Camino al placer

Anabella Franco

Fragmento

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Agradecimientos
camino

Para ti, misterioso hombre de bar que inspiraste a Julián.

Y para todos los que sirven de inspiración a la gente.

Aunque nunca lo sabrán...

camino-1

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar.

JULIO CORTÁZAR,

capítulo 7 de Rayuela

camino-2

1

Los labios se encontraron en un beso apasionado. Guido pasó una mano por el cabello sedoso de Nadia y sus dedos se enlazaron...

—Nati.

... en los cabellos de Nadia y...

—¡Natalia!

Apartó los dedos del teclado. No había modo de escribir si su madre la llamaba todo el tiempo.

—¿Qué? —acabó por preguntar, resignada.

—¡A comer!

Suspiró, cerró la notebook y se puso en pie.

Su cuarto no había cambiado desde la adolescencia, todavía dormía con ositos de peluche sobre la cama y un viejo acolchado rosa gastado por el paso del tiempo. Como la habitación era diminuta, en apenas un par de pasos estuvo junto a la puerta corredera. Le costó abrirla, siempre se atascaba, había que moverla hacia arriba y después deslizarla con precisión por el riel para que finalmente diera paso a la sala. Cuando lo logró por fin, la frescura de las demás habitaciones le dio de lleno en la cara.

En la mesa redonda de la cocina, encontró una tortilla de patatas preparada por su madre. Le gustaba esa comida, pero la hacía sentir culpable. Una vez, cuando era niña, había montado un escándalo por tener que comer tortilla. Ya no recordaba qué quería comer esa noche, quizá ni siquiera quería algo en particular, pero los berrinches a veces servían para descargar penas, y ahora sabía que las había tenido.

Cada una se sirvió una porción en su plato y Natalia sacó la botella de Coca-Cola. Como todo en su casa era diminuto, tenía la nevera junto a la silla. Una de las ventajas de vivir en un lugar tan pequeño era que todo quedaba a mano, y además, que costaba menos trabajo hacer la limpieza.

Durante la cena, su madre le contó por enésima vez el problema que había tenido con una clienta. En esta ocasión, Liliana se refirió a la opinión que Adriana, otra clienta, había tenido del asunto.

—Me dijo que nadie puede dejar de encargarme comida porque una vez cometí el error de ponerle mucha sal a la sopa, que eso era una excusa. Y claro que es una excusa, algo pasa, pero nunca lo voy a saber.

Natalia ya no la oía. Conocía el problema y en ese momento quería saber qué estaba diciendo el presentador del noticiero en la televisión, pero no podía escuchar.

—Yo sabía que en algún momento iba a pasar, porque el marido ya me había dicho que no le gustaba cómo preparaba las verduras. ¿Qué hombre se mete a dar órdenes a la que le lleva la comida? Esas son cosas de mujeres.

—Eso ya no es así, mamá —replicó Natalia, sin dejar de mirar el televisor, pero aún sin escuchar—. No seas machista.

—¡No es que yo sea machista! Es que esas son cosas de mujeres, los hombres no tienen que meterse en la cocina, ningún hombre lo hace.

—Bueno, por favor, déjame escuchar —pidió Natalia, esforzándose más por escuchar las noticias, de momento sin éxito.

—Todos me dan la razón, menos tú. Eres mi hija y al final me contradices, no sé para qué te lo cuento si no valoras a tu madre.

Viendo que Liliana no se iba a callar y que la noticia que le interesaba escuchar ya había terminado, Natalia se apresuró a acabarse la cena y volvió a su cuarto.

Retomó su escrito. Se dio cuenta de que había repetido «cabello» y «Nadia» dos veces, entonces borró. Redactó otra vez:

Los labios se encontraron en un beso apasionado. Guido enredó los dedos en el cabello de Nadia y continuó besándola. Así acabaron en el sillón, y una noche de pasión impidió que durmieran.

A la mañana siguiente...

Iba a seguir escribiendo, pero prefirió interrumpirse en esa frase para recordar lo que quería escribir después. Ahora debía ocuparse de su trabajo. Todavía le faltaba corregir algunos exámenes. No era una tarea apasionante, pero tenía que cumplirla.

Cerró el Word, pero cuando iba a hacer lo mismo con Facebook, se arrepintió. Sus dedos titubearon sobre el teclado antes de escribir las mismas letras que por lo menos una vez al mes la tentaban. Quería resistir, pero acabó cediendo y en el buscador de la red social escribió «Gabriel Gambarte».

Halló lo habitual: un cuadro abstracto en la portada y una imagen del grupo Rammstein en la foto de perfil. No aparecían amigos, datos personales y mucho menos el contenido del muro. No halló novedades, y eso la tranquilizó, pero a la vez le quitó el aliento. Necesitaba saber más de él, así que buscó el perfil de su novia: «Sandra Tévez.»

Encontró una fotografía que ya había visto en su portada, ella en una discoteca de paredes rojas, y en la foto de perfil, unas botellitas de perfume desenfocadas.

Suspiró, pensando en que parecían tal para cual: Gabriel y Sandra, Sandra y Gabriel. Casi al mismo tiempo se preguntó qué habría pasado si la ecuación se hubiera mantenido como Gabriel y Natalia, aunque siempre había sido Natalia y Gabriel. Era profesora de Literatura, sabía la importancia que tenía el orden de las palabras, y en el orden correcto, ella siempre había llevado las riendas de la relación, por eso debía ser mencionada primero.

Había sido exigente y poco comprensiva. Y al final había dejado a Gabriel con la excusa de que ella se merecía algo mejor, cuando en realidad ahora pensaba que solo se había boicoteado a sí misma. Él no había sido el infantil, como lo había acusado: había sido ella. Ahora que Gabriel tenía compañera y a ella la ignoraba por completo, se daba cuenta de lo que había perdido y lo lloraba en silencio. Ella lo había dejado, ella lo había empujado a los brazos de otra que, con la excusa de consolarlo por la pérdida, se lo había apropiado.

Volvió a sentirse amargada, una vieja que acababa de cumplir veintiocho años y que en dos más alcanzaría la treintena. ¡Treinta años! No quería tenerlos, porque con su llegada sentiría que había desperdiciado la vida. ¿Cómo se le había ocurrido dejar a Gabriel después de ocho años de noviazgo? ¿Cómo no se había dado cuenta de que no iba a conocer a otro hombre porque no salía a ninguna parte y todas las personas de su edad le parecían estúpidas y superficiales? Gabriel no lo era. Era espiritual, soñaba con casarse y tener hijos, pero ella, desconocedora del mundo, lo había dejado esperanzada en encontrar una relación que de verdad la hiciera feliz. ¿Por qué no había sabido serlo con Gabriel? Toda la gente se quedaba con lo que tenía por no andar buscando lo que jamás iba a encontrar. Él había sido su primer y único novio, y ahora no era más que la espada que se le hincaba en el corazón y le recordaba que moriría sola. Resultaba paradójico que fuera profesora, que destinara su vida a los hijos ajenos cuando ella no tendría los propios. Y resultaba irónico que hubiera dejado a Gabriel y ahora añorara su presencia. Echaba de menos ir al cine con él, contarle sus problemas, sentirse en pareja. Ni siquiera tenía amigas, solo alumnos, libros y recuerdos.

Sonó su móvil. Tenía más ganas de llorar y tratar mal a quien llamara que de responder con amabilidad. Vio que se trataba de Analía, una ex compañera de la secundaria con la que a veces salía, y supo de inmediato por qué le escribía.

«Voy a salir con una amiga. ¿Quieres venir?», rezaba el SMS de su ex compañera. Estuvo a punto de poner una excusa para rehusar, pero la rabia porque Gabriel tuviera pareja y ella no, la hizo cambiar de opinión. Sabía que estaba actuando como una ex novia despechada, pero ¿acaso tenía que ser perfecta? Ella no era la protagonista de una novela romántica, jamás sería siquiera el personaje principal de una historia de amor mundano y perecedero como eran todos los romances de la vida real. En tal caso, sería lectora toda la vida, incluso espectadora, si consideraba que se autocastigaba viendo el amor de Sandra y Gabriel.

«Vale. ¿A qué hora nos encontramos?», respondió fingiéndose decidida. No lo estaba. Se hallaba en camisón y pantuflas, no tenía ganas de ducharse y menos de vestirse, pero acababa de aceptar y ya no tenía opción. Podía retractarse, una parte de ella la impulsaba a hacerlo, pero al final se limitó a leer la hora y la dirección donde tenía que encontrarse con Analía, y salió de su habitación.

—Salgo con Analía —anunció a su madre, que lavaba los platos con el televisor a un volumen más alto que sus pensamientos.

—¿Qué? —chilló Liliana—. ¡Estás loca! ¿A esta hora? Es muy peligroso, debes tener cuidado, no son tiempos para andar por la calle de noche como si nada.

Natalia no respondió. Se metió en el baño, se dio una ducha y salió poco después para vestirse en su cuarto. No tenía mucha ropa, solo los vaqueros una talla más grande que usaba para ir al instituto religioso donde daba clases y algunas prendas que le habían quedado de cuando tenía novio. Acabó eligiendo una falda marrón hasta la rodilla y una blusa a tono con una cazadora nada moderna, todo de aquella época de oro.

—No te conviene salir a esta hora, Natalia —insistió su madre cuando la vio coger las llaves del coche—. ¿Adónde van? ¿Tienes que pasar a buscarla? No vayas por esa zona, que es peligrosa. ¿No te da miedo?

—No puedo vivir pensando en la inseguridad, mamá —replicó Natalia al tiempo que abría la puerta.

En ese momento, sonó su móvil. Presintiendo lo que siempre sucedía cuando salía con otras personas, miró el SMS y no se equivocó: sus compañeras se retrasarían al menos media hora. Media hora que, para ella, significaba escuchar un largo discurso acerca de la inseguridad, lo peligroso que era salir los sábados por la noche y quizá también por enésima vez la historia de la sopa demasiado salada y la pérdida de una clienta de su madre.

Suspiró y volvió a su cuarto, buscando ahorrarse la cháchara de Liliana. Cerró la puerta y, para pasar el rato, se puso a corregir exámenes sin quitarse siquiera la cazadora.

Comenzó por el primero que tenía en la pila. La pregunta uno pedía resumir el argumento de Relato de un náufrago.

«Va sobre un hombre que viajaba en un avión que se cae y entonces...»

Dejó de leer para hacer una anotación:

«Para rendir examen de Relato de un náufrago, lea el libro, no vea la película Náufrago porque NO SON LO MISMO.»

Acabó calificándolo con un dos, solo por el tiempo que el estudiante se había tomado en ver la película pensando en la evaluación. Solía tener paciencia con los alumnos, pero ese año la estaban exasperando. Nadie quería estudiar, los padres se quejaban por todo y los inspectores solo sabían dar órdenes que en otras escuelas nadie respetaba.

Corrigiendo, la media hora pareció transcurrir más rápido, y acabó saliendo de su casa a las doce y media, otra vez bajo la ineludible voz admonitoria de su madre, que le advertía acerca de todas las calamidades que podían ocurrirle saliendo de casa a esa hora y regresando de madrugada.

No bien comenzó a conducir, encendió el estéreo y buscó en el pen drive una carpeta con canciones de su agrado. Hacía tiempo que no quería saber nada con Rammstein ni con ninguna otra banda que le recordara a su ex novio.

Pasó por la puerta del bar a la hora acordada, pero dio tantas vueltas para encontrar un lugar adecuado donde estacionar, que acabó llegando cuando sus compañeras ya estaban allí. Analía le presentó a su amiga Paula y después de cruzar dos palabras, entraron al local.

Se trataba de un pub irlandés paradójicamente ambientado con una cabina telefónica londinense y varios pósters de los Beatles. Las mesas eran de madera oscura y las paredes, escarlata. Había muy poca luz, solo algunos focos rojos o azules que generaban un efecto psicodélico y dificultaban la visión. Divisaron un espacio libre bajo una escalera y otro en medio del salón, cerca de la improvisada pista de baile.

—Vamos allí —indicó Paula señalando la mesa central.

Analía asintió, pero a Natalia la elección le desagradó. Si algo odiaba de los bares eran las acumulaciones de gente, que se llevaran por delante su mesa para pasar y tener que controlar cada pocos segundos si su bolso seguía colgado en la silla o se lo había llevado algún caco. Por eso se opuso a la decisión de las dos amigas y señaló la mesa bajo la escalera.

—Ahí me parece mejor —dijo.

—Pero ahí no nos verá nadie —se quejó Paula.

Así comenzaba lo que para Natalia era la humillación femenina: ofrecerse en un sitio visible, con una buena minifalda y un escote provocativo para que los varones se fijaran en ellas. Era insegura e indecisa: si bien no le gustaban las mujeres que impostaban una actitud provocativa, tampoco se sentía cómoda con la ropa de monja que solía llevar. Las otras vestían minifaldas, minishorts o calzas ajustadas, y ella una falda marrón acampanada que le llegaba hasta la rodilla.

—Vamos ahí —exigió señalando de nuevo la mesa de la escalera, hacia donde se encaminó. Las otras dos no tuvieron más opción que seguirla.

Pidieron un trago para las tres. Natalia hubiera preferido pedir uno para ella sola, pero debía respetar los códigos de las que la habían invitado; después de todo, ella era la participante extra. Gracias que habían accedido a sentarse bajo la escalera.

—Yo no entiendo para qué me dice que quiere salir conmigo si después se va con los amigos —contó Paula una vez que les habían llevado la bebida. Hablaba de su novio—. El otro día me llamó para decirme que quería que fuéramos al bar de un amigo, que me iba a pasar a buscar, y yo lo esperé como una hora, pero después me llamó y me dijo que mejor no, que se iba a ir a dormir porque al otro día tenía que verse con esa mujer que trabaja con él. ¡Me llamó a las dos menos cinco de la madrugada, cuando yo ya no podía hacer nada! ¿A quién le iba a decir para salir a esas horas? Y no era cuestión de ir sola a ver si me encontraba con algún conocido por ahí.

—¡Pero, nena, me hubieras llamado y venías adonde estaba yo! —respondió Analía—. No te quedes en tu casa porque él te da plantón.

—Bueno, en realidad no me plantó, porque me llamó. ¿O no?

Mientras la conversación seguía su histérico curso, Natalia se fingía atenta, pero en su mente, aquello no era más que una pérdida de tiempo. Le parecía que no había crecido, que oía las mismas conversaciones que sus amigas de la secundaria solían mantener en los recreos, solo que habían cambiado hablar de besos por hablar de sexo.

Le hubiera gustado estar en su casa, en pijama y pantuflas, comiendo un chocolate. Su cuerpo permanecía en la silla, pero en su pensamiento solo resonaba la última escena que había leído de Caballo de fuego. «Eso me gustaría estar haciendo —pensaba—, leyendo o escribiendo una historia de amor.»

Por suerte, nadie la sacó de sus fantasías. Solo a las dos y media de la madrugada, cuando ya ansiaba irse a casa porque no podía más de aburrimiento, a sus amigas se les ocurrió lo que siempre hacían: cambiar de bar.

—Creo que solo dejan entrar hasta las dos, después no —recordó Analía de repente, y Natalia se alegró, pues así se libraría de seguirlas sin tener que negarse y que la tildaran de «mosca blanca». Pero no hubo suerte.

—No importa, en Herot tengo un conocido que nos deja pasar seguro —replicó Paula.

Eso acabó con la alegría de Natalia, que en ese momento pensaba en literatura. «Herot, así se llama el palacio del rey en Beowulf, pero apuesto a que el dueño de ese bar no lo sabe, solo buscan nombres que parezcan raros y atraigan al público», rumió en su mente, molesta con la actitud «marketinera» e ignorante de los comerciantes.

Acabaron en Herot, un lugar muy distinto a un palacio, bebiendo otro trago entre las tres, sentadas en un patio que de día debía parecerse a la casa de su abuela.

—Me acaba de escribir, me pregunta dónde estoy —contó Paula refiriéndose a su novio.

Otra característica de la salida entre mujeres era que pasaban la mitad de la noche en silencio, vigilando sus teléfonos móviles y sonriendo de a ratos, como si hablaran con el príncipe de Indonesia. A veces le mostraban conversaciones que mantenían con chicos por WhatsApp, y ella no podía hacer lo mismo porque no tenía internet en el móvil y tampoco hablaba con chicos. Como siempre, en eso también era una «mosca blanca», como se había sentido desde la primaria, cuando prefería la soledad a los juegos entre compañeros. Ya en la secundaria, había preferido leer y escribir antes que salir a bailar, de modo que la brecha entre ella y las personas de su edad se había profundizado.

Natalia creyó que Paula no respondería el mensaje, pero lo hizo. Le parecía increíble el nivel al que una mujer podía llegar solo por tener un hombre a su lado; por algo ella no tenía uno, aunque lo ansiara.

—Nosotras vamos al servicio —le dijo Analía—. ¿Te quedas a cuidar la mesa?

—Sí, id tranquilas —respondió Natalia al tiempo que se reclinaba en el asiento con las manos cruzadas delante del estómago.

Mientras veía a sus amigas alejarse, volvió a pensar en el libro que había dejado a medio leer, en cuánto le hubiera gustado estar en su cama, derritiéndose mentalmente por el protagonista, en lugar de en ese bar, perdiendo el tiempo con conversaciones que no le interesaban lo más mínimo y viendo chicos de su edad que jamás llegarían ni a la mitad de uno de los protagonistas de las novelas románticas.

—¿Sabes quién es él? —la interrumpió una voz que no se correspondía con la que ella imaginaba para los personajes de sus libros.

Parpadeó varias veces tratando de centrarse en el chico que, con un brazo sobre el respaldo de la silla, le dirigía la palabra. Casi al mismo tiempo, se percató de que señalaba a uno de los jóvenes con quienes él compartía mesa, un muchacho con acné.

—No sé quién es —respondió Natalia con amabilidad.

—Es el primo de Pablo Martínez. —El gesto de Natalia no cambió. Permaneció callada y contemplativa—. El jugador de fútbol —aclaró entonces el muchacho que le hablaba, como si eso aclarara todo.

—Ah, no lo conozco —replicó ella con honestidad.

—¿Cómo que no? Es el novio de Carmela Rodríguez. —El rostro de Natalia tampoco cambió—. ¡La modelo!

No sabía nada de modelos, y mucho menos de jugadores de fútbol, si todo lo que hacía era mirar el noticiero antes de ir a trabajar y durante las comidas.

—Qué bien —replicó sin saber qué se esperaba que dijera. Al parecer no dijo lo correcto, porque el chico perdió interés y se alejó.

La gente se comportaba de manera muy extraña, sobre todo cuando salían y pretendían parecer expertos en el sexo opuesto. Lo más paradójico era que ella pasaba leyendo y tratando de escribir novelas románticas, pero no sabía nada de los hombres. Nada de nada.

Para su salvación, llegaron sus compañeras.

—¿Y? —le preguntó entusiasmada Analía—. ¿Qué te decía? Nos quedamos un rato más en el pasillo porque vimos que estabas hablando con ese chico.

—No sé. No entendí de qué me hablaba. Me preguntaba cosas estúpidas.

Analía rio.

—¿Qué esperas, que te hablen de filosofía en un bar? —bromeó.

Paula también se echó a reír, pero para Natalia no hacía falta hablar de filosofía para que una conversación tuviera sentido y resultara interesante. Es más, hablar de filosofía la habría aburrido.

Con pocas perspectivas de que la situación mejorara, suspiró y tomó la decisión más feliz de la noche: volver a casa.

—Me tengo que ir —anunció. Nadie insistió para que se quedara.

De regreso, mientras conducía su Chevrolet Celta azul de tres puertas, pensó en el tiempo que había perdido y en la soledad. Jamás conocería a nadie porque la gente de su edad le resultaba insoportable; no entendía sus códigos y no tenía ganas de entenderlos. Tampoco servía para fingirse una de ellos mientras por dentro su alma gritaba. Esperaba algo más que chicos que solo supieran hablar en ese idioma parecido al español, quería un amor de novela. Pero los amores de las novelas son inalcanzables, y ella jamás encontraría un hombre como esos acerca de los que leía y escribía, porque sencillamente no existen.

camino-3

2

—Necesito que vuelvas con la furgoneta sin falta a las tres menos cuarto —exigió Julián en el teléfono fijo mientras buscaba su móvil en el bolsillo de la chaqueta. Hizo silencio para escuchar—. ¿No entiendes que no le puedo decir que nos atrasamos con el pedido de nuevo? —replicó—. Tenemos el aval de que somos una marca fuerte y que nadie en la zona nos iguala, pero eso no quiere decir que esperen por nosotros para siempre. Desde que papá murió sabes que ampliamos el reparto y tenemos que llegar a Buenos Aires hoy sí o sí. Por ahora no podemos permitirnos más distribuidores. ¿He sido claro?

Mientras escuchaba la respuesta de su interlocutor, manipuló el móvil y leyó un mensaje de texto que acababa de llegar. Desanimado por las novedades, dio una respuesta rápida:

«Sabrina, no puedo pasar a buscar a los chicos ahora, tengo un problema en la fábrica.»

—Fabrizio, somos hermanos, pero siento que tengo que ocuparme de todo yo, o a lo sumo Claudia, y eso no puede seguir así.

Le quedó por decir que, siendo los tres hermanos, percibían partes iguales de las ganancias que rindiera la fábrica, y eso suponía que trabajaran codo a codo. Pero se quedó con la frase atragantada para favorecer la armonía familiar y porque todos habían sentido siempre debilidad por el hermano menor.

Leyó la réplica de su ex mujer:

«Eres el padre, hazte cargo.»

Otro la hubiera insultado, pero Sabrina era la madre de sus hijos, y él evitaba enfrentarse a ella con malos modos.

—Está bien, Fabrizio, olvídalo. Yo llevaré los pedidos —acabó por decir, y colgó.

Se dejó caer en la butaca de su escritorio, agotado, anhelando un momento de paz. Cerró los ojos y se los frotó con la yema de los dedos. Necesitaba un respiro, sin embargo, el silencio en que se sumió la oficina duró muy poco; instantes después de que se hubiera sentado, resonaron tres golpes a la puerta.

—Adelante —dijo resignado.

Melisa, la secretaria, entró cargando unos papeles.

—Me dice el contable que hay un error en una declaración, pide que la hagas de nuevo —informó, dejándole una carpeta marrón.

Julián suspiró y se inclinó sobre los papeles. Apoyó los codos en la mesa y cruzó los dedos a la altura de la frente, con el rostro vuelto hacia Melisa. La chica se lo quedó mirando. Era tan atractivo y olía tan bien que ella adoraba pasar horas en su despacho; el traje negro le sentaba a la perfección, y las pulseras que usaba en la muñeca derecha le añadían un toque tan juvenil como moderno. Las conocía de memoria: las dos eran finas y de cuero negro, aunque una tenía detalles plateados.

—¿La puedo hacer mañana? —preguntó él en voz baja.

Melisa negó con la cabeza.

—Me dijo que era urgente porque hoy se vence el plazo para entregarla —respondió.

Con el tiempo justo, Julián extrajo un formulario y rehízo la declaración. Una vez que acabó, la entregó a su secretaria, cogió las llaves del coche y se puso en pie. Como gesto de despedida, le dio un apretón al hombro de su secretaria cuando pasó por su lado. Fue suficiente para que ella sonriera y cerrara los ojos. Quería disfrutar de la estela de perfume que él dejaba al irse.

Antes de abandonar la fábrica, Julián cargó el baúl y la mitad del asiento trasero de su Volkswagen Vento negro con varias cajas de alfajores, y luego partió hacia el instituto. Al llegar a la zona, como de costumbre, no cabía un alfiler. Tuvo que estacionar a una calle de distancia y darse prisa para que sus hijos no se preguntaran si alguno de sus padres había ido a buscarlos.

Divisó a su belleza castaña de quince años conversando con unas compañeras. La vio apartar con poca paciencia a su hermano de ocho, que revoloteaba a su alrededor, y eso le disgustó. Se aproximó al enrejado rojo del instituto y se aferró a dos huecos de la cuadrícula.

—¡Cami! —la llamó para que viera que él estaba ahí. Y aunque tenía pensado llamarle la atención por haber empujado a su hermano, en cuanto ella se dio la vuelta y lo miró, a él se le dibujó una sonrisa.

Quería con locura a esa adolescente hermosa y fácil de enojar, tanto como amaba a aquel muchachito revoltoso y lleno de alegría que corrió hacia él ni bien lo vio.

—¡Papá! —exclamó Tomás mientras corría.

La maestra lo detuvo para asegurarse de que, en efecto, fuera un familiar del niño quien había ido a buscarlo. Al verlo aproximarse a la puerta, sonrió y se agachó para dar un beso a su alumno, que respondió al saludo con poca atención: solo le importaba ir con su padre.

Una vez libre de la maestra, Tomás corrió hacia Julián y le dio un abrazo.

—¡Campeón! —exclamó él revolviéndole el pelo.

El niño alzó la cabeza para mirarlo. Se le parecía mucho. Tenía el mismo cabello negro y los mismos ojos castaños, y era el vivo rostro de Julián a su edad.

Detrás de un tumulto de adolescentes venía Camila, que era el calco de su madre. Y detrás de ella, un joven alto y delgado, con jersey de egresados y varios piercings, que le miró el trasero. Julián le dirigió una mirada reprobatoria. Que se atreviera a poner un dedo encima a su hija y tendría que vérselas con él.

—¿Por qué me llamas delante de todo el mundo? —se quejó Camila, ajena a los pensamientos de su padre. Atrajo la atención de Julián de inmediato.

—Hola —la saludó él, demostrándole con el ejemplo que primero se daba la bienvenida. Luego la acercó con una mano detrás de la cabeza para darle un beso que Camila intentó esquivar.

—¡Basta! —se enfurruñó tratando de librarse de su padre, que sonreía pensando que había cambiado los pañales de aquella criatura tan tierna que con el tiempo se había convertido en una adolescente arisca.

Tomás, a diferencia de su hija, buscó su mano, y Julián tomó la de él.

—Hoy en Educación Física jugamos al fútbol —contó el niño—. ¡Metí un gol de media cancha!

—¡Vaya! —exclamó Julián—. ¡Eres un genio!

—¡Voy a ser como Messi! —vaticinó Tomás.

—Como una messi-ta de madera vas a ser —lo chinchó Camila antes de estallar en risas.

—No le digas esas cosas, Cami —la regañó su padre—. Además, Tomás es un campeón. —Le soltó la mano para revolverle el pelo de nuevo.

El niño se dio la vuelta e hizo una mueca a su hermana. Camila se mordió el labio y negó con la cabeza, dándole a entender que, para ella, él era un tonto.

Una vez junto al coche, Julián abrió las puertas con el comando de la alarma y sus hijos comenzaron otra pelea.

—¡Me toca a mí! —exclamó Tomás empujando a Camila. Forcejeaban por abrir la puerta de adelante.

—Pero yo soy más grande —replicó ella—. Los nenes van atrás.

Cuando viajaban largas distancias, Tomás siempre iba atrás, pero siendo que debían recorrer solo unas veinte cuadras, Julián pensó que podía permitir que su hijo viajara adelante.

—Vamos cerca, puedes dejar a tu hermano esta vez —se entrometió.

Cuando el niño abrió la puerta y Camila vio las cajas de alfajores ocupando medio asiento trasero, hizo una mueca de disgusto.

—¡Yo no quiero viajar con alfajores! —exclamó.

—¿Qué tienen de malo un par de cajas, Camila? —replicó su padre—. Tienes la mitad del asiento libre, irás cómoda.

Camila bufó y acabó dando el gusto a su padre, solo para desaparecer de la vista de los chicos del último año que estaban enfrente.

—¿Por qué no vino mamá? —interrogó una vez que emprendieron la marcha.

—Me pidió que viniera yo —contestó Julián sin dar más explicaciones. Tampoco las conocía.

—¿Y por qué no podemos irnos solos? —siguió preguntando Camila—. Ya soy grande, todas mis compañeras se van solas, yo soy la única tarada a la que los padres hasta le controlan la tarea.

—Primero, no uses esa palabra —la regañó Julián mirándola por el retrovisor.

—¿Qué palabra? —se encogió de hombros ella mientras se acomodaba el flequillo que le caía sobre un ojo. Llevaba tantas pulseras en la muñeca que casi no se le veía el antebrazo.

—La que empieza con T.

—¿«Tarea»? —replicó Camila, a sabiendas de que su padre se refería al insulto—. Bueno, entonces voy a empezar a decir: «Hoy no tengo biiip», «No, profe, no nos mande biiip». —Volvió a reír.

—En segundo lugar, no me importa lo que hagan los padres de tus compañeras —siguió Julián. Decidió ignorar la broma porque estaba seguro de que Camila entendía a qué palabra se había referido, y tenía que comprender también que en ese momento, los chistes no venían a cuento—. Tu madre y yo decidimos que os vamos a llevar y traer de todas partes, y por ahora así va a ser, os guste o no. —Supo que su hija iba a discutir, así que volvió a mirarla por el retrovisor, más serio que antes, y eso la hizo callar—. No vamos a hablar más del tema. ¿Cómo te está yendo en el instituto?

—Bien, pero no soporto a la de Literatura, es una tarada —se quejó.

—¿Qué te he dicho de esa palabra? No quiero que la uses, y menos para referirte a una profesora —se exasperó Julián.

—¡Yo no he dicho «tarea»! —se burló Camila.

Tomás se dio la vuelta y pretendió instruirla.

—Se refiere a «tarada». No quiere que digas más «tarada», ¿entiendes? —explicó inocentemente.

Julián negó con la cabeza y pasó un rato en silencio.

Transitaron las veinte calles entre discusiones por la radio que querían escuchar y anécdotas de la escuela. Ni bien Julián estacionó en la puerta de la que había sido su casa, los dos chicos bajaron y corrieron a tocar el timbre. Nadie abrió.

—¿No hay nadie? —se preocupó Julián mirando la hora. Tenía que llegar a la capital y entregar los alfajores lo antes posible.

Extrajo el móvil mientras su hija se ponía de puntillas para espiar por una ventana. Mandó un mensaje de texto a Sabrina.

«Estoy con los chicos en la puerta. ¿Abres?»

«No estoy y no llego hasta dentro de tres horas, llévatelos a tu casa», recibió como respuesta casi al instante. Se sintió desesperar.

«No puedo, tengo que hacer un reparto y volver a la fábrica.» Esperó dos, tres, cinco minutos, y entonces supo que ya no recibiría respuesta. Sabrina siempre hacía lo mismo: decía lo que tenía que decir, y no le importaba nada más.

—Mamá no está y todavía no puede volver —informó a sus hijos, que se habían sentado en el escalón de la entrada—. Vamos al coche, pero esta vez Camila se sienta delante y Tomás atrás.

—No quiero. Quiero quedarme en casa —se quejó ella.

—Pero no se puede. Venga, que tengo que ir a la capital y después volver a la fábrica —le respondió Julián aproximándose al coche.

Su hija lo siguió a regañadientes.

—No, porfa, a mí llévame a lo de Luna —pidió—. ¡No quiero ir a la fábrica! Llamo a Luna y le aviso que voy para allá. Porfa, papá.

—No —contestó él volviéndose hacia ella. Le colocó las manos sobre sus hombros y la miró con seriedad—. Por favor, Camila, sube al coche, tranquilízate y guarda silencio. Por favor.

Como cada vez que su padre hablaba con tanta sinceridad, Camila comprendió sus razones sin que él las pronunciara. Se sentó en el vehículo y extrajo su móvil para chatear. Tomás comenzó a jugar con su iPod, y ni siquiera abrió la boca para pedir un alfajor, con todo lo que le gustaban. A Camila, en cambio, la tenían harta.

Un poco más tranquilo, Julián encendió el estéreo, buscó la carpeta con la música que siempre lo ayudaba a relajarse y encendió el motor.

—Pónganse el cinturón de seguridad —ordenó antes de arrancar, y Camila obedeció al instante. Tomás ya lo llevaba puesto.

Paseó por Buenos Aires repartiendo cajas de alfajores en cinco negocios mientras sus hijos lo esperaban en el coche. Regresó a la fábrica cuando solo quedaba Melisa, que al ver a los hijos de su jefe, se sintió en pecado. ¿Cómo se atrevía a desear a un hombre que podía ser su padre? Ella tenía veinticuatro años y él cuarenta y siete. Pero se veía tan atractivo con su cabello negro y sus ojos seductores, que conseguía acelerarle el pulso. Lo peor era saber que en sus noches solitarias, incluso cuando salía con chicos, pensaba en su jefe, en el cuerpo fuerte que parecían esconder la camisa y la chaqueta, en las pulseritas que llevaba en la muñeca. Le quedaban tan bien, y lo hacían ver tan joven...

—¿Entregaste la declaración al contable? —oyó que le preguntaba Julián con su voz involuntariamente sensual, y entonces volvió a la realidad de golpe.

—Sí. Dijo que estaba todo bien.

—Menos mal. Vete si quieres, yo termino de organizar algunas cosas para mañana y me voy.

Melisa asintió y se acercó a los hijos de Julián para saludarlos. Se llevaba muy bien con ellos, y pensaba que, de seguir así, eso la acercaría al padre. Sabía que Julián estaba al tanto de que Camila confiaba en ella, que muchas veces le había contado algún que otro secreto esperando su consejo de mujer joven, y aunque ella le brindaba su atención porque quería a Camila, no podía negar que además deseaba congraciarse con Julián.

Después de saludar a los chicos, se despidió de su jefe desde la puerta y se marchó de la oficina.

Tanto Camila como Tomás se habían sentado en el sofá de dos plazas; él seguía jugando con el iPod y ella estaba absorta con su móvil. Camila soltó una risita, se estaba escribiendo con alguien, y su alegría hizo que Julián la mirara. Ni ella ni Tomás se dieron cuenta de que su padre los observaba mientras pensaba en lo agotado que se sentía. Si seguía adelante era por ellos, porque eran la razón de su vida y porque ansiaba que fueran felices, como alguna vez lo había sido él.

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3

—Natalia —oyó que la llamaba la directora del instituto—. La camisa —señaló la mujer, y Natalia miró de inmediato su escote. Se le había desprendido el segundo botón.

Se acomodó la prenda con rapidez. Las monjas eran muy estrictas con la vestimenta de los profesores, por eso la directora, que era laica, se ocupaba de mantenerlos siempre dentro de las normas. De ese modo, Natalia se había acostumbrado a utilizar ropa que la hacía parecer una mujer avejentada y nada atractiva. Usaba tallas más grandes que las que le correspondían porque en la escuela le llamaban la atención si las prendas marcaban sus curvas, no se maquillaba y como único peinado usaba una coleta.

Acabado el recreo, reunió sus cosas y se encaminó al aula de cuarto año. Saludó al entrar, completó el libro de temas y después buscó la lista de alumnos.

—Haremos una comprobación de lectura del Poema del Cid —anunció. Se oyeron algunas quejas, pero no prestó atención. Se ajustó las gafas sobre la nariz y leyó primero la lista de los varones, luego la de las mujeres—. Aráoz Viera —llamó por fin.

Camila se puso de pie con su libro en la mano y en pocos pasos estuvo en el frente. Se sentaba en el tercer banco junto la ventana.

—Cuéntanos qué leíste —pidió la profesora, y ella comenzó a hablar. Natalia la dejó llegar hasta el momento en que el Cid deja a su esposa y a sus hijas para cumplir con el destierro que le ha impuesto su rey—. Gracias —la interrumpió cuando consideró que era suficiente—. Vuelve a tomar asiento.

Camila pensó que el asiento no se tomaba porque no era una bebida, pero en el fondo sabía que la expresión era correcta y que solo se burlaba de la profesora porque no la quería. Por suerte, la muy tonta le había examinado solo el primer cantar, que era lo único que había leído de los tres.

—¿Te acuerdas de cuando nos traías alfajores de la fábrica de tu padre? —le preguntó una compañera en cuanto se sentó. Camila no quería recordarlo.

—No —contestó, aunque sabía bien que hasta los doce años había regalado alfajores a diestra y siniestra porque ellos eran dueños de la fábrica y su padre siempre le enviaba docenas para que compartiera con sus compañeros. ¡Siempre haciéndola pasar vergüenza!

—Silencio —pidió Natalia antes de llamar a otro alumno por el apellido—. Vaca.

—Muuu... —se oyó por lo bajo, y varios estallaron en risas.

—¡He dicho silencio! —repitió Natalia, pero nadie le hizo caso. Aun así, tomar lección oral era más entretenido que supervisar las pruebas escritas. Cuando los chicos escribían en silencio, o al menos fingían que hacían algo, para ella la hora no transcurría; en cambio, cuando interactuaba con ellos, el tiempo corría mucho más rápido.

El timbre sonó a las nueve y veinticinco, dando fin a las dos primeras horas de clase y el inicio del primer recreo. Como era viernes y trabajaba solo esas dos horas, Natalia reunió sus cosas tan rápid

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