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Se trata de levantar el pie derecho, apenas unos centímetros del suelo, moverlo en el aire hacia adelante, tanto como para que sobrepase al pie izquierdo, y a esa distancia, la que sea, mucha o poca, hacerlo bajar. Apenas de eso se trata, piensa Elena. Pero ella piensa, y aunque su cerebro ordena movimiento, el pie derecho no se mueve. No se eleva. No avanza en el aire. No vuelve a bajar. No se mueve, no se eleva, no avanza en el aire, no vuelve a bajar. Eso apenas. Pero no lo hace. Entonces Elena se sienta y espera. En la cocina de su casa. Tiene que tomar el tren que sale para la Capital a las diez de la mañana; el siguiente, el de las once, ya no le sirve porque la pastilla la tomó a las nueve, entonces piensa, y sabe, que tiene que tomar el de las diez, poco después de que la medicación logre que su cuerpo cumpla con la orden de su cerebro. Pronto. El de las once no, porque entonces el efecto de la medicación habrá declinado hasta desaparecer y ella estará igual que ahora, pero sin esperanza de que la levodopa actúe. Levodopa se llama eso que tiene que circular por su cuerpo una vez disuelta la pastilla; conoce el nombre desde hace un tiempo. Levodopa. Así le dijeron, y ella misma lo anotó en un papel porque sabía que no iba a entender la letra del médico. Que la levodopa circule por su cuerpo, sabe. Eso es lo que espera, sentada, en la cocina de su casa. Esperar es todo lo que puede hacer por el momento. Cuenta calles en el aire. Recita nombres de calles de memoria. De atrás para adelante y de adelante para atrás. Lupo, Moreno, 25 de Mayo, Mitre, Roca. Roca, Mitre, 25 de Mayo, Moreno, Lupo. Levodopa. Sólo la separan cinco cuadras de la estación, no es tanto, piensa, y recita, y sigue esperando. Cinco. Calles que todavía no puede andar con sus pasos esforzados aunque sí repetir sus nombres en silencio. Hoy no quiere encontrarse con nadie. Nadie que le pregunte por su salud ni que le dé el pésame tardío por la muerte de su hija. Cada día se le aparece alguna persona que no pudo velarla o no pudo estar en el entierro. O no se atrevió. O no quiso. Cuando alguien muere como murió Rita, todos se sienten invitados a su funeral. Por eso las diez no es una buena hora, piensa, porque para llegar a la estación tiene que pasar por delante del banco y hoy se pagan las jubilaciones, entonces es muy probable que se cruce con algún vecino. Con varios vecinos. Aunque el banco abra recién a las diez, cuando su tren esté entrando en la estación y ella con el boleto en la mano se acerque al borde del andén para tomarlo, antes de eso, Elena sabe, ya va a encontrar jubilados haciendo la cola como si tuvieran miedo de que la plata alcanzara sólo para pagarle a los que primero llegan. Sólo podría evitar el frente del banco dando una vuelta manzana que su Parkinson no le perdonaría. Ése es el nombre. Elena sabe desde hace un tiempo que ya no es ella la que manda sobre algunas partes de su cuerpo, los pies por ejemplo. Manda él. O ella. Y se pregunta si al Parkinson habría que tratarlo de él o de ella, porque aunque el nombre propio le suena masculino no deja de ser una enfermedad, y una enfermedad es femenina. Como lo es una desgracia. O una condena. Entonces decide que lo va a llamar Ella, porque cuando la piensa, piensa “qué enfermedad puta”. Y puta es ella, no él. Con perdón de la palabra, dice. Ella. El doctor Benegas se lo explicó varias veces pero Elena todavía no termina de entender; sí entiende lo que tiene porque lo lleva en el cuerpo, pero no algunas de las palabras que usa el médico. La primera vez estaba Rita presente. Rita, que hoy está muerta. Les dijo que el Parkinson es una degeneración de las células del sistema nervioso. Y a las dos les cayó mal la palabra. Degeneración. A ella y a su hija. El doctor Benegas seguramente se dio cuenta, porque enseguida trató de explicarles. Y dijo, una enfermedad del sistema nervioso central que degenera, o hace mutar, o cambia, o modifica de manera tal algunas células nerviosas que dejan de producir dopamina. Y Elena se enteró entonces de que cuando su cerebro ordena movimiento, la orden sólo puede llegar a sus pies si la dopamina la lleva. Como un chasqui, pensó aquel día. Entonces el Parkinson es Ella, y la dopamina el chasqui. Y el cerebro nada, piensa, porque sus pies no lo escuchan. Como un rey derrocado que no se da cuenta de que ya no gobierna. Como el emperador sin traje del cuento que le contaba a Rita cuando era chica. Rey derrocado, emperador sin traje. Y ahora está Ella, no Elena sino su enfermedad, el chasqui y el rey derrocado. Elena repite sus nombres como antes repitió los de las calles que la separan de la estación; esos nombres comparten su espera. De atrás para adelante y de adelante para atrás. Emperador sin traje no le gusta porque si no lleva traje está desnudo. Prefiere rey derrocado. Espera, repite, combina de a pares: Ella y el chasqui, el chasqui y el rey, el rey y Ella. Prueba otra vez, pero los pies siguen ajenos, ni siquiera desobedientes, sordos. Pies sordos. A Elena le encantaría gritarles, pies muévanse de una vez por todas, hasta carajo les gritaría, muévanse de una vez por todas, carajo, pero sabe que sería en vano, porque sus pies no escucharían tampoco su voz. Por eso no grita, espera. Repite palabras. Calles, reyes, otra vez calles. Incluye palabras nuevas en su rezo: dopamina, levodopa. Intuye que la dopa de dopamina, y la dopa de levodopa, deben ser la misma cosa, pero sólo intuye, no tiene certeza, repite, juega, deja que su lengua se trabe, espera, y no le importa, sólo le importa que el tiempo pase, que esa pastilla se disuelva, circule por su cuerpo hasta sus pies y éstos se enteren, por fin, de que tienen que ponerse en marcha.
Está nerviosa, lo cual no es bueno, porque cuando se pone nerviosa la medicación tarda más en actuar. Pero no puede evitarlo. Hoy va a jugarse la última carta para tratar de averiguar quien mató a su hija, hablar con la única persona del mundo a la que cree que puede convencer de que la ayude. A cambio de una deuda lejana en el tiempo, casi olvidada. Va intentar cobrar esa deuda, aunque Rita, si estuviera, no estaría de acuerdo, la vida no es un trueque, mamá, hay cosas que se hacen porque sí, porque Dios manda. No va a ser fácil, pero lo va a intentar. Isabel se llama la mujer a la que busca. No está segura de si se acordará de ella. Cree que no. De Rita sí, le manda una postal cada fin de año. Tal vez no sepa de su muerte. Si nadie le dijo, si no leyó el único aviso fúnebre que pusieron recién dos días después del entierro en nombre del colegio parroquial donde trabajaba Rita, el cuerpo directivo y docente, alumnos y padres acompañan a Elena en este momento tan, si ella no la encuentra al fin de ese día, seguramente este diciembre esa mujer que Elena hoy busca enviará una postal dirigida a un muerto, deseándole feliz Navidad y un próspero Año Nuevo. De Rita se acuerda, pero de ella, de Elena, Elena piensa, seguramente no. Y si se acordara no la reconocería, así doblada, con ese cuerpo viejo que no se corresponde con los años que tiene. Será su tarea, le va a explicar quién es y por qué está allí, frente a ella, cuando la enfrente. Le va a contar de Rita. Y de su muerte. Aunque sea le dirá lo poco que entiende en medio de todo lo que le contaron. Elena sabe dónde encontrar a Isabel, pero no cómo