El cielo es azul, la tierra blanca

Hiromi Kawakami

Fragmento

libro-2

La luna y las pilas

Oficialmente se llamaba profesor Harutsuna Matsumoto, pero yo lo llamaba «maestro». Ni «profesor», ni «señor». Simplemente, «maestro». Me había dado clase de japonés en el instituto. Puesto que no fue mi tutor ni me entusiasmaban sus clases, no conservaba ningún recuerdo significativo suyo. No había vuelto a verlo desde que me gradué.

Empezamos a tratarnos a menudo cuando coincidimos, hace unos cuantos años, en una taberna frente a la estación. El maestro estaba sentado a la barra, tieso como un palo.

—Atún con soja fermentada, raíz de loto salteada y chalota salada —pedí, y me senté a la barra.

Casi al unísono, el viejo estirado que estaba a mi lado dijo:

—Chalota salada, raíz de loto salteada y atún con soja fermentada.

Al darme cuenta de que teníamos los mismos gustos, me volví y él también me miró. Mientras intentaba recordar dónde había visto aquella cara, empezó a hablarme.

—Eres Tsukiko Omachi, ¿verdad?

Cuando asentí, sorprendida, siguió hablando.

—No es la primera vez que te veo por aquí.

—Ya —repuse, y lo observé con más atención. Llevaba el pelo blanco cuidadosamente peinado, y vestía una camisa de corte clásico y un chaleco gris. Frente a él había una botella de sake, un plato con un pedacito de ballena y un tazón donde solo quedaban restos de algas. Mi asombro fue mayúsculo al comprobar que al viejo y a mí nos gustaban los mismos aperitivos. Entonces fue cuando lo recordé en el instituto, de pie en la tarima del aula. Siempre llevaba el borrador en una mano y la tiza en la otra. Escribía en la pizarra citas clásicas como: «Nace la primavera, el rocío del alba», y las borraba cuando apenas habían pasado cinco minutos. Ni siquiera soltaba el borrador al volverse para dar alguna explicación a los alumnos. Era como un apéndice de la palma de su mano izquierda.

—Las mujeres no suelen frecuentar solas lugares como este —comentó, mientras mojaba el último pedacito de ballena en vinagreta de soja y se lo llevaba a la boca con los palillos.

—Ya —murmuré.

Vertí un poco de cerveza en mi vaso. Yo sabía que él había sido profesor mío en el instituto, pero no recordaba su nombre. En cambio, él era capaz de acordarse del nombre de una simple alumna, hecho que me maravillaba y desconcertaba a partes iguales. Apuré la cerveza de un trago.

—En aquella época llevabas trenza.

—Ya.

—Me acordé al verte entrar y salir de la taberna.

—Ya.

—Debes de tener treinta y ocho años.

—Todavía no los he cumplido.

—Perdona la indiscreción.

—Qué va.

—Estuve hojeando álbumes y consultando listas de nombres para asegurarme.

—Ya.

—Tienes la misma cara.

—Usted tampoco ha cambiado nada, maestro —me dirigía a él como «maestro» para disimular que no recordaba su nombre. Desde ese momento, siempre ha sido «el maestro».

Aquella noche bebimos cinco botellas de sake entre los dos. Pagó él. Otro día, volvimos a encontrarnos en la misma taberna y pagué yo. A partir del tercer día, pedíamos cuentas separadas y cada uno pagaba lo suyo. Desde entonces lo hicimos así. Supongo que no perdimos el contacto porque teníamos demasiadas cosas en común. No solo nos gustaban los mismos aperitivos, sino que también estábamos de acuerdo en la distancia que dos personas deben mantener. Nos separaban unos treinta años, pero con él me sentía más a gusto que con algunos amigos de mi edad.

Solíamos ir a su casa. A veces, salíamos de una taberna y entrábamos en otra. En otras ocasiones, nos despedíamos pronto y cada uno volvía a su casa. Algunos días visitábamos tres o cuatro tabernas distintas, hasta que decidíamos tomar la última copa en su casa.

—Vamos, está muy cerca —me propuso la primera vez que me invitó a su casa.

Me puse en guardia. Había oído decir que su mujer había muerto. No me apetecía entrar en una casa donde vivía un hombre solo, pero cuando empiezo a beber alcohol tengo ganas de beber más, así que acabé aceptando.

Estaba más desordenada de lo que imaginaba. Esperaba encontrar una casa impoluta, pero en los rincones oscuros había montañas de trastos acumulados. En la habitación contigua al recibidor reinaba el silencio. No parecía habitada, solo había un viejo sofá y una alfombra. La siguiente estancia, una salita bastante grande, estaba repleta de libros, hojas en blanco y periódicos apilados.

El maestro abrió la mesita, se dirigió hacia un rincón de la estancia donde había un montón de cachivaches y cogió una botella de sake. Llenó hasta el borde dos tazas de distintos tamaños.

—Adelante, bebe —dijo.

Acto seguido, entró en la cocina. La salita daba al jardín. La puerta corredera estaba entreabierta. A través del cristal se intuía la forma de las ramas de unos árboles. No estaban florecidos, así que no supe reconocerlos. Nunca había entendido mucho de árboles. El maestro trajo una bandeja con galletitas de arroz y un poco de salmón.

—¿Qué árboles son los del jardín? —inquirí.

—Son cerezos —me respondió.

—¿Solo tiene cerezos?

—Sí. A mi mujer le gustaban.

—En primavera deben de ser preciosos.

—Se llenan de bichos. En otoño la hojarasca cubre todo el jardín, y en invierno están tristes y marchitos —me explicó en un tono bastante indiferente.

—Ha salido la luna.

Una media luna brumosa brillaba en lo alto del cielo.

El maestro mordisqueó una galletita de arroz, inclinó la taza y bebió un sorbo de sake.

—Mi mujer nunca preparaba ni planeaba nada.

—Ya.

—Tenía muy claro lo que le gustaba y lo que no.

—Ya.

—Estas galletitas son de Niigata. Me gustan porque tienen un sabor intenso y amargo.

Eran amargas y un poco picantes, el aperitivo perfecto para acompañar el sake. Estuvimos un rato en silencio, comiendo galletitas. Un aleteo sacudió las copas de los árboles del jardín. ¿Había pájaros? Se oyó un débil gorjeo, y las ramas y el follaje se agitaron. Entonces, el silencio se impuso de nuevo.

—¿Hay nidos de pájaros en el jardín? —pregunté, pero no obtuve respuesta.

Me volví. El maestro estaba enfrascado en la lectura de un periódico atrasado. Lo había escogido al azar de entre los ejemplares apilados en el suelo. Estaba leyendo ávidamente una sección que recogía las noticias internacionales, con unas fotos de chicas en traje de baño. Parecía haber olvidado mi existencia.

—Maestro —lo llamé otra vez, pero estaba tan concentrado que ni siquiera pestañeó—. Maestro —repetí, subiendo el tono de voz. Al fin levantó la vista.

—Tsukiko, ¿puedo enseñarte algo? —preguntó de repente.

Sin esperar mi respuesta, tiró el periódico abierto al suelo, abrió la puerta corrediza y entró en otra habitación. Sacó algo de un viejo armario y volvió con las manos llenas de pequeñas piezas de cerámica. Hizo varios viajes entre la salita y la habitación.

—Fíjate en esto.

El maestro, sonriendo con regocijo, alineó las piezas encima del tatami. Todas tenían un asa, una tapadera y

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos