El Café del Ángel. Hijas de la esperanza (Café del Ángel 3) (Café del Ángel 3)

Anne Jacobs

Fragmento

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Swetlana

Wiesbaden, mayo de 1959

Ha sido un día cálido, uno de esos días de mayo que anuncian el verano y hacen brillar los edificios y los parques de la ciudad. Ya son cerca de las nueve de la noche, todavía quedan vecinos y clientes del Balneario paseando por Wilhelmstrasse, contemplando los escaparates de las tiendas exclusivas, caminando bajo las frondas de los plátanos en dirección al parque de Warmer Damm o sentados en las terrazas de los cafés. Sobre todo del Café Blum, que se encuentra frente al Balneario y desde hace unos años se ha impuesto con fuerza. No es solo que sus mesas, protegidas por la sombra de los toldos, ocupen gran parte de la fachada, sino que en su restaurante también se puede disfrutar de un almuerzo. Y en las plantas superiores ahora han abierto un hotel.

El Blum ha conseguido desbancar al Café del Ángel, el que fuera durante décadas «el mejor establecimiento de la ciudad». Y hoy tiene ocupadas casi todas las mesas exteriores; hay gente cenando, disfrutando de una copa de vino o probando el refrescante ponche de asperilla. Los camareros, de uniforme negro y con una servilleta blanca sobre el antebrazo, se apresuran por entre las sillas, y los clientes que van llegando tienen que sentarse dentro porque las mesas que quedan fuera están reservadas. Enfrente, en el Balneario, la famosa prima donna Maria Callas está dando un concierto y, en cuanto termine, una avalancha de público desbordará cafés y restaurantes.

El Café del Ángel está bastante más tranquilo. Fuera, únicamente hay sentada una pareja joven bebiendo vino; mantienen una animada conversación y solo de vez en cuando dan un sorbo a sus copas. Swetlana, que hoy atiende a los clientes en el café, ya les ha preguntado dos veces si desean algo más, pero por lo visto son felices y están más que satisfechos.

Dentro están los de casa nada más. Heinz Koch y su mujer, Else, se han sentado a la mesa del rincón con un Gotas de Ángel, un blanco seco del viñedo de su yerno. A ellos se ha unido el pianista Hubsi Lindner, el solitario solterón que continúa tocando en el café tres tardes a la semana y ha acabado por convertirse en un miembro de la familia. Lo mismo sucede con Addi Dobscher, que antes de la guerra cosechó un gran éxito como barítono en el Teatro Estatal. Addi sigue viviendo en su pequeño piso de la buhardilla e intenta ayudar todo lo que puede en el edificio. Es un hombre fuerte y de pelo blanco al que apenas se le notan los setenta y cinco años que tiene. Solo quien lo conoce de antes repara en que ahora sus movimientos son más lentos y camina algo inclinado hacia delante. Vive solo; Julia Wemhöner, la que fuera su gran amor, ha cambiado de domicilio.

—¿Pregunto a los de fuera si necesitan algo más? —le comenta Swetlana a Else con timidez.

Esta niega con la cabeza.

—No, déjalos. Igual piensan que queremos echarlos. Luego, si vienen más clientes, puedes preguntarles otra vez al pasar.

Swetlana asiente y hace amago de retirarse a la cocina, pero Heinz la llama.

—Saca otra botella de Gotas de Ángel, Swetlana, y siéntate con nosotros.

Ella duda y mira a Else, sin saber qué hacer. La relación con su suegra ha mejorado un poco con el tiempo, sobre todo tras el nacimiento de la pequeña Sina, que ya tiene ocho años, pero tampoco es que pueda hablarse de verdadero cariño. Else sigue sin entender que su hijo August, que tanto sufrió siendo prisionero de guerra de los rusos, terminara casándose con una rusa precisamente.

—En realidad, una camarera no debería sentarse a nuestra mesa, Heinz —objeta Else de inmediato—. No causa buena impresión a los clientes.

Su marido le acaricia el brazo con ternura.

—¡Oh, vamos! Si todavía falta una hora larga para que llegue el público del Balneario. ¿Se supone que la muchacha tiene que estar ahí de pie hasta entonces?

Como también Hubsi y Addi le hacen señas a Swetlana para que se acerque, Else da su brazo a torcer.

—Tenéis razón —dice con un suspiro—. Es que estoy chapada a la antigua. En mis tiempos, cuando yo era joven y trabajaba sirviendo en el café, mis padres jamás habrían permitido algo así. Ellos sí que eran estrictos.

Addi se ríe y le llena la copa.

—Tampoco te habrían dejado beber vino.

—¡Por nada del mundo! En eso eran inflexibles. Cuando el café estaba abierto, ni siquiera mi padre probaba una gota de alcohol…

Swetlana regresa de la cocina con otra botella y una jarrita de agua y se sienta a la mesa. Descorcha el vino y sirve a los demás; ella solo bebe agua. En su casa, en la pequeña pero preciosa villa modernista que August compró hace un año, Sina ya llevará un buen rato en la cama. Seguramente August le habrá leído su cuento preferido, uno que se titula Pippi Calzaslargas y es de una autora sueca. A Sina le parece fantástico, y a August también. A Swetlana no le gusta mucho, más bien la escandaliza un poco. A una niña hay que educarla para que obedezca a sus padres, lleve buenas notas a casa y sea sincera, buena y trabajadora. Así se lo enseñaron a ella; así se convierte un niño en una buena persona. Ese libro, en cambio, anima a cometer travesuras peligrosas. Swetlana no logra entender que a August, tan serio para otras cosas, le parezca tan divertido y se lo lea a su hija a menudo. Sobre todo porque la niña es un auténtico ratón de biblioteca y sabe leer muy bien ella sola. Aunque debe de ser muy agradable estar arropada en la cama y que te cuenten un cuento.

Cuando el ocaso desciende sobre la ciudad y en el Teatro Estatal y el Balneario se encienden las luces, Swetlana sigue sentada con los demás, pero guarda silencio y solo escucha sus conversaciones. Siempre hablan de lo mismo, en realidad: de los nuevos tiempos, esos que tan poco gustan a sus suegros y que traen de cabeza a los dos simpáticos caba­lleros.

—La profesora se pinta las uñas de rojo —comenta Else con desagrado—. ¿Os lo podéis creer? ¿Qué van a pensar de ella los niños?

Swetlana se obliga a poner cara de indignación, pero por dentro opina otra cosa. A ella le encanta pintarse las uñas. En verano, incluso las de los pies. August la anima a hacerlo. Le parece bonito y hasta le compra algún frasco de esmalte de camino a casa. En el bufete de abogados gana un buen sueldo y está orgulloso de que su familia viva con desahogo. Solo tienen algún que otro problema con el hijo de Swetlana, Mischa, que ya ha cumplido los dieciséis.

—«Enaguas», las llaman —señala Else con ironía. La conversación ha seguido su curso—. Las jóvenes de hoy están mal de la cabeza. Se ponen varias de esas prendas, unas encima de otras, para levantar el vuelo de la falda y se las vea hasta no sé dónde. ¡Y cómo menean las caderas! Van demasiado provocativas. En mi época, si una chica se vestía así, la encerraban en casa.

Con este comentario se gana varias objeciones. Sobre todo por parte de Addi, que piensa que las jóvenes de ahora tienen mucho garbo, y Heinz le da la razón. Luego hablan de la moda de peinarse con una coleta y de esa espantosa «música espasmódica», el rocanrol. En ese punto, Hubsi Lindner está completamente de acuerdo con Else. ¡Cantantes como el tal Elvis Presley jamás harán sombra a grandes tenores como Richard Tauber o Enrico Caruso! Le resulta incomprensible que los jóvenes admiren a ese tipo e incluso imiten su corte de pelo.

Else mira entonces a Swetlana, porque Mischa también se peina con un alto tupé al que aplica un ungüento aromático todos los días. Es un joven apuesto; se parece a su padre, ese al que Swetlana no podía dejar de mirar cuando estaba en el campo de desplazados. Las chicas se lo comen con los ojos. Terminó los ocho cursos de la escuela elemental y después empezó de aprendiz en la cementera Dyckerhoff, pero lo dejó enseguida. Tampoco aguantó en la fábrica de vinos espumosos Henkell, en Biebrich. Ahora se gana algún dinerillo haciendo recados, pero no quiere entrar de aprendiz en ningún sitio más.

Ya ha oscurecido. Las farolas proyectan una luz suave y amarillenta sobre las calles y los edificios. El teatro, iluminado, tiene un aura de irrealidad tras los plátanos; una estrella brillante pende por encima de él en el gris del cielo nocturno. La pareja joven quiere pagar. Swetlana sale enseguida, recibe una pequeña propina y les da las gracias. Entonces ve a varias personas vestidas de gala que salen del Balneario y cruzan la calle; el concierto ha terminado.

—¿Ha leído lo que ha publicado el Kurier sobre la Callas? —pregunta el joven a Swetlana—. Dice que es una tigresa. Totalmente impredecible. Nunca se sabe si esa noche cantará o cancelará.

Ella sonríe con educación. Una mujer como Maria Callas puede permitirse semejantes excentricidades, es tan famosa que se lo perdonan todo. Pero Swetlana considera que así da mal ejemplo. Una artista de su categoría no debería comportarse como una tigresa, sino demostrar más humildad.

—De todas formas, las entradas eran demasiado caras para nosotros —comenta el joven—, así que hemos preferido venir a disfrutar de su excelente vino. ¡Dígale al señor Perrier que nos entusiasma!

—Muchas gracias. Se alegrará mucho.

Swetlana aguarda un momento con la esperanza de que algún grupo de espectadores ocupe sus mesas, pero, como de costumbre, toda la clientela se la queda el Café Blum, que está delante del Balneario.

Dentro también se han percatado del fiasco. Aunque se lo esperaban. Cuando hay actuación en el Balneario, el Café del Ángel tiene las de perder. En cambio, el público del Teatro Estatal sí suele acudir allí, puesto que se encuentra justo enfrente.

—En los buenos tiempos, los artistas como la Callas venían al Café del Ángel después de los conciertos —recuerda Heinz Koch con amargura—, porque aquí se sentían como en casa. Las fotografías de los grandes del teatro todavía cuelgan en las paredes del fondo. Los Gründgens y las Tilla Durieux… —Y aprovechando que Hilde y Jean-Jacques están en Francia con los gemelos visitando a la familia de él, añade en voz baja—: La reforma acabó con el ambiente del café. El aire artístico ha desaparecido. Esas grandes cristaleras y esas paredes claras… Resulta todo muy frío, poco acogedor. Por eso los grandes cantantes y los actores ya no quieren venir.

Else asiente, afligida. Hubsi comenta que ni siquiera los cantantes del Teatro Estatal se acercan en los descansos de los ensayos; y de los actores, mejor no hablar.

—Van todos al Blum —dice Else con un suspiro—. Allí tienen un menú por dos marcos con cincuenta, con sopa y postre incluidos. Pero el Blum dispone de restaurante, claro, con cocinero y una cocina de verdad.

Cómo celebraron en su momento que el Café del Rey tuviera que cerrar porque derribaron el edificio de al lado y tapiaron el solar resultante… Entonces pensaron que por fin se habían librado de la molesta competencia. Un error garrafal. Contra el Café del Rey resistieron a las mil maravillas durante años, en parte gracias a las numerosas representaciones que ofrecían en el pequeño escenario del Café del Ángel. ¡Por él habían pasado artistas excelentes! En su local, por intermediación de Wilhelm, actuaron maestros del cabaret y de la palabra como Heinz Erhardt y Werner Finck, músicos jóvenes de la Escuela Superior de Frankfurt y del Conservatorio de Wiesbaden, y también algún que otro actor del Teatro Estatal interpretó monólogos. Sin embargo, la vida cultural ha florecido en todo Wiesbaden, por todas partes hay ofertas interesantes y el público ya no acude a su café.

—Esto nunca volverá a ser como antes —comenta Else con tristeza—. La época dorada del Café del Ángel la vivimos tú y yo, Heinz, y doy gracias al Señor por ello.

Apoya la cabeza en su hombro y él le acaricia los rizos canosos. Swetlana se emociona. En otoño, sus suegros cumplirán cuarenta años de casados; menuda suerte que dos personas sigan así de enamoradas después de tanto tiempo. Hilde ya ha hecho grandes planes para celebrarlo, pero sus padres no pueden enterarse bajo ningún concepto porque quiere que sea una sorpresa. Se ha hablado de un crucero por el Rin hasta Eltville, con champán y actuaciones a bordo…

—Puede que Fritz Bogner se pase con un par de colegas a tomar un vino —dice Addi para consolarla, ya que le duele verla tan preocupada.

Sin embargo, Swetlana niega con la cabeza. Últimamente, Fritz Bogner rehúye a sus compañeros de profesión. Incluso después de un estreno, cuando todos salen a celebrarlo, él se marcha directo a casa. Según dice, porque prefiere no dejar tanto rato a Luisa sola con las dos niñas: Marion, de ocho años, y Petra, de cinco.

—Si quieres, puedes hacer caja y marcharte ya, Swetlana —dice Else—. Si al final vienen clientes los atenderé yo misma. Y dile a August que por favor se ocupe de ese asunto tan molesto con el ayuntamiento.

Swetlana asiente y entra en la cocina para quitarse el delantal blanco y recoger su chaqueta. Está molesta con su suegra porque ha vuelto a endosarle más trabajo a August. ¿No se jactaba Else Koch de haber llevado ella sola los libros, los impuestos y absolutamente todos los asuntos empresariales del Café del Ángel, mientras que Heinz se ocupaba más de la faceta humana y artística? Ahora le pide consejo a August por cualquier minucia y pretende que su hijo se encargue de la correspondencia. Porque una carta, en su opinión, es mucho más eficaz si en el encabezamiento se lee: «August Koch, abogado».

Hacer caja apenas le lleva unos minutos. También friega en un momento las copas de la joven pareja, luego se seca las manos, se despide y sale a la calle. Es una noche templada, las estrellas brillan en el cielo oscuro y aterciopelado, el tráfico de la amplia Wilhelmstrasse ha desaparecido. Las luces del teatro, salvo por el azulado resplandor de las luces de emergencia de la segunda planta, ya están apagadas. Más allá, en el Blum, se ve el destello de unas lucecitas de colores; han colgado farolillos, y en cada mesa hay también un pequeño farol. Como ya no circulan coches, las voces y las risas de los clientes llegan hasta el Café del Ángel. Swetlana busca la llave de su vehículo en el bolso de mano y va hacia donde lo dejó aparcado, no muy lejos de allí. Desde hace dos años es la orgullosa propietaria de un Volkswagen Escarabajo que August le compró para que no tenga que regresar en autobús a Biebricher Landstrasse cuando se le hace tarde por la noche.

Acaba de abrir la puerta del conductor cuando un coche pasa junto a ella tocando la bocina con insistencia. Swetlana, sobresaltada, se aprieta contra el lateral.

—¡No te vayas aún a casa! ¡Que traemos regalos! —exclama una voz masculina.

¡Pero si es Jean-Jacques!

El coche se detiene delante del Café del Ángel, las puertas se abren de golpe y los recién llegados de Francia se apean del minúsculo interior. Hilde se sacude la falda blanca de lino, que está toda arrugada; Frank cojea un poco y quiere recuperar su maleta cuanto antes; a Andi le cuesta sacar sus largas extremidades del asiento de atrás. Los gemelos ya han cumplido doce años y empiezan a ser muy diferentes. Mientras que Frank tiene una estatura media y es un poco regordete, Andi dio un estirón enorme a finales del año pasado. Ya le saca media cabeza a su padre.

Swetlana cierra otra vez el coche y se acerca corriendo para ayudarlos con los bultos. También sus suegros han salido del café. Addi lleva medio a rastras unas bolsas de viaje y Hubsi Lindner carga con una enorme planta de interior. Para Swetlana es un misterio cómo han conseguido meter semejante monstruo en el vehículo, aunque es cierto lo que dicen de que el habitáculo de un Escarabajo está hecho de goma y da de sí hasta el infinito.

El ambiente tristón del Café del Ángel se ha esfumado de repente. Todo el mundo da besos y abrazos a los viajeros. Sacan a la terraza farolillos, copas y botellas de vino, y Jean-Jacques abre una cesta que su madre ha llenado de exquisiteces francesas. Incluso hay que juntar dos mesas para que puedan sentarse todos.

Pas de vin pour les enfants! —exclama Jean-Jacques, y se alegra al oír las protestas de sus hijos, porque eso demuestra que en esos pocos días han desempolvado su francés.

Nous ne sommes plus… ¡Ya no somos niños! —se queja Frank, indignado—. ¡La grand-mère siempre nos da vino!

—Si es mezclado con agua con gas… ¡por mí, bien! —accede Else—. Aquí, la grand-mère soy yo, ¿entendido?

Como siempre que Jean-Jacques está con sus hijos, se arma bastante jolgorio. Brindan porque el viaje de vuelta ha finalizado sin incidentes. Salieron esa misma mañana muy temprano, y solo han parado dos veces para hacer un pícnic por el camino. Jean-Jacques reparte jamón curado, olivas negras, queso de cabra y baguettes; Hilde les habla de la encantadora Céline, que ya tiene once años y es más lista que los ratones. Frank y Andi la contradicen con vehemencia, pero da la sensación de que su prima pequeña los ha llevado por donde ha querido.

—No consigo entender que Jean-Jacques y Pierrot discutieran tanto en el pasado —comenta Hilde—. Han estado casi todo el tiempo juntos en los viñedos, y por las noches no hacían más que hablar de la explotación.

—Eso es mérito tuyo, mon chou —dice el aludido con cariño—. Los has domado a todos. Y maman te adora.

La reunión prosigue entre risas de alegría. Las copas entrechocan, Addi entona las báquicas estrofas de «Im tiefen Keller», Heinz y Hubsi se suman a él y Hilde canta con ellos, pero una octava más alta. Allá, en el Café Blum, los primeros clientes se marchan ya a casa, mientras que aquí, en el Café del Ángel, empieza a animarse el ambiente. Abren los regalos que han traído: preciosas bolsitas con flores secas de lavanda para poner en el armario; dulces hechos por la grand-mère; copas y, por supuesto, vino tinto de los viñedos del cuñado; un jamón curado que Jean-Jacques ha pensado ofrecer a sus clientes en Eltville.

—Me lo ha conseguido Simone —explica—. Se lo ha comprado a un conocido.

Simone, la hermana pequeña de su cuñada Chantal, se ha casado y ahora vive con su marido en Marsella. Aun así, va a visitar a su hermana muy a menudo, lo cual, según opina Hilde, no dice nada bueno de ese matrimonio.

—Pero ha hecho buenas migas con mis hijos —comenta riendo—. Esto se va a poner feo, papá. Simone les ha regalado algunos discos a Frank y a Andi.

Desde Navidad, los gemelos están como locos con el tocadiscos que les regalaron y, también desde entonces, Else tiene que golpear el techo con el palo de la escoba de vez en cuando porque, por desgracia, en el edificio se oye todo.

—¿No serán de esos en los que no hacen más que chillar? —protesta el abuelo Heinz—. Eso no es música, ¡es un ruido infernal!

—¡Es colosal, abuelo! —dice Frank—. ¡Una auténtica pasada!

—¿No puedes expresarte como las personas normales? —reprende Hilde a su hijo—. Cuando hables con el abuelo… —Se interrumpe porque Jean-Jacques la agarra del brazo.

—¿Eso no es el teléfono?

Todos callan y aguzan el oído. Sí, en efecto, en el interior del café está sonando el teléfono. Hilde va corriendo hacia la puerta giratoria y empuja las hojas con fuerza para llegar a tiempo de contestar.

—Seguro que es August —señala Swetlana—. Estará preocupado porque aún no he vuelto a casa.

Hilde aparece otra vez en la puerta del café. Tiene el gesto serio.

—Es para ti —le dice a Swetlana.

—Voy.

Cuando están las dos solas al otro lado de la puerta, Hilde le pasa un brazo por los hombros.

—No te asustes, pero es la policía. Ha pasado algo con Mischa.

—Dios mío —susurra Swetlana con horror—. ¿No es­tará…?

De pronto le viene a la mente el horrible accidente en el colegio de Sverdlovsk. Cuando el pequeño Mischa yacía inconsciente ante ella y tuvo que esperar una eternidad a que llegara la ambulancia.

Levanta el auricular con mano temblorosa.

—¿Diga? Soy Swetlana Koch.

—¿Es usted la abuela de Michael Koch? —pregunta una ruda voz masculina.

—No, su madre. ¿Qué ocurre? Por favor, dígame qué le ha pasado a mi hijo…

—Tranquilícese, lo tenemos en comisaría con nosotros. Estaría bien que viniera a buscarlo.

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Hilde

Hilde, por supuesto, no deja que Swetlana vaya sola a la comisaría de Friedrichstrasse. Jean-Jacques también se ha ofrecido a acompañar a su cuñada, pero Hilde le ha dicho que se quede para acostar a los gemelos y ayudar a su madre a recoger el café. Entonces él ha entrechocado los tacones y se ha llevado una mano rígida a la frente.

—¡A la orden, señor!

Sus padres y Addi le han reído la gracia. Jean-Jacques siempre hace esa clase de tonterías cuando está achispado. Cosa que, en realidad, sucede todas las noches desde que produce su propio vino. A veces Hilde se preocupa por su hígado, pero él se ríe de ella. En Francia, hasta los niños beben vin rouge con un poco de agua, y los viejos se sientan por las tardes delante de la casa a disfrutar de un vinito. Según ellos, es sano y mata todas las bacterias.

En la comisaría, las recibe un agente de pelo cano y mirada desdeñosa. Hilde nota que Swetlana se siente intimidada, y se enfada con ese presuntuoso que, antes que nada, comprueba sus datos con una lentitud exasperante.

—El chico necesita mano dura, señora Koch —le suelta a Swetlana—. No querrá usted que acabe yendo por el mal camino, ¿no?

Hilde se esfuerza por mantener la boca cerrada. Mira que echarle eso en cara nada menos que a Swetlana, cuando la pobre ya está muerta de preocupación por su adorado y mimado Mischa… Y el muy repelente aún añade algo más:

—Si usted sola no se las apaña con él, podemos aconsejarle varias instituciones adecuadas donde enseñan orden y disciplina a los chavales. ¡Les hace mucho bien!

Swetlana palidece y entonces Hilde explota.

—¿No se referirá a esos campos que había antes por toda Alemania? —pregunta con mordacidad.

La reacción del agente es inmediata. El cuello se le pone rojo y se le hincha hasta llenarle la camisa. Mira a Hilde con ira, como si fuera una delincuente a la que andaban buscando desde hace meses.

—Esos tiempos se acabaron, señora —espeta en respuesta—. Pero hoy en día tampoco viene mal enseñar modales a esos granujas.

Swetlana tira de la manga de su cuñada. Tiene miedo de que el policía, enfadado, pueda encerrar a Mischa en una celda toda la noche.

—Pero ¿qué es lo que ha hecho? —pregunta Hilde, que no se deja amedrentar tan fácilmente.

Se enteran de que Mischa, junto con otros tres amigos, se ha bañado borracho en una de las fuentes que hay delante del Balneario… justo cuando la policía estaba haciendo una ronda por el concierto de la Callas.

—¡Vaya por Dios! —exclama Hilde.

Como no quiere importunar más al agente, se obliga a reprimir una risa. El hombre se levanta y les indica que lo sigan. Recorren un largo y feo pasillo, y entonces les abre una puerta que da a una pequeña habitación con un banco de madera y un armario de obra.

Mischa, que está desplomado en el banco, levanta la cabeza y arruga la frente cuando se abre la puerta.

—No es tan grave… —masculla—. Solo ha sido un poco de agua… Para divertirnos…

Swetlana corre hacia su ojito derecho, lo abraza y se lamenta porque tiene la ropa mojada y seguro que pillará un resfriado.

—Ay, Mischa, pero ¿qué cosas haces? Solo le das quebraderos de cabeza a tu madre. Siempre con tus tonterías… ¡Discúlpate con el señor agente!

El chico se alegra de salir de allí. Se le nota en la cara. De hecho, le dice al policía que lo siente mucho y luego echa a andar junto a su madre con paso inseguro. Sin embargo, cuando esta pretende darle la mano, ya es demasiado para él.

—No hace falta, mamá. Puedo caminar yo solo.

Swetlana tiene lágrimas en los ojos cuando llegan al coche. Mischa se sube medio a rastras al asiento de atrás y lo inunda todo de un desagradable hedor a alcohol. Hilde se sienta delante, junto a su cuñada, e intenta calmar los ánimos.

—Solo ha sido una travesura estúpida, Swetlana. Tampoco es que haya cometido un crimen. August también lo entenderá así.

No obstante, cuando se apea frente al Café del Ángel, no tiene la sensación de haber ayudado mucho. Mischa le lanza una mirada indolente a modo de despedida y Swetlana le da las gracias, pero sigue al borde de las lágrimas.

En el café está todo apagado. Sus padres se han retirado ya. Mientras sube la escalera, Hilde oye el televisor encen­dido.

—«Deseamos a nuestros telespectadores una feliz noche…».

¿Tan tarde es? Ahora suena el himno nacional y, luego, solo interferencias. Entonces mamá apaga la «caja boba» y papá se va a la cama sin rechistar. De repente, Hilde nota lo exhausta que está. El viaje desde el sur de Francia hasta Wiesbaden ha sido largo y agotador, los gemelos no se han estado quietos en el asiento de atrás, peleándose todo el rato, y Jean-Jacques ha perdido los nervios en más de una ocasión y se ha puesto a gritar porque se les ha puesto delante un coche que iba demasiado despacio. Ella se ha pasado todo el viaje intentando que el ambiente fuera agradable. Y, para colmo, ese calor… No, lo único que quiere ahora es meterse en la cama, pero al recorrer el pasillo de su piso tiene que esquivar las maletas y las bolsas que sus hombres han dejado tiradas sin ningún cuidado.

Jean-Jacques está roncando en la habitación de matrimonio, pero los gemelos aún tienen la luz encendida. Frank se asoma por un resquicio de la puerta; siente curiosidad por saber qué ha pasado con Mischa.

—¿Irá a la cárcel?

—No, claro que no. ¿Cómo es que aún no estáis durmiendo? ¡Mañana hay que levantarse temprano para ir a la escuela!

El suelo de la habitación está cubierto de discos. Son un montón de sencillos con los últimos éxitos de Estados Unidos. Gracias, Simone. Mañana, su padre se quejará del ruido y su madre, por supuesto, le dará la razón.

—La abuela se ha puesto pesadísima —refunfuña Andi—. Nos ha obligado a bañarnos porque, según ella, estábamos mugrientos. ¡Y también hemos tenido que lavarnos el pelo!

A ninguno de los dos le va mucho eso de lavarse a conciencia. Por las mañanas se mojan un poco la cara y las manos y se lavan los dientes, pero hace años que ninguno de sus hijos se ha metido en la bañera por propia voluntad. Swetlana le ha comentado que eso cambiará dentro de poco. Ahora Mischa se baña tan a menudo que August ha protestado por lo mucho que ha aumentado el consumo de agua. Además, utiliza un jabón con un olor muy fuerte que les envía una amiga de Sverdlovsk y, desde hace un tiempo, también se afeita. «Todavía son inocentes, Hilde —le dijo Swetlana con una sonrisa—. Cuando empiecen a lavarse, será que hay alguna chica rondando por ahí».

—Pero ¿qué ha pasado con Mischa? ¡Cuéntanos, mamá!

Ella pone como condición que primero recojan los discos, luego se sienta en el borde de la cama de Andi y les explica lo sucedido.

—¡A esos policías les falta un tornillo! —opina Frank.

Hilde piensa lo mismo, pero eso no tienen por qué saberlo sus hijos, que aún no son lo bastante maduros. En lugar de eso, les ordena que apaguen la luz y se acuesten.

—¡Mañana a las siete, toque de diana!

—Hoy —dice Andi, orgulloso de poseer un reloj de pulsera—. Ya pasan de las doce.

Todavía soportan que les dé un beso de buenas noches. Luego los dos se arrebujan en sus camas y Hilde apaga las lamparitas. Es evidente que a los chicos les costará adaptarse, porque en Francia la gente tiene la costumbre de sentarse a la puerta de casa con amigos y vecinos hasta bien entrada la noche, e incluso los establecimientos están abiertos hasta tarde. No es como en Wiesbaden, donde parece que a las seis y media cierren las aceras.

Envidia a su marido, que está profundamente dormido y solo profiere algún ruidito de vez en cuando. Pese al cansancio, ella no consigue conciliar el sueño; da vueltas en la cama, se tapa con la sábana y luego la aparta otra vez porque tiene calor.

Allí abajo, en el sur de Francia, han pasado unos días bonitos y libres de preocupaciones. Hilde ha acabado por amar ese paisaje abrasado por el sol; conoce los lugares en los que uno puede bañarse en el agua cristalina del arroyo, ha aprendido qué viñas son de los Perrier y cuáles de los vecinos, e incluso ha trabado amistad con el sucesor del perro guardián color mostaza. Todavía no comprende todo lo que dicen sus parientes porque hablan demasiado deprisa, pero en general se defiende bastante bien con el francés: ella habla y los demás la entienden. Con Simone, que estuvo varios días de visita, se comunicaba en alemán porque la hermana de la cuñada de Jean-Jacques está aprendiendo el idioma. «Es que en nuestro bistró de Marsella tenemos clientes de muchos países. Así que me viene bien hablar inglés y también alemán», le dijo.

Con quien mejor se lleva es con Chantal, la mujer de Pierrot. Es una persona dulce y reservada que aprecia el carácter enérgico de Hilde. Mientras cocinaban juntas han charlado de todos los temas posibles. Así, Hilde se ha enterado de que los dos hermanos antes discutían mucho, pero que, desde que el padre murió y se arregló lo de la herencia, se llevan sorprendentemente bien. «Pierrot me contó que su padre siempre había querido más a Jean-Jacques, y eso le hacía daño. La madre, en cambio, tenía debilidad por Pierrot, cosa que tampoco era buena…», le explicó su cuñada.

Hilde lo pensó y decidió que ella jamás tendría un favorito entre sus dos hijos. Ambos son muy diferentes y, sin embargo, cada uno es su predilecto a su manera. A Frank siempre le pierde la boca, pero en el colegio saca notas mediocres; a Andi, que es más bien callado, le gusta leer libros y, en opinión de su profesor, tendría que haber ido al instituto. Pero él por nada del mundo quería ir a un centro diferente del de su hermano, así que lo enviaron a hacer formación profesional con Frank. August meneó la cabeza y comentó que habían destrozado el futuro de su hijo.

Al fin ha encontrado una buena postura para dormir, y ya iba siendo hora, porque la campana de San Martín acaba de dar las dos. Ay, a pesar de todo, es bonito estar de nuevo en casa… Mañana se encargará de la colada de las vacaciones y luego bajará al café.

Hilde se ha dormido y sueña con una gigantesca pila de camisas, pantalones y chaquetas, todo enredado entre sí. De ella sobresalen calcetines blancos y de cuadros azules, y en lo alto están las pieles de conejo de Else, que saludan como si tuvieran vida. «¡Antes tendrás que atraparnos!».

Por la mañana, Jean-Jacques la despierta de la manera más maravillosa y tierna, aunque hoy va con un poco de prisa. Los preliminares no son tan prolongados como los que han disfrutado durante las vacaciones, pero de todas formas Hilde disfruta de su pasión. Cuando entran en materia, su marido sigue siendo salvaje e impetuoso, como a ella le gusta. Aunque debe reconocer que también ella pone de su parte. Después, cuando se quedan tumbados el uno junto al otro, agotados y satisfechos, Hilde mira hacia la mesita de noche y comprueba que no son más que las cinco y media.

—Se acabó lo bueno —refunfuña él, y aparta las sábanas—. Es hora de levantarse. Los currantes tenemos faena, ma colombe. Il faut que je travaille…

Por supuesto. En el viñedo habrán crecido las malas hierbas y tendrá que enrodrigar los sarmientos jóvenes. Adiós a los preciosos días de vacaciones en pareja, la vida matrimonial cotidiana empieza de nuevo, y eso significa que ella se encarga del café mientras Jean-Jacques está ocupado en su pequeño viñedo. Así es desde la primavera hasta entrado el otoño, y hace dos años incluso hasta diciembre, cuando cosechó las últimas vides. Para hacer «vino de hielo». Jean-Jacques no quedó muy satisfecho con el resultado, pero eso no le impedirá intentarlo otra vez.

Hilde se levanta, se pone la bata y prepara café. El chico de los panecillos ha pasado ya. Ella pone la mesa y se sienta a tomarse la primera taza en lo que Jean-Jacques termina de afeitarse en el baño. Sabe que sigue allí porque, cuando se afeita, siempre silba la canción de la petite galère.

Mientras desayunan, le cuenta la historia de la última gamberrada de Mischa, pero él apenas la escucha; ya tiene la cabeza en sus vides. Jean-Jacques se sirve una cucharada de mermelada en el plato, parte el panecillo en trozos y los va untando en ella antes de metérselos en la boca. El café lo toma solo. Para él, el desayuno es un asunto breve y desapasionado; más tarde disfrutará de un déjeneur de verdad con sus trabajadores. Ya ha preparado un paquete con jamón y queso de Francia.

Adieu, ma petite Ilde…Tráeme a los garçons el sábado, d’accord? Tienen mucho que aprender.

Un buen abrazo y un largo beso. Tiene pensado quedarse el fin de semana en Eltville y quiere que los gemelos vayan a ayudarlo con el trabajo. Jean-Jacques pone un gran empeño en convertir a sus hijos en fervientes viticultores, aunque hasta ahora no ha tenido mucho éxito. Frank detesta las duras tareas del viñedo, y así se lo hace saber. Andi está con su hermano, pero, por muy escaso que sea su interés en el ramo vitivinícola, no dice nada porque no quiere entristecer a su padre. Ahora mismo, su pasión es la astronomía; ha sacado de la biblioteca un sinfín de libros sobre el tema.

Hilde mira por la ventana de la sala de estar y ve a su marido alejarse en su Renault Goélette roja. Jean-Jacques compró la furgoneta en Francia a través de unos amigos. Es un vehículo robusto que se adapta a todo tipo de terreno y en el que se puede confiar. O eso opina él, al menos.

Pese al café, aún tiene sueño. El reloj marca las seis y cuarto; todavía podría echarse media horita. Pero entonces oye unos golpes en la puerta. Seguro que es Else, su madre, famosa por madrugar lo suyo. Habrá visto salir a Jean-Jacques y ha pensado que Hilde estaría despierta y podría hablar con ella.

—¡Ay, Dios mío! ¡Pero si todavía no habéis deshecho el equipaje! —exclama al ver las maletas y las bolsas en el pa­sillo.

Hilde, molesta, se contiene para no preguntarle cuándo esperaba que lo hiciera. En lugar de eso, le ofrece un café a su madre.

—Solo media taza, que ya me he tomado uno abajo.

Else se sienta con su hija a la mesa del desayuno y, por supuesto, quiere saber cómo acabó lo de anoche.

—¡Qué horror! —se lamenta uniendo ambas manos tras escuchar la historia—. ¡Pobre August! ¡La que le ha caído encima con ese golfo! ¿Por qué insistiría en adoptar al chico?

—A mí, la que me da pena es Swetlana —dice Hilde—. Está muy preocupada por Mischa.

—¡Motivos no le faltan! —opina Else—. ¿Queda algo de café en la cafetera? Me tomaría un dedito más…

Hilde escucha por enésima vez que el padre de Mischa fue un hombre sin escrúpulos; que el chico, por desgracia, no tuvo ocasión de crecer en una familia decente y que esas cosas, al final, se notan.

—Bueno, ¿y qué novedades hay por aquí? —le pregunta a su madre en cuanto tiene ocasión—. En el café, me refiero.

Else se encoge de hombros. Contesta que todo sigue igual, que lamentablemente hay pocos clientes, y eso que han hecho limpieza a fondo, han abrillantado el espejo, han redecorado el escaparate y Addi les ha dado una mano de pintura a las mesas de fuera.

—Las sombrillas se han quedado un poco descoloridas después del invierno, pero creo que aguantarán una temporada más.

Hilde no comparte esa opinión. Se plantea instalar dos coloridos toldos de rayas, igual que los del Blum. Allí, sus ocho toldos ofrecen buena sombra a los clientes que se sientan en los blandos cojines de sus sillones de mimbre. Alma Knauss, que de vez en cuando se deja ver por el Café del Ángel, les ha contado que los sillones del Blum crujen de una forma muy desagradable cada vez que te mueves, pero eso no le impide cenar allí a menudo con amigos y conocidos.

—¿Toldos? ¿Cómo se te ocurre? —se indigna Else—. ¿De dónde vamos a sacar el dinero?

Hilde tiene que volver a explicarle a su madre que, si quieren seguir al pie del cañón, deben invertir. Else le reprocha enseguida que la inversión de hace ocho años, que tan costosa resultó, destruyó el ambiente de café de artistas del Café del Ángel, y que por eso ya no van tantos clientes a su establecimiento.

Hilde está harta de luchar siempre las mismas batallas, así que se limita a decir que deben mirar hacia delante, nunca hacia atrás. Toldos de colores y sillas nuevas para la terraza; esas son las inversiones que ahora resultan imprescindibles.

—Esperemos un poco, Hilde —pide su madre, y se sirve lo que queda en la cafetera—. Dejemos que August resuelva primero ese desagradable asunto con el ayuntamiento.

—¿Qué asunto con el ayuntamiento?

Por lo visto, ha llegado una carta. No, Else ya no la tiene, se la ha dado a August para que se encargue él.

—Quieren que comprobemos la estabilidad del edificio, por los posibles daños sufridos durante la guerra. Porque a nuestra derecha todo quedó destruido por las bombas, ¿entiendes?

Sí, Hilde lo entiende. Recuerda muy bien el día que recorrió los escombros con su madre y las dos lloraron de alegría al ver que su edificio aún se mantenía en pie.

—En caso de que se detectaran daños importantes, habría que repararlos. Porque podría ser que un muro se viniera abajo e hiriera a alguien.

Lo cierto es que ya ocurrió hace un tiempo; por suerte, no hubo víctimas mortales. Pero no queda otra. El Café del Ángel se encuentra en una calle muy concurrida, y el tráfico, que va a más, solo agrava el problema. Cada vez que pasa un camión muy cargado por delante del edificio, arriba, en el piso de Hilde, la mesa de la sala de estar tiembla y los vasos tintinean un poco en los armarios.

—August tiene que rechazar la solicitud, porque a saber qué gasto supone eso. Podrían ser miles de marcos…

—Pero si la casa tiene daños, habría que hacer algo, mamá —objeta Hilde.

Else se altera. Según ella, es una soberana tontería.

—Esta casa se levanta firme sobre sus cimientos desde hace más de cien años —asegura—. Mis padres vivieron aquí, yo crecí aquí, igual que tus hermanos y tú…

—Pero antes no habían caído bombas, mamá.

—No, no… ¡August lo arreglará! —insiste Else—. ¡No podemos permitirnos ese dispendio, Hilde!

—Está bien. Primero pensaremos lo de los toldos y las sillas nuevas para la terraza.

Pero Else rechaza la hábil jugada de su hija. De momento no hay dinero para cambios; ya pueden dar gracias de que el café no esté en números rojos.

Hilde se lamenta porque no ha conseguido avanzar ni un centímetro. Por suerte, es hora de despertar a los gemelos y su madre se pone a prepararles los bocadillos para la escuela.

—Ahora mismo me bajo una tanda de ropa sucia —anuncia la mujer—. ¡Así tendréis algo que poneros!

Desde el año pasado están encantados con la lavadora que compraron y que ha encontrado su lugar en el lavadero del sótano. Sin embargo, solo la utilizan para la ropa de color. Para la blanca —camisas, manteles, servilletas y toallas—, Else se empeña en seguir hirviéndola en la caldera grande. Al terminar vierte el agua con lejía en un cubo para lavar los calcetines, y con lo que sobra friega la escalera del sótano.

Los niños se han ido a la escuela refunfuñando y Hilde por fin tiene tiempo de abrir el resto de las maletas y poner un poco de orden en el piso. Andi ha escondido en la suya una bolsita llena de piedras y conchas de río. Colecciona todo tipo de objetos; en su armario se apilan paquetes de tabaco cuidadosamente rotulados por la parte más estrecha: «Minerales, verano de 1958, Neuville, junto al río», o «Conchas y cangrejo muerto, verano de 1958, Neuville, junto al río».

En la maleta de Frank, Hilde encuentra un paquete de Gauloises y se lo guarda en el bolsillo del delantal. Vaya, vaya… Conque fuma a escondidas. Tendrá que contárselo a Jean-Jacques sin falta.

Hoy está Luisa sirviendo en el café. Hilde no baja hasta las diez y media, más o menos, y a esa hora también aparece por allí su padre para desayunar. Ya desde la escalera, Hilde oye que hay bronca.

—¡Esta nata está agria!

—Ay, mucho me extraña a mí eso…

—¡Pruébela usted misma! Sabe a rayos.

—Yo no noto nada…

—¡Pues cómasela usted!

La que protesta a voz en grito es Alma Knauss. Hilde se apresura a bajar los últimos escalones y llega justo a tiempo de saludar a la fiel clienta.

—¡Ah, Hilde! —exclama la mujer—. ¿Ya han vuelto de vacaciones? El sur de Francia todavía lo tengo pendiente. La Provenza, la que solía ser tierra de trovadores, la cuna de la literatura europea…

Hilde no ha visto nada de eso en casa de su suegra, pero asiente con entusiasmo y habla maravillas del sol, el agua cristalina del río, los buenos vinos y las pintorescas casitas de piedra natural. Luego le dice a la mujer que lamenta mucho lo de la tarta y que, por supuesto, el café corre a cuenta de la casa.

—Son cosas que pasan —comenta Alma Knauss con altanería, y asiente en dirección a Else, que está junto al mostrador de los pasteles con cara de pocos amigos.

Cuando la señora Knauss se marcha, Hilde se asegura de que no haya ningún otro cliente en el café antes de desatar su ira.

—¡Mamá, esas dos tartas estaban ahí antes de que nos fuéramos de vacaciones!

Luisa calla, cohibida. Else insiste en que están perfectamente, que para algo pagaron un buen dinero por la vitrina refrigerada. Como todas las semanas, ha hecho tres tartas y las ha puesto a la venta, pero no ha sido capaz de tirar las viejas a la basura.

—Te lo he dicho cien veces, mamá, no podemos servir nada que esté pasado. ¿Quieres que se nos echen encima los de Sanidad?

Entonces es Else quien se enfada. Contesta que en la guerra hacían pasteles con harina de maíz y huevo en polvo, y que todo el mundo daba las gracias y nadie se quejaba. Pero ahora la gente ya no tiene mesura, solo quiere lo mejor de lo mejor, y lo que no llega a su nivel de exigencia hay que tirarlo como si nada.

—¡Es un pecado! Esa nata no está agria, solo un poco reseca. ¡Todavía se puede comer!

Como Luisa ha salido corriendo a colocar los ceniceros en las mesas, Else mira a su marido en busca de ayuda. También él debería decir algo al respecto; al fin y al cabo, una vez le prometió estar siempre a su lado. Sin embargo, Heinz sabe que meterse en una disputa entre mujeres sirve de muy poco, así que hace un gesto con los brazos a la defensiva y se sienta en su silla de siempre.

—No dudo que todavía se pueda comer, mamá, ¡pero ya no se puede vender! ¿Es que no lo entiendes?

En el fondo, Else lo entiende, por supuesto, pero ahora mismo no está dispuesta a reconocerlo por nada del mundo. Hilde se acerca a la vitrina sin decir una palabra más, saca las tartas y se las lleva a la cocina. Pasa un dedo por la nata y la prueba. Agria. ¡Y no poco!

Abre la nevera y revisa los alimentos frescos. La nata está correcta, pero habrá que darle salida pronto. Retira la mermelada, que tiene moho. La mantequilla aguantará como mucho un día más. Dentro de los huevos, por desgracia, no puede mirar. El jamón cocido, el queso y el salami para los desayunos también están pasados.

—¿Y qué le voy a hacer si no vienen clientes? —pregunta Else con los brazos en jarras—. No puedo tirarlo todo a la basura.

—Si sirves comida en mal estado, ¡el café pronto estará completamente vacío!

—¡Bah! ¡Haz lo que quieras! —reniega su madre, y va hacia su marido para desfogarse con él.

Hilde cierra la puerta de la nevera con resignación y tira a la basura el bote de mermelada estropeada. No pueden seguir así. Antes, las tartas de su madre estaban muy solicitadas, pero ahora han pasado de moda. En el Bossong sirven tartaletas de piña con chocolate negro, de naranja con licor, y una tarta de grosella espinosa con merengue. Otra de licor de huevo. De mazapán. De crema de mantequilla y almendras. Los mostradores del Blum y el Bossong están repletos de exquisiteces que solo un par de años antes eran un lujo inimaginable.

Hilde se dice que tiene que encontrar nuevas recetas de repostería. Tal vez sea la solución. «Si conseguimos ofrecer las mejores tartas de todo Wiesbaden, los clientes volverán».

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Luisa

Se oye un fuerte estruendo seguido de varias voces que gritan. Luisa, que está cortando pan en la cocina, se detiene sobresaltada. Ay, no, que no haya sido el bonito jarrón de cristal que Swetlana le regaló por su cumpleaños.

En la sala de estar se encuentra a las dos niñas de pie. Marion, de ocho años, se ha tapado la boca con la mano mientras Petra, la pequeña salvaje de cinco, señala con un dedo los añicos en el suelo.

—¡No hemos sido nosotras, mamá!

Luisa suelta un hondo suspiro. «¡Pues sí, era el jarrón! Tendría que haber puesto las flores en el viejo que tengo de barro…».

—¡Ha sido papá!

Luisa arruga la frente al mirar a su hija Petra, que ya está dando brincos, exaltada, haciendo saltar sus gruesas trenzas rubio rojizo arriba y abajo. Una pelirroja con la cara llena de pecas y los ojos verdes. Nadie se explica cómo les ha salido alguien así en la familia.

—¡No hay que decir mentiras, Petra!

—¡Dice la verdad! —exclama Fritz con tristeza—. He golpeado el jarrón sin querer cuando iba a coger la cafetera. Lo siento mucho. Te compraré uno nuevo, cielo.

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