1.
Era jueves a las dos de la mañana y estaba borracha. No detonada, pero lo suficientemente en pedo como para ir sola a una fiesta. Había cenado con varias amigas; aunque nunca fui del tipo que tiene un millón, a esa altura, llevaba dos años viviendo en Nueva York y había logrado cotidianidad con un grupo bastante numeroso de chicas argentinas. Todas tenían “trabajos de verdad” o novio, y tenían que levantarse temprano y volver temprano. Cuando yo trabajo, también trabajo de verdad, pero solo pasa dos, tres o cuatro veces por año, y el único esperándome en casa es Ramón, mi perro. Traté de convencerlas de que vinieran sin éxito alguno, y terminé yendo sola a WIP, donde Unchicoquemecogía me había puesto en la lista.
Era la apertura oficial de Work In Progress, lugar que prometía convertirse en el nuevo boliche cool de la noche neoyorquina; una reinvención moderna de la fábrica de Andy Warhol, diría el New York Times al día siguiente, y que sufría de trastorno de múltiples personalidades. Durante el día era una “galería de arte” y taller-centro comunitario de artistas. Digo galería de arte entre comillas porque no estoy segura de que realmente hubiera algo de arte ahí adentro, o de si alguien alguna vez puso un pie durante el día. De noche, se transformaba en boliche. Fui y vine unas tres veces, recorriendo la fachada de Greenhouse, otro al que nunca había ido ni oído nombrar, que estaba en la esquina donde tenía que estar la dirección que yo buscaba. Casi llegando a mitad de cuadra, había un patovica fumando apoyado en lo que ahora se descubría era un portón. Preferí el rechazo a la duda, así que caminé con seguridad, me paré al lado, y le dije Permiso. Me miró de arriba abajo y me dejó pasar, sin pedirme identificación.
La entrada era su salida de emergencia. Avancé en la única dirección posible, escaleras abajo, sintiendo un olor a humedad tremendo y que me había equivocado —o tenía mal la dirección—, hasta que dejé de mirar mis propios pasos y noté los grafitis a la punk de los ochenta que cubrían las paredes. El trabajo de un pésimo director de arte en el cuarto de un adolescente en una película sin presupuesto hubiera sido sutil al lado de todo eso. Supe que estaba en el lugar correcto. En el segundo subsuelo me detuvo una gran puerta de metal pesada que me costó abrir. Del otro lado, un hall obsesionado con Rainbow Wright, chupete gigante y unicornio incluidos, donde pensé en volver más tarde a sacarme una selfie. Otra gran puerta de metal, que también me costó abrir, me dejó parada en un pasillo bastante ancho y largo, con empapelado de dibujitos de mi infancia que ahora habían sido bendecidos con penes gigantes y, para hacerlo todavía más redundante, arte porno colgando a lo largo de ambas paredes. Caminé mirándolo todo entre fascinada e indignada hasta que, más o menos en la mitad, me crucé con Unchicoquemecogía y Lanoviadeunchicoquemecogía, que salían por un pucho, o un poco de aire, o las dos. Me dijo, sin detenerse a saludarme, que adentro estaba Untipoquenoconocíademasiadoperotampocomecaíabien. Le dije Okay —me dije, porque él ya estaba del otro lado de la salida— y seguí caminando hasta una tercera puerta de metal que, sí, también me costó abrir.
El lugar era monstruoso, inclasificable, como hubiera dicho Elprofesordeliteraturadelsecundario que me introdujo a todo lo Lolita excepto la literatura en sí misma. Me volví estrábica tratando de identificar a Untipoquenoconocíademasiadoperotampocomecaíabien en el carnaval de sudor borracho, entre un oso pardo embalsamado sodomizando a una cabra blanca (también embalsamada), chicas en tetas cubiertas en body-painting haciendo servicio de mesa, y una bandera nazi de al menos tres metros de largo. Arte. Fui a la barra y pedí un Jack con coca. No lo necesitaba, tampoco realmente lo quería, pero por alguna razón tener un trago en la mano me daba propósito y me hacía sentir, un poco, menos fuera de lugar. Pagué, di media vuelta, y solo tuve que caminar cinco pasos hasta encontrarlo. Le dije Hola con la misma excitación que todos le decimos “hola” a alguien que apenas conocemos en un lugar lleno de personas que no conocemos para nada. Me di cuenta de que él estaba todavía más puesto que yo cuando me abrazó y levantó en brazos como si fuera una cosa que se puede mover de un lugar a otro, obligándome a hacer una coreografía que nunca habíamos ensayado.
—¡Marrrrrrlinnda! —gritó y gesticuló imitándome o supuestamente imitándome, como una extranjera extremadamente ruidosa, después de depositarme con fuerza en el piso como quien finalmente deja caer una maceta pesada en el lugar exacto. Repetí su nombre dos veces con un exagerado acento italiano, en un intento rebuscadísimo de burlarme de él burlándose de mí.
—¿Cómo estás, preciosa? Este es Nic. Nic, ella es Marta. Hablen ustedes que yo ya vengo.
Sentí alivio y paja a la vez. Alivio porque a Untipoquenoconocíademasiadoperotampocomecaíabien no lo conocía demasiado, pero tampoco me caía bien. Lo había visto cuatro o siete veces en el último mes, era uno de esos personajes que una ve incansablemente y siempre con el lente sucio de la noche, con el que una puede hablar horas y sin embargo no salvar ni una sola palabra. Paja porque a este “Nic” que ahora tenía enfrente ni lo había registrado hasta que lo nombró, y siempre me da paja la gente nueva, a menos que esté predispuesta de antemano a que esa persona me caiga bien, por recomendación, digamos. Nos miramos y sonreímos obligadamente. Untipoquenoconocíademasiadoperotampocomecaíabien se fue para no volver en toda la noche.
Volvimos a mirarnos y sonreír, esta vez con un leve suspiro que se transformó en minirrisa por lo coordinado del esfuerzo. Pensé que este tal Nic estaba okay y me tildé en su boca. Los dientes eran de leche, hechos de leche, blancos y lisos como los de un niño, y a la vez tenían algo antiguo, algo que había viajado por los siglos de los siglos hasta llegar a su boca, algo inmortal, algo vampírico. Él debe haber pensado algo bueno, al menos, porque ninguno inventó una excusa para irse a pesar de lo incómodo de la situación. Me preguntó qué hacía ahí. Le dije que Unchicoquemecogía me había invitado y que, probablemente, estaba haciendo lo mismo que él y el resto de la gente Tratando de escaparle a la angustia y sinsentido de estar viva? No se lo afirmé, no se lo pregunté del todo, y tampoco le di tiempo a reaccionar porque me apuré a confesar, no en secreto, sino a los gritos MUSIC SO LOUD I CAN’T EVEN HEAR MY OWN BRAIN PLOTTING TO KILL ME, cosa que en español jamás me hubiera animado a poner en palabras porque sería algo como “la música está tan fuerte que no puedo ni escuchar a mi propio cerebro complotando para matarme”. Inmediatamente me sentí una estúpida y me reí incomodísima. Pensé que si lo hubiera dicho para hacerme la canchera no hubiera estado tan mal, pero en el 2011 la gente no hablaba de la ansiedad como de su mascota. Yo lo había dicho en serio. Mirando para adentro. Y eso me convertía en una loser total. Sentí que el piso se movía y recordé que me iba a morir ahí mismo. Cuando lo volví a mirar, él se reía un poco, es decir, largando airecito por la nariz y con la boca cerrada.
—Creo que lo conozco al pibe que decís. Está reloco.
Volvió a mostrarme los colmillos y me encandiló tanto que tuve que subir la mirada hacia sus ojos. Descubrí que sonreían también, entonces ¿me calenté? Sí, pero no. Fue más bien que sentí un calor envolviéndome el cuerpo. Y mirándolo sentí los pies en la tierra, firmes, imantados a ella. Algo en sus ojos, en su sonrisa, en su presencia toda, invitaba, irradiaba luz y calor, desde adentro, como una estrella. Me pareció escuchar que el momento se anunciaba histórico.
Pero era él que me preguntaba si vivía en Nueva York y que qué hacía ahí. Dijo que por “ahí” se refería a Nueva York, porque ya sabía qué estaba haciendo Ahí ahí. Le dije que era actriz y me empezó a hablar de una película que había visto ese día, pero en el momento, entre la música y su ritmo americano, no entendí cuál y me dio vergüenza repreguntarle. Me consultó si había hecho algo que él pudiera haber visto y pensé lo mismo que pienso cada vez que me hacen esa pregunta: Qué idiota. La gente conoce a un médico y jamás se le ocurre preguntarle si participa activamente en el desarrollo de una vacuna contra el sida, ni siquiera si salvó alguna vida o cuánta gente se cagó muriendo en sus manos. Las preguntas terminan antes de empezar. Pero si decís que sos “artista” más vale que hayas hecho algo conocido, es más, algo que ellos hayan consumido, si no ni te gastes en mencionarlo porque te van a hacer sentir invisible. Lindo hobby, pero ¿a qué te dedicás? Te obligan a presentar tus propias credenciales y justificar la elección de carrera. Hola, soy Marta, mido 1,68 y soy la actriz casi famosa que hizo un papel secundario en la película argentina ganadora del Oscar, no mucho más. Y aunque quise bloquearlo de inmediato, lo que respondí fue que yo era el que veía gente muerta en Sexto sentido.
Hablamos de películas un rato más. No puedo decir que me interesara demasiado el tema en particular; de hecho, nunca miro cine, y el 85 por ciento de las películas que vi, las vi entre los cinco y trece años; pero había algo en su forma de gesticular que volvía atractivo todo lo que decía. A esta altura yo solamente lo miraba hablar, como cuando enganchás un programa medio pedorro en el cable pero por alguna razón entre la culpa, la paranoia, y el FOMO no podés cambiar. Más de la mitad de las películas que nombró, yo no las conocía o no las había visto, pero asentía igual, e inmediatamente llenaba los silencios retrucando con algún otro título, como para no admitir segundas preguntas y la posibilidad de profundizar en territorio para mí desconocido. Cuando la conversación tiene velocidad, una queda menos expuesta. Y yo solo lo quería mirar, así que le proporcionaba aire para que él pudiera seguir empujándonos hacia adelante. Al título quince me vi uno de esos perros de plástico condenado a asentir sin cesar al discurso radical en un taxi mal ventilado, en pleno microcentro. Y como queriendo rescatarme de mí misma, me regaló el alivio de interrumpirse solo, justo a la mitad de una palabra, para preguntarme de dónde era.
—Tenés acento.
Le dije que lo tomaba como un cumplido, aunque me hubieran dicho incansables veces que si quería tener una carrera en este país tenía que perder el acento, y que era argentina. Dijo Lo es. Un cumplido. También dijo que había estado ahí y que Buenos Aires era una ciudad que le gustaba mucho.
—¿En serio? ¿Estuviste de vacaciones?
—Ehmm, no. Estuve… ¿trabajando?
—Ah, okay. Primero, ¿qué tipo de trabajo te permite el beneficio de la duda? Y segundo, ¿de dónde sos vos?
Dijo que era músico y que era de ahí mismo. Le dije que en los casi dos años que llevaba viviendo en Nueva York, él era la tercera persona que conocía que era born and raised, y la primera en haber nacido en un boliche. Hablamos un poco de lo extraño que resulta que casi ninguno de los que viven en la ciudad sean, de hecho, de la ciudad, de cómo, de una manera u otra, todos están de paso y detrás de un objetivo generalmente asociado a un delirio de grandeza; y si bien sabemos que nada es permanente, Nueva York parece exacerbar lo efímero poniendo y después sacando gente de tu vida como piezas en una partida de ajedrez.
Le pregunté si tocaba en una banda, y qué instrumento tocaba. Me dijo que sí, y que tocaba la guitarra y cantaba. Le pregunté si habían sacado algún disco o EP. Se puso medio tímido y me respondió que sí, tenían discos, mientras se miraba los pies. Le dije Ah, buenísimo y pregunté si eran independientes o si ya habían firmado con alguna discográfica, asumiendo que a lo sumo tendrían un Bandcamp. Lo sentí levemente incómodo por primera vez y me dijo que estaban trabajando con una hacía un tiempo, mientras esbozaba otra sonrisa, chiquita, sin levantar la vista. Le pregunté si hacía Shoegazing, se rio, y por fin me miró. Saqué el teléfono del bolsillo y le pedí el nombre de la banda, así podía “chequearlos en internet” cuando llegara a casa.
—Es ehmm —vi cómo sus cejas se arqueaban llenándole la frente de pliegues al decir el nombre de la banda. Un tono de pregunta quedó flotando en el aire. Dudé de si realmente había escuchado bien.
—…
—…
—Me estás jodiendo —¿afirmé?
—No…
Forcé el foco en sus ojos frunciendo los míos. Lo miré de arriba a abajo. Después de abajo a arriba.
—Pensé que eras más gordo.
Me sentí estúpida. Me sentí muy estúpida. Obvio que conocía a Unabandafamosa. De hecho, la mismísima razón por la que estaba realmente en esa fiesta era que Unchicoquemecogía me había dicho que iban a pasar música los de Unabandafamosa, lo cual, según él, garantizaba que fuera una buena fiesta. Miroommate había posteado, de pura casualidad, esa misma tarde, uno de sus hits en mi muro de Facebook. Pero supongo que estábamos demasiado ocupadas saltinbailando sobreexcitadamente de una punta del departamento a la otra como para mirar el video y conocer la cara de quien conocería más tarde. Para mí, Unabandafamosa no era realmente una banda. No como los Rolling Stones, o los Beatles, o incluso U2, en el sentido de que jamás relacioné a Unabandafamosa con seres humanos específicos. Unabandafamosa me remontaba a la caricatura de una computadora con manos y pies, un arcade lleno de flippers y lucecitas, al cotillón flúo que se reparte a las seis de la mañana en un boliche, más que a un chabón de treinta y pico cantando. Desde la primera vez que los escuché nombrar, los percibí como un amor de verano, esas bandas que todos conocen de nombre pero que nadie puede nombrar más de dos temas. En lo personal, nunca les había prestado demasiada atención, y le dije que pensaba que era más gordo porque cuando no sé qué decir digo estupideces.
La cabina del DJ estaba fuera de límite para mí, o sea, ni siquiera sabía dónde estaba. ¿Qué hacía “Nic”, ahora Nicolas Cage, el cantante de Unabandafamosa en ese mar de gente, tomando sorbitos de gin-tonic con una menta que le chocaba la nariz, hablando con Untipoquenoconocíademasiadoperotampocomecaíabien y pasando totalmente desapercibido? En ese momento me di cuenta de que lo hipster es absolutamente circunstancial y requiere de antecedentes. La única diferencia entre este tipo y un normcore que trabaja en sistemas, vive con su madre pasados los cuarenta y tiene puesto el mismo pantalón cargo color caqui de GAP, era que yo ahora sabía que el primero era el músico con el que todo internet quería drogarse. Ahora que lo pienso, todos pasan desapercibidos en Nueva York. De hecho, esa fue una de las cosas que me trajo acá, aunque al momento de subirme al primer avión no lo supiera. La necesidad de dejar de sentirme invisible frente a quienes necesitaba más que nada en el mundo, que me vieran, para poder ser invisible por elección y frente a todo el resto del mundo. Pero Nueva York se parece más a un novio posesivo que a tus padres, no te ignora porque no puede verte, te ignora porque quiere causarte algo. Pensé que si este “Nic” era realmente el cantante de Unabandafamosa, algo debería haber notado a su alrededor, cierta tensión, ojos que miran para otro lado con intencionalidad. Era el cantante de la banda más famosa de la escena indie, lo cual lo sacaba del under. Pero no. El mundo giraba, y no en torno a él. Al menos hasta ese momento. Dicen que los pueblos originarios no pudieron ver a los barcos colonizadores acercándose desde el horizonte hasta que estos estuvieron peligrosamente cerca de la orilla, simplemente porque eran algo que escapaba a su comprensión e, incluso, imaginación más descabellada. Supongo que Nicolas Cage era un barco, o un kayak más bien, que yo no esperaba ver jamás en el horizonte de mi vida.
Sonrió, me agarró de la mano y arrastró hasta el centro de la pista. Bailamos espejados. Nicolas Cage era yo bailando borracha, sola y sin música en la cocina de mi casa, ejecutaba movimientos de tai chi haciéndose espacio, pateaba para todos lados como si no existiera nada más en el mundo, o como si el mundo fuera todo de él, como si el boliche fuera el vientre de su madre. La felicidad no le cabía en el cuerpo, se le caía y yo la levantaba, como miguitas. Era evidente que estaba drogado. Le dije que su exceso de felicidad me resultaba sospechoso y envidiable, y me preguntó si quería acompañarlo a la cabina a conocer a su amiga “Molly”.
No es que no me gusten las drogas, porque como diría cualquier madre, no puede no gustarte lo que nunca probaste, pero siempre mantuve una distancia respetuosa. Es decir, no las toqué. A las drogas recreacionales, quiero decir. Cualquier cosa para la que exista receta y un listado de más de 300 palabras de posibles efectos secundarios firmada por un laboratorio farmacéutico no cuenta. Dicen que cuando elegís a tu mejor amigo, firmás un pacto con tu enemigo. Aunque todavía no lo conozcas, el día que se te aparezca enfrente vas a reconocerlo tanto como él a vos. A los dieciséis años, mis amigos dejaron de ir a la matiné para ir a bailar y llenarse de alcohol de dos a siete de la mañana, horario en el que yo empecé a hanguear en la guardia. La previa arrancaba después de la cena, con una o dos copas de palpitaciones, hormigueo en el brazo o un saque de puntadas en el pecho. Hacia las doce ya estaba puesta de búsquedas en Google que volvían a mis síntomas mucho más verborrágicos, los desinhibían. A las dos de la mañana estaba lista, como todos, para la fiesta. Pero yo no salía en puntas de pie y sin hacer ruido de mi casa, sino que irrumpía a los gritos de ¡Me muero! en el cuarto de mis padres. Después de año y medio de un affaire con la clínica Santa Isabel, clínica en la que había nacido y creía morir tres veces por semana, me diagnosticaron ansiedad generalizada con agorafobia y trastorno depresivo mayor.
Para cuando la psiquiatra me recetó 75 miligramos de Effexor diario y Rivotril 0,50 sublingual de rescate, más levotiroxina para la hipotiroides (“probablemente transitoria, debida al resto del desbalance químico cerebral”), y un cóctel vitamínico que incluía todo de la A al zinc, como por ejemplo, ácido fólico, hierro, magnesio, manganeso, selenio, vitamina A, B2, 3, 5, 6, 12, C, D, E, yodo y olor nauseabundo, yo ya tomaba medio Alplax de un miligramo recetado por mi papá, más la pastilla de valeriana complementaria de mamá, casi todas las noches. Mis drogas de farmacia me garantizaban esquivar lo que las drogas de la noche proponían generar: euforia y excitación, paranoia y coqueteo con la muerte en su dark side. Aprendí a tenerle miedo a todo lo que genera un estado alterado en mi cuerpo, incluyendo, pero no limitado a: las drogas, exceso de alcohol, sexo, ejercicio y el simple calor del verano. Empecé a evitar todo lo que, básicamente, me hiciera sentir. Cualquier sustancia o situación que pudiera disparar un ataque de pánico o afectar mis ya afectados (bajos) niveles de serotonina.
Si hubiera estado sobria, o si él no hubiera sido Nicolas Cage, probablemente hubiera hecho lo que hice tantas otras noches de mi vida: hacerme la que no escuchaba o entendía. Pero pensé que a veces la vida te sorprende con oportunidades únicas, que el poster child de la psicodelia me ofrecía drogarme con él, que siendo quien era mínimo iba a tener drogas buenas, y que a veces había que “¡fluir y perder el control YOLO!”. Si no me drogaba con Nicolas Cage, no me iba a drogar nunca jamás en la vida, y para finalmente poder dejar de ser adolescente, primero tenía que, de hecho, haberlo sido.
Siempre hice mucho caso, maduré muy rápido en un intento desesperado de satisfacer las necesidades de mis padres. Nunca se me habló como a una niña. A los cinco años, para el egreso de preescolar, el jardín les pidió a nuestros padres que nos hicieran un libro de actividades, con fotos y recuerdos de la infancia. Vi a mis compañeros copiando el dibujo, coloreando los puntos, contando las nubes. Yo también encontré las diferencias. Mi cuaderno tenía mucho texto y yo no sabía leer. Me dijeron que en la tapa decía “Hecho con afecto”. Afecto. Luego de relatar, con la ayuda de fotos y stickers, eso sí, su historia de amor, casamiento, la luna de miel, el embarazo y mi nacimiento, el libro cerraba con un texto de dos páginas titulado “El hombre nuevo” que, a su vez, concluía así: “Ojalá puedas comprender (…) que el propósito de tu vida sea la capacitación individual en beneficio de la comunidad, que logres la libertad a través de la disciplina, que trabajes intensamente para que todo el mundo logre la paz, así seguramente te vas a convertir en un ‘Hombre nuevo’”. Tuvo que haber sido ahí que me volví prácticamente muda, que me trasformé en una nena callada, que se sentaba derecha y hacía caso. Tenía mucho miedo a equivocarme y de que se dieran cuenta de que era medio estúpida.
Mis papás se llenaban la boca diciendo que era más inteligente que el resto de los chicos de mi edad, que yo era una niña adulta. Y fui tan inteligente que supe volver todos esos cumplidos en mi contra. Transformé las bendiciones en maldición: ¡Jamás podrás equivocarte! ¡Jugar será una regresión! ¡Pedir ayuda te volverá incapaz! ¡Siempre estarás sola! La cuestión es que llega la adolescencia y, por definición, el momento en el que uno finalmente se rebela contra sus padres y todos sus mandatos. La mayoría de los chicos empiezan a drogarse, se decoloran el pelo, se lo tiñen de verde, o fucsia, o azul, se rapan, o ponen aritos en el ombligo, la lengua, el clítoris, tienen comas alcohólicos, se escapan de sus casas, se llevan materias. Como siempre fui muy cagona y estuve regida por el miedo, envidiaba a los chicos y chicas de mi edad que hacían esas cosas. Yo solo fui capaz de rebelarme en silencio y con mis pensamientos. Empecé a pensar cosas como Ah, soy una inútil o simplemente que no merecía vivir.
Además, a decir verdad, decir que No nunca me fue fácil.
Nos sentamos en el piso de la cabina, entre bolsos y camperas, y Nicolas Cage sacó del bolsillo derecho del frente de su pantalón caqui una cápsula transparente, que contenía un polvo blanco cristalino. Dijo que podíamos compartirla, la abrió, y me preguntó cómo la quería. Pensé Por el culo y me reí para adentro. Pero trataba de ser toda modosita y linda, atractiva, así que le dije que no me gustaba inhalar y que prefería ingerir por boca. Dijo Yo igual, me agarró el dedo índice y vació la mitad de la cápsula sobre él. Sentí el corazón en la sien. Y los ojos. Y la garganta. Y en la punta del dedo índice también. A último momento, una vez más, me ganó el miedo. Entonces, fingí. En el camino hacia mi boca, descarté, sigilosamente, más de la mitad del Molly. Después apoyé apenitas el contorno de los labios sobre la segunda falange del dedo, pero con cuidado de que nada en el interior de la boca tomara contacto con él o con lo que quedaba de cristal. Pegué un cabezazo abrupto acusando recibo hacia el lado contrario a Nicolas Cage y froté varias veces el dedo contra la alfombra gris tratando de eliminar todo rastro de MD, asegurándome de no correr el riesgo de drogarme accidentalmente al frotarme el ojo más tarde. A pesar de todos mis esfuerzos y cuidados, una arcada me tomó la cara entera. Lo amarga que es esa mierda. Disimulé lo más que pude, otra vez, y no aclaré que no era mi primera vez no tomando MD, como para que él no sintiera que tenía que niñerarme. Estuvimos sentados ahí unos cuarenta minutos y, por alguna razón, actuamos como si nos conociéramos de dos vidas pasadas, o cinco, incluso antes de que pegara —le pegara— el Molly.
Me contó, entre otras cosas, que había una rata gay viviendo en su casa. Le dije que no creía poder diferenciar la orientación sexual de las ratas. Me dijo que a la rata le gustaban sus calzoncillos de látex rosa lo suficiente como para comérselos, y admitió que eso podía sonar heteronormativo pero que el hecho de ser el dueño de un calzoncillo de látex rosa lo excusaba. De repente me dieron ganas de cagar. Me urgieron. Los pensamientos. ¿La droga me estaba haciendo efecto? ¿Me había drogado? ¿Cuánto había tomado? ¿Había tomado? ¿No se suponía que el cristal te hacía sentir sexy y sensible? ¿Por qué lo único que sentía era que me cagaba encima? La invasión tomó el control y anuló por completo a Nicolas Cage. Me paré, le dije Ahí vengo, y me fui.
Las paredes del baño estaban repletas de fotos de una chica asiática haciendo pis en diferentes lugares públicos alrededor del mundo. Al borde del Sena, en un puente que no reconocí, cerca de la torre de Pisa, en un pastizal que tampoco reconocí, una callecita en Tokio, varias playas paradisíacas, Central Park. En todas las imágenes se veía claramente el chorro de pis cayendo vertical entre sus piernas. En la pared opuesta a las bachas con espejos, un cartel de neón rosa que decía: PIS.
Entré a uno de los cubículos, cubrí el asiento del inodoro con tres tiras de papel higiénico, me bajé los pantalones, agarré el celular y me senté. La texteé a Miroommate mientras hacía pis, le dije que creía que había tomado MD y que estaba freakeando mal. Me pasé veinte minutos preguntándome para qué mierda me había puesto el dedo en la boca y literalmente rezándole a un Dios en el que ni siquiera creía, por no tener un ataque de pánico, mientras de hecho lo tenía. De repente me sentí muy caliente. Me sudaban las manos, no había límite suficiente entre mi cuerpo y el exterior; el calor era algo tangible, espeso y viscoso, un Flubber que desde afuera se aplastaba contra mí y se forzaba en todos mis agujeros. En mi interior no había aire ni respiro. Pensé en la combustión espontánea y visualicé mi piel derritiéndose y fundiéndose con la carne, sobre el hueso, pocéandolo tranquila pero determinadamente, como lava, hasta todo yo no ser más que un enjambre zumbante de ceniza negra. No tengo un recuerdo preciso de esto, pero sé que hacía ruidos constantes con la garganta, confirmando mi propia existencia, probando un micrófono tímidamente y sin querer molestar demasiado. Cubrí el piso sucio del baño con capas de papel higiénico lo más rápido que pude, volqué todo el contenido de mi cartera, busqué desesperada el Rivotril sublingual sin el que no salía de casa, y me sentí momentáneamente más tranquila en cuanto lo sostuve entre los dedos.
No hice caca ni tomé Rivotril. Miroommate nunca respondió. Salí del baño, con la pastilla todavía en mano, y me miré al espejo. Sopesé si tomarlo era mejor o peor, y googleé interacciones entre clonazepam, MDMA y alcohol, frenéticamente. Yonkies diciendo que era el go-to para el pánico mid-roll, médicos diciendo que era un viaje de ida que terminaba en la morgue. Nada de lo que leí me ayudó. Quería tomarlo pero no me animaba. Tenía miedo. Tenía mucho miedo. Le tenía miedo al miedo. Y le tenía miedo a lo único que podía sacarme el miedo. ¿Y si lo que podía salvarme me mataba? ¿Y qué si por un miedo irreal a la muerte me terminaba matando real? Me vi inclinando la cabeza hacia el hombro, como hacen los perros, tratando de entender un lenguaje indescifrable, el de mis propios pensamientos, me acaricié el pómulo con el dorso de la mano derecha, me miré por última vez al espejo, cerré el mundo lo más fuerte que pude y apretando los ojos empecé a llorar. Me sentía vacía e ínfima. Quise ir a la guardia de un hospital a que me arreglaran, pero después de cinco minutos de llanto vocal, terminé arreglándome el maquillaje, y diciéndome en el espejo Dale basta los ataques de pánico no duran más de media hora ya pasó ya está así que vamos vamos marta volvé a la pista pasala bien por una vez en tu vida la concha de tu padre dejá de tenerte pena a vos y tu patético pedacito de persona basta ya está la vas a pasar bien marti sí la vas a pasar bien bien bien vas a pasarla bien.
La mayoría de los ruidos que los insectos hacen por la noche, los hacen teniendo o tratando de tener sexo. Con los humanos pasa lo mismo. En los boliches, para colmo, se suma el lenguaje corporal de quien conquista o busca conquistar. Todo, una vez que salí del baño, me resultó violento. ¿Cómo habíamos llegado hasta acá? Digo, ¿de los dinosaurios a esto? Cientos de personas hacinadas en unos cuantos metros cuadrados haciendo el ridículo, exponiéndonos, generándonos una intoxicación física adrede, pretendiendo interés en cosas banales, solo ¿para encontrar qué? Obvio, es una práctica estándar, yo también, de una manera u otra, estaba ahí esperando lo mismo, el sexo como ticket de ida al amor, o algo que llenara el vacío un rato, o whatever, pero todo lo grotesco de mi propia vida me resultaba todavía más grotesco en ese estado de exacerbada fragilidad. Mi cerebro disociaba cada ruido, amplificándolo: charla, grito, risa, joda, shot, risa, arcada, trago, grito, salto. Tenía ganas de gritar, pero volví a entrar al baño, me puse tapones de papel higiénico en los oídos, junté fuerzas unos minutos, que quizás fueron veinte, y volví a salir.
Fui directo a la barra y me pedí otro whisky con coca. Lo tomé como si tuviera sed. Caminé por el boliche sin dirección hasta que me crucé a Unchicoquemecogía, sin su novia, y me quedé hablando con él, o escuchándolo hablar, de chakras y chamanes, muy superficialmente mientras mantenía al miedo a raya. Me preguntó si me pasaba algo, que me notaba distinta, que perdón que no me había avisado que iba con su novia, que igual estaba todo bien. Le pedí perdón antes y después de explicarle que tenía sed y que por eso no hablaba. Se fue a buscarme agua y respiré profundo, aliviada, no tanto de no tener que fingir cierta presencia sino más bien de no tener que hacerlo para él. ¿Por qué me gastaba en caerle bien a alguien que ni siquiera me caía bien a mí? Me pareció increíble pensar que meses atrás había llegado a desviar el curso de una semana entera con tal de ver o seguir a Unchicoquemecogía, y que ahora su mera presencia me irritara. Su cara me irritaba, sus ojeras me irritaban, su flaqueza extrema me irritaba, sus tatuajes, sus fedoras, sus formas. ¿Qué había cambiado? Habíamos cogido. Y podría decirse que muy bien. A la segunda vez empezó a darme paja. La tercera me pareció un nabo. A la cuarta nunca llegamos. Todas las semanas iba a alguna fiesta a la que me invitaba y terminaba tirando la bomba de humo, muchas veces a los minutos de haber llegado.
Pensé en buscar a Nicolas Cage, pero no lo hice. Me quedé parada en donde estaba, haciendo nada. La multitud había dejado de ser tal, ahora las personas emulaban un estado gaseoso, lo cual me permitió ver una otomana vacía, en la otra punta del lugar, a un costado de la pista. Fui a sentarme. La moví un poco como para quedar oculta detrás de una columna, y que Unchicoquemecogía no me encontrara. Me reí un poquito, después un poco más, y enseguida sentí ganas de llorar, de vuelta. Pero esta vez, había algo distinto. Un color más claro, traslúcido casi, y un peso distinto también, negativo, no por malo sino por inverso. Eran ganas, más que llorar. Y donde hubiera ido una opresión en el pecho, sentí una liberación. De golpe estaba… ¿feliz? Estaba. Ahí. Casi feliz. No me había ido, y por primera vez en años, no solo no había sucumbido ante el miedo sino que encima lo había surfeado sin recurrir a mi paraíso recetado.
Se me puso la piel de gallina y con los párpados cansados de emoción me hice mimitos en los brazos. No sé cuánto tiempo pasé así, con los ojos cerrados. Sentí el aroma de la mañana, del café y el pan tostado, y extrañamente, consciente de no estar en presencia de ninguna de esas cosas, no temí estar teniendo un ACV, sino que seguí el olor como quien sigue un impulso, pero al revés, es decir, de afuera hacia adentro, y me metí de lleno en el recuerdo. Me sentí liviana como la mermelada sugar y fat free que Miroommate había untado. Yo también fluía brillante, dócil y transparente. Después de almorzar, me había propuesto llevar a Ramón al canil del Tompkins Square Park y, para evitar que la gente me hablara, había parado a comprar dos libritos usados de la caja de un dólar del East Village Books, que me quedaba de camino. How to read tea leaves (A fascinating guide to the future) y Palmistry: your amazing key to life. Los dos estaban ajados, utilizaban un léxico casi misógino en modo imperativo, y tenían la imagen de una mujer sonriendo en la tapa, razones por las cuales les creí la promesa de control sobre mi futuro. Quería creer que existía tal cosa como un camino hacia el resto de mi vida que podía encontrar en el té que tomaba todos los días. En las películas las respuestas siempre estuvieron ahí, enfrente del personaje. La llave, en el mismísimo cuarto de Rapunzel. Miré mi propia palma, ahora que mi juicio se despejaba iba a poder verlo todo. O casi, porque la luz estroboscópica me mareaba un poco. Pero turco en neblina no significa nada si el turco sabe hacer navegación instrumental, ¿no? Quizás fue ahí que descubrí la profundidad del tacto. Sí, ya sé que no había tomado MD, al menos no lo suficiente como para estar high, pero estaba influenciada por lo que sabía que causaba la droga, y eso me bastaba. Después de todo soy actriz. No importaba si estaba drogada o no, importaba mi predisposición, tal es el poder de los placebos. Aparte a todo esto había seguido tomando. Jugué a que mi mano era un libro escrito en braille y empecé a llenarlo de sentido. Mis uñas se volvieron más largas y profundas, y cada línea a recorrer era un atajo al placer.
—Quedás linda ahí sentada.
Fue casi como si Nicolas Cage hubiera dicho que quedaba bien en un sentido decorativo, como si el cumplido fuera una cuestión espacial más que una virtud propia. Lo miré y le sonreí. Cuando se sentó a mi lado, me llenó una sensación de calma absoluta, esa tranquilidad que infunde la cara de un amigo, y es capaz de acortar inmediatamente las distancias del tiempo. Igual habían pasado cuarenta minutos máximo. Me dijo ¡Tanto tiempo! ¿Cómo anduviste?, lo tomé como una señal del destino y empecé a intentar acercarnos al futuro, mediante lo poco de quiromancia que tenía, valga la redundancia, a mano. Nicolas Cage se me ofreció. Creo que las luces intermitentes ayudaron a grabar la foto de su mano en mi memoria. La veo nítida, gracias al flash, al día de hoy. Su palma y muñeca eran anchas, sus dedos finos, largos, no necesariamente flacos pero con nudillos distinguidos. Las uñas al ras, dos o tres con rastros de esmalte plateado. Sus manos no eran huesudas, pero tampoco rechonchas, eran las manos de hombre más perfectas que hubiera visto en mi vida. Y la perfección no tenía que ver exclusivamente con su fisionomía, sino con su personalidad, si es que existe tal cosa como la personalidad de una mano. Mi libro indicaba que sí. Había notado si