Convulsión

Robin Cook

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

El lunes, 22 de febrero de 2001, fue uno de esos días de mediados de invierno sorprendentemente cálidos que profetizaban falsamente la llegada de la primavera para los habitantes de la costa atlántica. El sol brillaba desde Maine hasta la punta de los cayos de Florida, y asombrosamente ofrecía una diferencia de temperatura entre uno y otro extremo inferior a los diez grados centígrados. Estaba destinado a ser un día normal y feliz para la gran mayoría de los habitantes de este extenso litoral, aunque para dos individuos excepcionales marcaría el comienzo de una serie de acontecimientos que, en última instancia, harían que sus vidas se cruzaran trágicamente.

Hora: 13.35

Cambridge, Massachusetts

Daniel Lowell apartó la mirada de la hoja rosa que tenía en la mano. Había dos cosas en la nota que la hacían única: primero, la persona que había hecho la llamada era el doctor Heinrich Wortheim, director del departamento de química de Harvard, que reclamaba la presencia del doctor Lowell en su despacho, y segundo, la casilla de URGENTE aparecía marcada con una cruz. El doctor Wortheim siempre se comunicaba por carta y esperaba recibir una respuesta escrita. Como uno de los más eminentes químicos mundiales que ocupaba el sillón directivo del lujoso y muy bien remunerado departamento de Harvard, era un personaje excéntricamente napoleónico. En contadas ocasiones trataba directamente con el vulgo que incluía a Daniel, a pesar de que Daniel era el titular de su propio departamento, sometido a la autoridad de Wortheim.

—¡Eh, Stephanie! —gritó Daniel a través del laboratorio—. ¿Has visto el aviso de llamada que está en mi mesa? Es del emperador. Quiere verme en su despacho.

Stephanie apartó la cabeza de los oculares del estereomicroscopio que estaba utilizando y miró a Daniel.

—No tiene buena pinta —comentó.

—Tú no le dijiste nada, ¿verdad?

—¿Cómo podría tener la oportunidad de decirle nada? Solo le he visto en dos ocasiones mientras hice el doctorado: cuando defendí la tesis y cuando me entregó el diploma.

—Seguramente se huele algo de nuestros planes —opinó Daniel—. Supongo que no debería sorprenderme, si tengo en cuenta la cantidad de personas con las que he hablado para que formen parte de nuestro consejo científico asesor.

—¿Piensas ir?

—No me lo perdería por nada del mundo.

Solo era un breve paseo desde el laboratorio hasta el edificio que albergaba las dependencias administrativas del departamento. Daniel tenía claro que caminaba hacia una confrontación, pero en realidad no le importaba. Al contrario, era algo que esperaba con interés.

En cuanto Daniel entró en la oficina, la secretaria del departamento le indicó que pasara sin más al despacho de Wortheim. El viejo ganador del Nobel le esperaba sentado al otro lado de su mesa escritorio antigua. Los cabellos blancos y el rostro afilado hacían que Wortheim pareciera más viejo de los setenta y dos años que decía tener. Pero su apariencia no disminuía en nada su autoritaria personalidad, que irradiaba de él como un campo magnético.

—Por favor, siéntese, doctor Lowell —dijo Wortheim, que miró a su visitante por encima de las gafas de montura metálica. Aún conservaba un muy leve rastro de acento alemán a pesar de que había vivido casi toda su vida en Estados Unidos.

Daniel aceptó la invitación. Era consciente de que una débil y despreocupada sonrisa, que sin ninguna duda no escaparía a la mirada del director del departamento, se mantenía en su rostro. A pesar de su edad, las facultades de Wortheim seguían siendo tan agudas como siempre y atentas a cualquier desliz. El hecho de que Daniel tuviera que rendir pleitesía a este dinosaurio era en parte el motivo de haber acertado en su decisión de abandonar la vida académica. Wortheim era brillante, y había obtenido el premio Nobel, pero continuaba empantanado en la química inorgánica sintética del siglo pasado. La química orgánica en forma de proteína y sus respectivos genes era el presente y el futuro del campo.

Fue Wortheim quien rompió el silencio después del cruce de miradas entre los dos hombres.

—Deduzco de su expresión que los rumores son ciertos.

—¿Podría ser un poco más específico? —replicó Daniel. Quería tener la seguridad de que sus sospechas eran correctas. No pensaba hacer el anuncio hasta dentro de un mes.

—Ha estado formando un consejo de asesores científicos —añadió Wortheim. Dejó la silla y comenzó a pasearse por el despacho—. Un consejo asesor solo puede significar una cosa. —Se detuvo para mirar a Daniel con un desdén hostil—. Tiene la intención de presentar su renuncia, y ha fundado o está a punto de fundar una empresa.

—Culpable con todas las de la ley —proclamó Daniel. No pudo evitar una sonrisa de oreja a oreja mientras el rostro de Wortheim mostraba un color rojo subido. Era evidente que Wortheim equiparaba su proceder con la traición cometida por Benedict Arnold durante la guerra de la Independencia norteamericana.

—Hice lo imposible en su favor cuando lo contratamos —replicó Wortheim, furioso—. Incluso le construimos el laboratorio que exigió.

—No me llevaré su dichoso laboratorio —manifestó Daniel. No podía creer que Wortheim intentara hacerle sentirse culpable.

—Su insolencia es insultante.

—Podría disculparme, pero no sería sincero.

Wortheim volvió a sentarse.

—Su marcha me pondrá en una situación difícil como presidente de la universidad.

—Lo siento mucho, y esta vez lo digo con toda sinceridad. Pero todos esos tejemanejes burocráticos forman parte de las razones por las que no lamentaré abandonar la vida académica.

—¿Qué más?

—Estoy harto de sacrificar mis investigaciones para dedicarme a la enseñanza.

—Usted es uno de los que menos clases dan de todo el departamento. Fue algo que negociamos cuando se sumó al equipo.

—Así y todo me roba tiempo a mi trabajo. Sin embargo, no es ese el tema principal. Quiero recoger los beneficios de mi creatividad. Ganar premios y publicar artículos en las revistas científicas no es suficiente.

—Quiere convertirse en una celebridad.

—Supongo que esa es una manera de decirlo. El dinero tampoco me vendrá nada mal. ¿Por qué no? Hay personas con la mitad de mi talento que lo han hecho.

—¿Alguna vez ha leído Arrowsmith de Sinclair Lewis?

—No tengo muchas ocasiones de leer novelas.

—Quizá tendría que buscarse un hueco para hacerlo —sugirió Wortheim despectivamente—. Pudiera ser que se replanteara su decisión antes de que sea irreversible.

—Ya lo he pensado todo lo que hacía falta y más. Creo que es lo correcto.

—¿Quiere saber mi opinión?

—Me

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