El año del Mono

Patti Smith

Fragmento

cap-1

En el Oeste profundo

Ya estaba bien entrada la noche cuando el automóvil paró delante del Dream Motel. Pagué al taxista, me aseguré de no dejarme nada y toqué el timbre para despertar a la propietaria. Son casi las tres de la madrugada, me dijo, pero me tendió la llave y un botellín de agua. Mi habitación estaba en la planta baja y daba al muelle alargado. Abrí la puerta corredera de cristal que daba al patio privado y me deleité con el sonido de las olas, acompañado del leve rugido de los leones marinos, tumbados en los tablones que había debajo del embarcadero. ¡Feliz Año Nuevo!, grité. Feliz Año Nuevo a la luna menguante, al mar telepático.

El trayecto desde San Francisco había durado poco más de una hora. En el coche me había notado totalmente despejada, pero de pronto me sentí abatida. Me quité el abrigo y dejé la puerta corredera abierta una rendija para escuchar las olas, pero al instante me sumí en un facsímil del sueño. Me desperté con brusquedad, fui al cuarto de baño, me cepillé los dientes, me quité las botas y volví a la cama. Tal vez soñé algo.

Mañana del día de Año Nuevo en Santa Cruz, todo bastante muerto. Me entraron unas ganas repentinas de un desayuno en concreto: café solo y sémola de maíz con cebollas tiernas. Era muy poco probable que consiguiera ese manjar allí, pero un plato de huevos con jamón también serviría. Agarré la cámara y bajé por la colina hacia el muelle. Un cartel luminoso relucía medio oculto por las altas y esbeltas palmeras, y me di cuenta de que, en realidad, no se trataba de un motel. El cartel rezaba DREAM INN y estaba coronado por una explosión estelar que recordaba la era del Sputnik. Me detuve a admirarlo y saqué una foto con la Polaroid, esperé a que la imagen se revelara y me la metí en el bolsillo.

 

© Patti Smith

Dream Inn, Santa Cruz.

 

—Gracias, Dream Motel —dije, medio al aire, medio al cartel luminoso.

—¡Dream Inn! —exclamó el cartel.

—Ay, sí, perdona —contesté, bastante aturdida por su respuesta—. A pesar del nombre, no he soñado nada.

—¿De verdad? ¡Nada!

—¡Nada!

No pude evitar sentirme igual que Alicia, interrogada por la Oruga que fuma el narguile. Bajé la mirada hacia los pies, para evitar la energía escudriñadora del cartel luminoso.

—Bueno, gracias por la foto —le dije, y me dispuse a alejarme.

Sin embargo, mi partida se vio frenada por un elenco inesperado de imágenes animadas de Tenniel, el ilustrador de Alicia en el País de las Maravillas: la Falsa Tortuga erguida. El pez y la rana sirvientes. El Dodo, que luce su única e inmensa manga de americana; la horripilante Duquesa y el Cocinero, y la propia Alicia, que preside taciturna una interminable merienda para tomar el té en la que, que nos perdonen a todos, no se sirve té. Me pregunté si el repentino bombardeo de imágenes era una autosugestión o cortesía de la carga magnética del cartel luminoso del Dream Inn.

—¿Y ahora qué pasa?

—¡La mente! —exclamé, exasperada, mientras los bocetos animados se multiplicaban a un ritmo alarmante.

—¡La mente, que se despierta! —contestó el cartel luminoso ahogando una risa triunfal.

Me di la vuelta y rompí la transmisión. En realidad, como soy un poco bizca, a menudo experimento esos saltos de visión, por norma general hacia la derecha. Además, una vez que se despierta por completo, el cerebro está receptivo a toda clase de señales, pero no pensaba confesárselo a un cartel.

—¡No he soñado nada! —repetí con un grito tozudo mientras bajaba la colina flanqueada por salamandras flotantes.

Al pie de la colina había un tugurio roñoso con la palabra CAFÉ escrita en letras de casi dos palmos de alto encima del cristal del escaparate, con un cartel debajo que decía ABIERTO. Dado que habían dedicado una parte tan prominente del ventanal a la palabra «café», supuse que debían de hacerlo bastante bueno; tal vez incluso tuvieran dónuts espolvoreados con canela. Pero en cuanto puse la mano en el pomo, me fijé en otro cartelito más pequeño que se balanceaba: CERRADO. Ni una explicación, ni un mísero «Vuelvo dentro de veinte minutos». Tuve un mal presentimiento en cuanto al café y perdí toda esperanza de conseguir dónuts. Imaginé que la mayor parte de la gente estaba encerrada en casa con resaca. No se puede reprochar a una cafetería que esté cerrada el día de Año Nuevo, aunque, en mi opinión, un café podría ser el remedio perfecto después de una noche de fiesta y excesos.

Privada del café, me senté en el banco exterior y repasé los flecos de la velada anterior. Había sido la última de tres noches seguidas de actuación en el Fillmore y estaba afinando las cuerdas de mi Stratocaster cuando un tipo con una coleta grasienta se inclinó sobre mí y me potó encima de las botas. Las últimas náuseas de 2015, una salpicadura de vómito que me acompañó en la entrada del Año Nuevo. ¿Era un buen o un mal augurio? En fin, teniendo en cuenta el estado general del mundo, ¿quién apreciaría la diferencia? Al recordarlo, rebusqué en los bolsillos hasta dar con una toallita húmeda, que suelo reservar para limpiar la lente de la cámara, me arrodillé y me limpié las botas. Feliz Año Nuevo, les dije.

Mientras pasaba con sigilo por delante del cartel luminoso, una curiosa retahíla de frases encadenadas me vino a la mente, así que saqué un lápiz del bolsillo para apuntarlas enseguida. «Pájaros cenicientos rodean la ciudad cubierta de polvo nocturno / Prados errantes adornados con niebla / Un palacio mítico que aún era un bosque / Hojas que no son más que hojas.» Es el síndrome del poeta seco, que necesita sacar inspiración del aire errático, igual que Jean Marais en el Orfeo de Cocteau, que se encierra en un abarrotado garaje en las afueras de París, dentro de un Renault destartalado, sintoniza distintas frecuencias de radio y garabatea fragmentos en papelillos sueltos: «Una gota de agua contiene el mundo», etcétera.

De vuelta en la habitación del hotel, localicé unos sobrecitos de Nescafé y un pequeño hervidor eléctrico. Me preparé un café, me arropé con la manta, abrí las puertas correderas y me senté en el reducido patio de cara al mar. Un murete bajo me tapaba parte de la vista, pero tenía mi café, oía las olas del mar y me sentía razonablemente satisfecha.

Entonces pensé en Sandy. En teoría tenía que estar conmigo, en otra habitación al fondo del pasillo. Íbamos a encontrarnos en San Francisco antes de los conciertos de la banda en el Fillmore para hacer lo de siempre: tomar un café en Caffe Trieste, repasar con detenimiento las estanterías de la librería City Lights y pasearnos con el coche arriba y abajo por el Golden Gate, mientras escuchábamos a The Doors, Wagner y Grateful Dead. Sandy Pearlman, el compañero al que conocía desde hacía más de cuatro décadas, con su acelerada cadencia que rompía el ciclo de El anillo de los nibelungos o un riff de Benjamin Britten, siempre nos acompañaba cuando tocábamos en el Fillmore, con su trotada cazadora de cuero y su gorra de béisbol, inclinado sobre un vaso de ginger ale en la mesa de siempre detrás de una cortina cerca del vestuario. Nuestr

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