Un episodio en la vida del pintor viajero

César Aira

Fragmento

cap

Rugendas fue un pintor de género. Su género fue la fisionómica de la Naturaleza, procedimiento inventado por Humboldt. Este gran naturalista fue el padre de una disciplina que en buena medida murió con él: la Erdtheorie, o Physique du Monde, una suerte de geografía artística, captación estética del mundo, ciencia del paisaje. Alexander von Humboldt (1769-1859) fue un sabio totalizador, quizás el último; lo que pretendía era aprehender el mundo en su totalidad; el camino que le pareció el adecuado para hacerlo fue el visual, con lo que se adhería a una larga tradición. Pero se apartaba de ésta en tanto que no le interesaba la imagen suelta, el «emblema» de conocimiento, sino la suma de imágenes coordinadas en un cuadro abarcador, del cual el «paisaje» era el modelo. El geógrafo artista debía captar la «fisionomía» del paisaje (el concepto lo había tomado de Lavater) mediante sus rasgos característicos, «fisionómicos», que reconocía gracias a un estudio erudito de naturalista. La calculada disposición de elementos fisionómicos en el cuadro transmitía a la sensibilidad del observador una suma de información, no de rasgos aislados sino sistematizados para su captación intuitiva: clima, historia, costumbres, economía, raza, fauna, flora, régimen de lluvias, de vientos… La clave era el «crecimiento natural»: de ahí que el elemento vegetal fuera el que pusiera en primer plano. Y de ahí también que Humboldt buscara sus paisajes fisionómicos en los trópicos, cuya riqueza vegetativa y velocidad de crecimiento era incomparablemente mayor que en Europa. Humboldt vivió largos años en zonas tropicales, de Asia y América, y alentó a hacerlo a los artistas formados en su método. Con lo cual completaba el circuito, ya que apelaba al interés del público europeo por estas regiones aún mal conocidas, y le daba un mercado a la producción de los pintores viajeros.

Humboldt tuvo la mayor admiración por el joven Rugendas, al que calificó de «creador y padre del arte de la presentación pictórica de la fisionomía de la naturaleza», frase que bien habría servido para describirlo a él mismo. Participó con sus consejos en la preparación del segundo y gran viaje rugendiano, y el único punto en que no estuvo de acuerdo fue en la decisión de incluir a la Argentina en el itinerario. No quería que su discípulo gastara esfuerzos por debajo de la franja tropical, y en sus cartas abundaba en recomendaciones de este tenor: «No desperdicie su talento, que consiste sobre todo en dibujar lo realmente excepcional del paisaje, como por ejemplo picos nevados de montañas, la flora tropical de las selvas, grupos individuales de la misma especie de plantas, pero de diferentes edades; filíceas, latanias, palmeras con hojas plumadas, bambúes, cactus cilíndricos, mimosas de flores rojas, inga (con ramas largas y grandes hojas), malváceas con el tamaño de un arbusto con hojas digitales, en especial el árbol de las manitas (Chiranthodendron) en Toluca; el famoso ahuehuete de Atlisco (el milenario Cypressus disticha) en las cercanías de México; las especies de orquídeas de hermosa floración en los troncos de los árboles cuando éstos forman nudos redondos recubiertos de musgo, rodeados a su vez por los bulbos musgosos del dendrobio; algunas figuras de caoba caídas y cubiertas por orquídeas, banisterias y plantas trepadoras; además de otras plantas gramíneas de veinte a treinta pies de altura de la familia de los bambúes, nasto y diferentes Foliis distichis; estudios de potos y Dracontium; un tronco de Crescentia cujete cargado de frutas que salen de éste; un teobroma-cacao floreciendo y cuyas flores salen de las raíces; las raíces externas de hasta cuatro pies de altura en forma de estacas o tablas del Cypressus disticha; estudios de una roca cubierta por fucus; ninfeas azules en el agua; guastavias (pirigara) y lecitis florecientes; ángulo visto desde lo alto de una montaña de un bosque tropical de manera de ver solamente los florecientes árboles de copa ancha entre los cuales se alzan los pelados troncos de las palmeras como un corredor de columnas, una selva sobre otra selva; las diferentes fisionomías de materiales de pisang y heliconiun…».

Sólo en los trópicos se encontraba el exceso necesario de formas primarias para caracterizar un paisaje. En la vegetación, Humboldt había reducido estas formas primarias a diecinueve; diecinueve tipos fisionómicos, cosa que no tenía nada que ver con la clasificación linneana, que opera con la abstracción y el aislamiento de las variaciones mínimas; el naturalista humboldtiano no era un botánico sino un paisajista de los procesos de crecimiento general de la vida. Ese sistema, a grandes rasgos, constituía el «género» de pintura que practicó Rugendas.

Después de una breve estada en Haití, Rugendas pasó tres años en México, entre 1831 y 1834. En esta última fecha pasó a Chile, donde viviría ocho años, con un intervalo de unos cinco meses que ocupó el interrumpido viaje a la Argentina; el propósito original era cruzar todo el país, hasta Buenos Aires, y de ahí subir hasta Tucumán y luego Bolivia, etcétera. Pero no pudo ser.

Partió a fines de diciembre de 1837 desde San Felipe de Aconcagua (Chile), en compañía del pintor alemán Robert Krause, con una reducida tropilla de caballos y mulos y dos baqueanos chilenos. La idea, que realizaron, era aprovechar el buen tiempo estival para hacer sin apuro el cruce por los pintorescos pasos cordilleranos tomando apuntes y pintando todo lo que valiera la pena.

En pocos días ya estaban en medio de la cordillera, aunque sólo eran pocos descontando los muchos en que se detenían a pintar. La lluvia les servía para avanzar, con los papeles bien enrollados dentro de telas enceradas; no hubo lluvias en realidad, sino unas lloviznas benévolas, que durante tardes enteras envolvían el paisaje en blandas mareas de humedad. Las nubes bajaban hasta casi posarse, pero el menor viento bastaba para llevárselas… y traer otras, por corredores incomprensibles que parecían comunicar el cielo con el centro de la Tierra. En esas mágicas alternancias los artistas recuperaban visiones de ensueño, cada vez más espaciosas. Las jornadas, aunque zigzagueantes en el mapa, iban hacia la amplitud en línea recta como flechas. Cada día era más grande, más distante. A medida que los cerros adquirían peso el aire se hacía más liviano, más versátil su población meteórica, pura óptica de altos y bajos superpuestos.

Llevaban registros barométricos, calculaban la velocidad del viento con una manga bonete, y dos capilares de vidrio con grafito líquido les servían de altímetro. Como un farol de Diógenes, llevaban al frente el mercurio teñido de rosa del termómetro, en una alta percha con campanillas. El paso regular de la caballada producía un rumor que sonaba lejano; aunque en los umbrales de la audición, él también entraba en el régimen de ecos del sistema.

Y de pronto, en la medianoche, explosiones, cohetes, bengalas, que resonaron largamente en las inmensidades de roca, y llevaron fugaces colorines volantes a esas austeras grandezas, en una miniatura de auspicios: empezaba el año 1838, y los dos alemanes habían llevado una provisión de pirotecnia artística para festejarlo. Descorcharon una botella de vino francés y brindaron con los baqueanos. Tras lo cual se acostaron a dormir de cara al cielo estrellado, esperando la Luna, que al salir de los bordes de un picacho fos

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