Alma gitana

Andrea Milano

Fragmento

Corporativa

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Penguin Random House

A Susana Giménez

Porque una noche, hace doce años,

cuando sonó el teléfono en casa,

ella, con su cálida voz y su simpatía,

me tocó con su varita mágica

haciendo realidad el sueño de publicar

mi primera novela cinco meses más tarde.

A ella,

a la diva de los teléfonos,

a mi hada madrina literaria,

va dedicada esta historia…

“Hay muros que solo la paciencia derrumba

y puentes que solo el amor construye”.

Cora Coralina, poeta brasileña

Primera parte

DESTINOS MARCADOS

Buenos Aires, abril de 1867

El circo de los Marchena se había instalado más allá del Bajo después de una exitosa gira por el norte del país. Muchas noches, la inmensa carpa se abarrotaba de gente de todos los estratos sociales; asistían familias de alcurnia y también aquellas que quizá ahorraban durante toda la semana hasta el último centavo de su pobre salario para poder disfrutar de un buen espectáculo.

Pablo Medrano, encaramado en lo más alto de un sauce colorado añejo, sonreía satisfecho después de otra función exitosa. Su número con las clavas de madera seguía siendo el más vitoreado. Payasos, malabaristas, domadores de animales, todos hacían que valiera la pena gastarse unas cuantas monedas cada noche. Mucha gente también se acercaba al carromato de los Amaya, antes o después de la función central, para que le leyeran la buenaventura, y algunas señoras, hasta las más copetudas de la sociedad porteña, sabiendo de la buena fama que tenían los brebajes milagrosos de la gitana Coral, la buscaban para calmar sus dolencias. Un suspiro quebró el silencio de la noche al pensar en ella. Imaginó que estaría en el carromato con su madre, procurando sin éxito que descansara después del ir y venir de otra jornada agotadora. Sin lugar a dudas, el más contento por el interés que había suscitado el circo en un lugar tan remoto como Buenos Aires, era don Cándido Marchena. La estadía en aquellas tierras le había otorgado excelentes dividendos y se lo pensaría dos veces antes de decidir subirse a un barco para regresar a España. Todos en el campamento aseguraban que, por las noches, luego de contar el dinero, don Cándido se dormía abrazado a él como si fuera su amante.

Se acomodó mejor, con las piernas colgando a ambos lados del tronco, y comenzó a silbar una melodía gitana. Él podría llevar también sangre paya en las venas; sin embargo, su alma siempre sería calli. No importaba que los demás dijesen lo contrario, los recuerdos que guardaba de su infancia, al lado de su madre gitana, valían mucho más que cualquier agravio que pudiese recibir por haber sido engendrado por un hombre de otra ralea.

Dejó de silbar apenas distinguió a Coral avanzando despacio por el pasillo central en donde se habían dispuesto las mejores atracciones, para dirigirse luego hacia la zona del río. Llevaba esa falda de color escarlata que a él le encantaba y resaltaba el rojo de su cabellera. Reprimió el impulso de saltar del sauce y salir a su encuentro, pero parecía que se había alejado para buscar un poco de tranquilidad. El bullicio del circo estaba cada vez más lejano y unos pájaros empezaron a batir sus alas muy inquietos. Coral también se dio cuenta, aunque todavía no lo había visto. Se sentía extraño, contemplándola desde las alturas, como si estuviese espiándola. De repente, ella intentó echarse a correr, como si algo la hubiese asustado. Un segundo después, descubrió que ya no estaba sola. Román Marchena avanzaba hacia Coral con una sonrisa en los labios.

—Coral, no esperaba encontrarte aquí —escuchó que le dijo, plantándose delante de ella sin dejar de mirarla.

—Decidí salir a dar un paseo, Román. —Coral había retrocedido unos pasos para poner un poco de distancia entre ambos.

—Es muy peligroso que te hayas alejado del campamento en medio de la noche. ¿Acaso has quedado con alguien para verte aquí?

Pablo apretó los puños. Se debatía entre seguir espiando o intervenir.

—¿No vas a responder a mi pregunta, Coral? —insistía Román.

Ella no le respondió, y cuando trató de regresar al campamento, Marchena la sujetó del brazo, impidiéndoselo.

—Espera, quiero aprovechar esta oportunidad para hablar contigo.

Coral trataba de soltarse, pero no lo conseguía.

—Román, déjame ir, debo regresar al campamento, mis padres deben estar preocupados y…

Román soltó una carcajada que retumbó en el aire y asustó a la gitana.

—A mí no me vengas con esas; yo no soy el idiota del Payo. Esta noche vas a escuchar todo lo que tengo para decirte. —La tomó por la cintura, pegándola a su cuerpo—. Coral… mi hermosa chabí. No sabes lo tortuoso que ha sido para mí tenerte tan cerca y no poder decirte lo que siento… me vuelves loco, Coral.

Pablo sintió tanta rabia, que lo hubiese matado con sus propias manos antes de que osara tocarla. Coral estaba aterrada y el miedo la había paralizado. Cuando vio que la sujetaba del cuello, con la intención de besarla, se levantó y saltó al suelo desde una altura de casi tres metros. Cayó sobre la hierba, pero se dobló el tobillo debido al impacto. Como pudo, se incorporó y echó a correr. Rengueaba y el dolor era insoportable. Al levantar la cabeza, vio cómo el cerdo de Román le propinaba una bofetada a Coral mientras le gritaba que iba a hacerla suya. Ella estaba en el suelo, con la falda por encima de las rodillas.

—¡Socorro, alguien que me ayude!

El Payo tenía que hacer un gran esfuerzo para correr con el tobillo adolorido. Solo unos pocos metros lo separaban de su amada Coral. Rojo de furia y envalentonado por salvar al amor de su vida, se olvidó de su momentánea incapacidad, y maldiciendo a Román Marchena por su vil comportamiento, se abalanzó sobre él. Sujetándolo por los hombros, consiguió apartarlo de la gitana. Ambos se enfrascaron en una riña cuerpo a cuerpo. Coral, completamente aturdida, se acurrucó en un rincón. El Payo y Román rodaban por el suelo, levantando polvo con cada movimiento. Pablo había logrado reducir a Román; sin embargo, el hijo de don Cándido, de reflejos más rápidos, se arrojó sobre él, ahorcándolo con ambas manos. Pablo apenas podía respirar. Intentó quitárselo de encima, y al hacerlo notó un objeto punzante amarrado al cinturón de sus pantalones. Se estaba quedando sin aire y no iba a morir en manos de ese maldito hijo de puta. Hurgó entre las ropas de Román y se encontró con el mango de una daga. Se apoderó de ella y la hundió en sus carnes hasta que sintió que la hoja de metal chocaba contra sus costillas.

El grito desgarrador de su contrincante no lo amilanó. Lo siguió apuñalando hasta que su cuerpo inerte cayó sobre el suyo. Cuando comprobó que ya no respiraba, se deshizo de él, arrojándolo a un lado. Se levantó, y de rodillas contempló, desencajado, sus manos cubiertas de sangre… la sangre tibia del hombre que había estado a punto de mancillar el honor de Coral. Como si le quemara la piel, dejó caer la daga al suelo. Ni siquiera se dio cuenta de que Coral estaba ahora junto a él. Tomó su mano, temblaba tanto o más que ella.

—Pablo ¿qué hiciste?

Él sacudió la cabeza mientras retrocedía.

—No quise matarlo, no quise. —Sus ojos verdes por fin la miraron—. No sabía que tenía una daga.

—Sé que no quisiste matarlo, solo estabas defendiéndome. —La gitana acarició su rostro bañado en sudor—. Fue un accidente, un fatídico accidente. Nadie te culpará por ello, buscaremos a los demás y les contaremos la verdad, que Román quiso… quiso abusar de mí y tú saliste en mi defensa.

El Payo apretó sus manos con fuerza; Coral lo notó más desesperado que antes.

—No, nadie va a creerme, me enviarán a prisión y me fusilarán. —Miró hacia el campamento, nadie parecía haberse percatado aún de lo que sucedía a la orilla del río—. Debo escapar, Coral.

Ella negó con la cabeza.

—No, Pablo, eso empeoraría las cosas. Busquemos a mi padre, él sabrá qué hacer, además debemos avisarle al señor Marchena de la muerte de su hijo.

—¡Coral, tienes que ayudarme! No voy a dejar que me atrapen, seré condenado, lo sabes. Prométeme que me ayudarás. —Ella dudaba y eso lo inquietaba aún más.

—Está bien, está bien. Te lo prometo —aceptó por fin al verlo tan asustado.

Pablo besó sus manos en señal de agradecimiento.

—¿Qué demonios sucedió aquí?

Tanto Coral como Pablo se dieron vuelta de un sopetón cuando escucharon la voz de uno de los tramoyistas de la compañía.

El hombre se acercó y se agachó junto al cuerpo sin vida de Román. Se tiró hacia atrás cuando comprobó que el hijo del señor Marchena estaba muerto. Se persignó y sus ojos escudriñaron a la pareja que permanecía quieta a un par de metros de distancia.

—¿Quién de vosotros lo ha matado?

Ni Coral ni el Payo respondieron a su pregunta.

El tramoyista se puso de pie, notó entonces la daga ensangrentada; se acercó y la recogió.

—Es de Román. —Sus ojos se posaron en la camisa del malabarista; estaba manchada de sangre. Ya no había duda alguna, sobre quién había empuñado la daga y había acabado con la vida del joven Marchena—. Has sido tú, Payo…

Pablo apretó con fuerza la mano de Coral. Sin mediar palabra, le estaba recordando la promesa que acababa de hacerle.

—Las cosas no son como parecen —dijo la gitana, tratando de convencer al tramoyista.

—Román está muerto y las evidencias hablan por sí solas. —Sus ojos saltones se posaron en la ropa manchada de sangre que llevaba Pablo—. Debo avisar a su padre; él se encargará seguramente de que todo el peso de la ley caiga sobre tu cabeza, Payo. —Retrocedió dispuesto a correr hacia el campamento, pero Coral fue más rápida y se prendió de su brazo.

—¡Por favor, no lo hagas, Pablo solo estaba defendiéndome! —rogó al borde del llanto una vez más.

—Debo hacerlo. Él tiene que pagar por su crimen.

Pablo sintió el odio en su mirada. Quería desaparecer. No había nada que Coral pudiese hacer para interceder a su favor. No cuando acababa de quitarle la vida a un hombre.

La joven estaba dispuesta a todo y Pablo se quedó de piedra al oír la maldición que profirió el tramoyista cuando ella le clavó las uñas en el brazo. Cuando trastabilló, Coral aprovechó para empujarlo. Al hacerlo, su cabeza golpeó contra una roca y perdió el conocimiento.

—¡Corre, Pablo! ¡Corre! —le gritó desesperada.

Pero el Payo no se movió de su sitio.

Coral fue hasta él, le dio un sacudón para hacerlo reaccionar.

—¡Vete, Pablo! ¡Es tu oportunidad de huir! —lo exhortó a que se alejara.

—Coral ¿qué va a suceder contigo cuando despierte? —Miró al tramoyista, quien continuaba tendido en el piso.

—No te preocupes por mí ahora; él estará bien, solo ha sido un golpe.

Pablo no podía irse sin saber la suerte que correría Coral por su culpa.

—No puedo…

—Escucha, prometí que te ayudaría y eso es lo que estoy haciendo, debes marcharte ahora antes de que alguien más aparezca; yo estaré bien. —Se quitó el medallón y lo colocó en el hueco de su mano—. Para que donde quiera que vayas, sigamos estando cerca.

—No puedo aceptarlo.

Ella negó con la cabeza.

—Quiero que lo tengas tú.

Pablo lo apretó con fuerza. Se le partía el corazón al tener que dejarla allí. Se inclinó, tomó las manos de Coral entre las suyas y las besó. Ni siquiera había podido confesarle cuánto la amaba.

—Coral…

—¡Ya vete!

El Payo escondió el medallón en la parte interna de la faja y lanzó un fugaz vistazo a los dos hombres que yacían en el suelo; uno de ellos, muerto por sus propias manos, y tras ver el rostro de Coral por última vez, desapareció bajo el amparo de la noche sin siquiera saber hacia dónde ir.

EL JURAMENTO

Buenos Aires, fines de septiembre de 1869

Esa cálida tarde de primavera, lo primero que escuchó Almudena apenas despertó fueron la risa y los gritos de sus sobrinos que llegaban desde el patio y se colaban en su habitación a través de la ventana. A pesar de la diferencia de edad, la traviesa de Manuela y Leandrito, quien no cumplía todavía los dos años, se habían vuelto inseparables. Cuando su madrina venía de visita y traía al pequeño Julián, la paz en casa de los Izaguirre se evaporaba en un santiamén. Ella envidiaba la inocencia de los niños que no alcanzaban a comprender la tristeza en la que se había sumido la familia tras la inesperada muerte de su padre. Habían transcurrido cuatro meses desde su partida y aún no lograba resignarse. Cada uno hacía el duelo a su manera. Ella lo extrañaba de día y lo lloraba por las noches. Su hermana Victoria prefería evadirse del dolor leyendo sus libros de poesía. Gabriel, su hermano mayor, quien se había hecho cargo del negocio, se pasaba buena parte de la jornada en la hiladora o se refugiaba en el campo. Coral paliaba la tristeza, aferrándose a su hijo, y su madre, la inconsolable viuda, se encerraba en la habitación para llorarlo a escondidas. Ella ya ni siquiera tenía deseos de hacer vida social. Por las tardes, asistía a la Casa de Niños Expósitos, en donde le enseñaba a leer y a escribir a los huérfanos. Los domingos asistía a misa y luego visitaba la tumba de su padre en el Cementerio de la Recoleta. El resto del tiempo se lo pasaba encerrada en la casa, preparando sus clases o jugando con sus sobrinos. De pronto, la algarabía que había inundado la casa de risas y gritos toda la tarde, dio paso al más desconcertante de los silencios. Inmediatamente después, escuchó que Leandrito lloraba mientras Manuela juraba que ella no se había robado su soldadito de plomo.

Almudena dejó la cama y se aproximó a la ventana para observarlos.

Leandro estaba sentado en el jardín, junto a las lilas. Lloraba desconsolado, y con sus manos sucias de tierra arrancaba la hierba de uno de los canteros. Manuela tenía ambos brazos cruzados sobre el pecho y negaba con la cabeza. En medio de ellos, se encontraba arrodillada Coral, quien trataba de apaciguar los ánimos, convenciéndolos de que si hacían las paces, tendrían doble ración de postre esa noche. Como si de un truco de magia se tratase, la niña sacó un pequeño objeto del interior de la manga de su vestido y se lo entregó a su primo en señal de reconciliación. Leandro se apoderó de su preciado soldadito de plomo y salió disparado hacia el establo, haciendo caso omiso a los gritos de su madre que le ordenaba que volviese a su lado. Almudena advirtió que Manuela le decía algo a Coral, pero ella permanecía todavía de rodillas, muy quieta. Comprendió que algo andaba mal cuando su cuñada se llevó la mano a la cara e inclinó la cabeza hacia abajo. Sin perder tiempo, dejó la habitación y salió al patio.

—Coral, ¿qué pasa?

—¡Tía Almu, la tía Coral no puede moverse! —exclamó Manuela, toda asustada.

Almudena le pidió que corriera a buscar a su madre y le avisara a la criada que enviase a buscar al doctor Argerich. Cuando se quedó a solas con ella, se sentó a su lado.

—Coral, no me asustés.

La pelirroja apartó la mano del rostro y la miró. Estaba muy pálida, respirando con dificultad.

—Creo que estuve a punto de perder el conocimiento —balbuceó, al tiempo que intentaba sonreír para tranquilizar a la joven, que parecía más impresionada que la pequeña Manuela.

—¿Podés levantarte?

Coral asintió. Con la ayuda de Almudena consiguió ponerse de pie. De su brazo, llegó hasta uno de los bancos de hierro y se sentó. En ese momento, aparecieron Victoria y la negra Eudocia, que había oído cómo la niña, a viva voz, repetía una y otra vez que la tía Coral se había puesto malita.

—¿Qué ocurrió?

—Casi se desmaya —le dijo Almudena a su hermana mayor.

—No exageres —intervino Coral, restándole importancia a lo sucedido. Se había armado un gran revuelo a su alrededor y veía tantas caras preocupadas que se sintió un poco culpable. Ella sospechaba la causa de su malestar, sin embargo, había preferido esperar para darles la noticia. Con la ayuda de sus dos cuñadas logró llegar a la habitación. Almudena le alcanzó un vaso con agua y azúcar, y Victoria se encargó de aflojarle el vestido para que pudiese respirar mejor. Cuando llegó el doctor Argerich y pidió que lo dejasen a solas con su paciente, no tuvieron más remedio que obedecer.

Coral observó al doctor mientras sacaba su estetoscopio del maletín y se acomodaba las gafas. Sentado en la cama se inclinó hacia delante y la auscultó a la altura del pecho.

—Respirá hondo… una vez más.

Ella obedeció en absoluto silencio.

—¿Perdiste la conciencia?

Coral negó con la cabeza.

—La criada me dijo que te desmayaste.

—La conoces mejor que nadie, Juan Antonio, le gusta exagerar las cosas.

—No te desmayaste, entonces.

La pelirroja lo volvió a negar.

—Si no perdiste el conocimiento y veo que tus pulmones están saludables a pesar de que Almudena me aseguró que te había visto respirar con dificultad, ¿qué fue lo que pasó?

—Creí que tú me lo dirías —manifestó con cierta picardía antes de beberse el agua con azúcar que le había traído Almudena.

Juan Antonio se volteó y la miró.

—¿Cuánto tiempo pasó desde tu última regla?

Coral dejó el vaso vacío encima de la mesita de noche y le sonrió.

—Ya hace dos meses.

—¿Y qué otro síntoma has tenido?

—Los mismos que tuve cuando estaba esperando a Leandrito —le aseguró.

El doctor Argerich supo en ese momento que nadie en la casa sospechaba que Coral estaba nuevamente encinta. Presumió que su amigo Gabriel tampoco sabía nada. Lo confirmó cuando ella le pidió que no se lo dijera, que quería hacerlo cuando volviese del campo. Deseaba que su esposo fuese el primero en conocer la noticia para luego compartirla con el resto de la familia. La muerte de don Vicente Izaguirre era todavía muy reciente y nadie se sentía con ánimos de celebrar. Esa fue la razón que esgrimió cuando el doctor Argerich le preguntó por qué nadie sabía de su estado.

—Creo que la llegada de otro niño será motivo de gran alegría. Tu suegra y Almudena saldrían de su ostracismo si supiesen que en tu vientre crece otro Izaguirre —comentó Juan Antonio. No mencionó a Victoria. Hacía tiempo que él se había resignado a que jamás le iba a dar la oportunidad de acercarse como hombre, y ese constante rechazo lo había orillado a buscar el amor en los brazos de otra mujer. Llevaba dos años casado y ya estaba esperando a su tercer vástago.

Le dio un par de indicaciones a Coral y dejó saludos para su amigo Gabriel. Cuando salió al patio, se cruzó con Felicitas Guerrero. Intercambió un par de palabras con ella y partió raudo hacia el dispensario de la calle Larrea, en donde llevaba años atendiendo a sus pacientes.

*

—Deberías aceptar la invitación de Felicia, Almudena —sugirió Victoria, sin apartar la mirada del bastidor. Le había prometido a su hija que bordaría el vestido de una de sus muñecas y la niña ansiaba que lo terminase pronto.

—Tu hermana tiene razón, Almudena —insistió la joven esposa de don Martín de Álzaga, mientras hojeaba el último ejemplar de La Flor del Aire, un periódico literario ilustrado, dedicado al bello sexo, que estaba dirigido por Juana Manso.

Almudena apenas bebió un poco de su té de manzanilla y regresó la taza a su sitio. El susto que se había llevado un rato antes con Coral le había cerrado el estómago.

—Podemos ir hasta el Tortoni con la excusa de tomarnos un rico chocolate caliente mientras comentamos las últimas novedades —arremetió Felicitas quien no pensaba dar el brazo a torcer. Como Almudena seguía sin decir nada añadió—: La tristeza no es buena consejera y estoy segura de que, esté donde esté, tu padre no aprobaría jamás que te quedases encerrada entre estas cuatro paredes, dejando de lado tu vida social para llorar su muerte.

Victoria celebró su comentario. A pesar de su juventud y de su aspecto tan frágil, Felicitas le imprimía tanta firmeza a sus palabras que estaba convencida de que lograría hacer cambiar de idea a la necia de su hermana.

Almudena sonrió. Era evidente que ambas se habían confabulado en su contra. Si bien Felicitas y Victoria compartían más tiempo de amistad, ya que se conocían desde niñas, ella también había entablado una relación bastante estrecha con Felicia —como la llamaban los más cercanos— a partir de sus frecuentes visitas a la casa.

—Debería cambiarme de vestido —manifestó Almudena, a punto de claudicar ante el carácter voluntarioso de su amiga.

—¡Nada de eso! —Felicitas agitó la mano—. Así estás hermosa. —Le guiño el ojo a Victoria—. Además, corremos el riesgo de que te arrepientas si subís a cambiarte de ropa.

—Vuelvo enseguida. —Las dejó conversando en el salón y reapareció unos minutos después con un bolso de terciopelo verde que combinaba con el discreto tocado que había elegido para adornar su cabello. Se había dejado el mismo vestido, aunque llevaba una manta ligera por si refrescaba más tarde.

Victoria llamó a Ceferino para que alistara el landó y se despidió de su amiga con un abrazo. Le susurró un “gracias, querida Felicia” al oído y permaneció en el umbral de la casa hasta que el carruaje se perdió por la Calle Larga en dirección al centro porteño.

Llegaron al Gran Café Tortoni cerca de las cinco de la tarde. De inmediato, atrajeron las miradas de los concurrentes masculinos: aquellos que estaban solos y los que compartían la mesa con alguna dama. Era inevitable no voltearse a verlas. Avanzaban con elegancia, destilando soberbia a cada paso e inundando el aire con sus delicadas fragancias importadas de París. Todo el mundo conocía a Felicitas Guerrero, la joven que había logrado conquistar el corazón y la fortuna de don Álzaga. Por lo bajo, esa gente que admiraba su belleza y su temple, murmuraba en los salones y tertulias que tenía un amante. Un hombre joven y apasionado que le brindaba lo que su esposo no era capaz de darle.

Solícito, uno de los mozos se acercó y las acompañó hasta una mesa ubicada debajo del vitral de colores. Se deshicieron de los sombreros y los rebozos, y dejaron los bolsitos en una silla vacía.

—¿Es impresión mía o ese caballero no deja de mirarte? —comentó Almudena, señalando con disimulo hacia el fondo del salón.

Felicitas oteó por encima de su hombro para ver al sujeto en cuestión. Al hacerlo, y sin que pudiese evitarlo, se topó con un par de ojos negros que le provocaron escalofríos. En un gesto instintivo se acarició el vientre en donde apenas se insinuaba su embarazo de poco más de tres meses. Lo reconoció de inmediato. Se llamaba Enrique Ocampo y ambos habían coincidido en una que otra tertulia, incluso antes de que ella contrajera enlace con don Álzaga. No era la primera vez que se lo cruzaba al margen de algún evento social, y tenía la sospecha de que él podía anticiparse a todos sus movimientos. ¿Acaso la espiaba? Una mezcla de temor y excitación la obligó a darle la espalda.

—Por tu reacción intuyo que sí lo conocés.

Felicitas asintió.

—Se llama Enrique Ocampo y ya me he cruzado con él antes —manifestó, preocupada—. La otra tarde me lo encontré en la Plaza de la Victoria mientras paseaba con mi tía Tránsito, y tuvo la osadía de hablar conmigo en público, sabiendo que soy una mujer casada.

Almudena, que desde su ubicación podía observar al tal Ocampo sin llamar demasiado la atención, comprobó que no había apartado la mirada de su amiga en ningún momento. Estaba solo y fumaba un habano. Sin comprender exactamente por qué, le dio muy mala espina. Ordenaron dos tazas de chocolate con masitas inglesas e intentaron olvidarse de él. Lo vio hacerle señas al mismo camarero que acababa de atenderlas y luego se puso de pie.

—Viene hacia acá —le avisó a Felicitas.

La esposa de Álzaga no tuvo tiempo de reaccionar. Enrique Ocampo se plantó a su lado y extendió el brazo derecho hacia ella con el propósito de besar su mano.

—Qué placer volver a verte, Felicitas.

Ella lo dejó con el brazo en el aire y respondió a su saludo con un cortante “buenas tardes”.

Ocampo, ofendido por su frialdad, escondió la ira detrás de una sonrisa.

—¿No vas a presentarme a esta bella señorita? —la increpó, negándose a dejarla.

—Por supuesto. Almudena, te presento a Enrique Ocampo. Señor Ocampo, ella es Almudena Izaguirre, una de mis mejores amigas.

Él hizo una leve inclinación de cabeza a modo de saludo y trató de recordar de dónde le sonaba el apellido. Haciendo un poco de memoria, se dio cuenta de que se trataba de la hermana de Gabriel Izaguirre, un reconocido empresario textil de la ciudad que solía coincidir con él en el Club del Progreso.

—Encantado, Almudena.

—Un gusto, señor Ocampo.

Ni Felicitas ni Almudena sentían deseos de permanecer más tiempo en el Tortoni. No habían probado siquiera el chocolate. Con la imprevista aparición de Enrique, habían perdido el apetito. Lo único que ambas esperaban era que él ya no las perturbase con su presencia. Él pareció notar la incomodidad de las jóvenes y, a regañadientes, se despidió de ellas con la excusa de que lo esperaban en su casa. Sonrieron aliviadas cuando Ocampo dejó el café.

—Ese hombre es bastante extraño —comentó Almudena cuando volvieron a quedarse a solas.

—Tengo la sensación de que me persigue —le confió Felicitas—. No se lo dije a nadie porque pensaba que eran suposiciones mías, pero ahora estoy segura de que lo ha estado haciendo desde hace mucho tiempo.

—Es evidente que está interesado en vos y no parece importarle el hecho de que seas una mujer casada.

—A eso me refiero, mi querida amiga. Se acerca a mí con cualquier pretexto y me mira de una manera tan intensa que me eriza la piel.

Almudena, inexperta en asuntos amorosos, percibió que a Felicitas le brillaban los ojos. Supuso que saberse deseada por un hombre joven y atractivo como Enrique Ocampo provocaba en ella sentimientos encontrados. No podía culparla, no cuando su padre la había obligado a casarse con un hombre que rondaba los sesenta años.

—Pero no hablemos más de ese caballero, no tiene caso. —Le dio una suave palmada en la mano—. Quiero saber de vos, de tu trabajo en el hospicio y, sobre todo, de ese amor imposible al que no consigues olvidar.

Almudena respiró muy hondo. Siempre que alguien le recordaba que sufría por un hombre que ni siquiera pensaba en ella, se sentía una tonta. Prefirió no mencionar el nombre de Pablo, por eso le contó sobre sus clases en la Casa de Niños Expósitos, del afecto que los huérfanos le demostraban a diario y de la amistad que había trabado con la madre de Coral. Mientras le relataba la última travesura de uno de sus alumnos, pidieron otro chocolate. Ensimismadas en la charla, ninguna se percató de que Carlitos, uno de los hermanos de Felicitas, había irrumpido en el Tortoni.

Cuando las vio, caminó presuroso hasta su mesa y le anunció a Felicitas que debía regresar a la casa de inmediato porque su hijo se había despertado de su siesta con mucha fiebre y dolores en el cuerpo.

La angustiada madre se despidió de Almudena y salió del local de la calle 25 de Mayo, prendida del brazo de su hermano.

Tan solo tres días después, la ciudad de Buenos Aires se apiadaba de Felicitas Guerrero y de don Martín de Álzaga, tras la repentina y terrible pérdida de su primogénito.

*

Guadalajara, España, diciembre de 1869

El hedor reinante en el carromato presagiaba lo peor. Una gran cantidad de ramitos de saúco verde colgaban de ambos lados del lecho del enfermo, y un humo espeso se elevaba del pequeño caldero ubicado en un rincón. Completaba la dantesca imagen la silueta diminuta de una gitana que, sentada junto al moribundo, recitaba un extraño conjuro que había aprendido de sus ancestros. La retahíla de palabras que pronunciaba no era para evitar a la parca, sino para que el alma de don Cándido no terminase condenada a vagar en los infiernos.

Faltaba muy poco para el fatal desenlace. Unas fiebres mal curadas habían minado la salud de don Cándido Marchena, y llevaba semanas postrado en su camastro. Las hierbas y los empastes de Pastora apenas servían para calmar el dolor y mantenerlo dormido.

La gente del circo preguntaba todos los días por él. No había mal que la gitana Pastora no curase, se decían para darse ánimos. Sin embargo, el tiempo pasaba y don Cándido no mejoraba.

El moribundo comenzó a inquietarse. La gitana se inclinó hacia adelante y le cambió la friega seca de ruda que le cubría la sien por una nueva. Tenía la piel amarillenta y el rostro huesudo. Poco quedaba de ese hombre al que tantos temían y muchas mujeres deseaban. Ella misma había estado en sus brazos durante sus años mozos, cuando todavía quedaba un poco de amor en ese corazón que se endureció tras la muerte de su hijo Román.

—Diego… —balbuceó el enfermo. Tenía la voz pastosa, producto de las altas fiebres.

—El muchacho no está, Cándido.

Don Marchena abrió los ojos apenas. La luz del farol lo encandilaba.

—Dile que venga, Pastora. —Le apretó la mano—. Necesito verlo antes de abandonar este mundo.

—Mandaré a buscarlo. Tú no te preocupes —prometió. Permaneció a su lado hasta que volvió a dormirse y salió del carromato para dar con el paradero del joven. Esperaba que pudiese llegar a tiempo para hablar con su tío. Apenas abandonó la construcción de madera, Aitana Heredia le salió al paso. No le gustaba la muchacha. Era demasiado soberbia y todos en el campamento sabían que ella más que nadie esperaba la muerte de don Cándido.

—¿Cómo sigue?

Pastora no le contestó. Pasó por su lado con la intención de alejarse, pero la gitana se lo impidió, sujetándola del brazo.

—Le he hecho una pregunta.

—Si lo que deseas saber es cuándo morirá, eso solo lo sabe el Todopoderoso. Le queda poco y mi única intención es que no sufra tanto.

Por mí que sufra como el cerdo que es y se pudra en el infierno por toda la eternidad deseó Aitana con todas las fuerzas de su ser. Ignoraba si el maldito le había dejado algo, pero después de tener que soportarlo durante los últimos tres años, tenía derecho a recibir al menos una parte de su fortuna.

—¿Sabes dónde está Diego?

—Si lo supiera, no se lo diría.

Las palabras de la gitana quedaron suspendidas en el aire cuando Pastora la agarró de la muñeca y la apretó con fuerza.

—Si conoces su paradero, será mejor que me lo digas —le advirtió—. Es menester que Cándido hable con él antes de que la parca se lo lleve.

Aitana alzó la cabeza y se atrevió a desafiarla con la mirada. Le tenía miedo, a ella y a sus conjuros, pero no se lo iba a demostrar. Logró soltarse, y con manos temblorosas empezó a acomodarse la falda del vestido.

—No lo he visto hoy —respondió—. Si no me cree, puede preguntarles a los demás.

Aunque la gitana era una arpía, Pastora no tenía por qué dudar de su palabra. La dejó sola en medio del claro y se dirigió hacia la fogata para preguntar si alguien había visto al muchacho.

Aitana, aprovechando que no había nadie por los alrededores, se introdujo en el carromato de Marchena. No bien puso un pie en el interior, soltó uno de los pañuelos de colores que colgaba de su cintura y se cubrió la nariz. El olor era nauseabundo. Se acercó al catre para comprobar que el dueño del circo durmiese. No se movía y apenas respiraba. Le quedaba muy poco y lo celebraba. Barrió el lugar con ojos inquisidores. Había estado allí en numerosas ocasiones, compartiendo la cama de ese hombre al que odiaba profundamente, y sabía que en algún rincón del carromato escondía una cuantiosa fortuna que había amasado durante todo el tiempo que estuvo al frente del circo tras la muerte de su padre.

Debía encontrarlo antes de que alguien más lo hiciera. Hurgó en el armario, pero no tuvo suerte. Se agachó y observó con cuidado debajo de la cama. Al hacerlo, el pañuelo cayó al suelo. Estaba tan nerviosa que no se dio cuenta. Había una bacina y dos maletas. Tomó la más grande y, forzándola un poco, consiguió abrirla. No había más que papeles y recortes de periódicos con anuncios del circo. Escuchó voces cerca del carromato y no tuvo más remedio que dejar de buscar. Regresó la valija a su lugar y ocupó la silla de madera que estaba junto a la cama.

Cuando Pastora apareció, permaneció un momento en el umbral, sorprendida por la presencia de la gitana en el carromato. Oteó el lugar y de inmediato se dio cuenta de que la puerta del armario estaba entreabierta. También vio uno de sus pañuelos de colores tirado junto a la cama. Entró y se acercó al enfermo.

No venía sola. Diego Guzmán, el sobrino de don Cándido, la acompañaba.

Aitana no se movió de su sitio. La anciana no tenía ningún derecho a decir nada; después de todo, para el resto de la troupe, ella era la mujer del dueño. Observó con disimulo al recién llegado. Vestía un chaquetón azul con los botones prendidos hasta el cuello y pantalones anchos. Las botas de caña alta estaban cubiertas de lodo, y en la mano llevaba un sombrero. Recordó la primera vez que lo había visto, cuando llegó al campamento, meses atrás, buscando al único pariente vivo que le quedaba. Por supuesto, el viejo Cándido, quien nunca se había recuperado de la muerte de su hijo, lo recibió con los brazos abiertos. Diego lo ayudaba a administrar el circo y rápidamente se convirtió en su mano derecha.

—Está dormido —dijo el joven sin prestarle la más mínima atención—. Quizá es mejor que regrese más tarde.

La gitana Pastora negó con la cabeza.

—Él quiere verte. —Lo sujetó de la mano y lo conminó a acercarse.

Diego se sentó junto a su tío mientras Pastora se encargaba de atizar el fuego del caldero. Desde su rincón, en el más absoluto de los silencios, Aitana no le sacaba los ojos de encima al recién llegado. Tenía el cabello oscuro y ensortijado. Su rostro era de rasgos fuertes y una incipiente barba le cubría el mentón. Nada que ver con el viejo decrépito de su tío, pensó mientras sus ojos se detenían un segundo en las manos del joven. Eran grandes, con dedos delgados y largos. Tuvo que contener el aliento cuando se las imaginó acariciándola. Nunca se había acercado demasiado por temor a que Marchena se diese cuenta; sin embargo, tras su muerte, lo más lógico era que Diego tomara las riendas del circo y heredara su dinero. No le costaría nada seducirlo y convertirse también en su amante.

Don Cándido abrió los ojos y sonrió al ver a su sobrino.

—Diego…

El muchacho tomó su mano y le devolvió la sonrisa.

—Aquí estoy, tío. No se agite que no es bueno para su salud —le pidió.

Cuando Marchena descubrió a Aitana sentada en un rincón del carromato, guardó silencio. Pastora, adivinando cuál era su intención, le dijo a la gitana que la acompañase a buscar más hierbas al monte. De mala gana, Aitana se fue con ella.

—Necesitaba verte, hijo. —Don Cándido, haciendo un gran esfuerzo, se incorporó y apoyó la espalda en la almohada.

—Debería descansar…

—Ya descansaré cuando muera —lo interrumpió—. Ahora debemos hablar. Es hora de que cumplas esa promesa que me hiciste. ¿Te acuerdas?

Diego asintió. ¿Cómo olvidar el momento en el cual le había jurado que el asesino de su primo recibiría su castigo? El juramento se hizo allí mismo, entre las cuatro paredes del carromato, la misma noche en la que él había llegado al campamento. Don Cándido sabía que le quedaba poco tiempo de vida, por esa razón le había encomendado la difícil tarea de vengar la muerte de su primo. Él había sido incapaz de negarse porque aprendió a odiar al Payo desde el primer momento en el que escuchó su nombre. Estaba dispuesto a cumplir su promesa, y aunque tuviese que buscar hasta debajo de las piedras, daría con el paradero del maldito gitano y le haría pagar por lo que había hecho.

—Sí, tío, claro que lo recuerdo.

Cándido asintió.

—Sabía que podría contar contigo.

—¿Qué planes tiene? —le preguntó, a sabiendas de que apenas le quedaban pocas horas de vida.

Marchena le apretó la mano y, entre balbuceos, le contó lo que debía hacer apenas él muriera. Luego, cerró los ojos y, con la ayuda de Diego, se acomodó en la cama hasta descansar la cabeza en la almohada. No tardó en volver a dormirse. Lo hizo con una sonrisa… la sonrisa de un hombre que sabe que muy pronto el asesino de su hijo pagaría con su propia vida por habérselo arrebatado.

RELACIONES PELIGROSAS

Cruz del Eje, provincia de Córdoba, Noche Vieja de 1869

Don Casimiro abandonó por un momento la lectura del periódico para observar a través de la ventana cómo el patio de la estancia empezaba a prepararse para la celebración de esa noche. Blanca era la encargada cada año de engalanar las dependencias de la casa con adornos alusivos, y de supervisar el menú que degustarían en la cena. No importaba que fuesen pocos, ella siempre procuraba que nada faltase. Hacía apenas unos minutos que había salido del despacho tras anunciarle que Pablo acababa de llegar y que se reuniría con él en un rato, cuando estuviese presentable. Lo había enviado a la ciudad de Córdoba para que cerrase un acuerdo con un prominente ganadero de la región, y le provocaba una gran dicha saber que había llegado a tiempo para compartir la cena con sus invitados.

Regresó al escritorio y encendió su vieja pipa. Aprovechaba la ausencia de Pablo para fumar a sus anchas. Desde que el doctor del pueblo le había asegurado que, si no se cuidaba, su corazón no resistiría mucho más tiempo, debía hacerlo a escondidas para evitar que lo regañasen. Nadie entendía que era uno de los pocos placeres que le quedaban. Aspiró bien hondo y soltó el humo. No planeaba morirse todavía, al menos no hasta que su muchacho sentase cabeza y lo convirtiese en abuelo. Ese era su mayor anhelo. La vida le había negado la posibilidad de tener hijos, y tras quedarse viudo, a una temprana edad, se había resignado a pasar el resto de su existencia en soledad.

Todo eso cambió el día que su camino y el de Pablo se cruzaron en una pulpería de Bragado, dos años atrás, y él lo salvara de una muerte segura en manos de unos forajidos que intentaron quedarse con su dinero. Como una manera de retribuirle lo que había hecho por él, lo buscó y le propuso viajar con él a Córdoba para trabajar a su lado. Al principio, no le importaba su pasado ni de dónde había salido. Después, a medida que fue ganándose su confianza, fue el mismo Pablo quien le contó lo que había hecho para salvar el honor de la mujer que amaba. No lo juzgó ni le dijo qué hacer; en cambio, le enseñó todo lo que debía saber sobre la cría de ganado y la vida de campo. Ahora era su mano derecha, el que administraba sus tierras y viajaba a la hora de cerrar importantes tratos de negocios. En el pueblo nadie sabía de su origen gitano. El cabello rubio y los ojos claros camuflaban su verdadera esencia. A él nunca le importó ese detalle, pero había sido el mismo Pablo quien le pidiese, apenas llegaron a Cruz del Eje, que no dijese nada. Acostumbrado a ser visto con malos ojos debido a su casta, prefería mantenerlo en secreto, y por supuesto, el viejo accedió sin cuestionar su decisión. Alcanzó a esconder la pipa en uno de los cajones del escritorio cuando escuchó su voz en el pasillo.

Al ingresar al despacho, Pablo lo encontró hojeando un libro. De inmediato percibió el olor a tabaco. Haciendo caso omiso de los consejos del doctor y de sus advertencias, había vuelto a fumar. No tenía caso regañarlo. Sabía que de nada serviría. Por el momento, y para no enfrascarse en otra discusión sin sentido, fingiría que no se había dado cuenta. Rodeó el escritorio y le dio un abrazo. Había estado ausente durante tres días; sin embargo, cada vez que regresaba a La Querencia, y por culpa de su intransigencia, temía no volverlo a ver. Su salud se resentía, pero don Casimiro solo quería vivir a su manera lo poco o mucho que le restaba de vida. Y por ese mismo motivo, en varias ocasiones, hacía la vista gorda, como ahora.

—¡Qué alegría verte, muchacho! —le dijo, dándole unas cuantas palmadas en la espalda—. Pensé que no llegarías para despedir el año, los Balbuena no te lo hubiesen perdonado.

Pablo se separó y lo miró con el ceño fruncido.

—¿Los ha invitado?

—Tenía que hacerlo —se justificó el viejo—. Después de pasar Nochebuena en su casa, era lo menos que esperaban de nosotros. Tanto Álvaro como Trinidad están encantados de compartir la cena con nosotros. ¡Ni hablar de sus hijas!

Pablo se sentó sobre uno de los extremos del escritorio y cruzó una pierna encima de la otra. ¡Las hermanas Balbuena! Eran un encanto, pero las conocía demasiado bien, sobre todo a la mayor de ellas, Eugenia, a quien don Casimiro veía como la perfecta candidata para que él por fin abandonase el bando de los solteros. El viejo ni siquiera se imaginaba cómo era la muchacha en realidad.

—¿Acaso no te agradan? —indagó Casimiro Larrea ante su falta de entusiasmo.

Pablo se tocó el anillo de plata que llevaba en el meñique de su mano derecha. La rueda roja con finos bordes dorados representaba a uno de los signos del zodíaco gitano, el suyo, y se lo había entregado su madre, poco antes de morir.

—No le voy a negar que son simpáticas, don Larrea, pero usted sabe muy bien que no deseo involucrarme con nadie.

—El recuerdo de esa mujer no te permite ser feliz, hijo —se quejó. Aunque no los uniese un lazo de sangre, el cariño que sentía por él le daba el derecho suficiente de hablarle sin tapujos.

Pablo permaneció cabizbajo, perdido en sus propios pensamientos. Había perdido la cuenta de las veces que ya habían sostenido esa misma conversación, que siempre terminaba igual. Él, asegurándole que no necesitaba una mujer para ser feliz, y el viejo recriminándole que no le hiciera caso. Por más que lo intentase, no conseguía olvidar a Coral. Aunque la supiese ajena y feliz, al lado de otro hombre, continuaba queriéndola. ¿Cómo pretender a otra cuando su corazón latía por alguien más?

—No quiero hablar de ese asunto, don Larrea. —Vio que el viejo asentía con la cabeza, resignado a que, una vez más, perdía la contienda. Abandonó la comodidad del escritorio y se plantó frente a la ventana—. Las negociaciones salieron mejor de lo esperado. Logré aumentar el número de cabezas de ganado a un precio muy favorable; ya no tendremos que preocuparnos por la baja producción de leche de este año. Las piezas que adquirimos son de primera calidad y prometieron enviarlas la semana que viene.

Don Casimiro esbozó una sonrisa de satisfacción. Mientras Pablo le relataba con pelos y señales sobre su viaje a la ciudad de Córdoba, el orgullo desbordaba en su mirada. Hablando sobre los excelentes ejemplares de raza Holstein que habían sido importados de Europa, el tiempo se les pasó volando. Empezaba a oscurecer cuando Blanca entró al despacho y le avisó a Larrea que su baño de tina estaba listo. Lo primero que hizo Pablo apenas se quedó a solas fue inspeccionar el escritorio en busca de la dichosa pipa. La encontró oculta en el último cajón, debajo de unos documentos. Estuvo a punto de llevársela, aunque comprendió que era inútil. Al viejo le bastaba chasquear los dedos para que el capataz se montase sobre su ruano y cabalgara hasta el pueblo para conseguirle otra. La dejó en su sitio, deseando que el propio don Larrea se diera cuenta del daño que le provocaba. Miró su reloj de bolsillo. Faltaba poco para la cena y él todavía no estaba listo. Se dirigió a su habitación y buscó en el interior del ropero una de sus mejores camisas.

De repente, como si el destino se empeñase en burlarse de él, por el rabillo del ojo vio la caja de madera en la cual guardaba las cartas de Coral. Seguramente la criada, en uno de sus tantos descuidos, la había dejado olvidada encima de la cómoda mientras aseaba su habitación. Por un instante logró reprimir el impulso de volver a leerlas. Nunca le había respondido. Él había sido quien diera el primer paso un año antes, al ponerse en contacto con ella mediante un escueto telegrama en el cual le enviaba su dirección y le decía que se encontraba bien. Apenas un mes después, llegó la primera carta. Después recibió dos más, pero él seguía sin contestarle.

Se aproximó a la cómoda, tomó la caja y se sentó sobre la cama. Allí estaban… tres sobres raídos, con su nombre elegantemente garabateado en tinta azul. Conocía el contenido de las cartas casi de memoria. Abrió la primera y comenzó a leer.

Mi querido Pablo,

Espero que cuando recibas esta carta te encuentres muy bien. ¡No imaginas la alegría que sentí cuando llegó tu telegrama después de tantos meses de silencio! ¡Tengo muchas cosas que contarte y no sé por dónde empezar!

Creo que lo primero que deberías saber es que me he convertido en madre de un niño hermoso llamado Leandro. ¡Me gustaría tanto que pudieses conocerlo! Es un ángel y se parece mucho a Gabriel, aunque él y sus hermanas aseguran que tiene mi sonrisa. ¡Y eso no es todo! ¡Encontré a mi madre y lo hice en el lugar menos pensado! Se llama Rosa María, aunque su nombre eclesiástico es sor Davinia y es una sierva del Señor que ahora cuida de los huérfanos de la Casa de Niños Expósitos. Ella me contó la dolorosa verdad sobre mi origen, y así supe que Enrique de la Cruz, el esposo de la madrina de Almudena, era mi padre. Era un mal hombre y ahora está muerto. Que Dios me perdone, pero nunca lamenté su pérdida, tampoco la de mi abuela, que se fue detrás de él apenas le dieron la terrible noticia. Lo único que le agradezco a ese señor es que me haya dado un hermano. Su esposa, después de desearlo durante tanto tiempo, logró quedar encinta. Lo supo semanas después de la muerte de ese hombre al que ni siquiera puedo llamar padre. Julián tiene dos años y es el compañero de juegos de mi Leandrito.

No quiero extenderme demasiado porque cuanto antes termine de escribir esta carta, más pronto llegará a tus manos.

Recibe un abrazo cariñoso de tu amiga Coral que nunca te ha olvidado.

Dobló la carta y la colocó en su sitio, en el fondo de la caja. Sin darse cuenta, buscó la siguiente. Estaba fechada dos meses después.

Querido Pablo,

No recibí respuesta y por esa razón me atrevo a escribirte otra vez. Espero que mi anterior carta no se haya extraviado. Las cosas por aquí no están bien. Mi suegro sufrió un ataque al corazón y el doctor asegura que solo resta esperar lo peor. En la casa solo se respira tristeza e incertidumbre. Gabriel se hace el fuerte, pero por las noches, cuando ni su madre ni sus hermanas lo ven, llora como un niño entre mis brazos. Hasta mi Leandrito está triste y ni siquiera juega con la pequeña Manuela.

Ruego que me escribas, aunque sea unas pocas líneas, para saber de ti.

Te mando todo mi cariño, deseando que te encuentres bien.

La tercera y última misiva había sido enviada durante el invierno de ese año y era la más breve de todas.

Pablo, me angustia no tener noticias tuyas. Yo, con la esperanza de que contestes pronto, continúo escribiéndote. Mi suegro murió pocos días después de enviarte mi última carta, y su partida nos dejó desconsolados. La que más ha sufrido es mi querida Almudena. Gabriel ha tenido que hacerse cargo de todo y sé que ha sido muy duro para él también, aunque se muestre fuerte delante de nosotras. Te ruego que respondas, necesito saber que estás bien.

Con todo mi afecto,

Coral

Se llevó el arrugado papel a la nariz y aspiró fuerte. Olía a madera y a una esencia floral que le recordaba vagamente al perfume de su entrañable gitana. No la culpaba por no volver a escribir. Seguramente se había cansado de esperar una respuesta que nunca llegaba. ¿Acaso no era mejor así? Sus vidas tomaron rumbos diferentes el día en que descubrió que jamás se iría con él a Córdoba porque se había enamorado de Gabriel Izaguirre. A pesar de que nunca fue suya, le dolió perderla. El tiempo y la distancia le habían dado la resignación necesaria para aceptar la realidad. Coral era ahora una mujer felizmente casada y madre de un niño pequeño al que adoraba. ¿Por qué insistía en saber de él?

Guardó las cartas y cerró la caja de un manotazo. Cuando se topó con su imagen en el espejo, se vio invadido por los recuerdos. El cabello suelto, cayendo en gruesos mechones por encima de su hombro, lo regresaba a la época del circo en la que había sido tan feliz. Los juegos malabares, el aplauso de la gente y la sonrisa de Coral después de cada función… Añoraba todo eso que el destino le había quitado la noche en la que Román Marchena murió. Tomó una cinta de cuero y se lo recogió a la altura de la nuca. Se contempló otra vez mientras respiraba ligero. El pasado había quedado atrás. No importaba cuánto lo añorase, el circo ya no era su mundo.

El Payo estaba enterrado en el pasado y ahí era donde pertenecía.

*

La familia Balbuena al completo llegó a La Querencia a la hora acordada. Antes de la cena, se dispuso que degustarían un aperitivo en el salón. Don Casimiro se enfrascó con Álvaro Balbuena en una charla sobre cuitas políticas. A una corta distancia, la suficiente como para escuchar la conversación sin entrometerse, Trinidad y sus hijas bebían una copita de jerez.

Pablo no había aparecido aún y Larrea se puso inquieto. Por eso, cuando llegó y se acercó a saludar a las damas presentes, le volvió el alma al cuerpo. Había asegurado que él los acompañaría y no podía quedar mal con sus invitados. No le caía en gracia Balbuena, pero se rumoreaba en el pueblo que deseaba postularse para ocupar el cargo del primer presidente municipal, y a un sujeto con poder siempre era mejor tenerlo de su lado.

—Me comentó Casimiro que acabás de regresar de la capital —deslizó el comerciante con ínfulas de político—. ¿Cómo están las cosas por allá?

Recostado contra la pared de la chimenea, Pablo revolvió el jerez que le quedaba en la copa y se lo bebió de un sorbo antes de responder.

—Córdoba, así como el resto del país, aumentó de manera significativa la producción de carnes y cereales durante los últimos tiempos. —Observó a don Casimiro antes de continuar—. El tendido de nuevas líneas ferroviarias que confluyen en el puerto ha hecho que ahora todo sea más sencillo. También están todos muy entusiasmados con la posibilidad de que se realice la gran Exposición Nacional, gracias a la ley que sancionó hace poco Sarmiento.

—No debemos olvidar que nuestra benemérita provincia es la más importante después de Buenos Aires —se vanaglorió Balbuena—. El último censo, que también impulsó Sarmiento, así lo demostró. Córdoba no tiene nada que envidiarles a los porteños, se volverá más próspera y civilizada. Estoy convencido de que la llegada del ferrocarril nos hará mucho más grandes aún.

Don Casimiro y Pablo no dijeron nada. Solo el viejo asintió con un leve movimiento de cabeza para demostrar que estaba de acuerdo con él. Una línea ferroviaria que pasara cerca del pueblo no podía perjudicar a nadie. Las mujeres celebraron la oportuna aparición de la criada, avisándoles que la cena estaba servida. Álvaro Balbuena se acercó a su esposa y le ofreció su brazo para entrar juntos al comedor. Consuelo iba detrás de ellos mientras que Eugenia, aprovechando que Pablo todavía no se había movido de su sitio, se arreglaba una arruga imaginaria de la falda del vestido, esperando el momento para quedarse a solas con él. Miró con disimulo al dueño de casa, quien no tardó en darse cuenta de lo que pretendía la jovencita. A don Larrea no le parecía muy correcto su comportamiento, sin embargo, hizo la vista gorda porque tenía la ilusión de que la hija mayor de Balbuena y el terco de Pablo se entendieran. Dejó la puerta entreabierta y, antes de reunirse con el resto de los invitados, echó un último vistazo al salón.

—Un día, tu padre se dará cuenta de cuál es tu juego y terminarás lamentándolo —aseveró Pablo sin dejar de sonreír.

Eugenia negó con la cabeza. Se acercó y le rozó la mano.

—Para eso te tengo a vos, mi querido Pablo. Sé que nunca me pondrías en evidencia.

Pablo debía darle la razón. Aunque estaba cansado de formar parte de un plan que podía acabar mal, jamás le jugaría sucio. Eugenia tenía el don del convencimiento y no le había costado nada involucrarlo en sus mentiras; tanto así que ahora no sabía cómo salirse sin perjudicarla a ella o a su reputación. ¿Qué demonios había pasado por su cabeza cuando aceptó su propuesta?

—Don Casimiro me mira con muy buenos ojos —deslizó, esperando su reacción.

—El pobre viejo ve lo que quiere ver —le aseguró. A veces se sentía mal por él. Estaba seguro de que cuando la verdad saliera a la luz, sería el primero en enojarse—. Será mejor que vayamos al comedor. Tu familia debe estar preguntándose dónde te has metido y no quiero tener que dar explicaciones que ni yo mismo me creo.

Eugenia hizo un gesto de “no te preocupes” con la mano y se tomó el ruedo del vestido para permitirle pasar. Lo observó mientras se dirigía a la salida. Era un hombre condenadamente atractivo y capaz de enloquecer a cualquier muchacha. Una pena que él no se diese por enterado.

La irrupción de los jóvenes en el comedor provocó un incómodo silencio. Detrás de sus pesadas gafas, Consuelo, la hija menor de Balbuena, miró con rencor a su hermana. Le molestaba mucho que Eugenia aprovechase cualquier ocasión para exhibirse delante de Pablo. Su inquina no se debía a una razón de celos —a ella no le interesaba el muchacho—, lo que lamentaba era que jamás tendría la suerte de su hermana. Eugenia despertaba la admiración masculina, mientras que ella, con su aspecto poco agraciado, solo provocaba burlas, o en el peor de los casos, la lástima de los demás. Don Casimiro se apresuró a alzar su copa de vino y proponer un brindis para evitar cualquier contratiempo indeseado.

—Que 1870 sea un año próspero para esta bendita nación y para nuestras familias. —Se le hizo un nudo en la garganta cuando miró a Pablo. La vida le había negado un hijo de sangre, carne de su carne, pero el destino se encargó de ponerlo a él en su camino. Lo único que lamentaba era que su adorada esposa muriera antes de conocerlo.

Todos unieron sus copas a la suya, augurando lo mejor para el año que estaba a punto de comenzar.

Eugenia bebió un sorbo de vino y le guiñó un ojo a Pablo. Él le devolvió el atrevimiento con una sonrisa. Ninguno de los dos se percató de que don Álvaro Balbuena los observaba atentamente.

*

Diego corrió la cortina y contempló el agreste paisaje que iban dejando atrás para internarse en la aldea. A su lado, adormecida por el cadente traqueteo del carruaje, se encontraba Aitana Heredia. En ese momento, lo asaltó la duda. ¿Habría hecho bien en permitir que lo acompañase? La gitana había insistido tanto en ir con él que no tardó en aceptar su petición. Hacía poco más de una hora que habían abandonado Madrid y, según el cochero, no tardarían en llegar a La Hiruela, un pueblecito situado a varias leguas de la capital española. Hurgó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un papel. Estaba arrugado y tenía un nombre escrito en él: Luisa Aquino. Según le había contado su tío en su lecho de muerte, la mujer rondaba los setenta años y su salud estaba bastante deteriorada por una afección en los huesos. Vivía en la aldea, bajo el cuidado de una vecina que, a cambio de algunas pesetas, procuraba que nada le faltase. El único detalle sobresaliente era el hecho de que la anciana era pariente de Pablo Medrano y, por ende, la única capaz de informarle sobre su paradero actual. Por supuesto, no se presentaría en su casa contándole quién era en realidad. El plan que habían urdido no podía fallar. Solo debía pronunciar las palabras correctas, poner su mejor sonrisa y tratar de convencerla de que le urgía encontrar al antiguo volatinero estrella del circo, al que todos llamaban el Payo.

Una hondonada en el sendero provocó que el carruaje se estremeciera. La sacudida despertó a la gitana. Se acomodó el rebozo encima del hombro y lo miró.

—¿No hemos llegado todavía?

Diego negó con la cabeza.

Aitana emitió un bostezo y le sonrió. Habían conversado poco desde que dejasen el campamento. Lo único que tenía en claro era que iban a visitar a una pariente lejana de Pablo. Aunque no le había dicho el motivo de esa misteriosa salida, Aitana sospechaba que don Cándido Marchena, desde el mismísimo infierno, estaba detrás de todo aquel asunto. Cuando intentó indagar, Diego le contestó que no se metiera en donde no debía. Sin embargo, utilizando su habitual labia de gitana mañosa, había logrado convencerlo de que la dejase acompañarlo, con la excusa de que podría serle de alguna utilidad. Cuando estuviesen en casa de esa mujer, se enteraría para qué la estaba buscando. Desistió de entablar una conversación con él porque apenas le prestaba atención y eso era algo que la desconcertaba. ¿Acaso el encanto que había seducido a su tío no era suficiente para un hombre cómo él? Diego Guzmán le gustaba y tenía todo el tiempo del mundo para averiguarlo.

Unos minutos más tarde, el carruaje se detuvo a la entrada del pueblo. Diego se bajó y le indicó al cochero que preguntase por ahí dónde vivía una mujer llamada Luisa Aquino. Decidió esperarlo junto al pescante para no tener que hablar con la gitana. Al ser un poblado de pocos habitantes, el cochero no tardó en volver con la información que necesitaba. La casa de la mujer se encontraba al final del camino principal, frente a la plaza, y hacia allí se dirigió. Cuando miró por encima de su hombro, observó con un dejo de fastidio que Aitana abandonaba el carruaje para seguirlo. Intentó acelerar la marcha, pero comprendió que sería inútil. Ella lo alcanzó y se le puso a la par.

Tuvieron que atravesar todo el pueblo para dar con la humilde vivienda de Luisa Aquino. Llamó dos veces y esperó una respuesta. No venía nadie a atender. Aitana farfulló que quizá no había nadie, pero Diego hizo caso omiso a su comentario. Volvió a golpear la puerta y su insistencia tuvo sus frutos. Una señora ataviada con un delantal blanco se lo quedó observando de arriba abajo antes de preguntarle quién era o qué buscaba. Cuando se percató de la presencia de la gitana, abrió muy grande los ojos.

—¿Se encuentra la señora Aquino? —Diego confirmó en este instante que había sido un error llevar a Aitana con él. Bastaba ver la expresión de espanto de la mujer al verla a su lado.

—¿Quién es usted, joven? ¿Qué quiere con mi señora Luisa?

—Ella no me conoce. —Diego se subió el cuello de la chaqueta. —¿Le importa si entramos? Está helando aquí afuera…

La mujer volvió a mirar a Aitana con recelo; sin embargo, el joven que iba con ella parecía decente. Se hizo a un lado y los invitó a pasar. Entraron a un saloncito lleno de muebles y adornos de porcelana, en donde se destacaba una chimenea en el rincón. La gitana se acercó y acercó sus manos para calentarlas.

—Le avisaré a la señora que desean verla. —Se estaba yendo cuando se volteó con un gesto inquisidor en su rostro—. ¿A quién debo anunciarle?

—Dígale que la busca Diego Guzmán y que necesito hablar con ella sobre un familiar suyo llamado Pablo Medrano.

Aitana empezaba a tener ciertas sospechas sobre la razón por la cual el sobrino de Marchena se había presentado en la casa de esa mujer.

Se alejó de la chimenea y guardó silencio. Le hacía ilusión descubrir en dónde se había metido Pablo durante todo ese tiempo. ¿Acaso estaría con la mosquita muerta de Coral?

El golpeteo de un bastón atrajo la atención de los visitantes. Una anciana de cabellera blanca y cuerpo encorvado estaba de pie, bajo el quicio de la misma puerta por la que había desaparecido la otra mujer hacía apenas unos minutos. Durante un buen rato permaneció allí, en el más absoluto de los silencios, sin siquiera moverse. Luego, de repente, comenzó a andar, golpeando la punta de su bastón contra el suelo para no llevarse nada por delante.

—Lo lamento, ni mis huesos ni mis ojos son los de antaño —dijo por fin.

Diego se acercó y, sujetándola del brazo, la ayudó a sentarse en la mecedora que estaba al lado de la chimenea.

—¿Es verdad que han venido a verme para hablar de mi sobrino nieto?

—Así es, señora. Mi nombre es Diego Guzmán y esta muchacha que me acompaña se llama Aitana Heredia.

La anciana trató de enfocar la vista, pero las nubes blancas que le cubrían los ojos no le permitieron ver demasiado.

—Tomen asiento, por favor.

Diego se acomodó en un sillón y le indicó a Aitana que se ubicase a su lado.

—Lamento tener que molestarla, señora Aquino…

—Luisa, a secas, por favor —le pidió.

Aunque apenas podía verlo, Diego asintió.

—Sé que le debe extrañar mi presencia en su casa, pero usted es mi última esperanza para dar con el paradero de Pablo Medrano. —Miró de soslayo a la gitana porque sabía que se sorprendería mucho con lo que estaba a punto de escuchar. —Hace unas semanas, mi madre, en su lecho de muerte, me contó la verdad sobre mi origen. Me dijo que el hombre que me había criado no era mi padre, y que era hijo de un marinero que pereció en altamar cuando ella todavía me cargaba en su vientre. —Se detuvo para ver la reacción de la anciana, quien guardaba silencio, atenta a su relato—.Ese hombre nunca supo de mi existencia, yo tampoco sabía que tenía un hermano hasta esa noche en la que mi madre, quizá para alivianar su alma atormentada, me confesó la verdad. Me suplicó que lo buscara porque no quería que me quedase solo cuando ella ya no estuviera en este mundo.

Doña Luisa Aquino, que conservaba una lucidez envidiable, empezó a atar cabos. Su sobrina Rosario se había enredado con un grumete que había llegado desde Córdoba, y tras prometerle el oro y el moro, se había embarcado rumbo al continente africano, en donde terminó perdiendo la vida. No quería adelantarse a los acontecimientos, por eso prefirió que el muchacho continuase con su relato.

—Mi madre me contó que él tenía otra mujer, pero siguió visitándola hasta poco antes de su muerte. Cuando él ya no volvió, hurgando entre sus pertenencias, encontró un acta de matrimonio. Entonces supo que mi padre no solo tenía a otra, estaba casado y el nombre de su esposa era Rosario Aquino.

—Mi sobrina Charito…

—Sí. En el acta de matrimonio también decía que había nacido en este pueblo y por eso he venido hasta aquí a buscarla. —Estaba tergiversando parte de la historia en su propio beneficio. Él sabía que la tal Rosario estaba muerta, pero la anciana no debía ni siquiera sospechar la verdad. Su tío había sido claro: no podía mencionar ni su nombre ni el del circo para no alertar a la mujer. Ignoraban si Rosario, antes de su muerte, le había hablado de él.

—Charito murió hace muchos años —dijo la dueña de casa, angustiada.

En ese momento, la mujer que la acompañaba entró en el salón cargando una bandeja con una tetera humeante.

—Creo que una taza de té caliente les vendría bien —manifestó con una sonrisa de oreja a oreja. Nadie se lo había pedido, pero su intuición no le fallaba y sabía que la doña la iba a necesitar. Habían mencionado el nombre de su sobrina y ya estaba lagrimeando. Le sirvió una taza a su amiga y luego hizo lo mismo con las visitas.

—Lamento mucho oír eso, Luisa. —Diego bebió un sorbo de té y dejó la taza encima de una mesita de madera—. ¿Ha tenido alguna noticia de su hijo?

La anciana asintió.

—Cuando Rosario murió, se encontraba de gira con el circo de un tal Marchena. No me pregunte cómo terminó en un lugar como ese. Creo que la belleza exótica que heredó de su padre, un gitano andaluz de apellido Cortés, que enloqueció a mi hermana, la llevó por esos derroteros. Poco después de su muerte, recibí la carta de mismísimo Cándido Marchena, propietario del circo y según sus propias palabras, “el hombre que había estado con mi sobrina hasta su final”. Me dijo que, si la voluntad del niño era venirse a vivir conmigo, él mismo me lo traería al pueblo, pero Pablo no deseaba abandonar el circo. ¡Imagínese lo que podría decidir un pequeño de apenas siete años!

—¿Qué ocurrió entonces?

—Debí resignarme a que mi sobrino nieto era igual que su madre, un espíritu libre, incapaz de atarse a ningún sitio—. La mujer sonrió con cierta nostalgia—. Unos años después, seguramente cuando aprendió a escribir o a pensar por sus propios medios, me mandó una carta. No me había equivocado. Pablo amaba la vida del circo y no estaba dispuesto a abandonarla. Una tarde de primavera, cuando era un muchachito de once años, apareció por esa puerta, con el cabello largo, tan rubio como el de su madre, y una expresión de susto en sus ojos verdes. Se quedó dos días conmigo mientras el circo acampaba en una villa cercana. Cuando se marchó, supe que ya no volvería a verlo. A partir de entonces, tuve que conformarme con sus cartas.

—¿Sigue escribiéndole?

La anciana asintió y le hizo señas a la otra mujer para que le trajese alguna cosa. Minutos después, apareció con un manojo de cartas, atadas con un lazo de seda amarillo.

—Recibí la última hace seis meses. Pablo dejó el circo y se estableció al otro lado del océano, en un pueblo de la provincia de Córdoba. ¿No es irónico que hubiese terminado en un lugar que lleva el mismo nombre de aquel en el que nació su padre?

Diego no era capaz de apartar la mirada del manojo de cartas que la anciana sostenía en su mano. Estaba a un paso de conocer el paradero del asesino de Román, sin embargo, debía actuar con cautela. Confiaba en que Aitana secundaría su mentira. Si no había dicho nada hasta el momento, era porque no pensaba ponerlo en evidencia.

—En su última carta me cuenta que se encuentra muy a gusto, viviendo con un hombre al que aprendió a querer como a un padre. —Doña Luisa suspiró profundo—. Supongo que perder al suyo siendo tan pequeño debe haber calado muy hondo en él.

—¿No le dijo por qué abandonó el circo?

—Es extraño, pero hace tiempo que ya no menciona al circo en sus cartas. Cuando escribe solo habla de su vida, allá, en esa otra Córdoba que lo recibió con los brazos abiertos. Según me ha contado, ahora se dedica a cuidar de los campos del señor que le dio cobijo en su casa.

—¿Sabe su nombre?

—Pablo lo llama “don Larrea”.

Diego asintió. Con cada detalle que la anciana sumaba, el enigma empezaba a esclarecerse. Ya tenía un lugar y un nombre. Era mucho más de lo que contaba antes de poner un pie allí. No se conformaba y, por eso, se animó a jugar su última carta.

—No quisiera abusar de su confianza, doña Luisa —dijo, volviendo a utilizar el “doña” en señal de respeto—. La única razón que me empujó a venir a este pueblo es descubrir el paradero de mi hermano. Aunque no crecimos juntos, compartimos el mismo padre y es su sangre la que corre por nuestras venas.

Las palabras de Diego conmovieron a doña Luisa.

—Comprendo, muchacho. Ni tú ni él tienen la culpa de los pecados o el mal proceder de sus padres. —Sacó la carta que estaba más arriba y puso el sobre vacío en su mano—. Vive en una estancia a unas pocas leguas de Cruz del Eje, un pueblo al norte de Córdoba. Si vas a buscarlo, por favor, dile que no se olvide de mí, que esta vieja sueña con volver a abrazarlo antes de que el Señor me lleve a su lado, y no falta mucho para ese momento.

Diego se guardó el sobre en el bolsillo de su chaqueta y le sonrió.

—No hable así, usted es una mujer fuerte y Dios no permitirá que abandone este mundo sin antes abrazar a su sobrino nieto. Le prometo que haré lo posible para traérselo de regreso. —Tomó las débiles manos de la anciana mientras por dentro se regocijaba por su suerte. Pablo Medrano jamás volvería a España, y si lo hacía, sería en un cajón—. No deseo quitarle más tiempo, doña Luisa. Le agradezco mucho lo que ha hecho por mí, sin embargo, no puedo irme sin antes pedirle un último favor.

—El que quieras, muchacho.

—No le hable de mí a Pablo cuando le escriba. Me gustaría darle una sorpresa. Estoy seguro de que se alegrará de saber que tiene un hermano.

—Cuenta con mi absoluta discreción. —La anciana, sin sospechar de sus oscuras intenciones, le devolvió la sonrisa e insistió en que terminase de beber su té.

Salieron de allí cuando estaba anocheciendo. El cochero que los había llevado los estaba esperando en la plaza para conducirlos de regreso al páramo en donde se había instalado el circo. Ya en el interior del carruaje, Aitana, con el derecho que daba haberse quedado callada mientras le mentía impunemente a esa pobre mujer, dijo:

—Si vas a ir a buscar a Pablo, quiero ir contigo.

Diego le lanzó una mirada cargada de rencor. Había cometido un gran error al hacerla partícipe de su plan, y ahora no tenía manera de deshacerse de ella… Bueno, en realidad, sí había un modo de hacerlo, pero la gitana era tan astuta que debía andarse con cuidado.

—No nos precipitemos…

—Después de la dramática escena que montaste para esas dos viejas, es obvio que tu intención es viajar hasta allá y cobrar venganza en nombre de tu tío —lo interrumpió ella—. Podría haber abierto la boca y desbaratar tus planes, pero no lo hice.

—Y te lo agradezco mucho, Aitana. —Le rozó la mejilla con el dorso de la mano. Comprobó que la gitana se estremecía. Sonrió satisfecho. Después de todo, no resultaría tan complicado quitarla del medio—. Lo que sucede es que nunca quise involucrarte.

—Demasiado tarde, querido —respondió, acariciándole la mano mientras le sonreía de manera seductora.

Diego, aprovechando la ventaja que le estaba ofreciendo, se aproximó y posó el dedo índice en su boca, obligándola a separar los labios.

—¿Dejarías el circo para irte conmigo al otro lado del mundo? —quiso saber. Se excitó cuando ella comenzó a chupar su dedo. Lo hacía de una manera tan sensual que apenas podía controlarse.

Aitana apartó su mano, pero él sonrió cuando descubrió cuál era su intención. Ella la llevó hasta uno de sus pechos y la dejó allí, apretando hasta que el pezón se endureció.

—Ya no hay nada que me retenga en el circo, Diego. Mis hermanos no me necesitan, yo tampoco a ellos —afirmó con la mirada nublada por el deseo.

—Todos te consideran la mujer de mi tío. Les va a parecer extraño que te marches conmigo.

Ella tenía que convencerlo. De la manera que fuese. Por eso, sin darle tiempo a reaccionar, se montó encima de él y se subió la falda del vestido.

—Eso ya no importa. Tengo derecho a rehacer mi vida como me plazca. —Se inclinó hacia delante y le susurró al oído—: Y en este momento, lo único que deseo es sentirte dentro de mí.

Como pudo, porque el vestido de la gitana se le había enredado en los brazos, Diego se abrió la bragueta del pantalón. Aitana colaboró, alzándose un poco para que él pudiese encontrar el camino hasta su sexo palpitante. La penetró con tanto ímpetu que ella estalló en un grito. Amparados por el traqueteo del carruaje y la oscuridad de la noche, los improvisados amantes dieron rienda suelta a la pasión.

CON LA NOCHE DE CÓMPLICE

Pablo llevaba encerrado en el despacho desde hacía un par de horas y la casa estaba envuelta en el más sepulcral de los silencios. Don Casimiro se había ido a acostar después de la cena, y los criados, al constatar que él no necesitaba nada, también se habían retirado. Había puesto como excusa la lectura de unos documentos que debía firmar para autorizar la venta de cincuenta cabezas de ganado a un matadero del sur de la provincia. Con la inminente llegada del ferrocarril, planeaban traspasar las fronteras de Córdoba y llegar incluso hasta la ciudad de Buenos Aires.

La verdad es que ya había revisado los dichosos documentos tantas veces que se conocía el texto de memoria. Lo que lo había empujado a recluirse entre esas cuatro paredes era su falta de decisión. Se debatía entre escribirle por fin a Coral o desaparecer de su vida de una vez y para siempre. En su última carta había percibido que estaba enojada y hasta triste por su falta de respuesta. Y eso era precisamente lo que ahora lo tenía en una encrucijada: saber que ella se encontraba mal por su culpa. Sacó esa última carta del bolsillo de su pantalón y la desplegó. La había guardado allí con el propósito de releerla cada vez que la soledad lo abrumaba. Habían transcurrido ya siete meses y Coral no había vuelto a escribir, seguramente esperaba que él lo hiciera. ¿Habrían logrado salir adelante tras la muerte de don Vicente Izaguirre? Según le contaba Coral, la más afectada parecía ser Almudena, la hermana menor de Gabriel. Trajo a su memoria esa tarde en la que habían salido a dar un paseo y la muchachita escuchaba embelesada cómo él le relataba sobre su vida en el circo. Días después, regresaba a Córdoba con el corazón destrozado al comprobar que Coral estaba enamorada de Izaguirre. Desde entonces, había sido incapaz de sentir lo mismo por otra mujer. A la hora de satisfacer sus necesidades de hombre, visitaba el único burdel del pueblo.

Una ventisca hizo que la cortina se elevara por los aires. Se aproximó a

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