Fulgentius

César Aira

Fragmento

cap-0

 

Quae fama modo venit ad aures?

 

Iungentur ante saeva sideribus freta

Et ignis undae, Tartaro tristi polus

Lux alma tenebris, roscidae nocte dies

Quam cumn scelesti…

 

 

La voz unánime del coro se alzaba a lo largo del lento recitado llenando el aire del anfiteatro como las oscuras espirales del destino que sugerían los versos. El desafío a la paciencia acentuaba los aplazamientos terribles de la mortalidad. El Legado Fulgentius había insistido en que las líneas se escanciaran tan lento como fuera posible sin que las palabras se deshicieran. Lo estaban haciendo bien, no sabía si objetivamente bien, o si su juicio era parcial. Era el autor, y como tal no sabía si debía ser más o menos exigente. O bien debía gustarle todo, por ser obra suya, o no gustarle nada, por sentir que la representación inevitablemente traicionaba el ideal contenido en la obra escrita. Encontraba difícil adoptar la postura correcta ante su propia creación, si es que en los dominios del arte tenía vigencia la distinción entre lo correcto y lo incorrecto. No era un dramaturgo profesional, había escrito una sola tragedia, y lo que había puesto en ella agotaba definitivamente su vena. De modo que su juicio apuntaba sólo a lo básico que podía importarle a un autor: que la dicción fuera clara y que no se saltearan ningún verso. Los iba recitando para sí junto con los actores, compenetrado con la acción y las emociones.

El actor que lo representaba era más joven que él, lo que acentuaba el patetismo del doloroso desenlace. Lástima que la estatura no lo ayudaba; habría preferido alguien alto, y de hecho estuvo vacilando entre este actor que finalmente quedó para el papel, y otro alto e imponente. Le habría gustado verse en una presencia tan digna, pero eran tales las deficiencias de voz y gesticulación que mostraba este hombre, y tan superior se veía en esos rubros el otro, que no tuvo más remedio que elegirlo, a pesar de su baja estatura y su aspecto rústico. Confiaba en que el texto, con su fuerza poética y su alcance afectivo, creara la ilusión suficiente que hiciera olvidar lo desfavorable en la apariencia. Además, el formato empinado de este anfiteatro de Vindobona hacía que los actores se vieran desde arriba, lo que anulaba en parte las diferencias de estatura.

Por lo general se abstenía de intervenir en la asignación de papeles, así como en los demás aspectos de la puesta en escena. Era lo menos que le dictaba la cortesía para con los actores que se avenían a montar su tragedia, interrumpiendo su programación propia y casi siempre con pocos días de estudio y ensayos. Pero hacía una excepción con el protagonista, que era él, Fulgentius, en toda su humanidad descarnada, con su nombre y grado. Lo tocaba demasiado de cerca como para dejarlo librado al azar. Esa precaución al menos debía tomarla; su peor pesadilla era provocar risa. Había apostado a lo sublime, y de lo sublime a lo ridículo no había más que un paso. Pero con esa precaución bastaba, porque todos los resortes de la acción dramática dependían del protagonista, que no tenía más que recitar bien su parte para que pudiera perdonarse todo lo demás, por mal que saliera.

El hechizo teatral actuó esta vez sobre él como lo hacía siempre, y no podía concebir que no hiciera lo mismo con los otros espectadores. La historia se imponía sobre todas las otras historias, ocupaba hasta el último rincón del espacio mental, como un olvido hecho de la más precisa reconstrucción de la memoria. Los actores se transfiguraban en los seres de la ficción, la escena se profundizaba en la comarca donde se había jugado la suerte del Fulgentius autocreado, la hora misma dejaba de ser la tarde en la civilizada Vindobona para ser la sobrecogedora medianoche de las estepas. La ilusión lo arrollaba; de tan concentrado, acompañando con el movimiento mudo de los labios cada sílaba de cada hexámetro, parecía en trance. Aunque no tanto como para no espiar disimuladamente las reacciones del público. Por lo pronto, la jerarquía provincial que lo rodeaba, altos funcionarios y sus esposas, escuchaban en respetuoso silencio; se sentía la atención, aunque el aburrimiento se le parecía tanto que podían llegar a confundirse. Estos burócratas, habituados a las funciones oficiales, al gran tedio ceremonial (él también lo conocía), debían de haber perfeccionado la técnica de poner la mente en blanco sin que se notara.

Más le habría interesado leer el pensamiento de los que habían asistido por su voluntad, sin invitación ni compromiso. Para él eran un enigma; por momentos se los imaginaba tan compenetrados con la obra como lo estaba él mismo, por momentos los veía tomar distancia, hacer uso de la ironía, o ser usados por el tedio. Lo aliviaba un poco saber, o creer, que en provincias había menos de los petulantes sabelotodos del teatro que abundaban en Roma, quisquillosos de epodos y antistrofas y demás enjundias retóricas de las que él no sabía nada. Tenía motivos personales para preferir la identificación ingenua, ajena a tecnicismos, del hombre común, el que compartía desde el llano las venturas y desventuras de la vida imperial. Si bien había entrado por la ventana al mundo teatral, se igualaba con los profesionales al considerar al público como un misterio; pero en esa fronda humana impenetrable, justamente por ser impenetrable, podía alojarse el que alcanzara la perfecta comprensión.

No exigía en modo alguno a sus legionarios o a sus oficiales que asistieran, ni siquiera lo sugería. Algunos lo hacían, más por desocupados que por interés. De los seis mil que traía consigo, que habrían llenado el anfiteatro más grande, vio unas decenas en las gradas, socializando. El resto eran locales. A diferencia de éstos, sus soldados tenían la excusa de que «ya la habían visto». Como si la repetición no fuera la esencia del teatro, su mejor atracción. Pero cómo hacérselo entender a los rudos legionarios que masticaban el pan de piedra. Él sí podía hablar de repetición: no sólo había escrito la tragedia sino que había presenciado todas y cada una de sus representaciones.

Sin perder el hilo, echó una mirada disimulada a las gradas superiores, y las vio bastante raleadas. Era un día frío, eso había que tomarlo en cuenta. Aun así… ¿Por qué hacían tan grandes estos anfiteatros? Entendía que su utilidad iba más allá de la actividad teatral propiamente dicha; alojaban a las panateneas y otros eventos masivos. Pero aun con la tradición milenaria que los justificaba, en el fondo eran inadecuados para la tragedia. Aparte de que los actores tenían que forzar la voz, cuando no la amplificaban con bocinas, y se perdían matices preciosos de expresión, estaba la lejanía, que conspiraba contra la identificación, piedra basal del arte trágico. Habría abogado por un teatro de cámara si hubiera sentido que la época estaba preparada para semejante innovación. Y a decir verdad él tampoco estaba preparado: era un genuino romano imperial, con todas las limitaciones que le imponía el estadio de la Civilización en el que había nacido.

Entretanto, la acción promediaba. En los pocos segundos en que se había distraído en sus pensamientos sus labios siguieron recitando sin sonido automáticamente los versos que sonaban en escena. Y volvió a ésta su más apasionada atención. Llegaban los episodios que siempre lo conmovían más, los que conducían por caminos torcidos pero inexorables al desenlace fatal.

A partir de ahí ya sólo le importó lo que les sucedía a los personajes de la obra, y de éstos uno, él, lo absorbía en un juego de perspectivas encontradas. El Fulgentius de la escena parlamentaba confiadamente con el comandante escita que prometía una falaz alianza, mientras el Fulgentius sentado en las gradas sabía que estaba siendo llevado a una trampa y no podía hacer nada para advertirle, o advertirse… Esa imposibilidad se debía a que había todavía un tercer Fulgentius, el que había escrito la tragedia, ateniéndose a las reglas inexorables del arte.

Al llegar al final, con el largo recitado del coro al fondo de la escena vacía salvo por el cuerpo del protagonista asesinado por los esbirros del rey escita, la emoción de Fulgentius se hacía paroxística. Como si hubiera pasado a otra dimensión del tiempo, repetía mudamente los versos con una demora de un verso, luego de dos, de tres… No apartaba la vista del cadáver del que en los actos anteriores había sido gallardo guerrero, flor de las Legiones imperiales, y yacía sin vida, su alma doliente en los submundos de la sombra. Una conmiseración que lo proyectaba al mundo realmente existente le apretaba el pecho. Cada vez era igual: no le valía decirse que no era cierto, que él seguía vivo y seguiría así largos años. Verse muerto en la ficción poética también era una forma de morir.

La penumbra de sus sentimientos tenía su correlato, y parte de su causa, en la realidad, porque el Sol se había puesto y ya estaban en los pródromos de la noche. Los espectadores se levantaban, él hizo lo posible por reponerse y borrar del rostro las tensiones que había suscitado la obra. Se volvió hacia Lucius Cordatus, gobernador de la provincia, que lo felicitaba:

—Admirable retrato de un héroe.

Su mujer:

—Nunca una muerte me afectó tanto.

¡Qué sabían ellos! Aun bienintencionados, y hasta sinceros, los elogios resbalaban por los bordes de la obra sin hincar el diente en el tejido donde estaba su valor. Al oírlos sentía que su tragedia se alejaba rumbo al cielo, cada adjetivo que le ponían era un resorte que la hacía saltar más lejos. Eran pura cortesía, verbo vacuo de la etiqueta social. Quizás era mejor así, después de todo. Buscó con la vista a su asistente Lactarius, le mandó acercarse y le dio unas órdenes secas y al pie; no eran necesarias pero lo hizo para recuperar un sentimiento de realidad, como el buscador de perlas que respira al subir a la superficie del mar. (La perla que él traía de su inmersión era su propia muerte imaginada y representada.)

Acompañado de unas autoridades escogidas se dirigió al foso a saludar a los actores. Ver con vida y con saludables mofletes de comedor de salchichas al que lo había representado le produjo un alivio teñido de decepción, como si hubiera estado desperdiciando su compasión. Pero lo felicitó, y a los demás, sin mentir ni exagerar.

Tampoco tuvo que mentir más tarde, en la cena de despedida que le brindó el gobernador Cordatus, cuando lo interrogaron sobre su grado de satisfacción por la puesta. La calificó de excelente.

—El honor de la ciudad queda salvado entonces —dijo uno de los comensales—. Su opinión es definitiva, ya que el autor tiene que ser el más exigente de los espectadores.

—No necesariamente —respondió Fulgentius—. Claro que hay autores y autores, y habrá algunos que nunca se den por satisfechos. No es mi caso, quizás porque no soy un autor profesional. Estoy abierto a las distintas interpretaciones, y celebro las diferencias, mientras se respete el texto.

—¿Qué le pareció nuestra ciudad?

—Magnífica. Soberbia.

—¿Su primera vez en Vindobona?

Ya lo había notado antes: cuando se empezaba a hablar de literatura todos estaban dispuestos y más que dispuestos a cambiar de tema. Siguieron haciéndolo un rato hasta que el gobernador pidió un brindis por el ilustre visitante que los dejaba. En su respuesta el Legado agradeció las múltiples gentilezas de las que había sido objeto, con una mención especial al placer que le había causado la representación («excelente») de su vacilante incursión de aficionado en el arte teatral. Más allá de la falsa modestia, era sincero en el encomio, sobre todo a futuro. Estaba seguro de que sería la última puesta en escena digna de ver y oír en mucho tiempo, en todos los meses o años que durara su misión en tierras bárbaras.

Al rato, la repetición de las cráteras vinosas había generado efusiones más francas y ruidosas. Risotadas sin motivo alternaban con choques de opiniones sobre gladiadores y cuadrigas. El mármol de la venerable lengua romana se degradaba a arcilla chirle. Las luminarias desprendían humo rojo, las cabezas valsaban.

—Qué estará pensando de nosotros…

La que se lo decía era una matrona que parecía muy cómoda en el triclinio compartido, los párpados a medio cerrar o a medio abrir sobre una mirada inquietante, los senos asomando de los pliegues descompuestos de la ropa.

—Señora: ut vobis.

Le salió espontáneo, como si otro hablara por él.

Las risas lo envolvían como cobras. De pronto se sentía en el centro de un vórtice de borrachos. Por su parte, no había bebido más que agua; era abstemio. La sensación no era nueva: cuando los demás bebían él se sentía rodeado de multitudes, como si la reproducción de lo mismo que producía el vino lo afectara a él y no a los demás.

Dio por terminado el festín y se fue a dormir, con la mejor de las excusas: al amanecer la Legión emprendía la marcha. La despedida se hizo en los términos más expeditivos, por el estado en que se habían puesto los anfitriones, que tartajeaban lo que podían. El aire helado del pórtico donde lo esperaba el fiel Lactarius lo reanimó. Renunciando esta noche a los aposentos del palacio en los que había dormido desde la llegada a la ciudad, fue a su tienda, donde la primera llamada lo tendría pronto para la partida.

Ya era hora, y más que hora, de irse. Lo que en la planificación de la campaña había sido un alto de dos días para reaprovisionamiento se había prolongado tres largas semanas. Debería haber sentido culpa por el retraso y por el abuso de la hospitalidad del buen Cordatus, que por lo demás no tenía otra opción que darla. Pero la Legión le estaba agradecida por el descanso, y él se había dado el gusto de ver puesta su obra. Ése había sido el motivo de la demora en Vindobona: darle tiempo a la compañía local de memorizar y ensayar. La ciudad era el último puesto de Cultura en la ruta, y no quiso perder la oportunidad de crear un recuerdo reconfortante que lo acompañara en las vicisitudes de la campaña. Reconocía que era un motivo personal, y personalísimo, que paralizaba una masa de seis mil hombres y ponía al borde del agotamiento los recursos de la región. Pero podía hacerlo; una vez fuera del alcance del Senado no respondía a nadie, sólo a su real antojo. Por otro lado, hablar de retraso era improcedente: Roma era eterna, el Imperio abarcaba el mundo, los mezquinos cálculos domésticos de espacio y tiempo no se le aplicaban.

 

A los sesenta y siete años, Fabius Exelsus Fulgentius era uno de los generales más prestigiosos y experimentados de Roma. Un historial de servicio tan nutrido como prolongado lo volvía pieza insustituible en las políticas expansionistas necesitadas del concurso de las armas; y no había iniciativa territorial que no lo necesitara. Cien campañas, de un confín al otro del Imperio, lo habían visto al frente de las Legiones, tan impetuoso como prudente, adelantándose a los hechos, un intelectual del combate, manipulador de la tregua, paciente como piedra inerte en el asedio, en el ataque sorpresa veloz como la roja lava corriendo por la pendiente del volcán.

El cúmulo de victorias no habría hecho de él más que una eficiente máquina de guerra, sin sus capacidades políticas y administrativas, rubros ambos en los que el día siguiente de la guerra revelaba el tendal de problemas. También ahí había puesto en práctica virtudes infrecuentes. Como la Quimera, podía alternar en simultáneo entre firmeza y elasticidad, haciendo que los que oían sus órdenes se preguntaran en cuál escala las estaba profiriendo, y el tiempo que les llevaba pensarlo era tiempo ganado para él. De ahí podía revertirse a parangón de la espada, causando espanto entre los funcionarios menores.

La roja sandalia del soldado se había hundido en las arenas de la Libia en llamas, el capuchón de marta había protegido su incipiente calvicie en las tundras de la Hibernia, el pisotón del hispano resonaba en sus oídos como en sus ojos persistía el giro del derviche. Pocos hombres de su tiempo habían visto tanto; o muchos; pero pocos, o ninguno, que hubiera llevado consigo el águila de bronce, y el poder, y la lengua.

Aunque la edad y el cansancio acumulado de tantas y tan duras experiencias lo hacían más apto para quedarse en casa y sacar a los nietos a pasear por los Foros, su nombre seguía primero en la lista de generales irremplazables, al menos en la lista vigente dentro de su propio magín. Lo confirmó, complacido, cuando el Senado lo sondeó sobre la posibilidad de que volviera a ponerse al frente de la legendaria Legión Lupina. Familia e íntimos clamaron en contra. Les sobraban argumentos, visibles e invisibles; entre estos últimos estaba la sospecha de que los togados, y la misma púrpura, sólo querían sacarlo de en medio previendo turbulencias sucesorias. El argumento visible más potente era el cúmulo de dificultades y peligros que le esperaba en caso de aceptar. El intento disuasorio contaba con contundentes elementos de verdad, pero justamente por ellos chocaba con el arraigado orgullo militar de Fulgentius.

La misión propuesta era delicada: pacificar la Panonia. La agreste provincia, infestada por las guerrillas ilirias, había terminado por alarmar a las autoridades centrales con las perspectivas de caos y disolución que sugerían los pedidos de ayuda. Las tropas estacionadas en sus ciudades eran presa del desaliento y la deserción, los estatutos se malinterp

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