles que garanticen ese diagnóstico, pero ella en especial no lo parece para nada, o por lo menos la idea de locura que tiene Julia, proveniente más bien del cine y la literatura: alguien dejado, con manchas de salsa en la ropa, un lunar gigante del que salen largos pelos, alguien que habla solo o con sus propios fantasmas, alguien de mirada perdida o esquiva o paranoica. Esta vieja no. Parece una directora de colegio secundario. Una abuelita coqueta. Una cantante de tango que mantiene su dignidad. Parece la conductora de un programa de televisión por cable. Pero una loca no. Aunque efectivamente, como puede comprobarlo, está loca, y hará la denuncia para poner una perimetral apenas escuche lo que tiene para decir. Lo decide en ese momento.
¿Qué tengo que entender?
La vieja calla. Parece que calculara el efecto de sus palabras. Toma un sorbo del cortado en jarrito. Continúa:
Sé quién creés que sos, y sé quién sos verdaderamente. Pero me vine a Buenos Aires porque tenía que contactarme con vos, alquilé un cuarto en un hotel y te espié. Te pido disculpas. Durante un mes, te seguí a todas partes. Es la verdad.
Ahora es Julia la que se queda callada. Hace un mes, un mes y medio empezó a sentir que estaba siendo observada. Que alguien la miraba, desde alguna parte, no solo cuando estaba en la calle sino incluso en departamentos de amigos o de amantes o en el consultorio de su psiquiatra en Colegiales. La sensación de que había alguien muy atento a sus movimientos. Ahora está tratando de entender, de recuperarse del shock. Las manos le tiemblan un poco, casi imperceptiblemente. La gente pasa apurada por Callao, pero ella siente que no está en ninguna parte. Está parada sobre el vacío.
¿Me estuvo espiando?
Sí, querida. Te espié. Pero lo hice por razones nobles.
Razones nobles, repite Julia con sorna.
Dejame explicarte. Dame unos minutitos.
Julia tiene ganas de irse, pero se queda. A lo mejor porque la cosa le da un poco de curiosidad, o porque odia toda reacción dramática, o porque algo en su corazón estuvo muchos años esperando ese momento.
Lo que te voy a decir es importante. Tenés que escucharme hasta el final.
La vieja mira hacia un costado. Sus ojos, entonces, revelan su color: un gris antiguo y apagado como el cemento húmedo.
Necesito que me escuches hasta el final. Por más que te parezca una locura, por más que tengas ganas de irte. Necesito que me lo prometas. No estoy loca. No soy peligrosa ni una asesina. Te juro que no. Te juro que solo quiero hablar con vos un rato.
Pausa.
Necesito que me lo prometas, Julia.
Está bien, está bien. Se lo prometo.
Sigue hablando, la vieja:
Creés en algunas cosas y decirte que lo que creés es falso es muy difícil. Sobre todo para vos.
Haga la prueba.
Creés, por ejemplo, que naciste el 3 de marzo de 1977. Esa es la fecha con la que te anotaron.
¿No nací ese día?
Momento, momento. Vos creés que naciste el 3 de marzo. Eso figura en tu acta de nacimiento, incluso, así que ¿por qué irías a desconfiar? No tenés razones. Es tu realidad. El pedacito de realidad que te corresponde. Todos vivimos en un pedacito de realidad, y ese pedacito tiene bordes, y después de los bordes uno ya no sabe. Es el vacío. A veces ese pedacito de realidad se achica y a veces se agranda. Lo que tengo para decirte va a romper los bordes de tu pedacito, Julia. Y entonces desde ya te digo que lo más probable es que te lo tomes mal. Lo voy a entender, en ese caso. Voy a entender que no quieras creer, o que te cueste. Pero tenés que hacer un esfuerzo. Estuve mucho tiempo buscándote. Y ahora que te encontré y estoy hablando con vos…
La vieja enseguida prende otro cigarrillo con sus dedos huesudos y algo amarillos.
Es tanta la emoción, pequeña. Se me hace difícil a mí también. Pero sigo. Sé que desde chica tus padres, o los que vos creés que son tus padres, te llevaban a misa todos los domingos. Sé que te pegaban si no sacabas buenas notas en el colegio, sobre todo tu papá. Sé que te tuvo cortita durante todos esos años. Sé que desde chica te inventó una historia. Sé que en esa historia él era un héroe que había luchado contra la subversión.
La vieja hace otra pausa.
Ahora me doy cuenta del parecido, dice, abriendo los ojos húmedos. Tenés los mismos pómulos, y hacés un gesto con la boca que es idéntico, chiquita. Es como verlo a él de nuevo. A Luisito.
Julia se queda callada. Tiene ganas de irse pero le ha prometido a la vieja escucharla hasta el final. La vieja se lo ha hecho prometer, y ella, aunque esté pensando en volver a su casa, en sacarse toda esa locura de encima, va a cumplir la promesa. Va a escucharla. No sabe muy bien por qué.
O a lo mejor sabe. A lo mejor algo se lo viene insinuando desde que era una nena. Una voz en su oído, un murmullo. Algo le ha estado diciendo que vive en una mentira. Ella escuchó la voz y la ignoró toda su vida. Incluso cuando se enteró de lo que realmente había pasado en la dictadura. De todos esos chicos que fueron arrancados de los brazos de sus padres y criados en una mentira por sus apropiadores. Incluso en ese momento, con esas sospechas, decidió pensar en otra cosa, no compartirlo con nadie, olvidar.
Pero ahora no puede. Ahora esa voz ha cobrado forma, la de una vieja sentada frente a ella fumando un Jockey Club. Por eso, más que cumplir una promesa imaginaria, que no vale nada, va a hacerle caso a su curiosidad y llevar las cosas hasta el fin. Va a llevar las cosas hasta el fin de una buena vez.
Me cuesta hablar de esto, no te creas, dice la vieja. Para mí tampoco es fácil. Así que disculpame si doy un par de vueltas. Voy a dar vueltas para llegar al punto. Disculpame. Sé que tu vida no te gusta. Que intentaste matarte un par de veces. Sé que todavía sentís que no te encontraste, que no sabés quién sos. Sé que desconfiás de tus propios padres. Que en el fondo los odiás y a la vez creés en ellos. Creés en tus padres. Creés que esos dos son tus padres en realidad. Aunque algo te haya dicho desde siempre que en realidad no lo eran. ¿Me equivoco? ¿No tuviste desde siempre una sospecha?
Julia no contesta. Se queda muda, mirándola, sintiendo la vibración de la realidad a su alrededor, el chisporroteo y los ruidos de la realidad. Porque es verdad. Sí, desde siempre tuvo una sospecha. No piensa decírselo. Le asombra que ahora, en este mismo momento, en este día lunes tan insulso, de pocas pero nítidas nubes en el cielo de mayo, sea, al fin, el de la revelación. Pero no contesta. Trata, de momento, de no exteriorizar sus emociones. Sabe que exteriorizarlas significa dejarse ganar. No puede evitar que la pera le tiemble un poco, y se pregunta si la vieja lo verá, si lo notará con esos ojos de piedra que tiene.
Tuviste, dice la vieja. Claro que tuviste. Algo en tu cuerpo, Julia. Algo te decía que no eras hija de…
La vieja revuelve en su bolso y saca un papelito. Es una hoja de cuaderno arrancada y doblada muchas veces a la que se le notan los pliegues. Lo abre con cuidado y lee.
Jorge Emilio Ruiz y Susana Telleca.
Después, cuidadosamente, la vuelve a doblar y la guarda de nuevo en el bolso.
Algo te lo dijo siempre, Julia. Hace tiempo que te vengo mirando. Y lo sentías. ¿Verdad? Lo sentías, chiquita.
(Lo sentía, sí. Incluso lo habló con su psiquiatra de Colegiales una vez. Él tenía su típico gesto de las manitas unidas. Esas manos frágiles, casi infantiles, que no servían para nada. A lo mejor no querés saber realmente quién sos, dijo su psiquiatra).
Voy a decírtelo de golpe, dice la vieja. Va a ser como sacarse una curita, ¿verdad? Mejor de golpe.
No, dice Julia. No quiero escucharlo.
Tiene ganas de salir corriendo. De volver a su pedacito de realidad. Dame mi pedacito de realidad que voy a quedarme dormida ahí adentro. No quiero revelaciones. No quiero cambios. Estoy harta de los cambios y las revelaciones. Dejen que los muertos entierren a sus muertos, había escuchado una vez en misa, y siempre le pareció una frase enigmática y hermosa. ¿Qué quería decir eso? Muertos enterrando a sus muertos. Era casi terrorífico. Ven y sígueme, decía la frase, y deja que los muertos entierren a sus muertos. ¿Iba a seguir a esta vieja? ¿Iba a dejar que los muertos se entierren solos? Era demasiado. Demasiado para una tarde cualquiera de mayo. No.
No quiero oírlo, dice.
La vieja extiende sus manos de hueso cubiertas de piel, y ella siente el tacto tibio y seco de esas manos, y es como si la hubieran dejado dormida en la crecida de un río, como si estuviera abandonada en la corriente golpeándose contra raíces podridas y piedras redondeadas cubiertas de musgo. Pasa el agua con un rumor encima de ella.
Tu papá se llamaba Luis Lara, y era mi hijo, dice la vieja. Un chico maravilloso, deportista, muy alegre. Comprometido con la realidad, con los demás. Un chico de gran corazón. Vivíamos en la provincia de Córdoba, en una ciudad que se llama San Ignacio. ¿La escuchaste nombrar alguna vez?
Julia no responde tampoco ahora. Quisiera desaparecer en ese momento.
Luis era una persona de gran corazón. Pero se equivocó. Se juntó con la gente equivocada. Y pagó el precio, dice la vieja, limpiándose una lágrima de la mejilla. Me imagino que sabés la historia. Me imagino que sabés cómo sigue.
Julia no responde, ahora, tampoco.
Luisito fue secuestrado por un grupo de tareas a los veintitrés años. Estaba en pareja con tu mamá, embarazada de vos. Tu mamá se llamaba Alicia y tenía veinte.
Julia siente que va a vomitar. La mano de la vieja se aferra a ella, parece sostenerla de este lado. Del lado de la oscuridad, donde el cielo empieza a nublarse y las montañas caen sobre el mar.
Tus padres fueron secuestrados, torturados y asesinados. Pudimos recuperar el cuerpo de Luisito. Gracias a cierta influencia de mi marido. Lo dejaron en un baldío de Córdoba. El cuerpo de tu madre desapareció. Nunca lo encontraron.
No, dice Julia.
Entiendo, chiquita, dice la vieja, agarrándole las manos. Lo entiendo perfectamente.
Julia cierra los ojos, respira profundo. Los vuelve a abrir.
Durante mucho tiempo soñé con vos, dice la vieja. Te quiero desde hace mucho. Te soñaba como un conejito, muy suave. Ahora estás grande pero yo te sigo viendo como una recién nacida, porque fue ahí donde decidieron… cortar. Y cuando pasaron los años te iba imaginando. Todo el tiempo te imaginaba. Fui imaginando cómo crecías. Te vi de miles de formas distintas. Te vi jugar, te vi dar tu primer beso. Te vi bailando. Te encantaba bailar. ¿Te gusta bailar, chiquita?
Creo que estoy teniendo un ataque de pánico, dice Julia.
Respirá hondo, dice la vieja. ¿Querés que te pida un vaso de agua helada?
No, no, dice Julia. Creo que tengo que irme a casa.
¿Te pido un taxi?, dice la vieja.
No, no. Me tengo que quedar sentada un poco. Después me voy. Después, sí.
Julia cierra los ojos. Afuera, el ruido del tránsito. Alguien habla a los gritos por el celular.
Querida, ¿cómo te sentís?, la voz parece provenir de muy lejos.
Julia abre los ojos. El mozo apoya la botella de vidrio en la mesa, la destapa, sirve un poco en un vaso. La mira sin curiosidad profesional desde su distancia, su calva, su abdomen prominente.
Tomá un poquito de agua, te vas a sentir mejor.
Julia obedece. Toma un trago de agua y de verdad se siente, al cabo de unos minutos, un poco recuperada.
Entiendo que sea difícil todo esto. Quiero que te tomes un tiempo para procesarlo, dice la vieja. De pronto, tiene una birome Bic azul en la mano y está escribiendo en una de las servilletas del bar. ¿En qué momento empezó a escribir? Cuando termina, desliza la servilleta hacia su lado de la mesa. Ella lo mira, lo lee, le cuesta entender que es un número de teléfono. Un fijo con una característica zonal que nunca había visto.
Llamame cuando puedas, y seguimos hablando, dice la vieja.
Una cicatriz encima del labio superior
He aquí una breve historia de la vida de Julia, tal como quería recordarla, en las sesiones del psiquiatra y en las camas de sus amantes y en las terrazas o los balcones de sus amigos. / En 1983, en el proceso de escalar el ropero de la pieza de sus padres, cae y se produce un corte debajo del labio inferior, una pequeña cicatriz que hoy todavía es visible, y que sus sucesivos amantes han tocado y adoptado como si fuera suya. Te lo merecés por andar saltando en cualquier parte, le dice sumamente comprensivo su padre. Poco antes han estado en Plaza de Mayo festejando el pronunciamiento de Galtieri acerca de las islas Malvinas, con banderitas argentinas; meses después, su padre, que es coronel de Infantería en el Tercer Cuerpo del Ejército Argentino, vuelve de la guerra con el olor a Old Spice de siempre pero con una oscuridad todavía mayor en el carácter, si tal cosa era posible. Cuando se la sienta sobre una de sus piernas para hablarle de cerca, ella ve, o cree ver, en sus ojos, entre venitas reventadas y un iris que se afina con los recuerdos traumáticos, diminuta, la imagen de la desolación. «Las cosas que tuve que hacer», dirá alguna vez distraídamente. «No van a abandonarme nunca». / En 1987 se enamora de un compañero del colegio Nuestra Señora de la Merced. El compañero se llama Agustín, tiene el pelo enrulado y es demasiado alto para su edad. A Julia le gusta que sea callado, le gustan sus orejas, le gustan sus rodillas asomando de los pantalones cortos. A veces no puede contenerse y en mitad de una clase gira hacia él y le retuerce una oreja con infinito placer. Agustín la deja, por más que el dolor sea inadmisible, pero la señorita le llama la atención con una frase que la definirá de ahí en adelante: Julia tiene hormigas en el traste. Eso dice y eso repiten sus compañeros hasta el hartazgo y en cierto modo es verdad: en ese traste hay hormigas. / En 1988, en una de las incursiones periódicas que realiza en el estudio de su padre, el cual le ha prohibido expresamente que se acerque a su escritorio (comerás de todos los árboles menos de los frutos de este escritorio), descubre una lista de nombres escritos a mano. Los lee en voz alta, apreciando su sonoridad: Diego Iles / Alfonso Enrique / Fabiana Márquez / Jorge Mancieri / Hugo Muñoz / Mariela Perazzo. Está haciendo eso cuando su madre la descubre y le pega cachetadas hasta dejarla tirada en el piso, donde le sigue pegando. Una de las cachetadas le da en la sien, Julia siente que algo estalla dentro de su cabeza, la arena de los fuegos artificiales, y pierde el conocimiento. Esas palizas periódicas se vuelven una costumbre. Al principio grita, se niega, promete llamar a la policía. Pero ellos son la policía, en cierta forma, y con el tiempo acepta las palizas y en algunos momentos, la madre o el padre, sospechan, con silencioso horror, que las disfruta. Las palizas periódicas también forjan una visión del mundo: no hay sentido, todo es una gran nada, y lo que es peor: una nada trivial, una nada que tiende a borrar todo rastro de poesía en el mundo. Después de cada castigo, como un gato, les deja un regalo de animales muertos a sus padres en la cama matrimonial: palomas, ratones, pollitos correctamente asesinados, sin cabeza en general. Imposible saber de dónde los saca. Ellos levantan la manta para acostarse y ahí están. / Su madre ha salido a hacer unos mandados. El Coronel le dice que quiere hablar con ella, la lleva a su cuarto. La ventana de su cuarto deja entrar la luz. En el cielo, unas nubes deshilachadas se mueven con lentitud hacia el sur. Pasan pájaros negros y flacos cuyo nombre no conoce en la misma dirección, y sus gritos llenan el espacio de ecos. El Coronel le sostiene la cabeza: una mano de dedos grandes en su nuca, pero ella no lo mira. Mira los pájaros y se pregunta adónde estarán yendo. Algunas de las fotos que sacará veinte años después aludirán a ese cielo, a esos pájaros. / En 1990 le da su primer beso a un compañero en el segundo recreo. El compañero se llama Martín, y como ambos están comiendo chupetines ese primer beso tiene un inconfundible sabor a chupetín, a caramelo caliente y manoseado. La noticia corre como reguero de chismes en colegio privado, llega a la maestra y después a sus padres y cuando su padre vuelve del regimiento le termina propinando una paliza monumental, tan grande que le astilla el brazo, tienen que llevarla al hospital para que le pongan un yeso y en la foto de la primera comunión su brazo en cabestrillo emerge del vestido angelical que su madre mandó a hacerle para tan sagrado evento. Después de la fiesta, a la noche, cuando ella está acostada, su padre se sienta en la cama. Ella tampoco esta vez lo mira a los ojos. Mira a un costado. Mira sus zapatitos de la primera comunión alineados contra la pared. Quizás cometí un exceso, dice su padre, el bigote alicaído. Pero es por tu bien, Julia. Nuestra familia tiene un nombre. No podés ir por ahí mancillándolo. Entonces ella saca los ojos de sus zapatitos y los lleva hacia su padre y por un invisible instante su padre siente miedo, aunque no lo demuestra, el miedo pasa como una oleada fría por sus cavernas interiores, tal es el fuego que ve en los ojos de la nena. El Coronel se levanta de la cama, la mira desde la altura. El problema es…, empieza, y ella lo interrumpe. Que tengo hormigas en el traste, dice. Ya sé. Su padre se levanta y se va. Julia empieza a pensar en la posibilidad del suicidio. Entiende que es la única forma posible para escapar de esa casa y esa vida. Una tarde en la que ha quedado sola con la mucama, se mete en el baño con una tijera y se corta el pelo al ras. No será la última vez que lo haga: con variaciones, llevará el pelo así incluso en 2015, a los treinta y ocho años, cuando la vieja la aborda en la esquina de Callao y Rivadavia: rapado. Al descubrirla, su madre le da la correspondiente paliza. / En 1990, en las fotos de ese año (Julia en el casamiento de un primo, llevando los anillos; Julia en la costa con un traje de baño enterizo azul; Julia en su primer día de la secundaria, con la pollera tableada del uniforme gris) ya es la que será, con los mismos ojos achinados, los pómulos altos, la nariz un poco grande pero terminada en punta, y sobre todo en la actitud oscura que salta desde el interior de las fotos a la cara de un hipotético espectador. Es ligeramente bizca: no se puede percibir a simple vista. Hace falta mirarla un largo rato para darse cuenta, pero cuando uno se da cuenta no deja de notarlo nunca. Para esa época ya ha besado a tres chicos, ha fumado treinta y cuatro cigarrillos, ha hecho trampa en un examen escolar. Ya le ha dicho a su madre No creo en Dios y ha recibido una paliza por su declaración. Ya ha explicado en el colegio que se cayó de las escaleras. Ya escuchó noventa y siete veces de boca de su padre el correspondiente sermón acerca de su actuación en el Proceso de Reorganización Nacional. Ya ha asistido a las fiestas de militares, ya ha conocido a las sumisas mujeres y los despampanantes hijos y nietos. Son héroes de la lucha contra la subversión, empieza siempre el sermón del Coronel. Merecen tu respeto. / En 1993, en el baño de varones del colegio privado, le practica una mamada a un aterrado Federico Pintos. / 1994: se acuesta con Adrián Vernon y poco después con Nahuel Contrera, ambas experiencias la dejan entre triste e insatisfecha. / En 1995, con dieciocho años, lleva a un chico a su casa. Nunca lo hace: una especie de vergüenza, sobre todo por su padre, por las reacciones que puede llegar a tener, la desalientan, pero esta vez es especial, el chico que lleva (nombre: Rubén, edad: 20, ideología: decididamente de izquierda, líder estudiantil, Colegio Nacional Buenos Aires) le gusta especialmente y quisiera, como se dice, ponerse de novia con él y darle libertad para ir y venir a sus anchas, sobre todo para aprovechar que sus padres son contadores judíos y casi no están en su casa y coger como locos en su cuarto. Entonces lo invita a almorzar, un domingo. En la televisión, la carrera del TC2000. Su madre fuma, ligeramente ausente. Su padre con cara de pocas pulgas sentado en el sillón, con camisa y pantalón de vestir incluso en su casa, un domingo por la mañana. Rubén llega temprano, trae un vino, está recién afeitado. Ella le ha advertido enfáticamente que se guarde sus opiniones para públicos más amenos. Su padre lo saluda dándole la mano, un apretón un poquito excesivo, mirándolo desde su altura con algo parecido al asco, y en un aparte con Julia le comenta sinceramente perplejo: no me habías dicho que era judío. No sabía que era importante, dice ella. En el almuerzo, Rubén se muestra encantador, y Julia siente un destello de esperanza porque por una vez en su vida las cosas parecen estar saliendo relativamente bien. Cuando terminan y la mucama levanta la mesa y trae el postre, Julia sube un momento a su habitación para buscar una foto que quiere mostrarle a Rubén. Está arriba cuando oye los gritos. Soltalo, Jorge, lo vas a matar. ¡Jorge! Julia baja corriendo y al principio no entiende la escena, sencillamente le parece algo que no puede estar sucediendo, su padre, agarrando del cuello a Rubén, literalmente levantándolo a quince centímetros del piso. Vas a desaparecer de esta casa y de la vida de mi hija o te voy a asesinar, ¿me escuchaste? Sí, dice Rubén, asintiendo profusamente. ¿Sí qué? ¡Sí, señor! / En 1998 Julia se va de su casa. No se lleva más que una mochila con ropa. / En 1999 vota a la Izquierda Unida, que ese año obtiene ciento cincuenta mil votos. En ese momento es cajera de un supermercado Coto y vive en Constitución. / 2000: vive con un dealer. Es un hombre pelado, mayor, algo tierno, que reparte papeles de cocaína y ladrillos de marihuana paraguaya en un Ford Sierra rojo. En septiembre se acuesta con él y con su amigo Fredy, y en octubre invita a Lara, una amiga de teatro (Julia hace teatro). / 2001: concurre a una clínica privada para realizarse un aborto. Ya no sale con el dealer y se entera de que está preso. / 2003: se muda tres veces, pierde y obtiene tres trabajos distintos. Una de las casas donde se muda está embrujada. Vive con una amiga ahí. Es un departamento sospechosamente barato en Recoleta. Sienten presencias todo el tiempo, y a veces esas presencias se manifiestan en mitad de la noche como personitas que se sientan en la cama y hablan con ella. Preguntan por vos, le dicen una vez. Ella tiene la almohada sobre la cabeza, y al escuchar eso no lo soporta más y sale corriendo, en pantalón corto y corpiño, baja los doce pisos en el ascensor y se sienta en una plaza donde espera hasta el amanecer, muerta de frío y fumando uno tras otro sus Lucky Strike mentolados (lo único que llegó a agarrar en la huida). / 2005: sale con un fotógrafo de Caballito. Trabaja en una oficina del centro, haciendo algo que ni siquiera ella entiende del todo, pero la paga es buena y gracias al aguinaldo y a privarse de las vacaciones ese verano se compra, usada pero en buen estado, una Nikon analógica, y el fotógrafo le da unas clases con las primeras nociones de exposición y encuadre y la lleva como asistente a sus recados de fotografía social. A ella el trabajo le gusta, tiene algo de talento y termina robándole los clientes al fotógrafo, lo que supone naturalmente la separación. Desde entonces saca fotos todo el tiempo, unas veinte mil por año. / 2007: consigue trabajo como fotógrafa en un diario de tirada nacional. Al principio cubre entrevistas, culturales sobre todo. La mandan a tomarles fotos a escritores, a artistas plásticos, a músicos. Después, un día, el viejo que cubre los policiales se la lleva con él y le muestra los restos de un accidente de tránsito. A un costado de la ruta 25 hay un auto dado vuelta. En el interior, los airbags desinflados, salpicados de sangre. Dos cadáveres en la calle cubiertos con telas plásticas negras, uno de ellos pequeño. A Julia le fascina ese trabajo y pide que la asignen a esa sección. Durante años fotografía cadáveres, gente esposada, allanamientos de pequeños productores de droga, casas incendiadas o derrumbadas, manifestaciones. / 2008: amanece con resaca de cocaína en la casa de un chico que ni siquiera recuerda cómo se llama, que conoció la noche anterior y con el que probablemente haya hecho algo cercano al sexo, es deducible por el olor que reina en el cuarto y en sus manos. Le duele la cabeza, aunque no es dolor la palabra, es como si estuviera metida adentro de un ataúd y un chico estuviera golpeando la tapa con una cuchara de madera. El sujeto en cuestión duerme ostensiblemente boca arriba, con los pelos enrulados del pubis a la vista y un pene sorprendentemente largo para esa hora. Julia se viste y sale y desayuna un cigarrillo mientras espera el 64. La ciudad está tranquila y ella se pregunta para qué. Para qué está haciendo esto. Qué está haciendo. Adónde va. Llora un poco en la parada, escondiéndose. / 2009: le avisan que su padre ha muerto. Ella no concurre al velorio. / 2010: mantiene una relación de un año con Agustina, se van a vivir juntas, crían un gato al que le han puesto el nombre de Ezequiel. Cuando se separan, Agustina a veces se lleva a Ezequiel en plan tenencia compartida, pero el gato odia su nueva casa y al cabo de un tiempo desisten del plan. Vuelve a encontrarse de casualidad con Rubén y toman un café. Él está casado, tiene dos hijos, trabaja en algún puesto borroso del gobierno nacional. En algún momento le propone ir a un telo, revolcarse como locos por los viejos tiempos, pero ella declina. No vuelven a verse.
Una pesadilla lúcida
Camina rápido por Callao. Todavía puede sentir la mirada de la vieja detrás de sí. Sin pensarlo, se mete en la boca del subte. En cada parada levanta los ojos con la seguridad de que va a verla, con su tapado de chinchilla, atravesando las puertas. Baja en Acoyte y se queda parada ahí, en la esquina de Rivadavia, en medio del tránsito, pensando qué estoy haciendo, dónde estoy, adónde voy.
Esa noche visita a una amiga. Fuman marihuana, hablan del novio de su amiga, pero nada le cuenta Julia acerca de lo que pasó. A nadie se lo cuenta, ni siquiera a su psiquiatra. Por unos días no puede siquiera procesarlo, contárselo a sí misma.
Esa noche, al volver a su casa, se mete en la página de Hijos en internet. Lee: «No olvidamos los delitos de lesa humanidad cometidos por el accionar criminal de la Triple A y el terrorismo de la última dictadura cívico-militar en Argentina (1976-1983)». Se mete en la página de las Abuelas de Plaza de Mayo. Lee: «Para nosotros, cualquier duda sobre tu origen es motivo suficiente para consultarnos. No importa si se basa en información concreta o en sensaciones: podremos ayudarte cuando tu duda se manifiesta». Hay un teléfono y ella llama, y cuando atienden se queda callada y termina cortando.
Sueña que camina por un campo sembrado de trigo, con langostas saltando alrededor. Alguien la espera allá, al fondo. Un hombre alto, con la cabeza inclinada como si estuviera cansado o avergonzado. No quiere acercarse a ese hombre, no quiere que se dé vuelta, no quiere verle la cara, porque sabe que si lo ve se va a volver loca, y entonces gira en otra dirección y camina por ahí y al cabo de un rato vuelve a ver el fondo y en el fondo está el hombre.
Es su padre. Lleva puesto el traje oscuro con el que entierran a los muertos. Algo quiere decirle, pero ella hace un esfuerzo y despierta.
Durante ese tiempo no ve a ninguno de sus amantes. Vuelve a su casa al atardecer y se acuesta con la notebook al lado y mira películas coreanas. Su gato suele acercarse, saltar encima de la cama y acurrucarse junto a ella, ronroneando.
Qué pasó, chiquito, le dice Julia. ¿Qué anda pasando?
Ezequiel la mira y pestañea enigmáticamente.
Entonces es verdad, se dice una noche. Se ha despertado a una hora inverosímil, las cuatro y media de la madrugada. Ezequiel duerme a sus pies, y cuando ella empieza a revolverse, para un lado y para el otro, sin recuperar el sueño, salta de la cama y se va, harto. De verdad pasó. De verdad: una vieja me estuvo espiando, me senté a tomar un café con ella. De verdad fui criada por apropiadores. De verdad soy hija de desaparecidos. Eso fue real.
La depresión se aproxima. El Planeta Oscuro, le dice ella. Le ha puesto ese nombre de chica, las primeras veces que lo experimentó, a los once, doce o trece años, y así le había quedado hasta ahora, que ya estaba cerca de los cuarenta, pero conservaba los mismos efectos, la perplejidad y desazón que causaba al aproximarse a la tierra. Se lo imaginaba así: un planeta gigante, del tamaño de Júpiter o de Saturno, elevándose despacio en el horizonte, echando sombra a su alrededor, aplastándola con su desmesurada gravitación. Y ella, de pie en mitad del campo tan cerca que era capaz de distinguir sus cráteres y sus cadenas montañosas, dando alaridos que nadie se tomaría la molestia de escuchar.
Eso se aproxima, ahora, nuevamente.
Julia cierra las cortinas y se prepara. Compra jugo, galletitas saladas, cigarrillos, y se encierra en su casa. Cancela sus citas de trabajo, las reuniones con sus amigos, incluso la terapia. Pasa el fin de semana en jogging, fumando como desquiciada, sin hacer nada o haciendo de la nada su trabajo. Recuerda entonces su infancia, la forma en la que sus supuestos padres la habían tratado durante esos veintiún años que vivió con ellos. Entonces era verdad, eso lo explicaba todo. Había sido apropiada por el Coronel cuando era una beba, había sido criada en cautiverio, en ese departamento de Belgrano. Siempre lo supo. Llora tirada en el sofá, mientras Ezequiel la mira pestañeando desde la mesada.
Hay plantas en su departamento. Plantas que crecen en el borde de la ventana, en su cuarto, en la mesada, en el baño, en potes de helado y tarritos de metal, en macetas rojas y amarillas de plástico, en cuidadas macetas de cerámica que Julia compró en una feria de artesanías. Hay geranios, potus, cactus, aromáticas y mutantes, de hojas dentadas, de las que no sabe el nombre. Hay un palo borracho alto y solitario y cubierto de espinas.
El martes se siente capaz de salir, de enfrentar el mundo real. Vuelve, entonces, a la sesión del psiquiatra.
Ideas espesas. Ideas que había dejado atrás.
Y decís que eso tiene que ver con lo que la… estem… vieja te dijo.
Griselda se llama. Y supuestamente es mi abuela. Te juro que no siento los pies. Es como si no supiera lo que hago. Estoy en piloto automático.
En piloto automático.
Sí, es lo que acabo de decir.
Julia se tapa la cara. Se recuesta en el sillón de dos cuerpos. Suspira detrás de sus manos.
Quisiera dormir un rato ahí mismo, pero más para sustraerse del mundo sensitivo que por otra cosa. Tengo que ir a hablar con mi vieja, o con quien mierda sea, y preguntarle. Tengo que hacerme un ADN, a lo mejor, si ella lo niega. Lo peor es que sabía. Lo supe desde que era chica, y ella siempre lo negó. Del Coronel lo entiendo, pero ella. Por Dios, qué pesadilla.