El último beso

James Crumley

Fragmento

cap-1

UNO

Cuando por fin di con Abraham Trahearne, estaba tomando cerveza con un bulldog alcohólico de nombre Fireball Roberts en un antro destartalado de las afueras de Sonoma, California, apurando hasta la última gota de una hermosa tarde de primavera.

Después de casi tres semanas de periplo etílico, Trahearne, alto, grueso y con unos arrugados pantalones color caqui, parecía un veterano que, tras una larga campaña, se empeñara en beber cerveza a tragos lentos para quitarse de la boca el sabor de la muerte. El perro, despatarrado en el taburete de al lado como un coleguilla exhausto, apenas levantaba la cabeza de vez en cuando para dar un lametazo a la cerveza que tenía en un cenicero sucio encima de la barra.

Ninguno de los dos se tomó la molestia de mirarme cuando ocupé un taburete entre el bulldog y los únicos clientes del bar: dos aspirantes a mecánico sin empleo que discutían sobre ciertos cheques del paro extraviados, sus últimas multas por conducir borrachos y la posible ubicación de la correa de distribución de un Chevy de 1957. Sus rostros nudosos y sus acentos nasales parecían proceder de otra época y lugar, tal vez de las secas llanuras del Sur en los años treinta: era fácil imaginarlos alejándose hacia el sol poniente en una desvencijada camioneta Ford Modelo T montada en casa. Cuando me senté, me echaron esa miradita aviesa tan propia de la gente rústica y después me repasaron atentamente de arriba abajo como si fuera un coche abandonado después de un accidente y pudieran desguazarme para obtener piezas de recambio. Les dediqué una alegre inclinación de cabeza y sonreí para darles a entender que, por muy accidentado que estuviera, aún no había alcanzado la condición de siniestro total. Me devolvieron el saludo con miradas inexpresivas, como calculando que siempre se puede provocar un choque.

A esas alturas había recorrido tantos kilómetros por carreteras equivocadas que opté por dejarles pensar lo que les diera la gana. Le pedí una cerveza a la camarera, una mujer de mediana edad que abandonó sus ensoñaciones y me dedicó una sonrisa somnolienta. En cuanto oyó abrir la botella, el bulldog dejó de lado su modorra, eructó como un dragón y logró ponerse en pie sobre sus estrechos cuartos traseros. A continuación, avanzó saltando sobre tres taburetes de dudosa estabilidad entre una musgosa nube hedionda a cerveza tibia y aliento perruno para ofrecerme un beso baboso a cambio de un trago. Al ver que no se lo daba, amplió su oferta llenándome de babas el codo, tostado por el sol. Trahearne emitió una orden en tono seco y vertió un poco de cerveza en el cenicero. El bulldog me lanzó una mirada sombría, suspiró y regresó con pasos lentos hacia el trago garantizado.

Mientras me limpiaba las babas del codo con un trapo húmedo (usado recientemente, y sin duda con frecuencia, para esa misma función), le pregunté a la camarera si tenían teléfono de pago. Por toda respuesta, señaló en silencio hacia el territorio gris y polvoriento que se extendía más allá de la mesa de billar, donde, entre sombras cenicientas, se adivinaba un teléfono negro colgado.

Cuando pasé por delante de Trahearne, éste rodeaba con su grueso brazo los arrugados hombros del bulldog y le recitaba un poema pegando la boca a su oreja pequeña y regordeta: «Ya el verde viento del Pacífico... agrieta el peñasco al que nos dirigíamos... este... el hedor salobre de la ballena... Ay, joder... que perra vida ésta, viejo amigo, a las perrunas rimas nos dedicamos y acabaremos como mierda de can...» Luego soltó una risilla sin ton ni son como un viejito buscando sus gafas.

No me incomodó que hablara solo: a esas alturas yo llevaba ya mucho tiempo hablando en voz alta conmigo mismo.

Eso es lo que había estado haciendo la tarde en que me llamó la ex esposa de Trahearne. Sentado al escritorio metálico de mi despachito en Meriwether, Montana, contemplaba el contenedor saturado de basura al otro lado del callejón, más allá de la tienda de saldos, y me repetía que no me importaba que hubiera poco trabajo; que, de hecho, me gustaba. En ese momento sonó el teléfono. La ex de Trahearne fue directa al grano. En menos de un minuto ya me había contado que su ex marido tenía una salud pésima y una desmesurada afición a la bebida, que quería que lo buscase y pusiera fin a su periplo etílico antes de que el alcohol lo matara prematuramente. Le propuse que discutiéramos el trabajo cara a cara, pero ella quería que me pusiera en marcha de inmediato, sin perder las tres horas que se tarda en llegar en coche a Cauldron Springs. Para ahorrarme tiempo, había alquilado en Kalispell una avioneta que en ese mismo momento volaba hacia el sur para traerme a Meriwether un cheque al portador como anticipo, una lista de los bares favoritos de Trahearne en todo el Oeste (especialmente aquellos sobre los que había escrito algún poema en sus anteriores juergas) y una foto sacada de la solapa de su última novela.

—¿Y si no acepto el encargo? —le pregunté.

—Cuando vea el importe del anticipo, lo aceptará —contestó con frialdad antes de colgar.

En cuanto recogí el sobre manila en el aeropuerto de Meriwether, miré el cheque y decidí aceptar el encargo, antes incluso de examinar la fotografía en la que Trahearne, que por su corpulencia recordaba a un estibador retirado, estaba apoyado en una columna del porche delantero del hotel Cauldron Springs con una copa reluciente en una mano y un puro humeante en la otra. Se lo veía mayor, a pesar de la sonrisa infantil, pero parecía evidente que no había ido a Cauldron Springs por sus fuentes termales. Detrás de él, al otro lado del amplio portal en sombras, dos fantasmas artríticos con albornoces a cuadros caminaban hacia la luz arrastrando los pies. Parecían sonreír, sin duda anticipando que iban a sumergir sus quebradizos huesos en las cálidas aguas termales.

Aunque a lo largo de los años que llevaba buscando maridos, esposas e hijos extraviados había aprendido a no creer que bastaba con mirar fijamente un rostro unidimensional para ver a la persona que se escondía tras la fotografía, me dio la sensación de que aquel tipo grandote tenía que estar dejando huellas a su paso, un rastro fácil de seguir.

Al principio fue incluso demasiado fácil. De vuelta en mi despacho llamé a cinco o seis de aquellos bares y localicé a Trahearne en Ovando, Montana, en un barecito llamado Trixi’s Antler Bar. Por desgracia, para cuando llegué, tras ciento veinte kilómetros de camino, ya se había largado, después de contarle al camarero que se iba a Two Dot para echar un vistazo a la colección de latas de cerveza de uno de los dos bares del pueblo. Atravesé Montana siguiendo su rastro pero, cuando llegué a Two Dot, Trahearne se había marchado ya hacia Miles City por la 666. Desde allí se dirigió al sur para cruzar a Búfalo, Wyoming, con la intención de escribir un poema épico sobre la guerra del condado de Johnson, o al menos eso le dijo a una camarera. Resultó que jamás hacía nada sin comentarlo con todo el que le prestara oídos en el bar de turno; gracias a eso era muy fácil seguirle la pista, aunque fuera imposible pillarlo.

Recorrimos el Oeste entero de bar en bar visitando las principales atracciones: el hotel Chugwater de Wyoming, el Mayflower de Cheyenne, el Stockman’s de Rawlins; una colección de distintos tipos de alambre de espino en el hotel Sacajawen de Three Forks, Montana; las

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