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Matsuo Bashō (1644-1694)

Nubes de vez en cuando

para descansar

de tanta luna llena

Un mes antes de cumplir veintiún años, mi único hijo se fue a vivir a Tokio. Había ganado una beca del gobierno japonés para cursar allá sus estudios universitarios. Hasta entonces habíamos vivido siempre juntos. Siempre solos, en distintos países. Lo que sigue es la crónica de la primera vez que fui a visitarlo. Era, también, la primera vez que yo iba a Japón. Mi intención en estas páginas no es hablar sobre un país. Mi intención es contar lo que viví durante esos catorce días.

Día 0

Narita
Del otro lado del mundo

Tokio queda en las antípodas de Buenos Aires. Si quedara un poco más al este, quedaría más cerca. Si quedara un poco más al oeste, también. Cuando en una es mediodía, en la otra es medianoche. He volado treinta y seis horas para llegar hasta aquí.

En el aeropuerto de Narita, después de recoger mi maleta, voy a un mostrador donde compro el ticket para la combi que va hasta la ciudad. La chica que me atiende señala la puerta por la que debo salir y me advierte: parte a las 18:50. Miro la hora: faltan diez minutos. Tengo tiempo de ir hasta el baño y enjuagarme la cara. Cuando a las 18:48 voy al lugar señalado, la combi está llegando. El chofer usa un par de guantes blancos para agarrar mi maleta y lo cambia por otro par, también blanco, para conducir. Partimos en el momento en que el reloj deja de marcar 18:49 y pasa a 18:50. En ese segundo exacto.

Ya es de noche. Las autopistas parecen escenarios de una película futurista. Todo es silencio. A pesar de que supongo que es la hora pico, hay muy pocos vehículos. Siento que estoy flotando. No sé si vamos rápido o en cámara lenta. Ni una sola valla publicitaria contamina la vista.

Dentro de una hora me encontraré con mi hijo. Este es el país que eligió para estudiar, para descubrirse, para inventarse. Mi hijo me está esperando. Dentro de una hora estaré con él.

Tokio
El encuentro

Como si fuera cómplice de una historia que nadie le ha contado pero que ella ya imagina, la recepcionista del hotel sonríe en cuanto digo mi nombre. “Su hijo ya llegó”, dice, e inmediatamente me da la llave de la habitación. No me pide el pasaporte, ni que llene un formulario. ¿Estará tan ansiosa como yo por el encuentro o será que en este país no es necesario mostrar un documento tras otro dondequiera que uno vaya?

Llamo al ascensor. Cuando se abre la puerta, doy un paso para entrar y casi choco con un chico joven que, a su vez, ha dado un paso para salir. Me mira a los ojos. Se asombra. Yo también lo miro. Ahora ríe. ¡Es Mati! Tiene el pelo como un nido de musaraña, luce flaquísimo, y su piel, que siempre fue muy blanca, ahora está de color marrón. “¡No te reconocí!”, le digo. “Bueno, pero salúdame”, dice él, y vuelve reír. Suelto la maleta. No decimos nada más. Nos abrazamos frente al ascensor. Y es sólo entonces —cuando respiro el olor de su cuello, ese olor que reconozco; sólo entonces, cuando le acaricio el pelo ahora convertido en nido; sólo entonces, cuando siento sus costillas marcadas por tanta delgadez— que me doy cuenta de que he viajado hasta el otro lado del mundo para vivir este momento. Este es el silencio y la cercanía que me alimentan. No quiero que este abrazo termine nunca. Este es mi hijo. Y ahora estoy con él.

Tokio
Noche en Shimbashi

“Estamos en igualdad de condiciones”, dice Mati más tarde, cuando salimos del hotel. Caminamos al azar por Shimbashi. Se refiere a que es la primera vez que viene a esta zona de la ciudad y a que estamos conociéndola juntos. Caminamos por calles peatonales serpenteantes muy angostas, iluminadas por faroles de papel de arroz y un sinnúmero de carteles verticales de neón que no tengo manera de descifrar. Hay centenares de pequeños locales para comer y beber. La mayoría de las personas que vemos son hombres delgados, vestidos con pantalón negro y camisa blanca. Los llaman salary man, me explica Matías: “Hombres que trabajan por un salario fijo”. Todo lo contrario de lo que él sueña para su vida.

Siempre hemos sido buenos compañeros de viaje. No nos apuramos. Preferimos conocer menos y dar tiempo a que las sensaciones se apoderen de nosotros. No hablamos mucho: miramos. Incluso esta primera noche, después de no habernos visto durante meses, caminamos en silencio. Lo que sea que nos tengamos que decir puede esperar.

La “igualdad de condiciones” se termina apenas entramos a un lugar para comer: no puedo leer el menú, no entiendo qué dicen los jeroglíficos que cubren las paredes, no sé cómo preguntar nada. El local está lleno de gente pero nosotros somos los únicos occidentales. Me doy cuenta de que en este país —en el que los niños deben estudiar durante quince años su propio idioma antes de ser capaces de leer y entender lo que está escrito en un diario— sólo podré comunicarme con los otros a través de mi hijo. Yo le enseñé a hablar: ma-má; ár-bol; ca-sa. Ahora es él quien habla por mí.

Le pido que le diga a la chica que nos atiende que me gusta su collar. Ella pronuncia unas palabras y se lo saca por encima de la cabeza. “Dice que te lo regala”, traduce Mati. La chica extiende el brazo hacia mí. El collar, en la palma abierta de su mano.

Día 1

Tokio
Tokyo Station

“Aquí se camina por la izquierda”, dice Mati, cuando bajamos las escaleras para entrar al subte, y me jala de la ropa hacia él. Lo primero que hacemos hoy es ir desde Shimbashi hasta la estación Tokio, una de las más grandes de la ciudad, para comprar los boletos del Shinkansen —新幹線, el tren bala— que tomaremos dos días después. No alcanza con decir que en la estación hay muchísima gente. No alcanza con decir que, a pesar de ello, hay silencio y todo está en orden. Tampoco encuentro palabras para describir la inmensidad de la estación: subimos y bajamos escaleras, caminamos por túneles luminosos, pasamos al lado de negocios, atravesamos espacios centrales desde los que parten y a los que llegan ocho, nueve, diez pasillos distintos. El hecho de que aquí los carteles principales también estén en caligrafía occidental no sirve para ubicarme. Awajicho, Ogawamachi, Ichigaya, Kagurazaka, Toshimaen, Gokokuji: ninguno me suena familiar.

La gente está vestida con más cuidado que en Buenos Aires. Las mujeres me parecen elegantísimas. Hacen treinta y tres grados y nadie usa chancletas. Sin importar la edad, todos están mucho más cubiertos que los poquísimos occidentales con los que nos cruzamos.

De vez en cuando Mati se detiene un instante a leer un cartel e inmediatamente sigue la marcha. Temo perderlo entre tanta gente. O, mejor dicho, temo perderme yo. ¿Pero no estoy ya perdida? ¿Acaso

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