Donde retumba el silencio

Agustina Caride

Fragmento

Un amor silencioso cuelga en la puerta

de mi casa una sábana de seda

y ladrillos rasgada por el sol.

AUDRE LORDE

Es el aire, se dice abanicándose con la mano. Está estancado en la casa. Ni siquiera el reflejo del agua en la pileta le genera ese golpe anímico que, a veces, refresca la vista. El agua quieta, porque esa mañana ni los pájaros bajaban a darse el baño matutino. Suele verlos desde la galería, debajo de la bignonia, tejido en mano y tereré al costado. Es más lo que teje que lo que ceba y entre puntada y puntada levanta la vista y espía por encima de los anteojos: el vuelo se inicia arriba, ese arriba que no alcanza a ver por la bignonia, trayecto corto y rasante, paralelo al espejo de la pileta. Se mojan apenas la panza, piensa cada vez, y cuando ve a algún atrevido empapándose en el aleteo se queda contando cuántos círculos le dibujó al agua.

Hoy no teje, hoy perdió una de las agujas y el calor le impide buscarla. Leonor no se acostumbra al clima artificial de los aires acondicionados, se mueve por la casa arrastrando un ventilador de pie que orienta directamente a los ojos. Ahora, lo único que tira el ventilador es un sonido molesto a engranajes gastados, aspas sucias sostenidas por un tornillo que debería ajustarse. La ola de calor la obliga a salir, es más una impresión que una realidad, afuera de sus propios muros, piensa, debe estar agradable.

El calor que la empuja hacia afuera es una premonición. Le gusta creer en esas cosas, creerse capaz de predecir. O tal vez no sea el clima lo que la saca sino los martillazos que llegan desde el PH de arriba, se funden con las aspas de su ventilador y entonces la paz le resulta irrecuperable; esté donde esté la casa no tiene rincón para ella. Y la aguja que vaya a saber Dios dónde se le cayó porque ponerla no la puso en ninguna parte, cómo iba a dejar a una necesitando de las dos.

Desde el control remoto apaga el televisor y se seca la frente con la palma de la mano. Me sé las noticias de memoria, le dice al marido y no se detiene a explicarle que solo la había tentado saber si los incendios en Australia y en Brasil habían sido controlados. Será ese fuego el que llega, repite en voz alta, y nos trae este calor nocivo. Traicionero. Al volver a la cocina mira la hora en el reloj de la pared, diez de la mañana, y los golpes que no la dejan circular. Es jueves, dice recordando que seguramente va a pasar Javier buscando la clásica bolsita de alimentos. Pero no lo hace nunca antes de las doce, es pedigüeño pero vago. Busca una bolsa y pone un paquete de fideos, una lata de ensalada primavera y un sachet de mayonesa. Con este calor, piensa, mejor meterle algo fresco. Salgo, le grita a Fito antes de cerrar la puerta con cuidado, el pomo de bronce está flojo y el golpe brusco podría tirarlo al suelo. Aunque solo fuera a dar una vuelta manzana da dos giros de llave en la cerradura de arriba y otros dos en la de abajo, le cuesta agacharse, pero antes de hacerlo mira hacia ambos lados de la cuadra, una manía que se le había impregnado con los años e intensificado con la vejez.

Guarda las llaves en el bolsillo de las bermudas, quiere salir liviana, sin cartera, sin peso cayendo desde el hombro. Afuera el clima es el mismo, pero cree que se puede respirar. Es psicológico, afirma y duda del rumbo. ¿Izquierda o derecha? Ninguna, mejor ir de frente, recto. Santos Dumont es una calle más arbolada, la decisión es pragmática, circular bajo el reparo de las sombras. Camina tranquila, la espalda erguida, y aunque sigue manteniendo el mismo porte, los hombros firmes hacia atrás, levanta exageradamente los pies para demostrar que no los arrastra, que todavía no está oxidada. A pesar de la rodilla, del pinchazo en la ciática, a pesar de. No es la hora más linda para recorrer esas cuadras, a ella le gusta empezar el día barriendo el patio, revisar que no haya quedado agua estancada en las macetas y una vez segura de que eliminó el dengue, va hasta el sillón de hierro con la bolsa que le regalaron especialmente las hijas para guardar el tejido, esa donde debería estar la aguja que perdió.

Prefiere salir a la tardecita, cuando casi no hay autos, cuando el sol se asoma con menos fuerza, tiñendo de dorado los frentes de las casas. Es la hora en la que salía del brazo de Fito, la hora del declive, decía, salgamos a oler las veredas. Conocía dónde estaban las damas de noche y dónde los jazmines. Leo circulaba coleccionando puertas, ventanas, rejas, molduras. Mirá Fito qué pena cómo dejaron ese frente, me gusta el color de aquella casa, el tono inglés de la otra. El barrio había crecido sin estilo, el estilo era puro eclecticismo. Casas de dos plantas como mucho, a la manera inglesa, balcones afrancesados, art déco y la mayoría supieron ser casas chorizo que con los años perdieron su forma tradicional. Algunas habían cedido el patio delantero para construir un garaje precario; a veces el frente de la casa tomaba la vereda, otras ganaba un cuartito con una ventana que no se espejaba con las del resto de la casa. Le gustaba descubrir los cambios resistiéndose a las demoliciones, como si fuera ella misma a la que iban amputando.

Marzo se nota en la disminución de olores, en el tono de las hojas que ya se sostienen débiles, es el mes de los resabios, piensa al ver los restos gastados en una lavanda que pelea por mantenerse florida. Las mira anticipando el clima, prefiere el calor al frío, aunque reconoce que ahora disfruta más del otoño que de la primavera. Ya no tiene edad para lluvias. Casi ochenta. Ochenta a cumplir ese año sin. Son muchos años, dice cuando le preguntan y ofrece una sonrisa coqueta. Camina sin apuro, mirando su reflejo en las vidrieras. Casi ochenta, pero la columna todavía empinada con elegancia, el pelo lacio cayendo hasta la altura de los hombros, prolijamente teñido por Irma. Le gusta descubrir a esa Leo que no modificaron los años.

El motor de la caminata es la intriga. ¿Qué estarían haciendo en el PH de arriba? A ver si, de una vez por todas y ojalá, se dignaban a arreglar la fisura de la terraza que a ella le llega desde la bignonia hasta el patio. Una raja lateral que con los años se fue ampliando. Qué va, niega sacudiendo la cabeza, sabe que no le darían el gusto, no después de negarle la existencia de lo que es evidente porque la raja, les había explicado ella, no era de cimientos. Si no por qué no se la ve desde el piso, no señor, vuelve a decirles a los árboles, esa fisura nace arriba y llega desde arriba que no es lo mismo que decir desde el cielo. Tampoco son caños lo que van a cambiar, a quién se le ocurre, porque a ellos, piensa, les encanta la chapa y pintura, todo por la superficie, arreglos con un alambre sin planificar a largo plazo. Es recién al volver, y desde la vereda de enfrente y habiendo saludado a las chicas en la peluquería, que lo ve. Colgando del balcón, sobre la puerta de entrada a su casa. De chapa, rectangular. Lo primero que piensa es en la victoria, el fin de.

Necesita poner una mano en la pared, sostenerse, asimilar eso que lee y casi que la tienta a persignarse como una forma de agradecimiento. Horas, días, meses y años rezand

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