6
Camino rápido porque estoy contenta. Me gustó ir al hospital, sobre todo cuando la médica me hizo escuchar los latidos de mi bebé en la computadora, golpeando como los tambores de una murga.
Cruzo la calle y me llega el olor de la comida que venden en la vereda y el hambre me aprieta las tripas desde adentro. Trago saliva y es peor, todo se revuelve en mi estómago vacÃo y siento náuseas otra vez. Necesito algo dulce. Casi llegando al local hay chipá, rollos de queso, tequeños, pan de yemas. Muero por un marciano de durazno aunque no puedo llegar al trabajo asà de tarde, con los dedos enchastrados y bañada en azúcar. Me paro enfrente de una señora con un canasto enorme y le pido dos chipás. La mujer me mira la panza, me los pasa y yo los meto en el morral. Uno para mà y el otro para la Tina. Camino rápido para contarle a mi amiga lo del hospital.
Al entrar al local está la Tina de espaldas vaciando cajas de velas sobre el mostrador principal. Me acerco y siento cómo se le pegó al cuerpo el olor de los vendedores que son como moscas y cortan, con la fuerza de sus termos de café, el perfume de nuestros sahumerios. Llegás tarde. Dice uno de los dueños. Te avisé ayer. Ya no me escucha. Controla el pedido que acaba de llegar. Cuando termina, me mira de reojo: Llegás tarde. Algunas mañanas tengo ganas de que el local se prenda fuego y quedarme mirando mientras se derriten sus millones de velas. Mi amiga sigue abriendo cajas y recargando los estantes para que se conviertan en billetes que nunca serán nuestros. Como la Tina trabaja desde que aprendió a pararse, las manos se le fueron poniendo viejas. Si te tocan raspan como las voces de las cantantes que le gusta escuchar: ThalÃa, Nathy Peluso, Gloria Trevi, Ayelén Baker y la Juli Laso de Cara de Gitana. Desde el principio nos caÃmos bien. Yo entendà que cuando los dueños salen, la Tina manda. Y ella siempre me dice que le gusta estar conmigo, aunque hable como un loro, porque le hago acordar a su hijo mayor.
¿Te cuento? Ella me mira seria y niega con la cabeza: los dueños siguen picantes. El pelo de la Tina brilla como el de las diosas del agua del estante celeste. A mà me gusta mirarla hacer porque tiene los dedos más rápidos del mundo y nunca rompe nada. Como llegué dos horas y media tarde habrá estado reponiendo sola hasta recién. Los dueños jamás se ensucian, solo cuentan plata y nos cagan a pedos. Dejo el morral y me pongo con la Tina a reponer mercaderÃa. Paso la trincheta sobre la cinta de embalar de la parte de arriba de una caja a toda velocidad y aprovecho el ruido para decirle bajito:
TenÃas razón, fue un flash increÃble. ¿Te cuento? La Tina sonrÃe y contesta: Te lo dije, mientras destripa una caja con la trincheta. Pero contame al mediodÃa, cuando los chinos no nos puedan escuchar. Nada les molesta más a los dueños del local que los llamen chinos. Una pequeña venganza que la lengua filosa de la Tina me confÃa a mÃ. A veces yo le digo que me adoptó y ella me contesta que si fuera su hija no andarÃa preñada a los dieciséis.
Después del mediodÃa, el ritmo del local se calma, los pedidos se van acabando y los dueños cuentan guita o atienden por teléfono los pedidos para mañana y nos dejan en paz. Mientras almorzamos sentadas en el depósito de abajo, le repito: ¿Te cuento? De la manija que tengo no me puedo ni sentar, asà que como parada y rápido para tener el resto de tiempo libre y contarle, pero me corta. A la noche es mejor, te venÃs para casa. Y me guiña un ojo.
Ella se rÃe enseñando los dientes que trituran el sándwich que le compró a un vendedor ambulante y yo me pongo contenta calculando cuánto falta para la hora de salida. ¿Traés corpiño, vos? Pregunto y ella me contesta que no, sacudiéndose. Ya me parecÃa. Al viejo de la avenida le estallaban los ojos mientras lo atendÃas. Digo con la boca llena y ahora nos reÃmos las dos.
La Tina traga y antes de volver a morder el pan con el tomate y la milanesa, propone que cuando salgamos la acompañe a los chinos de la esquina a comprarse uno. Si el mundo fuera como dice la Tina, serÃa un lugar en el que todos son chinos menos nosotras dos. Por ahà me compro uno yo también.
Miro las cajas enormes a nuestro alrededor, Gopal, sándalo, rosa, mirra, siete poderes. Estoy tanto en este lugar que ya casi ni los huelo. La bandeja de plástico se va quedando vacÃa. También la Coca que compartimos. Cuando me acuerdo del chipá que traigo en la mochila, algo se mueve adentro mÃo. Unas patadas suaves para recordarme que, aunque no lo nombre, el bebé sigue conmigo. Tengo que comer para los dos. La Tina terminó antes, aprovecha y habla por teléfono. Mi hijo mayor, dice indicándome para adentro del celular con el dedo. Y yo pienso que nos conocemos desde hace casi un año y cuando voy a su casa, no hay otro hijo. Nunca supe por qué le dice el mayor si es el único que tiene.
Faltan cinco o seis horas para el cierre del local. Mi panza por un rato se dejó de sacudir. Como me ve seria, la Tina mueve sus melones y me vuelve a hacer un guiño: Hoy te venÃs a casa. Yo saco el celular para llamarlo al Walter y ni bien atiende, le digo: ¿Te cuento?
7
A veces la voz de Ana era muy dulce. Otras, cuando yo cerraba los ojos y lograba dormir, ella abrÃa la boca para gritar con toda su fuerza. Y asà veÃa los primeros golpes sobre su cuerpo que me hacÃan daño adentro, una parte que no creÃa carne sino otra cosa dolÃa hasta hacerme doblar. Yo empezaba a luchar para escapar del sueño, pero no me podÃa despertar.
Una noche vi cómo los hombres la lastimaban y ella, ahora, me lastimaba a mÃ:
—Vos, que no vas a hacer nada nunca más, nos dejás abandonadas a la Florensia y a mÃ.
Me daba vuelta la cara. Yo esperaba hasta que se tranquilizara. Los tipos se habÃan ido. Solas, de nuevo, nosotras dos, me quedaba callada, me miraba las manos. Sin tierra en las uñas me parecÃa que esa piel mÃa era más clara, como si fuera de otra, o quizás, yo no querÃa ni pensarlo, como si fuesen las manos de una muerta.
—Yo nunca hacÃa nada. Solo podÃa ver lo que la tierra querÃa mostrarme.
—No seas tonta. La tierra vive adentro tuyo, vos siempre vas a volver.
Yo bajaba la cabeza y estiraba los dedos para mirarme la piel nueva, casi transparente, que me gustaba un montón. Ana no dejaba que me olvidara de la tierra. Igual que al comienzo de una tormenta, mis propias lágrimas iban cayendo sobre mÃ. SabÃa que Ana tenÃa razón.
Al rato ella se quedaba callada, relojeándome de costado. Yo me llevaba las mangas del buzo a los ojos para llorar un poco mÃ