Coordenadas para un crimen 3

María Inés Falconi

Fragmento

1

Tonio abrió con cuidado la puerta de vidrio de la guardia y asomó la cabeza. Ojalá que Fran siguiera ahí. No le gustaba el hospital. No podía soportar ese olor a alcohol y a desinfectantes, el frío que daban las corrientes de aire, el llanto de los chicos que esperaban para ser atendidos y, sobre todo, el recuerdo de las vacunas, los dolores de garganta y los retorcijones de panza. En Las Cañas, cada vez que uno estaba enfermo, iba a parar a la guardia del hospital.

Ahí estaba su amigo, sentado en una silla de plástico junto a la pared, sosteniéndose el codo izquierdo con la mano derecha, pálido como si acabara de resucitar. Tonio entró y cerró la puerta con cuidado. Varias cabezas se dieron vuelta para mirarlo o, mejor dicho, para mirar quién era el que había entrado. En el pueblo todos se conocían, y la entrada de cualquier persona a la sala de guardia del hospital era tema para una semana de chismes, suposiciones y deducciones. ¡Ni qué decir si el susodicho llegaba en ambulancia!

Fran le hizo una seña con la mano sana para hacerse ver y Tonio se acercó.

—¿Qué pasó, ah?

—Me caí.

—¿Te caíste? ¿Dónde te caíste?

La señora que estaba sentada al lado de Fran se movió a otra silla, aún a riesgo de no escuchar todos los detalles.

—Gracias —dijo Tonio aceptando—. ¿Cómo que te caíste?

—De arriba para abajo —intentó bromear Fran—. ¿Cómo me voy a caer? Como se cae todo el mundo.

—¿De la bici?

—No. ¿Por qué? ¿Todo el mundo se cae de la bici?

—No, no sé. Se me ocurrió.

—Bueno, yo no. Me caí del techo.

—¡¿Del techo?! —se asombró Tonio—. ¿Y qué estabas haciendo en el techo, ah?

—Practicando para Papá Noel.

—Veo que la caída te afectó las neuronas. ¿Me querés decir qué te pasó, en serio?

—Nada. Es que a la tonta de mi hermana se le había dado por remontar un barrilete que le trajo mi papá.

—Ajá —dijo Tonio esperando que el cuento siguiera.

—Bueno, mi hermana —retomó Fran— que, como ya dije, es tonta…

—Ahorrame lo que ya sé —pidió Tonio.

—Sí, cierto. Mi hermana no daba pie con bola con el barrilete, ¿viste? Meta que lo quería levantar y se le caía; lo quería levantar y se le caía. Ni idea tiene. Y me harté.

—Y te subiste al techo para no verla.

—No, idiota. Le saqué el barrilete de la mano y traté de enseñarle cómo se hacía. Mi hermana empezó a gritar que se lo devolviera.

—Y vos no le hiciste caso.

—Más bien. Tiré y tiré y lo logré.

—Más bien —dijo ahora Tonio—. ¿Quién no sabe remontar un barrilete, ah?

—Mi hermana. Aunque hay que decir a su favor que este era complicado, porque era uno de esos que se venden en la juguetería, ¿viste?

—¡Ah!

—No era de los que se hacen en casa.

—¡Ah!

—Cuestión que lo hago subir bien alto, pero bien alto. Mi hermana me pedía el hilo y yo no se lo daba, porque ahora que lo tenía en el aire no se lo iba a dejar para que lo bajara de un tirón.

—Claro.

—Bueno, empecé a correr y, no sé cómo, de pronto se enganchó en la chimenea. Posta.

—¡Uhhhh!

—Tiré y tiré y lo único que logré fue romper el hilo.

—¡Uhhhh!

—Y mi hermana empezó a gritar que le había roto el barrilete.

—¡Uhhhh!

—¿Podés dejar de decir “uhhhh”?

—Sí, sí, perdón.

—Bueno, el resto es fácil. Para que se callara me subí al techo, lo cual no fue difícil porque lo había hecho muchas veces…

—Sí, por la escalerita del fondo.

—Eso. Subí, agarré el barrilete y, cuando estaba bajando, pisé una teja floja y caí como por un tobogán.

—¡Uhhhh! Perdón, es que me dolió de solo pensarlo.

—A mí me dolió sin pensarlo. No me pude agarrar de nada y, por no aplastar el estúpido barrilete, caí sobre el brazo derecho y acá estoy. Fin de la historia. ¡Y no digas “uhhhh”!

—No, para nada. ¿Y la María Luz?

—Siguió gritando. Esta vez para llamar a mi mamá, que no estaba. Vino la Cándida y empezó a gritar ella también, pero mientras tanto me ayudó a levantarme, llamó a la mamá por teléfono y acá estamos.

—¿Y tu mamá?

—Fue a comprarle algo para comer a mi hermana.

—¿Sigue gritando?

—Por suerte no.

Se quedaron los dos callados.

—¿Te duele?

Fran afirmó con la cabeza.

—¿Te van a tener que enyesar?

Fran se encogió de hombros.

—Capaz que zafás de empezar las clases.

—¡Ah! Genial. ¿Cómo no me di cuenta, ah? —ironizó Fran—. Es una porquería, Tonio. No trates de consolarme. No da, hermano.

La puerta del consultorio se abrió y salió un señor alto, pelado, con grandes ojeras y un color de papel viejo y ajado que daba pena.

—Buenas tardes —saludó.

“Buenas tardes”, contestaron todos con un murmullo que más pareció un rezo.

El hombre, arrastrando los pies, llegó hasta la puerta y se fue.

—¿Quién sigue? —preguntó el médico.

Se levantó una señora gordita y canosa que se dirigió al consultorio bamboleando el trasero.

—¿Qué le anda pasando, Tita? —la saludó el médico invitándola a pasar.

—Lo de siempre, doctor. Las rodillas que no me dan respiro.

No escucharon más. La puerta se cerró detrás de Tita al tiempo que María Luz, la hermana de Fran y su mamá entraban en la guardia.

—Mirá, te compramos un jugo y yo te traje un huevito Kínder, hermano.

Fran miró a Tonio. ¿Cuántos años hacía que no comía un huevito Kínder? Ese ataque de amor fraternal solo tenía un nombre: culpa.

—Dame que te lo abro —se ofreció María Luz, arrancándoselo antes de que pudiera mirarlo—. Con una sola mano no se puede.

Fran la dejó hacer.

—Hola, Tonio —saludó la mamá—. ¿Viste qué regalito de fin de vacaciones nos hizo tu amigo?

Tonio hizo una mueca que quiso ser una sonrisa.

—¿Ese que salió era Ochoa? —preguntó.

—Yo qué sé —dijo Fran de mal humor.

—Sí —contestó una señora sentada en la hilera del frente a la que nadie le había preguntado nada.

—¡Qué demacrado que está! Casi no lo reconozco. ¿Está muy pelado, no?

—Está muy enfermo —comentó la señora—. No le dan en la tecla.

—¡Mirá! ¡Te tocó el helicóptero! —gritó María Luz—. ¿Me lo regalás?

—No, es mío.

—¡Pero vos no juntás!

—No importa. Ahora junto.

—¿Desde cuándo?

—Desde hoy.

—Ufa —se quejó María Luz.

—Chicos, no pele

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