Drácula

Bram Stoker

Fragmento

cap-1

PREFACIO

Drácula llegó por primera vez a las librerías el 26 de mayo de 1897, con un precio de seis chelines y una tirada de tres mil ejemplares. Iba encuadernado en tela amarilla, con el título en letras rojas. Cuatro años después, se reeditó ligeramente abreviado en una edición barata para quioscos, a seis peniques, con una ilustración de portada que fue de las pocas a las que Bram Stoker tuvo la oportunidad de dar su aprobación. En ella aparece el conde como un comandante militar de pelo blanco, con un poblado bigote y una capa semejante a las alas de un murciélago, reptando boca abajo por los muros de piedra del castillo de Drácula: nada que ver con el galán seductor de incontables adaptaciones cinematográficas (más de doscientas, según el último recuento), ese hombre carismático con capa y traje de etiqueta que exclama portentosamente: «¡Son los hijos de la noche! ¡Sus aullidos son como música para mis oídos!». Es casi imposible hoy día deshacerse de la imagen de Max Schreck en Nosferatu, o de Bela Lugosi y Christopher Lee en sus respectivas versiones de Drácula, o de Gary Oldman en Drácula, de Bram Stoker, y acceder a la novela tal como Stoker la escribió.

Las primeras críticas fueron regulares. La revista Athenæum, que siempre había dejado por los suelos cualquier libro que llevara la firma de Stoker, consideró que Drácula era deficiente tanto en «destreza constructiva como en el aspecto literario más elevado. Por momentos parece una mera sucesión de acontecimientos grotescos e increíbles»; las novelas góticas podían entrar en dos categorías: las sugerentes, y las de sangre y truenos; Drácula estaba sin lugar a dudas en la segunda categoría. Otros fueron, en cierto modo, más amables: «lo hemos leído casi entero con absorta atención», decía el reseñista de Bookman. La mayoría se habían sentido incómodos, por un motivo u otro, con la novela, pero ni mucho menos tan incómodos como con los libros de Oscar Wilde, las obras de Henrik Ibsen y las ilustraciones de Aubrey Beardsley. Drácula seguramente transgredía algo, pero los críticos no acababan de saber exactamente qué. Y tampoco estaban seguros de que el autor lo supiese. Da la impresión de que los lectores de finales de la era victoriana leyeron el libro como una obra pionera de tecnoficción: transfusiones de sangre, grabaciones fonográficas y taquigrafía en un relato de aventuras sobre un comité de las fuerzas del bien (la ciencia, la religión y los contactos sociales) frente al rey demoníaco y los de su clase, llegados de una tierra más allá de los bosques del Este.

En realidad, el conde, tal como fue originalmente concebido —según las anotaciones en uno de los primeros borradores de Bram Stoker, escritas en papel de carta del Lyceum Theatre, cuando Drácula se llamaba todavía «conde Wampyr»— habría estado en su salsa con Wilde y Beardsley en el Lyceum una noche de estreno. La lista de características vampíricas de Stoker en esta fase temprana de escritura incluye:

– poder para generar pensamientos malignos o para desterrar los buenos en las personas presentes;

– camina entre la niebla por instinto y es capaz de ver en la oscuridad;

– insensibilidad a la música;

– los pintores no pueden pintarlo; sus retratos siempre recuerdan a otra gente;

– no se lo puede fotografiar, sale velado o como un esqueleto;

– no hay espejos en la casa del conde, nunca se ve su reflejo en ninguno, ¿sin sombra?;

– nunca come ni bebe.

El vampiro fin de siècle de Stoker es incapaz de apreciar la buena música, disfruta generando pensamientos malignos por diversión, no puede ser retratado ni fotografiado, parece estar a dieta y no soporta verse en un espejo: todo esto lo dota de cierto parecido con El retrato de Dorian Gray (1891), de Wilde, y su esteta de sociedad, un apasionado de las novelas baratas francesas. Pero en 1897 la mayoría de estas características vampíricas habían sido descartadas de la novela final. Tal vez por deferencia a los conocidísimos prejuicios de su jefe, Henry Irving, y por el juicio a Wilde en 1895, y el consiguiente revuelo, Stoker decidió reprimir el lado estético de la personalidad de su demonio; del mismo modo que, sin duda, reprimía el suyo. En una nota que adjuntó a uno de los quinientos ejemplares de cortesía de Drácula que envió lleno de entusiasmo a la flor y nata, Stoker le decía a W. E. Gladstone nada menos que esperaba sinceramente que no hubiese en el libro «nada indecente»: «la novela está por fuerza llena de horrores y terrores —añadía, justificándose—, pero confío en que sirvan para purificar la mente por medio de la compasión y el terror».

Su escritura sí parece haber sido, a juzgar por las evidencias, un acto de purificación. Por fuera, Bram Stoker era un pilar de la respetabilidad victoriana: un hombre que, en palabras más bien condescendientes de un crítico reciente, fue «un maestro del tópico» en la mayor parte de lo que escribió. Antiguo funcionario del departamento de multas y sanciones, y más tarde del tribunal de delitos menores, en Dublin Castle, y criado en el barrio costero de Clontarf, se había convertido en secretario, administrador de la taquilla y jefe de sala del Lyceum Theatre, justo al lado del Strand, en Londres, un giro en su carrera que lo llevó a codearse de manera habitual con el establishment artístico y político de la época. Era, según se dice, un hombre cordial, práctico y meticuloso. Llevar las cuentas para el actor y director del teatro Henry Irving en sus años más ostentosos, conseguir que el Lyceum fuera solvente, y convencer a Irving de que no se pasara de la raya con los efectos especiales era más que un trabajo a jornada completa. Stoker rara vez salía del teatro antes de la una de la mañana, porque a su jefe, después de la función, le gustaba organizar cenas en la Beefsteak Room [la «Sala del Bistec»] que había detrás del escenario y que, con su extravagancia característica, Irving había decorado a la manera de un salón gótico (con chef incluido); cenas que tenían como fin hacer contactos. Stoker elaboraba cuidadosas listas de todos ellos, con letra pequeña y pulida. Por algún motivo no incluyó a Oscar Wilde.

Pero por debajo de esta fachada reluciente, Bram Stoker tenía algo que le reconcomía. El suceso que al parecer desató su imaginación —posiblemente por una sola vez en su vida—, y que trasladó de manera indirecta al libro que hizo que todos los que lo conocían dijesen «No tenía ni idea de lo que Stoker llevaba dentro; era una persona tan sensata...», ese suceso tuvo lugar, parece ser, la noche del 7 de marzo de 1890. Fue una pesadilla, que el 8 de marzo Bram Stoker anotó puntualmente en otra hoja de papel con el membrete del Lyceum: «Joven sale, ve unas chicas, una intenta besarle, no en los labios sino en la garganta. Viejo conde interfiere, cólera y furia diabólicas, este hombre me pertenece, lo quiero para mí», escribió. En la novela, esta pesadilla acabaría convertida en la entrada de la noche del 15 de mayo del diario ficticio de Jonathan Harker: «Supongo que debí de dormirme; eso espero, pero me temo no haber dormido en absoluto [...] no consigo creer que haya ocurrido». Ese fue el origen de Drácula. Entre los muchos c

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