Tiempo de renacer

Fragmento

Tiempo de renacer

TIEMPO DE RENACER

“Murió en nuestra ciudad una mujer que conmovía tanto al pueblo florentino, que quien la trataba se sentía amado por ella”.

LORENZO DE MEDICI, EL MAGNÍFICO

Todos tenemos un enigma por resolver sobre nosotros mismos. Pero para lograrlo debemos descubrir que existe esa pregunta interior. ¿Quién soy?

A veces no nos damos cuenta de que incluso nuestras más profundas angustias, son solamente preguntas. Preguntas formuladas desde lo que no sabemos de nosotros mismos y que claman por respuestas. ¿Para qué estoy aquí? ¿Dónde y en qué coordenada de este mapa que se camina a tientas estoy ocupando realmente mi lugar? ¿En qué nota de esta partitura, resuena en armonía mi destino? Porque la vida solo tiende a seguir su curso, a florecer hasta lo más conmovedor de su belleza. Pero a diferencia de una rosa o del vuelo excelso de las aves, somos nosotros, pequeños e ignorantes, los portadores de este secreto, las auroras de nuestra identidad. Por eso, en la búsqueda, nacemos y renacemos. Por eso, siempre es tiempo de renacer.

Siempre es tiempo de Renacimiento.

Tiempo de renacer

I

2023

Florencia

Helena tenía que hacer tiempo. Bebió de un trago lo que quedaba de su cappuccino y salió del Café Gucci sin destino. Al menos por tres horas mandaría el azar. En Florencia, después de todo, siempre se superponen los tiempos. La traza de la ciudad era la misma que hace quinientos años, pero la energía de las calles la hacía sentir siempre nueva. El tiempo libre hasta su sesión de fotos le permitiría dejar por un rato el ensimismamiento del que llega a una ciudad por trabajo y no puede disfrutarla. El glamour de la moda era apenas el destello de una maquinaria que lo demandaba todo para producir sus luces.

Como si supieran donde ir, sus pasos la llevaron intuitivamente a la Piazza della Signoria. Allí, junto al Palazzo Vecchio, la réplica del David de Miguel Ángel le confería un halo amigable a la antigua fortaleza donde se asentó el poder que inventó la política moderna y que inspiró El Príncipe de Nicolás Maquiavelo: el poder de los Medici. Pero eso no era lo que Helena estaba pensando. Miró la hora. Tenía tiempo para entrar a la Galleria degli Uffizi. Había visto decenas de veces sus salas monumentales a trasluz cuando va cayendo el sol, desde el otro lado del río Arno. Pero siempre estaba corriendo de una cita a otra en sus agendas sin respiro. Esa tarde, en cambio, era distinta.

La Galleria degli Uffizi albergaba una colección magnífica que incluía esculturas de la antigua Roma y pinturas icónicas del Renacimiento. Helena cedió esta vez a la tentación de ser turista por un rato y cruzó la explanada entre las dos alas del edificio construido en el siglo XVI. La miraron pasar notables presencias desde la doble hilera de esculturas. Descubrió pronto a Miguel Ángel Buonarroti, y reconoció a Leonardo Da Vinci. Al llegar al extremo de la columnata se sumó a la fila de visitantes, compró la entrada, pasó el control de seguridad e inició el recorrido por el subsuelo. Antes de entrar, se quitó el abrigo de paño color beige que la cubría, y quedó con un pantalón de jean y una remera blanca enorme que le daban aire adolescente. Como todo ornamento, se hizo un nudo en el pelo que caía levemente ondulado hasta la cintura y se entregó al momento. Decidió no abrir el tercer mensaje de su padre que le pedía hablar. Ya sabía qué quería. Que dejara de perder tiempo con el modelaje. Que terminara la carrera de Finanzas. Ella no tenía esa prisa. Se sentía como alguien que está empezando a reconocer dónde está parada y hasta su propia presencia en el espacio. Eso que era fácil en una pasarela no lo terminaba de dilucidar en la vida. Por momentos la atraía ganar el buen dinero que venía de las campañas publicitarias, aunque no fuera una modelo top. Y por momentos sentía que era su forma de escapar, o de evadirse. Siempre la había acompañado una sensación de intermitencia, de estar y no estar. De pertenecer a medias. Como si pudiera entrar y salir de esos mundos que la rodeaban. En ese momento, de hecho, no soportaba ni escuchar a la guía que, con voz estridente, repetía su coloquio sobre arte medieval a un nutrido contingente de viajeros. Se salteó la primera sala para ganar algo de paz y dejó atrás esas madonnas con sus niños, pintadas sobre plafones de madera con fondo dorado.

Casi sola, extrañamente sola, empezó a sentir el desacople de la realidad que irrumpe como una sutil anestesia en los museos. Las formas en los cuadros iban cambiando. El sensual púrpura, el suntuoso azul, el incandescente amarillo, el verde atemporal, estallaban de pronto en cuerpos voluptuosos y místicos a la vez, santos pero bellos. Madonnas más humanas, con ruborizadas mejillas y niños enigmáticos, cándidos y adultos a la vez. Las vírgenes del Renacimiento eran mujeres. Las vírgenes medievales eran íconos. De pronto, las mujeres corporizaban virtudes y gracias, además de martirios y devoción. Eso dedujo. Sin mucho entendimiento. Algo se iba descomprimiendo en su cabeza. Por fin.

Y fue en ese momento adecuado e inesperado, que sintió repentinamente la desnudez. Primero percibió un rubor en la cara y la sensación refrescante de una brisa marina que parecía venir de ese cuadro. Helena caminó directo hacia la pintura. Era como si se acercara a una ventana abierta, no a un cuadro. Le pareció raro. Quizás era por ese cielo suavemente celeste, casi confundido con el agua de un verde transparente. Quizás era por haber desconectado al fin de todo lo otro. En una milésima de segundo le quitó los ojos a la visión para buscar el nombre de la obra. “Sandro Botticelli, claro”, se dijo. Y regresó con la mirada al rostro de ella, de Venus. Sin poder entender muy bien lo que estaba pasando, al buscar el rostro de la diosa, se vio. Se vio. No parecida. No solo parecida. O más bien idéntica. Se vio ella como si estuviera ante un espejo. Parpadeó carnal ante a ella, esa mujer. Pero no parpadeó como otra, parpadeó como ella. Parpadeó con ella. Helena cerró los ojos y apretó los párpados como si pudiera borrar lo visto. Pero al abrirlos sintió su lánguida mirada volviendo en forma de reflejo desde esa imagen. Asustada, dio un paso hacia atrás. Y la mujer en el cuadro también lo hizo. Al mismo tiempo. Tambaleó como tambaleó la otra sobre esa concha marina en la que se posaba sobre el agua. No entendía si esta vez era ella la que replicaba al cuadro o el cuadro a ella. ¿Quién tambaleaba? ¿El piso se hacía de pronto inconstante o líquido? O la mujer del cuadro era ella. ¿Quién era ella? ¿Qué diablos estaba pasando? Sintió confusión, pero también seguridad. Y eso le produjo más temor. Reconoció con intimidad su propia nostalgia en la cara que la copiaba. La extraña no era extraña. No podía quitar los ojos de ella. Se sintió dentro de esa escena. No podía ser. O sí. Movió un brazo para testear, y ella, la otra, también movió el brazo con el que sostenía su pelo larguísimo para taparse el pubis. Al verla a ella quedar totalmente desnuda, sintió pudor por sí misma y se cubrió como si la desnudez le perteneciera. Sintió de pronto algo parecido a la claustrofobia, y un miedo extraño de no poder volver. ¿De no volver de dónde? Era como una dislocación en sí misma, fuera del tiempo. Habían pasado solo segundos. Escuchaba voces en otro plano auditivo. Empezó a temblar. No lograba tener claridad para empezar a preguntarse lo que estaba pasando porque ante todo debía concentrarse en eso que estaba ocurriendo. Justamente, no era su imaginación. Sintió la adrenalina del que quiere escapar, sintió peligro, pero al mismo tiempo sintió que estaba allí en el mar, flotando apenas sobre esa concha marina que llegaba a la costa de Chipre. La abrumó la sensación de no poder siquiera pensar. Sintió que el miedo la tomaba. Percibió que el temblor se convertía en inestabilidad. Era la inestabilidad del agua. Sintió terror. Y confusión. Luego cayó inconsciente sobre el piso de la Sala Botticelli.

En un espacio contiguo, la guía que estaba explicando los detalles de La Primavera, otro cuadro del mismo pintor, corrió al instante al verla desvanecerse. Al acercarse, la mujer debió mirar dos veces por la sorpresa que le provocaba lo que tenía ante sus ojos. Una chica joven de rostro idéntico a la del cuadro estaba tendida en el piso con el pelo ondulado e interminable, de las mismas tonalidades doradas y cobrizas que el de la Venus en la pintura. Era como si la mismísima diosa hubiera saltado desde su escena hacia la sala del museo. Se enojó consigo misma al darse cuenta de que revisaba que la imagen de Venus siguiera precisamente en su lugar. Es que conocía de memoria esa obra. La explicaba varias veces por día desde hacía casi treinta años. Y no daba crédito a lo que veía. Estaba arrodillada en el suelo mientras todas estas disquisiciones ocurrían en su mente al tiempo que le tomaba el pulso a la joven y decidía si era necesario pensar en una reanimación. Vio acercarse en un tumulto al servicio de emergencias y le salió un suspiro angustiado de alivio al ponerla en sus manos.

—Su pulso está bien. No sé qué le pasó. No estaba en mi grupo. La vi caer como una plumita al piso. Pobre niña.

Al tiempo que veía a los paramédicos llevarse a la joven, la guía se puso de pie tambaleándose un poco hasta lograr estabilidad y presa aún del desconcierto. Cuando iba a acercarse a su contingente para pedir disculpas por la demora, observó el rostro grave de uno de los curadores del Museo y hubiera jurado que sabía lo que estaba pensando. Pero no iba a ser ella quien le dijera nada. En los museos se vivían situaciones emocionales de todo tipo. El arte impactaba en forma singular y única en cada persona que lograba una experiencia trascendente. Estaba segura de que esa chica había vivenciado algo especial.

Josefina López había emigrado a Italia desde España como una joven estudiante de Historia del Arte. Allí en Florencia había terminado su carrera, había conseguido trabajo como guía en idioma español, y había conocido a su marido con quien tenía dos hijos ya adultos. En todo ese tiempo nunca había dejado de hacer lo que le apasionaba: mostrar esos cuadros que la habían asombrado hasta las lágrimas desde siempre y compartir sus secretos para que también otros pudieran recibir el arte en su corazón. El mundo del arte era curioso. Había visitantes del Museo que salían con su corazón tan inerte como había entrado. Pero había expertos de arte que lo tenían igualmente helado. Y no entendían que una obra es un enviado de otro tiempo que vive para contar recónditos secretos. Esa pasión por el misterio vivo en cada obra la encendía. No creía en el excesivo tecnicismo de algunos reputados nombres y tampoco en quienes se aferraban a relatos convencionales para quedarse con una mirada cómoda y simplista. Los cánones eran lugares mentales parecidos a los mausoleos. Y aunque sabía que ese rigor tenía un sentido y era el abordaje serio y metodológico, ella hacía tiempo que había optado por ir más allá. Hubiera jurado que el circunspecto curador había notado lo mismo que ella sobre esa chica, pero prefirió fingir que nada pasaba y mirando bajo empezó a caminar hacia los turistas que la esperaban. Él la reprendería por “su pensamiento esotérico”. Estaba segura. Cuando buscaba evadir al curador mirando el suelo, fue que descubrió el objeto. Allí vio una pequeña cartera color verde agua que se había abierto al caer. Sobresalía un papel con un nombre y lo que parecían las indicaciones para una cita de trabajo. “Helena De Benedetti”, leyó. Necesitaba saber exactamente lo que le había pasado a esa niña.

Tiempo de renacer

II

1469

Palazzo Medici, Florencia

Vamos, Sandro... dinos todo lo que sabes de la signorina Simonetta...

—No sé nada, Giuliano...

—¡Eres su vecino!

—Ya está bien, no me fastidies...

—Oye, no te ofendas, Sandro. Era solo una broma de Giuliano. ¡Ey, Sandro! ¡No te vayas...!

—No me mires así, Lorenzo. Admite que tú también querías saber de ella, hermano... ¿eh?

Sandro Botticelli sujetó su gorra escarlata para evitar que cayera por el peso de su tupido cabello y bajó la cabeza para esconder el rubor de su cara mientras salía raudo y perturbado del señorial patio del palacio. No podía permitirse mostrar sus sentimientos ante sus jóvenes patrones, Lorenzo y Giuliano de Medici, que lo trataban como un hermano. Jocosamente y en tono burlón lo habían interrogado hasta el hartazgo sobre la joven doncella que sería en pocos días la esposa de su vecino Marco Vespucio. La boda se realizaría ahí mismo en el palacio de los Medici, donde la recién llegada sería alojada para mantener la recomendable distancia que se espera de una virgen. Pero no era la boda, ni la procedencia, ni la dote, lo que entretenía a los enérgicos hermanos, al hablar de ella. Era el deseo. No era la primera vez que Sandro los veía así, como leones a la caza, pero esta vez sentía una inocultable incomodidad. Además de una evidente desventaja: para los hermanos, que eran los verdaderos príncipes de Florencia, no había restricciones si ponían los ojos en una mujer. Ni siquiera si estaba desposada. Y Sandro, aunque la poderosa familia prácticamente lo hubiera adoptado, era solo un artesano dedicado a la pintura que había tenido la fortuna de ser protegido por sus mecenas de la noble Casa de Medici. Él no podía ni soñar con una mujer de ese linaje.

La familia Vespucio que era la más influyente del distrito de Ognissanti (Todos los Santos), a orillas del río Arno, en el centro de la ciudad, tenía su casa al lado de la de su familia, allí donde pronto Sandro iba a abrir su estudio. Él la había visto llegar aquella mañana fría de diciembre. Sin saber quién era. La había visto caminando entre damas de compañía vestidas de negro con la cara cubierta bajo un velo transparente y ceñidas cintas de terciopelo negro que envolvían su rostro y se traslucían bajo la leve cobertura. Pero entonces no sabía ni su nombre. “Chi sarà?” “¿Quién será?”, se había preguntado.

Hacía solo minutos, no había podido ni mirarla pasar cuando Lorenzo y Giuliano la habían intimidado con su presencia al verla cruzar la galería. Pero él ahora caminaba de prisa para encontrarla. Su capa escarlata se levantaba acompañando el paso firme de quien no sabía dónde iba. Una total sinrazón. ¿Qué iba a hacer si la encontraba? Jamás le había dirigido la palabra y no correspondía que lo hiciera. Además, ella parecía registrar poco de lo que la circundaba. Sin embargo, algo que él mismo no llegaba a comprender lo impulsaba a protegerla. Él, que también recibía comisiones de pinturas de los Vespucio, había escuchado ocasionalmente parte de la negociación del jefe de esa familia con los señores de Appiani, que aportaban la dote por la unión matrimonial. Habían llegado de Piombino, en la costa oeste de la región toscana para terminar el trato. Gracias al conveniente matrimonio, los Vespucio adquirían derechos sobre las minas de hierro de la isla de Elba, algo que venía bien a los Medici, y los familiares de la muchacha obtenían un acceso inapreciable a esa casa florentina. Para los Vespucio, Simonetta era una llave para ganar influencia y ampliar su alianza con el clan que dominaba la ciudad.

Simonetta Cattáneo era apenas una pieza ínfima entre esos pesados engranajes de poder y había sido criada para serlo, aunque fueran muchos más los cataclismos personales que la habían llevado a Florencia. Lo que Sandro no podía saber es que Simonetta vivía su tercera migración con solo dieciséis años y que en sus desarraigos ya había conocido desde la caída en desgracia de su familia, a las traiciones más descarnadas de los propios y el peligro inminente de morir. Simonetta era el obsequio de agradecimiento de su propia madre a los señores de Piombino, los parientes que los habían refugiado en el exilio de Génova. A ella solo le quedaba acatar ese destino.

El palacio de los Medici, donde Sandro la buscaba como en un laberinto, era el punto neurálgico del poder en Florencia y de eso daba cuenta su ubicación estratégica al norte de la ciudad. La construcción tenía visión privilegiada a puntos vitales. En línea recta, se avistaba a la perfección extraordinario Duomo de Santa Maria del Fiore y el Baptisterio de San Juan, y más al sur, la fortificación del Palazzo Vecchio donde se asentaba el poder formal. Hacia el oeste y a un minuto de caminata se levantaba la Basílica de San Lorenzo, que era el mausoleo de la familia. La palaciega residencia familiar, por su parte, había sido construida bajo criterios de máxima discreción por designio de su más notorio patriarca, Cósimo de Medici. Piero, hijo de Cósimo y actual líder, junto con su esposa Lucrezia habían acogido a Sandro como un hijo más.

Poco después de la muerte de otro artista protegido por la familia como había sido Donatello, la comisión de una pintura en particular le había hecho ganar el corazón de los Médici a este hijo de un próspero curtidor y destacado aprendiz. Cuando Sandro Botticelli descubrió ante los ojos de la gran Lucrezia de Medici La Madonna del Magnificat, la dama vio en la maravillosa pintura circular o tondo, una imagen de su familia. Supo sin dudas que, en la mismísima Virgen, ese muchacho había escondido rasgos de ella y reconoció a sus hijos entre los cinco ángeles que la rodeaban: Lorenzo sosteniendo el tintero y Giuliano, el libro sobre el que la virgen escribe, mientras guarda en su otra mano una granada, símbolo de la resurrección. Desde aquellas primeras pinturas, Sandro ya era contendiente del mismísimo paso del tiempo.

Pero ahora, solo una imagen ocupaba su cabeza. La imagen de Simonetta, a quien había visto danzando en su presentación en sociedad, a quien había visto huyendo, a quien buscaba ahora. Ella parecía una criatura en peligro, que huye de un inminente asalto, pero que en su belleza parece más peligrosa que el peligro. Caminaba expectante y ávido cuando distinguió la cola de su vestido perderse como una ráfaga en la escalera que llevaba a la capilla. Esperó un segundo para no ser visto y también se apresuró en subir la escalinata, sin saber aún por qué la seguía.

Cruzó la capilla, pero ella no estaba. Atravesó los corredores percibiendo su sombra, las ondas en el viento a su paso, su perfume entre la penumbra de los salones, pero ella no estaba. Enfiló hacia el único espacio pendiente y al tomar el hall que llevaba a la gran sala, descubrió su escondite. Ella estaba sentada en una poltrona de terciopelo púrpura a los pies de la bellísima Madonna con el bambino pintada por su amado maestro Fra Filippo Lippi. Hundía su cabeza dejando caer su rostro sobre sus manos juntas. Se adivinaba sus ojos cerrados y solo sus rizos cubrían la cara por fin libre. Sandro se quedó paralizado. Hubiera querido no respirar. Pero sus ojos grandes y curiosos contrariaban su timidez. Él se hubiera escondido, ellos saltaban. Y solo pudo ser el brillo de su mirada en esa penumbra lo que exaltó hasta la agitación a la joven ensimismada en su inmensa soledad. El susto de ella al descubrirlo, lo mortificó.

—¡Oh! ¡Perdón! ¡Perdón, signorina! No quise perturbarla.

Simonetta elevó sus ojos que no eran vivaces, que no eran inquietos, que no eran pícaros. Él no había visto nunca la dulzura subyugante de la nostalgia en una mirada. Una mirada capaz de desarmar un ejército, pensó. La melancolía con esperanza, tenía su fuente en ese candor intimidante. No podía soportarlo. Intentó bajar los ojos y no mirarla, pero no pudo.

—A veces vengo a ver la Madonna de mi maestro, pero vendré en otro momento —mintió.

Se sintió estúpido. Ella no contestó. Pero no se percibió en peligro. Él transmitía una paz extraña porque al mismo tiempo se veía convulsionado. Convulsionado pero confiable. Simonetta sintió que ese hombre la estaba mirando para siempre, como si estuviera guardándola en su memoria.

Ya sin resistencias en pie para soportar la beldad de sus ojos y el propio atrevimiento, Sandro inclinó la cabeza en reverencia y se volvió sobre sus pasos.

Signorina, usted parece Venus —susurró al alejarse creyendo que ella no había escuchado.

Y allí la vio pasar a su lado como una ilusión. La vio escapar escoltada por sus rizos interminables que flotaban como ondas de luz en el aire. La vio volverse imprevistamente hacia él. Y sus ojos se encontraron por unos segundos. Al caminar de regreso al patio, Sandro sintió que habitaba su propia carne por primera vez.

Tiempo de renacer

III

2023

Galleria Vittorio Emanuele, Milán

¿Estás segura de que no habías tomado alguna cosita?

—No puedo creer que lo primero que se te ocurra decirme sea eso.

—Pero ¿cuándo pasó todo esto?

—No es to-do-es-to, Domenico. Y no te burles... No debí haberte contado. Fueron cinco minutos nada más, que duraron una vida. No lo puedo explicar...

—Me asustas, Helena...

—¡No me estás ayudando, Domenico!

—Está bien... Perdón. Cuándo fue esto...

—Fue la semana pasada.

—Y, discúlpame, pero por qué no volviste al museo... a ver si volvía a pasarte lo mismo.

—Porque teníamos que regresar a Milán por esta campaña. ¿O qué crees que estamos haciendo al lado de esta copa de Campari? ¿Teniendo una cita?

—Tienes que volver, Helena.

—Lo tomas más en serio que yo, Domenico. La verdad, creo que preferí dejarlo pasar. Pero no me quedaré tranquila si no intento...

—Tal vez estabas cansada o con hambre... ¿Habías comido o estabas en ayunas como haces para salir con la panza chata en tus producciones?

—No seas estúpido. Acababa de comer algo. A menos que los pasteles de chocolate con cappuccino provoquen alucinaciones.

—Yo no podría estar tranquilo sin volver y confirmar que no pasa nada.

—Sí, es así como dices. De hecho, volveré la semana que viene. Una guía del museo guardó mi cartera. Y tengo otro trabajo en Florencia. Además, quiero contactar al fotógrafo que te dije.

—¿Tienes miedo?

Mamma mia, Domenico. No debí contarte. Dramatizas. De lo que tengo miedo es de que mi padre vuelva a enojarse por el retraso de mi carrera. Lo que quiero hacer realmente es estudiar fotografía.

—Pero no te queda nada para terminar Finanzas, Helena.

—Lo sé, lo sé. Terminaré Finanzas. Además... No quiero especializarme en perder castings.

La risa de los dos jóvenes retumbó en el alto techo del histórico bar al paso del Camparino in Galleria, cuna del famoso aperitivo milanés. Cuando Helena levantó los ojos tomándose el abdomen, agotada ya de tantas carcajadas, se encontró imprevistamente con los mosaicos florales del cielorraso art nouveau y no pudo contener su impulso. Tomó el celular y empezó a registrar esos colores incandescentes de flores, frutas y pájaros que parecían venirse encima increíblemente vivos y brillantes. Solo bajó los ojos encandilada por las luces del candelabro de hierro que completaba esa escena con el encanto intacto de principios del siglo XX. Ese deleite que le daba la fotografía de arquitectura o arte decorativo no se lo daría nada. Realmente le importaba poco su progreso en el modelaje, aunque reconocía que ese trabajo la divertía y le permitía, además de viajar, tener muy buenos ingresos y mejores contactos. Al menos para pensar en independizarse. No veía sencillo hacerse un nombre. La industria de la moda se había vuelto más anónima que nunca y solo unos pocos trascendían. Además, su belleza, si la tenía, había pasado de moda.

—¿Y quién te ganó esta vez, madonna perdedora?

—¡Me dijiste perdedora!

—Broma, broma.

—Lo sé. Igualmente, no vengo con buena fortuna en los últimos castings. Me ganó de nuevo esa chica sueca que tiene un rostro que podría ser el tuyo y el mío a la vez. Es casi imposible no perder contra esa cara.

—Sí. Agneta tiene una cara increíble.

—Agneta... Ella... Hasta tú la recuerdas.

—Ella tiene ese toque andrógino perfecto que hoy todos buscan, pero tú eres bellísima Helena. Bellísima como las estatuas de la Antigua Grecia que siguen siendo bellas hoy.

—¿Lo ves? Estoy pasada de moda.

Los dos modelos volvieron a reír y no hubo caso en que el joven intentara explicarle que esa belleza clásica que Helena poseía era precisamente la que no pasaba porque era sin tiempo. Domenico era alto y espigado, con cara angulosa, como trabajada a cincel y un pelo rojizo que parecía salpicar las pecas de su cara dándole aire de niño travieso. Con Helena se habían hecho amigos al conseguir su primer trabajo en la misma campaña. Mientras esperaban que siguiera la sesión de fotos, Helena volvió a pensar en ese cuadro. Se había sentido tan confortable en esa escena de Botticelli, como incómoda tantas veces en las escenas de sus producciones. Pero también se había sentido espantada. Tenía que regresar. Ver qué pasaba en el museo.

Tiempo de renacer

IV

1469

Florencia

Florencia era la ciudad más bella del mundo. Así lo atestiguaban con su asombro sin fin los ojos del joven aprendiz que hacía poco se había sumado al atareado taller del maestro Andrea Verrocchio. Inquieto y sagaz, Leonardo hacía suyo todo lo que veía y tenía dones naturales que dejaban perplejos a sus instructores. Le encantaba, de hecho, mantener largas conversaciones con pintores más expertos y eso lo había llevado a acompañar hasta su casa al cada vez más afamado Sandro Botticelli, llamado en realidad, Alessandro di Mariano di Vanni Filipepi.

Las calles de la ciudad que ambos trajinaban a pasos largos eran un laberinto de posibilidades y escondían gemas artísticas sin par. Luego de cruzar callejones, pasadizos estrechísimos, túneles que obligaban a andar encogidos, y anchos paseos con bulliciosos comercios en un trazado caótico y desigual, los dos pintores ya se habían alejado del estudio de Verrocchio para adentrarse en el ajetreado distrito de Ognissanti donde Sandro vivía, pero, sobre todo, donde ponía a punto su propio taller.

—Serás el único que tenga su propio taller con solo veinticinco años, Sandro —se entusiasmaba Leonardo tomándose la frente ante lo increíble de la hazaña que motivaba su propia ambición.

—Tú también podrás tenerlo un día, Leo. Te mostraré cuán luminosa será la sala de pintura. Habrá una habitación apartada para trabajar con modelos y tendremos todos los nuevos materiales —le revelaba Sandro en un susurro como quien devela un íntimo secreto.

Por cada parsimoniosa zancada de Sandro, que siempre parecía sumido en su mundo, Leonardo daba varios pasos saltarines. Era un joven delgado, atlético y bellísimo. Sus ojos parecían mirarlo todo, todo el tiempo, y pasar más allá de las cosas. Sandro a veces trataba de seguirlos para ver en qué fijaba su interés. Pero era un intento inútil porque el muchacho que había llegado de Vinci cambiaba el foco de su mirada con la agudeza de un águila. Si debían definir a Sandro por sus ojos, sabrían que eran su firma, porque había innovado logrando la mirada al espectador del cuadro con autorretratos escondidos en distintas obras. Su mirada no era intrépida, pero era profunda y parecía revelar un misterio desde el lánguido silencio de sus párpados entornados.

—Dudo que vaya a tener un estudio tan rápido. Ahora mismo debo pintar un ángel para un cuadro del bautismo de Jesús, pero no estoy de acuerdo con lo que me ha dicho el maestro Verrocchio y...

—¡Leonardo! Debes dejarte enseñar. Todos comenzamos copiando, imitando, aprendiendo estilos y en las obras de colaboración es importante que no se noten las diferentes manos. ¡Haz lo que te dice el maestro!

—Sí, lo haré... —respondía resignado Leonardo, pero sin resignarse del todo—. Igual pensé hacerle unos rizos que parezcan salirse del cuadro y una cara de admiración que haga seguir sus ojos para observar a Cristo por su sola expresión.

Sandro estalló en carcajadas antes de decirle que por sus grabados no tenía dudas de que iba a lograr lo que se proponía.

—Pero ten piedad del pobre maestro Verrocchio que por fin ha osado pintar, dejando sus esculturas en suspenso y por lo que veo terminará superado por su aprendiz. Ya imagino tu ángel llamando la atención como tú.

Los dos rieron con complicidad mientras se abría ante sus ojos la plaza de Ognissanti, que debían cruzar antes de enfilar hacia la Via Nuova Borg donde esperaba la casa cuya ala más nueva Sandro destinaría a su propio taller, con permiso de su padre. Hijo de un próspero curtidor, enfermizo de niño, e inestable en sus aprendizajes de infancia, el joven pintor ahora era el orgullo de la familia. Elegido por los Medici como protegido había comenzado a recibir interesantes comisiones.

Mientras disfrutaba de las vivaces ocurrencias de Leonardo notó que prácticamente todos los que estaban en la calle caminaban con una dirección única. Se dio vuelta y comprobó lo que pensaba. Era la hora de la misa en la iglesia y sus puertas estaban atestadas. Hubiera entrado, pero difícilmente Leonardo tendría la paciencia para seguir la ceremonia, con lo cual aprovecharía lo que quedaba de luz para mostrarle unos bocetos que guardaba sobre la Adoración de los Reyes Magos, un motivo que lo apasionaba. Ahí fue cuando en sus elucubraciones lo sorprendió ella.

Recién comprometida, a Simonetta ya le permitían ir a la misa en la parroquia de los Vespucio que era precisamente la que presidía el distrito. No había sido su cara, cubierta con un velo, sino sus rizos escapando de la capa de terciopelo azul los que la habían descubierto en su escondite. Sandro la vio con la madre de su prometido. Marco Vespucio había debido viajar de nuevo por encomiendas de los Medici. Pero volvería para participar del torneo planificado por Lorenzo para celebrar sus veinte años. Antes, Marco y Simonetta se desposarían en el palacio de los Medici donde ella pasaba sus últimos días de soltera.

—Sandro... ¿has visto un fantasma?

—Sí... No, en realidad no.

—¡Estás pálido! ¡El fantasma eres tú, mamma mia!

Leonardo sí había podido seguir la mirada suspendida de su amigo y no temió hacerle un gesto de preocupación que no requería mayores explicaciones. Pero Sandro no podía percibir ni esa elocuencia. Tampoco podía saber que Simonetta lo había visto y que un temblor íntimo la había sacudido al pasar a su lado. A ella, paradójicamente, la calmaba saber que él no podía descubrirla tras el velo, aunque hubiera jurado que sí por la inquietud que la embargaba.

Los días de Simonetta Cattáneo antes de convertirse en Simonetta Vespucio eran extraños. La casa de los Medici la acogía como una princesa o como la pieza preciada de alguna de sus colecciones de arte. Pero ella sabía que eso era una transición hacia lo desconocido. Entre los miembros de la familia Vespucio había entablado una cálida amistad con el joven Américo que le confiaba sus sueños de navegar. Ella, que venía de las escarpadas costas de Génova, que sabía del estallido de las olas sobre las piedras, que había nacido en el recóndito Puerto Venus, compartía con el jovencito el amor por el mar del que se sabía hija. Pensar en ese mar lejano del que venía, era su único refugio en esa ciudad tan temible como c

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