Ese tiempo que tuvimos por corazón

Marie Gouiric

Fragmento

Ese tiempo que tuvimos por corazón

El día temprano cocinaba un temporal, como esos que se arman dentro de cualquiera que aprende una nueva verdad. Las nubes cargadas se elevaban desde el fondo del río y por sobre la Ciudad, que avistada a lo lejos parecía una maqueta.

Cuando estuvimos dentro de la clase lo vi venir: montaba un caballo, sujetado a su cuello grueso y firme, por una soga de yute. El blanco sucio del animal parecía desprenderse de la lluvia que prosperaba camino hacia nosotros. El Joya crecido, todo negro prenda lujosa que era, caminaba a su lado, y por mirar a su ídolo en la altura de la montura, torcía bizco el paso de costado y parecía un tonto. Descendió con un salto como si pesara lo que una pluma, pero al llegar al suelo su cuerpo pisó firme y entero, una estaca de plomo que levantó tierra. Amarró al animal a la acacia y entró. Y ese caballo de quién es, pregunté. Yegua, que es hembra, me enseñó pero no dijo el nombre. Es nuestra, para cartonear.

Decía nuestra para decirse a sí mismo, a la Nahiara y a la Nurita, pero también al Nicomedes que a veces venía y pedía algo para hacer. Un cuento, una pintura. Nunca acomodaba lo que hiciera. Lo dejaba abandonado cerca de mí sobre la mesa y se iba a jugar a la pelota en el terreno en el que estábamos todos. Se refería al Nicomedes, pero también a otro hermano que era ya casado y con dos bebés, uno que caminaba y otro que todavía no. Y a dos hermanas mayores que nunca conocí. A su mamá y al que le decían papá, que era el padre de la Nurita, pero no de los demás. Este era un policía que llegado tarde a la familia de su mujer, la madre de todos, que cuento siete, se la adueñaba y la pudría por dentro, como un gusano en una fruta que por fuera todavía brilla. Pero esto se revelará cuando ya casi termine esta historia y yo esté lejos y en el intento de escribirla.

Entró a robar cuando vos no estabas, susurró el Potro a mi oído haciendo carpita con la mano. ¿Cómo que entró a robar cuando no estaba?, alcé la voz sin experiencia. De haberla tenido, hubiera seguido el susurro del niño más astuto que su maestra, y esperado el momento oportuno para preguntar con delicadeza, cuestión que sea una pregunta y no una acusación. De ahí encendí un enredo de insultos y peleas donde unos negaban, otros afirmaban y aunque habían estado callados en la clase, en la semana pareció ser algo que todos vieron porque gritaban: ¡Yo te vi, yo te vi! La Nahiara y la Nurita defendían a su hermano: ¡Esta van a ver!, mostrando el puño. Entonces Otana señaló: Yo te grité te estoy viendo, y vos pasaste al rayo encima de la Alacina, a los costados míos y te hiciste el sordo. ¡Callate muerta de hambre!, se defendió el Dylan con un ataque, y salieron afuera a discutir con empujones y agravios.

Estos que eran mis alumnos y tenían entre seis y más tardar trece, ahora parecían una muchedumbre agitada ante una justicia que debían resolver. Salvajes, levantaban puño y saltaban de un lado a otro. Yo pedía hablar tranquilos, pero mi voz había mudado a ser un carro que pasa por la calle y por la costumbre de que pase nadie escucha. Algunos decían: Ayudemos a la Seño, y arrojaban piedras. A lo que yo suplicaba: ¡No tiren, no tiren! Y entonces uno dejaba de tirar y le decía al que seguía tirando: Dijo no tiren, y le soltaba un golpe. Y se agarraban entre ellos. Y así todo era un desastre de patadas voladoras, pequeñas rocas y alguna que otra botella de manaos, que flotaba vacía en el aire, atravesada por la luz. El Potro se abrazaba a mi cintura, pobre la Seño. Y Lucila también, sí, pobre la Seño. Y yo los despegaba porque su compasión me entorpecía estar de pie, pero ellos volvían como garrapatas a mis piernas, pobrecita, y me hacían caer.

El Dylan y la Otana se pararon uno frente al otro a distancia de una patada, puños apretados, miradas apuntaladas, mostrándose los dientes. Se medían. Nosotros te damos de comer cuando tu tía se valbaile, y qué venís a buchonear, negra, reprochaba el Dylan. Y la Otana devolvía: A mí nadie me da de comer, sucio. El Joya ladraba y ladraba, y hacía carreritas en ronda que tejían y destejían un cerco que encerraba a la barra. Ambos comenzaron a girar los brazos con las manos cerradas como si sostuvieran boleadoras con piedras aprisionadas en las puntas por los cueros, y cuando el giro cargó la suficiente fuerza para ser lanzado, soltaron el arrebato sobre el otro. Atrapados por el barullo de la golpiza cayeron trenzados al piso. Los machacazos sobre sus espaldas sonaban secos, llenos de aire y sangre gruesa. Entre todos los separamos.

Otana era alta y blanca, de pelo negro y desparejo, mordido por una tijera desafilada. Cargaba una sonrisa casi transparente como la que se le borda a los muñecos de trapo y mirada dulce de botón. Su cara triste era igual de blanda, solo que en caída y con ella recibió el último golpe del Dylan: ¡Esas ojotas te las compró mi mamá, bastarda! Sus ojos vidriosos descendieron a sus pies, el calzado de goma amarilla resplandecía bajo el gris de la tormenta que engordaba su espuma sobre nosotros. Se sacó la derecha y la disparó en la cara del Dylan. Le dio y cayó hacía atrás en el intento de querer quitarse la otra cuando aún no había mermado la inercia del lanzamiento. Pero entonces un relincho tronó sobre la batalla y devoró nuestras atenciones. Alacina se ahorcaba. Un tironeo de la soga que la ataba al árbol ajustó el nudo que comenzó a prohibirle el aire. Ante la urgencia, el Dylan desarmó el propio nudo que era su cuerpo en el piso y creciendo para mis ojos en esa carrera, se levantó la remera, sacó un cuchillo sujetado entre la panza y el elástico del short, se impulsó apoyándose en la cruz del animal, saltó sobre él y con el filo castigó la cuerda hasta desarmarle el alma.

Se quedó sobre ella, acariciándola con los ojos cerrados para sentir cómo recuperaba el aire. Aliviado, resopló también y se volvió un hombre sentado sobre una bestia a la que acababa de domar. La bestia no era la yegua sino la muerte. Porque aunque el animal hizo algo sencillo y que le es propio, bajar la cabeza para comer pasto, sin saberlo bajaba hasta la muerte. No fue su culpa, la muerte es así. Y el Dylan parecía conocer tanto que yo no conocía, por la forma vacía de duda con que la defendió de ella, y se quedó montado encima y abrazado a su pescuezo antes de irse.

La lluvia finalmente quebró su techo condensado sobre nuestras cabezas y nos apagó el habla. Se escuchaba un silencio similar al sonido que hacen las frutas cuando tensan su piel y están listas, por su propia voluntad, para caer al mundo. Le acerqué las ojotas a Otana y acomodé su peinado. Unas lágrimas le barrían surcos claros en la tierra que le cubría la cara. Sin volver a cruzar mirada, el Dylan bajó de la yegua, hizo un nuevo amarre con el resto sano de la soga y se fue despacio, con Alacina a un lado y el Joya al otro.

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