Oryx y Crake (Trilogía de MaddAddam 1)

Margaret Atwood

Fragmento

Mango

Mango

Hombre de las Nieves se despierta antes del amanecer y permanece tendido, inmóvil, mientras escucha cómo sube la marea, una ola tras otra pasando por encima de las diversas barricadas, chis chas, chis chas, el ritmo del corazón. Cuánto le gustaría creer que todavía está dormido.

En el horizonte, hacia el este, se levanta una neblina gris, iluminada ahora con un resplandor mortecino y rosáceo. Qué raro que ese color aún parezca delicado. Las torres de la costa recortan sus siluetas oscuras contra ella y se elevan de manera inverosímil contra el rosa y el azul pálido de la bahía. Los graznidos de las aves que allí anidan y el batir lejano del mar contra los falsos escollos, que en realidad son piezas oxidadas de coches y ladrillos amontonados y cascotes varios, suenan casi como el ruido del tráfico en un día festivo.

Por pura costumbre mira el reloj de acero inoxidable, con su gastada cadena de aluminio, aún reluciente aunque ya no funcione. Ahora es su único talismán y lo que le muestra es una esfera muda: las cero horas. Esa ausencia de tiempo oficial le produce un escalofrío de terror. Nadie, en ninguna parte, sabe qué hora es.

Cálmate, se dice. Respira hondo unas cuantas veces y se rasca las picaduras, se frota alrededor, no en los sitios que más le escuecen, con cuidado de no arrancarse ninguna costra: sólo faltaría que se le infectara. Baja la vista en busca de algún resquicio de vida salvaje, pero todo está tranquilo, ni rastro de escamas o colas. Mano izquierda, pie derecho, mano derecha, pie izquierdo, va bajando del árbol. Tras sacudirse las ramitas y las cortezas, se envuelve con la sábana sucia como si fuera una toga. La noche anterior colgó de una rama la gorra de béisbol de los Red Sox —una réplica auténtica— para ponerla a buen recaudo, y ahora mira en el interior, sacude una araña y se la pone.

Se aleja un par de metros hacia la izquierda y mea contra los arbustos. «Espabilad», les dice a los saltamontes que se alejan brincando tras el impacto. Luego se dirige al otro lado del árbol, lejos de su meadero habitual, y se pone a rebuscar en el escondrijo que ha improvisado con unos bloques de hormigón envueltos en tela metálica, para que las ratas y los ratones no puedan entrar. Allí mantiene ocultos unos mangos en una bolsa de plástico bien atada, una lata de salchichas vegetarianas de cóctel de la marca Sveltana, una muy preciada botella de whisky medio llena —no, más bien queda un tercio— y una barrita energética con sabor a chocolate rapiñada de un parque de caravanas, dura y pegajosa en el interior de su envoltorio. No se decide a comérsela; tal vez sea la última que encuentre. También guarda un abrelatas y, aunque no sabe para qué, un picahielos; y seis botellas de cerveza vacías, que conserva por razones sentimentales y también para almacenar agua. Además de sus gafas de sol, que se pone. Les falta un cristal, pero mejor eso que nada.

Desata la bolsa de plástico: sólo le queda un mango. Curioso, creía que había más. Las hormigas se han colado dentro, aunque apretó el nudo con todas sus fuerzas, y ya le están subiendo por los brazos; hormigas de las negras y también de esas pequeñas y amarillas, que son aún peores. Sorprende lo fuerte que llegan a morder, sobre todo las amarillas. Se las sacude de encima.

—El estricto cumplimiento de las rutinas diarias redunda en el mantenimiento de la moral y en la preservación de la cordura —dice en voz alta.

Tiene la sensación de estar citando la frase de algún libro, algún precepto obsoleto y cargado de sentido común escrito para ayudar a los colonos europeos al mando de alguna plantación. No recuerda haberlo leído, pero eso no significa nada. Tiene muchos espacios en blanco en lo que le queda de cerebro, donde antes se alojaba su memoria. Plantaciones de caucho, de café, de yute (¿qué era el yute?). Les habrían recomendado que se pusieran salacots para protegerse del sol, que se vistieran para la cena, que se abstuvieran de violar a las nativas. No habrían dicho «violar», claro. Que se abstuvieran de confraternizar con las lugareñas. O, dicho de otro modo...

Pero está seguro de que no se abstenían. Nueve de cada diez veces, no.

—En vista de los atenuantes... —dice.

Se descubre de pie, con la boca abierta, intentando recordar el resto de la frase. Se sienta en el suelo y empieza a comer el mango.

Desechos

Desechos

Por la playa blanca —coral molido y huesos rotos— camina un grupo de niños. Seguro que han estado nadando, aún siguen mojados y brillantes. Deberían ir con más cuidado, quién sabe qué infesta la bahía, pero ellos son imprudentes, no como Hombre de las Nieves, que no metería un pie en el agua ni de noche, cuando el sol ya no puede hacerle daño. Corrección: mucho menos de noche.

Los mira con envidia, ¿o es nostalgia? No, no puede ser eso: de niño nunca se bañó en el mar, nunca corrió desnudo por la playa. Los niños escrutan el terreno, se agachan, recogen desechos que las olas arrastran a la orilla; luego deliberan, se quedan con algunos artículos, descartan otros; sus tesoros van a parar a un saco medio roto. Tarde o temprano —de eso no cabe duda— lo descubrirán allí sentado con su sábana hecha jirones, rodeándose las piernas con un brazo y sorbiendo el mango a la sombra de los árboles, porque el sol cae a plomo. Para los niños —que tienen la piel gruesa, resistente a los rayos ultravioleta—, él es una criatura de la penumbra, del anochecer.

Aquí vienen.

—¡Hombre de las Nieves, oh, Hombre de las Nieves! —gritan como en una letanía.

Nunca se acercan demasiado. ¿Es porque lo respetan, como le gustaría creer, o porque apesta?

(Apesta, eso lo sabe de sobra: es fétido, pestilente, hiede como una morsa —grasienta, salada, con olor a pescado—; nunca ha olido una, pero ha visto fotos.)

—Oh, Hombre de las Nieves, ¿qué hemos encontrado? —canturrean mientras abren el saco.

Extraen varios objetos, los levantan como ofreciéndoselos para que se los compre: un tapacubos, la tecla de un piano, un trozo de botella de gaseosa color verde claro pulida por el mar. Un frasco vacío de pastillas GozzaPluss; una caja de ChickenDeli de DeliCachesen, también vacía. El ratón de un ordenador, o más bien sus restos machacados, colgando de una cola de cable en espiral.

Hombre de las Nieves tiene ganas de llorar. ¿Qué puede decirles? No hay manera de explicarles qué son esos curiosos artículos, o qué eran. Pero seguro que ya han adivinado qué les va a decir, porque siempre repite lo mismo.

—Son cosas de antes. —Habla con voz amable pero distante, a medio camino entre la de un pedagogo, un adivino y un tío benévolo. Ése debería ser su tono.

—¿Y son malas? ¿Hacen daño?

A veces encuentran latas de aceite para motor, disolventes cáusticos, botellas de plástico llenas de lejía. Bombas trampa del pasado. Lo consideran un experto en accidentes potenciales: líquidos abrasivos, vapores tóxicos, polvos venenosos. Dolores de diversos tipos.

—Éstas no —les dice—. Éstas no son peligrosas.

Al oírlo pierden el interés, dejan el saco colgando, pero no se van: se quedan allí de pie, mirándolo. Peinar la playa es sólo una excusa. Básicamente, lo que quieren es observarlo, porque es muy distinto a ellos. Con bastante frecuencia le piden que se quite un segundo las gafas de sol: quieren comprobar si de verdad tiene dos ojos, o si tiene tres.

—Hombre de las Nieves, oh, Hombre de las Nieves —entonan, menos para él que para sí mismos.

Para ellos, su nombre no es más que un sonido. No saben qué significa, nunca han visto la nieve.

Una de las reglas de Crake era que no se podía escoger ningún nombre si no era posible demostrar la existencia de su equivalente físico, aunque fuera sólo disecado, aunque fuera sólo el esqueleto. Ni unicornios, ni grifos, ni mantícoras o basiliscos. Pero esas reglas ya no están vigentes, y a Hombre de las Nieves le ha supuesto un placer agridulce adoptar ese dudoso apelativo. El Abominable Hombre de las Nieves, que existe y no existe, que se vislumbra entre las ventiscas, hombre con aspecto simiesco o simio con aspecto humano, clandestino, esquivo, conocido sólo a través de rumores y por unas huellas que se alejan. Las tribus de las montañas aseguraban que le daban caza y lo mataban cuando tenían la ocasión. Se decía que lo hervían, que lo asaban, que celebraban banquetes especiales; más emocionantes, suponía, porque en ellos se rozaba el canibalismo.

En cuanto aquí concierne, el caso es que se ha acortado el nombre. Es sólo Hombre de las Nieves, y lo de abominable se lo guarda para él, es su envoltura de pelo secreta.

Tras unos instantes de duda, los críos se acuclillan en semicírculo, niños y niñas juntos. Un par de los más pequeños aún andan mascando el desayuno, y el zumo verde se les escurre por la barbilla. Resulta descorazonador lo mucho que se ensucia uno sin espejos. Sin embargo, esos niños y niñas siguen siendo tremendamente atractivos, desnudos todos, perfectos todos, todos con un color de piel distinto —chocolate, rosa, té, mantequilla, nata, miel—, pero todos con los ojos verdes. Del gusto de Crake.

Miran a Hombre de las Nieves expectantes. Esperan que les hable, pero hoy no está de humor. Como mucho les permitirá ver las gafas de sol de cerca, o les mostrará su reloj reluciente y estropeado, o la gorra de béisbol. La gorra les gusta, pero no entienden para qué sirve —pelo de quita y pon que no es pelo—, pero él aún no se ha inventado ninguna historia para explicárselo.

Se quedan un rato callados, observando, pensando, hasta que el mayor se levanta.

—Hombre de las Nieves, por favor, cuéntanos qué es ese musgo que te crece en la cara.

Los demás se unen al coro.

—¡Sí, por favor, cuéntanoslo, por favor! —Nada de codazos, nada de risitas; lo preguntan en serio.

—Plumas —les dice.

Esa pregunta se la repiten al menos una vez por semana y él siempre responde lo mismo. Aunque hace muy poco tiempo —¿dos meses, tres?, ha perdido la cuenta— han acumulado ya un volumen considerable de leyendas, de conjeturas sobre él: «Hombre de las Nieves era un pájaro, pero se olvidó de volar y se le cayó el resto de las plumas, por eso tiene frío y necesita una segunda piel y ha de taparse. No: tiene frío porque come peces, y los peces son fríos. No: se tapa porque le falta lo que tienen los hombres y no quiere que lo veamos. Por eso no quiere nadar. Hombre de las Nieves tiene arrugas porque antes vivía debajo del agua y se le arrugó la piel. Hombre de las Nieves está triste porque los que eran como él se fueron volando por encima del mar y ahora está solo.»

—Yo también quiero plumas —dice el más joven.

Una esperanza vana: los Hijos de Crake no tendrán barba. A Crake le pareció que no había razón para ello; además, le molestaba tener que afeitarse, así que las había suprimido. Aunque la de Hombre de las Nieves no, claro: demasiado tarde para él.

Enseguida todos vuelven a la carga a la vez.

—Hombre de las Nieves, Hombre de las Nieves, por favor, ¿podemos tener plumas nosotros también?

—No —responde.

—¿Por qué no? ¿Por qué no? —canturrean los dos más pequeños.

—Un momento, que se lo pregunto a Crake. —Levanta el reloj al cielo, lo hace girar en la muñeca y se lo acerca a la oreja, como si escuchara. Los niños siguen extasiados todos sus movimientos—. No. Crake dice que no podéis. Nada de plumas. Y ahora, a tomar viento.

—¿Tomar viento? ¿Tomar viento? —Se miran unos a otros y lo miran a él. Ha cometido un error, ha dicho una cosa nueva, algo imposible de explicar. Para ellos esa expresión no tiene ninguna connotación negativa—. ¿Qué es «tomar viento»?

—¡Que os vayáis!

Agita la sábana hacia ellos y se dispersan corriendo por la playa. Todavía no están seguros de si deben temerle, ni hasta qué punto. No se sabe que haya hecho daño a ningún niño, pero no lo tienen controlado del todo. Lo que pueda llegar a hacer es un misterio.

Voz

Voz

—Ahora estoy solo —dice en voz alta—, solo, completamente solo. Solo en el ancho, ancho mar. —Un recorte más en el ardiente álbum de recortes de su cabeza.

Corrección: en la orilla.

Siente la necesidad de oír otra voz humana, una voz plenamente humana, como la suya. A veces se ríe como una hiena o ruge como un león: su idea de hiena, su idea de león. De niño veía viejos DVD de esas criaturas: documentales sobre comportamiento animal en los que se los veía copulando, rugiendo o haciendo la digestión, y a las madres lamiendo a sus cachorros. ¿Por qué le inspiraban tanta calma?

O gruñe y chilla como un cerdón, o aúlla como un loberro, «¡arú, arú!». A veces, al anochecer, camina de un lado a otro sobre la arena, arrojando piedras al mar y gritando: «¡Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda!» Luego se siente mejor.

Se pone en pie y levanta los brazos para estirarse un poco, y se le cae la sábana. Observa consternado su propio cuerpo: la piel mugrienta y cubierta de picaduras, los mechones de pelo entrecanos, las uñas de los pies más gruesas y amarillentas. Desnudo como vino al mundo, aunque no es que recuerde nada de eso. Muchos acontecimientos importantes suceden sin tenerlo a uno en cuenta, sin que uno esté en disposición de presenciarlos: el nacimiento y la muerte, por ejemplo. O el abandono momentáneo que conlleva el sexo.

—En eso ni pienses —se dice. El sexo es como el alcohol, no conviene empezar a darle vueltas al tema tan temprano.

Él se cuidaba mucho, iba a correr, al gimnasio. Ahora se le marcan las costillas, se está echando a perder. No ingiere suficiente proteína animal. Una voz de mujer le dice dulcemente al oído: «¡Qué culito!» No es Oryx, es otra. Oryx ya no se muestra muy comunicativa.

—Di algo, cualquier cosa —le implora. Ella puede oírle; necesita creer que puede oírle pero que lo está sometiendo a un tratamiento silencioso—. ¿Qué quieres que haga? —le pide—. Ya sabes que yo...

«¡Qué abdominales!», lo interrumpe la voz, que ha regresado. «Cariño, túmbate.» ¿Quién es? Alguna puta a la que debió de pagar. Corrección: una profesional experta en artes sexuales. Artista del trapecio, contorsionista, con lentejuelas pegadas a la piel como escamas de pez. Odia esos ecos. Los santos los oían, los eremitas enloquecidos infestados de piojos en sus cuevas y en sus desiertos. Pronto empezará a ver bellas diablesas que intentarán seducirlo, que se humedecerán los labios, con los pezones muy rojos y las lenguas rosadas y brillantes. De las olas surgirán sirenas, más allá de las torres semiderruidas, y él oirá sus hermosos cantos y acudirá nadando a su llamada y se lo comerán los tiburones. Criaturas con cabeza y pechos de mujer y garras de águila caerán en picado sobre él, y él las recibirá con los brazos abiertos y será el fin. Quemasesos.

O aún peor: alguna chica a quien conoce, o a quien conocía, se acercará a él caminando entre los árboles y se alegrará de verlo, pero estará hecha de aire. Incluso eso agradecería con tal de tener un poco de compañía.

Escruta el horizonte, con el ojo cubierto por el cristal oscuro: nada. El mar es un metal candente; el cielo, de un azul desteñido, excepto en el hueco quemado por el sol. Qué vacío está todo. Agua, arena, cielo, árboles, fragmentos del pasado. Nadie que pueda oírlo.

—¡Crake! —vocea—. ¡Gilipollas! ¡Tonto del culo!

Escucha. El agua salada vuelve a resbalarle por la cara. Nunca sabe cuándo le va a pasar y no consigue detenerla. Respira a bocanadas, como si una mano gigante le presionara el pecho: apretar, soltar, apretar. Pánico absurdo.

—¡Esto es cosa tuya! —le grita al mar.

No hay respuesta, y tampoco le extraña. Sólo las olas, chis chas, chis chas. Se limpia la cara con el puño: la mugre, las lágrimas, los mocos, las barbas descuidadas y el jugo pegajoso del mango.

—Hombre de las Nieves, Hombre de las Nieves —repite—, piérdete un rato.

Parte 2

2

Hoguera

Hoguera

Érase una vez que Hombre de las Nieves no era Hombre de las Nieves. Se llamaba Jimmy. Y en aquel entonces era un buen chico.

El primer recuerdo completo de Jimmy era una hoguera enorme. Debía de tener cinco años, tal vez seis. Llevaba unas botas de agua rojas con la cara de un pato sonriente en las punteras; lo recuerda porque después de ver la hoguera había tenido que pasar calzado con ellas por un recipiente lleno de desinfectante. Le habían dicho que ese desinfectante era venenoso y que no podía chapotear, y él estaba preocupado por si el veneno se les metía a los patos en los ojos y les hacía daño. Le habían dicho que los patos eran como los dibujos, que no eran de verdad y que no tenían sentimientos, pero él no acababa de creérselo.

Así que digamos que cinco y medio, piensa Hombre de las Nieves. Algo así.

Tal vez era octubre, o si no, noviembre; en esa época las hojas aún cambiaban de color, y aquéllas eran rojas y anaranjadas. El suelo estaba embarrado —debía de estar en un campo— y lloviznaba. La hoguera era una enorme pira de vacas, ovejas y cerdos. Sobresalían las patas, rectas y agarrotadas; las habían rociado de gasolina y las llamas crecían y salían disparadas amarillas y blancas y rojas y naranja, y el olor a carne quemada impregnaba el aire. Era como el de la barbacoa que hacía su padre en el patio, pero mucho más intenso, mezclado con el olor de la gasolinera y con el hedor a pelo chamuscado.

Jimmy sabía cómo olía el pelo chamuscado porque se había cortado un mechón con unas tijeras de manicura y le había prendido fuego con el encendedor de su madre. El pelo se había quemado, retorciéndose como una nidada de gusanos negros, así que se había cortado un poco más y había repetido la operación. Cuando lo pillaron, tenía el flequillo a trasquilones. Para justificarse, aseguró que se trataba de un experimento.

Su padre se había reído, pero su madre no. Al menos (había dicho su padre) Jimmy había tenido la sensatez de cortarse el pelo antes de prenderle fuego. Su madre dijo que por suerte no había quemado toda la casa. Luego discutieron por el encendedor, que no habría estado ahí (señaló su padre) si su madre no fumara. Su madre replicó que todos los niños eran pirómanos en potencia, y que de no haber encontrado el encendedor, habría usado las cerillas.

Una vez iniciada la discusión, Jimmy respiró aliviado, porque sabía que no lo castigarían: le bastaba con permanecer en silencio y no tardarían en olvidar el motivo inicial de la pelea, aunque a la vez se sentía culpable por lo que había provocado. Sabía que todo acabaría con un portazo. Se acurrucó en la silla, cada vez más diminuto, mientras las palabras iban y venían por encima de su cabeza, y al final la puerta se cerró con estrépito —esa vez fue su madre—, agitando el aire. El aire siempre se movía con los portazos, un ligero soplido, buuff, justo en las orejas.

—No te preocupes, colega —le dijo su padre—. Las mujeres se calientan a la mínima. Ya se le pasará. Vamos a tomar helado.

Y eso es lo que habían hecho, se habían comido el de frambuesa en los cuencos de cereales que tenían unos pájaros azules y rojos y estaban hechos a mano en México y no se podían meter en el lavavajillas, y Jimmy se lo comió todo para demostrarle a su padre que no pasaba nada.

Las mujeres y sus cambios de ánimo —cómo les hierve la sangre, y su frialdad—, que vienen y van bajo el paisaje florido, almizclado y de climatología variable que se extendía en el interior de su ropa, misterioso, drástico, incontrolable. Así era como su padre veía las cosas. En cambio, la temperatura corporal de los hombres nunca se comentaba; ni siquiera se mencionaba, no cuando él era pequeño, menos cuando su padre decía que «enfriara esos humos». ¿Por qué no se hablaba de eso? ¿Por qué no se hablaba de los calentones de los hombres? Él tenía sus propias teorías al respecto.

Al día siguiente, su padre lo llevó a cortarse el pelo a un sitio con la foto de una chica guapa y de labios carnosos en el escaparate: llevaba una camiseta negra que le dejaba un hombro al aire, con una mirada maliciosa y oscura de rímel corrido en los ojos y el pelo cardado, como púas. En el interior, el suelo se hallaba cubierto de mechones y rizos; lo estaban barriendo a golpes de escoba. Para empezar, cubrieron a Jimmy con una capa negra, y él se negó a llevarla porque parecía un babero y eso era cosa de bebés, pero el peluquero se rió y le dijo que eso no era un babero, que dónde se había visto a un bebé con babero negro. Así que a Jimmy le pareció bien y le cortaron el pelo muy corto para disimular los trasquilones, que tal vez era lo que él había querido desde el principio: llevar el pelo más corto. Luego sacaron una pasta de un bote y le pusieron un poco para que le quedara el cabello de punta. Olía a piel de naranja. Sonrió al verse en el espejo, luego arrugó la frente y arqueó las cejas.

—Un chico duro —dijo el peluquero, dirigiendo un gesto al padre de Jimmy—. Vaya una fiera. —Sacudió el pelo cortado, que fue a parar al suelo, con el resto, y acto seguido le quitó la capa negra con una floritura y bajó a Jimmy del sillón.

Delante de la hoguera, a Jimmy le preocupaban los animales, porque los estaban quemando y seguro que eso tenía que dolerles. No, le dijo su padre, estaban muertos, eran como los filetes y las salchichas, sólo que conservaban la piel.

Y la cabeza, pensó Jimmy. Los filetes no tenían cabeza, la cabeza cambiaba mucho las cosas: pensó que podía ver la mirada de reproche que le dirigían los animales con sus ojos quemados. En cierta medida, todo aquello —la hoguera y el olor a quemado, pero en especial los animales ardiendo, sufriendo— era culpa suya, porque no había hecho nada por rescatarlos. Al mismo tiempo, la hoguera se le antojaba bonita, luminosa como un árbol de Navidad, pero un árbol de Navidad en llamas. Esperaba que de un momento a otro se produjera una explosión, como en la tele.

El padre de Jimmy estaba a su lado, lo tenía agarrado de la mano.

—Cógeme en brazos —le pidió él.

Su padre dio por sentado que quería que lo consolara, y eso hizo: lo levantó y lo abrazó. Aunque Jimmy también quería ver mejor.

—Es la manera de ponerle punto final —dijo el padre de Jimmy, no a él, sino a un hombre que estaba con ellos—. Una vez que se propaga.

Parecía de mal humor, igual que el hombre cuando respondió:

—Dicen que lo han metido a propósito.

—No me extrañaría nada.

—¿Puedo quedarme con un cuerno de vaca? —preguntó Jimmy. No veía por qué había que desperdiciarlos. En realidad, deseaba pedir dos, pero le pareció que tal vez fuera tentar la suerte.

—No —respondió su padre—. Esta vez no, colega. —Le dio una palmada en la pierna.

—Encarecen los precios con la matanza de su propio ganado —apuntó el hombre.

—Vaya si es una matanza —dijo el padre de Jimmy con tono asqueado—. Pero también puede haber sido sólo un pirado. Un fanático o algo así, nunca se sabe.

—¿Por qué no? —insistió Jimmy. Nadie quería los cuernos. En esta ocasión, su padre no le hizo caso.

—La cuestión es: ¿cómo lo han conseguido? Yo creía que los nuestros nos tenían aquí encerrados a cal y canto.

—Yo también. Bastante aflojamos ya. ¿Y a qué se dedican ellos? No les pagamos para que duerman.

—A lo mejor ha habido soborno —dijo el padre de Jimmy—. Van a comprobar las transferencias bancarias, aunque habría que ser muy estúpido para meter ese dinero en el banco. Da igual, rodarán cabezas.

—Mirarán con lupa, y no me gustaría estar en su pellejo —coincidió el hombre—. De fuera, ¿quién entra aquí?

—Los de mantenimiento. Los de las camionetas de reparto.

—De todas esas tareas debería encargarse gente de aquí.

—He oído que ésa es la idea, pero parece que este bicho es nuevo. Tenemos la huella biológica.

—A esto pueden jugar dos —señaló el hombre.

—A esto pueden jugar los que quieran —dijo el padre de Jimmy.

—¿Por qué quemaban las vacas y las ovejas? —preguntó Jimmy a su padre al día siguiente.

Estaban desayunando los tres juntos, así que debía de ser domingo. Era el día en que sus padres desayunaban con él.

El padre de Jimmy estaba bebiendo su segundo café. Mientras, tomaba notas en una página llena de números.

—Han tenido que quemarlos para que no se propague. —No alzó la vista; estaba enfrascado tecleando en la calculadora y anotando cosas con un lápiz.

—¿Que no se propague qué?

—La enfermedad.

—¿Qué es una enfermedad?

—Una enfermedad es como cuando tienes tos —le explicó su madre.

—Y si tengo tos, ¿me quemarán?

—Casi seguro —respondió su padre mientras pasaba una página.

A Jimmy aquello le dio miedo, porque la semana anterior había tenido tos, y podía volver a tenerla en cualquier momento. De hecho, ya le ardía la garganta. Ya se veía con el pelo en llamas, no sólo un mechón o dos encima de un plato, sino todo, aún pegado a la cabeza. No quería que lo echaran a una montaña de vacas y cerdos. Empezó a llorar.

—¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? —dijo su madre—. Es demasiado pequeño.

—Otra vez el malo de papá —protestó su padre—. Era broma, chico. Sí, ya sabes, una broma, ja, ja, ja.

—No entiende ese tipo de bromas.

—Claro que las entiende, ¿verdad que sí, Jimmy?

—Sí —dijo Jimmy entre pucheros.

—Oye, no interrumpas a papá —intervino su madre—. Papá está pensando, que para eso le pagan. Ahora mismo no tiene tiempo para ti.

Su padre soltó el lápiz.

—¡Demonios! ¿Es que no puedes darme ni un respiro?

Su madre hundió el cigarrillo en la taza de café a medio beber.

—Ven, Jimmy, vamos a dar un paseo.

Tiró de él, llevándolo de una muñeca, y cerró la puerta trasera con excesivo cuidado. Ni siquiera se pusieron los abrigos. Ni abrigos ni gorros. Ella iba en bata y zapatillas de andar por casa y caminaba con la cabeza gacha, despeinada, bajo el cielo gris y el viento gélido. Rodearon la casa, cruzando a paso ligero el césped mojado, cogidos de la mano. Jimmy notaba que algo con una garra de hierro tiraba de él por aguas profundas. Se sentía zarandeado, como si todo estuviera a punto de desmembrarse y salir disparado, pero al mismo tiempo se sentía eufórico. Miraba las zapatillas de su madre: ya estaban manchadas de tierra mojada. Si a él le pasara eso con las suyas, seguro que se metía en un buen lío.

Poco a poco fueron bajando el ritmo hasta detenerse por completo, y entonces su madre empezó a hablarle en un tono muy tranquilo, como la locutora de los programas infantiles de la tele, lo que implicaba que estaba furiosa. Le dijo que las enfermedades eran invisibles porque eran muy pequeñas. Volaban por el aire o se escondían en el agua o en los deditos sucios de los niños; por eso no debía meterse los dedos en la nariz y luego en la boca, y por eso había que lavarse las manos después de ir al baño y había que secarse bien...

—Ya lo sé —dijo Jimmy—. ¿Puedo entrar? Tengo frío.

Su madre fingió que no le oía. La enfermedad, prosiguió sin abandonar el tono pausado y enfático, la enfermedad se te metía en el cuerpo y te cambiaba por dentro: te modificaba, célula a célula, y eso hacía que las células se estropearan. Y como todos estábamos hechos de unas células pequeñitas que trabajaban juntas para que nos mantuviéramos con vida, si muchas células se ponían enfermas, entonces podíamos...

—Tener tos —completó Jimmy—. ¡Podría darme la tos ahora mismo! —Hizo como que tosía.

—Da igual —le dijo su madre.

Muchas veces intentaba explicarle cosas, pero al final se rendía. Ésos eran los peores momentos para los dos. Él se le resistía, fingía no entender hasta cuando entendía, se hacía el tonto, pero no quería que ella lo diera por imposible. Deseaba que fuera valiente, que lo intentara de nuevo, que derribara el muro que él había levantado entre los dos, que insistiera.

—Cuéntame más cosas de esas células pequeñitas —le imploró en el tono más lastimero que encontró—. ¡Cuéntamelo!

—Hoy no —dijo ella—. Vamos a entrar.

Granjas OrganInc

Granjas OrganInc

El padre de Jimmy trabajaba en Granjas OrganInc. Era genógrafo, uno de los mejores en su campo. Había realizado algunos de los estudios claves para la obtención del mapa del proteoma cuando aún estaba cursando el posgrado, y posteriormente había participado en la creación del Ratón Matusalén, que formaba parte de la Operación Inmortalidad. Después, ya en Granjas OrganInc, había sido uno de los más destacados artífices del Proyecto Cerdón, junto con un equipo de expertos en trasplantes y de microbiólogos dedicados a combatir las infecciones mediante la creación de híbridos mejorados. «Cerdón» era sólo un apodo; el nombre científico era Sus multiorganifer, pero todo el mundo los llamaba «cerdones». Algunas veces, aunque no muchas, en vez de Granjas OrganInc decían Granjas Organ-Oink. En realidad, aquel complejo no tenía nada que ver con las granjas de las películas.

El objetivo del Proyecto Cerdón consistía en crear una amplia gama de tejidos humanos totalmente fiables alojados en cerdos transgénicos modificados: órganos aptos para trasplantes, que evitarían el rechazo, pero que también serían capaces de defenderse de los ataques de microbios y virus oportunistas, de los que cada año surgían nuevas cepas. Se les había incorporado un gen de crecimiento rápido para que los riñones, los hígados y los corazones maduraran antes, y ahora estaban perfeccionando una variedad de cerdón con cinco o seis riñones. Así, a ese animal-vivero se le extraerían los riñones sobrantes sin sacrificarlo, para que siguiera viviendo y regenerando más órganos, de la misma manera que a una langosta le volvía a crecer otra pinza cuando perdía una. El propósito era rebajar costes, porque alimentar y cuidar de un cerdón era bastante caro, y Granjas OrganInc había invertido mucho dinero.

Todo eso se lo explicaron a Jimmy cuando fue lo bastante mayor para entenderlo.

Lo bastante mayor, piensa Hombre de las Nieves mientras se rasca, no las picaduras de los insectos directamente, sino la hinchazón que las rodea. Qué idea tan absurda. ¿Lo bastante mayor para qué? ¿Para beber, para follar, para no ser tan ingenuo? ¿Qué imbécil se encargaba de tomar aquellas decisiones? Por ejemplo, el mismo Hombre de las Nieves no es lo bastante mayor como para poder enfrentarse a esta, esta..., ¿cómo llamarla?... Esta situación. Nunca será lo bastante mayor, ningún ser humano en su sano juicio podría ser jamás...

«Cada uno de nosotros debe transitar el sendero que se abre frente a cada cual», dice la voz de su cabeza, que esta vez es de hombre y le habla con el tono de un gurú de medio pelo, «y cada sendero es único. No es la naturaleza del propio sendero lo que debe preocupar al que busca, sino la gracia, la fortaleza y la paciencia con la que todos y cada uno de nosotros sigue el en ocasiones desafiante...».

—A la mierda —dice Hombre de las Nieves.

Debe de ser de uno de esos libros baratos de autoayuda, nirvana para tontos. Aunque tiene la molesta sensación de que el autor de semejante perla tal vez sea él mismo.

En días más felices, claro. Oh, sí, muchísimo más felices.

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Los órganos de los cerdones podían crearse a medida, empleando células de donantes concretos, y congelarse hasta el momento en que fueran necesarios. Era mucho más barato que encargar un clon para disponer de repuestos —todavía quedaban algunos cabos por atar en ese campo, según contaba su padre—, o que tener un par de niños listos para la cosecha escondidos en algún huerto ilegal de bebés. En los folletos y materiales publicitarios de Granjas OrganInc, de papel satinado y cuidados textos, se subrayaba la eficacia del uso de cerdones y los beneficios comparativos para la salud. Además, a fin de aplacar la posible aprensión, se aseguraba que ninguno de los difuntos cerdones se destinaba a la producción de beicon o salchichas: a nadie le apetece comerse un animal cuyas células, al menos parte de ellas, podían ser idénticas a las de uno.

Sin embargo, conforme fue transcurriendo el tiempo y se fue comprobando que los acuíferos costeros se volvían salobres y que el casquete polar ártico se fundía y las vastas tundras se llenaban de metano y la sequía en las praderas continentales se agravaba y las estepas asiáticas se convertían en dunas de arena y era más difícil encontrar carne, algunas personas empezaron a albergar dudas. Dentro mismo de Granjas OrganInc, resultaba sospechosa la frecuencia con que el menú de la cantina ofrecía bocadillos de beicon y de jamón y pastel de cerdo. Oficialmente el comedor se llamaba André’s Bistro, aunque los habituales lo conocían como Gruñidos. Cuando Jimmy comía allí con su padre, cosa que pasaba cuando su madre se sentía desbordada, los hombres y mujeres de las mesas vecinas hacían bromas de mal gusto.

—Otra vez pastel de cerdón —decían—. Tortitas de cerdón, palomitas de cerdón. ¡Vamos, Jimmy, a comer!

Eso a él le afectaba; no estaba seguro de qué podía comer cada quién. No quería comer cerdones, porque los veía como criaturas demasiado parecidas a él mismo. A ellos tampoco les pedían su opinión al respecto.

—No les hagas ni caso, cielo —decía Ramona—. Sólo te están tomando el pelo, ¿sabes?

Ramona era una de las técnicas del laboratorio de su padre y muchas veces comían los tres juntos. Era joven, más joven que su padre e incluso que su madre; se parecía un poco a la chica del escaparate de la barbería, con el mismo tipo de boca carnosa y los ojos muy grandes y muy maquillados, aunque ella sonreía mucho y no llevaba el pelo de punta. Lo tenía liso y oscuro. El de la madre de Jimmy era, como ella misma decía, «rubio sucio». («No lo bastante sucio», decía su padre. «Eh, que es broma, es broma, ¡no me mates!»)

Ramona siempre pedía ensalada.

—¿Cómo está Sharon? —le preguntó al padre de Jimmy con los ojos muy abiertos y la expresión solemne, como tantas veces. Sharon era la madre de Jimmy.

—Ni frío ni calor —respondió él.

—Vaya, lo siento.

—Sí, es un problema. Estoy empezando a preocuparme un poco.

Jimmy miró a Ramona mientras ella comía. Se metía trocitos muy pequeños en la boca, y conseguía masticar la lechuga sin hacer ruido. Y también las zanahorias. Era increíble. Como si pudiera licuar esos alimentos duros y crujientes en su interior y aspirarlos, como el mosquito extraterrestre de algún DVD.

—A lo mejor tendría que, no sé, ¿ir a que la viera alguien? —Arqueó las cejas, preocupada. Llevaba sombra de ojos malva en los párpados, un poco más de la cuenta, y se le veían como cuarteados—. Hoy en día hacen maravillas, hay un montón de pastillas nuevas.

En teoría, Ramona era un genio de la tecnología, pero hablaba como una de esas chicas que anunciaban champú en la tele. No es que fuera tonta, decía su padre, es que no quería malgastar su poder neuronal construyendo frases largas. Había muchas personas como ella en Granjas OrganInc, y no todas eran mujeres. «Eso es porque son de ciencias, no de letras», explicaba su padre. Jimmy ya sabía que él no era de ciencias.

—No creas que no se lo he propuesto. He preguntado por ahí, he localizado al mejor especialista, he concertado una cita, pero nada, no quiere ir —dijo el padre de Jimmy bajando la vista—. Tiene sus ideas.

—Es una lástima, la verdad. Una verdadera pena. O sea, ¡era una mujer tan inteligente!

—Bueno, y aún lo es —replicó el padre de Jimmy—. La inteligencia le sale por las orejas.

—Pero, no sé, antes era tan...

A Ramona se le deslizó el tenedor entre los dedos y los dos se quedaron mirándose fijamente, el uno al otro, como si buscaran el adjetivo perfecto para describir cómo era antes la madre de Jimmy. Pero entonces se percataron de que Jimmy los estaba escuchando y concentraron su atención en él como si le proyectaran unos rayos extraterrestres demasiado brillantes.

—Bueno, Jimmy, cielo, ¿cómo te va el colegio?

—Come, colega, no te dejes las cortezas, a ver si te sale un poco de pelo en el pecho.

—¿Puedo ir a ver a los cerdones? —preguntó.

Para que les cupieran todos esos órganos sobrantes, los cerdones eran mucho más grandes y gordos que los cerdos normales. Los tenían en unos edificios especiales, rodeados de medidas de seguridad: el secuestro de un cerdón y de su altamente perfeccionado material genético por parte de una organización rival habría sido un desastre. Cuando Jimmy iba a verlos tenía que ponerse mascarilla y un biotraje que le quedaba demasiado grande, además de lavarse las manos con un jabón desinfectante. Le gustaban sobre todo los cerdones pequeños, esas camadas de doce animalitos puestos en fila, engullendo leche. Cerdoncitos. Ésos eran una monada, pero los adultos daban un poco de miedo, con esas narices chatas y esos ojos rosados y diminutos, de pestañas blancas. Lo miraban como si lo vieran, como si realmente lo vieran y, quién sabe, tuvieran pensado hacer algo con él más adelante.

—Cerdones bonachones, cerdones bonachones —les cantó para que se calmaran, asomándose un poco a la pocilga.

Nada más limpiarlas, las pocilgas no olían tan mal. Se alegraba de no vivir en uno de esos cubículos, porque habría tenido que estar todo el día tirado entre cacas y pises. Los cerdones no contaban con un baño y se lo hacían todo en cualquier parte; a Jimmy le causaba cierta sensación de vergüenza, aunque hacía mucho que él no mojaba la cama, o eso creía.

—No te caigas dentro —le advirtió su padre—. Te comerían en menos de un minuto.

—No es verdad —replicó Jimmy.

Porque soy amigo suyo, pensaba. Porque les canto. Ojalá tuviera un palo largo para darles con él; no para hacerles daño, sólo para que corrieran un poco. Se pasaban demasiado rato sin hacer nada.

Cuando Jimmy era muy pequeño, habían vivido en una casa de madera de estilo inglés, en uno de los módulos: había fotos de él en el porche, metido en un capazo, con las fechas y todo; su madre las había ordenado en un álbum en una época en que aún se molestaba en hacer esas cosas. Ahora vivían en una casa grande de estilo georgiano con piscina cubierta y un minigimnasio. Los muebles se llamaban «réplicas». Jimmy ya era bastante mayor cuando reparó en lo que significaba esa palabra: se suponía que en alguna parte había un original de cada artículo «replicado». O que en su día lo hubo. O algo.

La casa, la piscina, los muebles, todo pertenecía al complejo de Granjas OrganInc, donde vivían los gerifaltes, y al que progresivamente se iban incorporando los ejecutivos medios y los científicos adjuntos. El padre de Jimmy opinaba que era mejor así, porque de ese modo no era necesario desplazarse desde los módulos para ir al trabajo. A pesar de los pasillos esterilizados de los transportes públicos y de los trenes de alta velocidad, cruzar la ciudad siempre entrañaba cierto riesgo.

Jimmy nunca había estado en la ciudad, sólo la había visto en la tele: carteles y más carteles y anuncios luminosos y filas de edificios, altos y bajos; calles larguísimas y sucias, incontables vehículos de todo tipo, algunos de ellos expulsando nubes de humo por detrás; miles de personas que se apresuraban, que coreaban consignas, que provocaban disturbios. También había otras ciudades, cerca y lejos. Algunas tenían barrios mejores, decía su padre, eran casi como los complejos, con altos muros alrededor de las casas, pero ésos no salían en la tele.

La gente del complejo sólo iba a la ciudad cuando ya no le quedaba más remedio, y nunca sola. Llamaban a las ciudades «plebillas». A pesar de los documentos de identidad con las huellas dactilares que ahora llevaba todo el mundo, la seguridad pública en las plebillas era un coladero; en ellas acechaba gente salida de vete a saber dónde y que era capaz de cualquier cosa, por no hablar de la escoria: los drogadictos, los atracadores, los pobres, los locos. Así que era mejor que todos los empleados de Granjas OrganInc vivieran juntos en el mismo sitio, con medidas de seguridad a prueba de bomba.

Más allá de los muros y las puertas y los focos de Granjas OrganInc, el mundo era impredecible. En el interior, todo seguía siendo como cuando el padre de Jimmy era niño, antes de que las cosas se pusieran tan feas, según sus propias palabras. La madre de Jimmy opinaba que allí todo era artificial, como un parque temático, que lo de antes era imposible de recrear, pero el padre de Jimmy decía que qué sentido tenía criticarlo. Se podía andar sin miedo, ¿no? Salir a montar en bicicleta, sentarse en la terraza de una cafetería, comprarse un cucurucho de helado. Jimmy sabía que su padre tenía razón, porque él mismo había hecho todas esas cosas.

Aun así, los de SegurMort —esos a los que el padre de Jimmy llamaba «los nuestros»— debían estar en constante alerta. Al haber tanto en juego, resultaba imposible saber qué serían capaces de hacer los del otro bando. Los del otro bando, o los de los otros bandos, porque no había un único enemigo al que mantener muy bien vigilado. Había otras empresas, otros países, otras facciones y otras bandas. Había demasiado hardware suelto, sostenía su padre. Demasiado hardware, demasiado software, demasiadas bioformas hostiles, demasiadas armas de todo tipo. Y demasiada envidia y fanatismo, y demasiada mala fe.

Mucho tiempo atrás, en la época de los caballeros y los dragones, los reyes y los duques vivían en castillos, con sus altas murallas y sus puentes levadizos y sus almenas desde donde lanzaban brea caliente a los enemigos, contaba el padre de Jimmy. Y los complejos eran más o menos lo mismo. Los castillos estaban hechos para que tú y tus amigos vivierais sanos y salvos en el interior, y para que los otros tuvieran que quedarse fuera.

—Entonces, ¿nosotros somos los reyes y los duques? —preguntó Jimmy.

—Desde luego que sí —le respondió su padre entre risas.

Comida

Comida

La madre de Jimmy también había trabajado para Granjas OrganInc. Así fue como se conocieron sus padres: trabajaban en el mismo módulo, en el mismo proyecto. Su madre era microbióloga. Estudiaba las proteínas de las bioformas perjudiciales para los cerdones y modificaba sus receptores para impedir el enlace con los receptores de las células de éstos, o, en su defecto, intervenía en el desarrollo de sustancias que actuaran como inhibidoras.

—Es muy fácil —le decía a Jimmy cuando le daba por explicarle cosas—. Los microbios y los virus malos quieren entrar por las puertas de las células y comerse a los cerdones desde dentro. El trabajo de mamá consistía en hacer candados para las puertas.

En la pantalla del ordenador le enseñaba a Jimmy imágenes de las células, de los microbios, de los microbios atacando a las células, infectándolas y penetrándolas, primeros planos de las proteínas, imágenes de los medicamentos que en otro tiempo se había dedicado a probar. Aquellas imágenes se parecían a los paquetes de caramelos del supermercado, cajas transparentes llenas de caramelos redondos, o cajas transparentes llenas de pastillas de goma, o cajas transparentes llenas de cintas largas de regaliz. Las células eran como esas cajas transparentes, con tapas que se podían levantar.

—¿Y por qué ya no haces los candados para las puertas? —le preguntó Jimmy.

—Porque quería quedarme en casa contigo —respondió ella, mirándolo desde las alturas y dándole una calada al cigarrillo.

—¿Y qué les pasará a los cerdones? —Él se alarmó—. Les entrarán los microbios. —No quería que a sus amigos animales los reventaran para abrirlos, como a las células infectadas.

—Ahora otras personas se ocupan de eso —afirmó su madre sin la menor sombra de preocupación.

Lo dejaba jugar con las imágenes del ordenador, y cuando Jimmy aprendió a manejar los programas, planeaba guerras con ellas: células contra microbios. Su madre le decía que si se le borraba información del ordenador, no pasaba nada, porque todo aquel material ya era viejo. Aunque algunos días —los días en que se la veía activa y resuelta, con objetivos, con ganas—, era ella misma la que se ponía a tontear con los mandos. A él le gustaba verla en esos momentos en los que parecía divertirse. Además,

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