A oscuras (Adéntrate en la oscuridad 1)

Navessa Allen

Fragmento

Advertencias de contenido

Advertencias de contenido

A oscuras es una comedia romántica oscura de acoso y contiene elementos fuertes. Se advierte a los lectores de que en este libro encontrarán lo siguiente:

Escenas y conversaciones sexuales explícitas (incluido sexo anal)

Conversaciones sobre traumas pasados

Consumo de alcohol

Mención indirecta a violaciones

Mención de maltrato

Abuso a menores (recuerdos)

Contenido médico

Descripciones de hechos sangrientos (en un hospital)

Conversaciones sobre salud mental

Mención a asesinos en serie y a sus crímenes

Descripción limitada de un tiroteo múltiple

Acoso

Invasión de la intimidad

Allanamiento de morada

Cámaras ocultas

Pirateo informático

Robos

Canibalismo no intencionado (recuerdos)

Muerte

Profanación de un cadáver

Accidente de tráfico (recuerdos)

Descripción de una muerte violenta (recuerdos)

Muerte de un progenitor

Juegos sexuales que incluyen asfixia, cuchillos, pistolas, miedo, secuestros, sexo duro, máscaras y consentimiento ambiguo consentido.

A aquellas personas lo bastante valientes

como para jugar con el cuchillo

1

Aly

A la nueva no le estaba yendo demasiado bien. La vi hecha un ovillo en una de las sillas de plástico incómodas y baratas de la sala de descanso. Tenía el uniforme arrugado y el moño medio deshecho cayéndosele por un lado de la cabeza, con los mechones rubios apuntando en todas direcciones, como si se hubiera estado tirando del pelo. A la luz de los fluorescentes se le veía la piel pálida y cetrina.

Las otras dos enfermeras que estaban allí se habían apartado de ella y le lanzaban miradas nerviosas, como si estuvieran preocupadas por si vomitaba o se desmayaba. O, peor aún, por si lo dejaba, como habían hecho tantas antes.

«Por encima de mi cadáver».

La necesitábamos. Yo no podía seguir haciendo turnos de quince horas, porque me iba a dar algo.

Respiré hondo y me dirigí hacia ella. Me agaché a su lado para que, si se ponía a vomitar, no me salpicara. No reaccionó ante mi presencia. Empezábamos bien.

—Hola. Eres Brinley, ¿verdad? —le pregunté manteniendo un tono de voz bajo y tranquilo. Era el mismo que usaba al hablar con niños enfermos.

Parpadeó y se volvió hacia mí, con los ojos azules vidriosos y desenfocados, como si en realidad no me viera. Estaba prácticamente en shock. Se me daba bien reconocer los síntomas porque los presenciaba en al menos uno de mis pacientes en cada turno.

Joder. La nueva iba a dejarlo fijo.

Me giré un poco sin quitarle los ojos de encima.

—¿Me pasáis una manta?

Oí unos pasos que se alejaban y supe que alguien estaba respondiendo a mi petición, así que volví a centrarme en la nueva enfermera. Otra de mis compañeras me había hablado de ella. Según los rumores, Brinley tenía tres años de experiencia y hacía poco que la habían trasladado del servicio de urgencias de un condado más pequeño. Era la primera vez que trabajaba en una unidad de traumatología.

Había gente que se las apañaba bien en unas urgencias normales, pero que se volvía loca al llegar a las de traumatología. El hospital estaba en un barrio marginal de una ciudad conocida por su altísimo índice de criminalidad. No pasaba un turno sin que nos encontrásemos con lo peor de lo peor: puñaladas, violaciones, heridas de bala, víctimas de abusos, supervivientes de accidentes de coche horribles…, entre muchas otras cosas.

Pero esa noche había sido especialmente dura, incluso para mí, y eso que había visto tantas mierdas que pocas cosas conseguían afectarme ya. Sin embargo, la experiencia podía ser devastadora para alguien como Brinley, que estaba en una unidad de trauma por primera vez, y maldije su suerte por haber sido aquel su primer turno sin supervisión.

De reojo vi que alguien me tendía una manta. La cogí sin mirar y se la coloqué a Brinley sobre los hombros. Ella se movió como una autómata; le temblaban los brazos cuando agarró los extremos de la manta y se envolvió con fuerza en ella.

—El pecho de ese hombre… —musitó tan bajo que apenas me llegaron sus palabras—. Había desaparecido… todo el centro.

Ah, conque le había tocado una herida de bala a quemarropa. Era increíble que aquel hombre siguiera vivo al llegar al hospital, y tristísimo, porque en casos como aquel apenas podíamos hacer nada. Se habían destrozado demasiadas partes del corazón, de los pulmones y de otros órganos como para que la víctima pudiera sobrevivir a ningún tratamiento. Me había enterado de que el hombre murió al poco de llegar. Si le había tocado a Brinley recibirlo, sin duda habría terminado empapada de sangre, y eso explicaba que su uniforme fuese diferente al que llevaba al principio del turno y que aún tuviese el pelo húmedo después de la ducha.

—No se podía hacer nada por él —le aseguré.

Se sorbió la nariz, y al fin pareció fijar la mirada en mí.

—Ya lo sé, pero… Dios. Creo que nunca me quitaré esa imagen de la cabeza.

«No te preocupes. Mañana verás algo igual de traumático que la sustituirá», pensó una parte siniestra de mí, aunque jamás habría dicho algo así en voz alta.

—¿Te ha hablado alguien del servicio de atención psicológica? —le pregunté.

Asintió.

—Está en la tercera planta, ¿no?

—Y si estás en un turno de noche y necesitas hablar con alguien, hay un número de teléfono veinticuatro horas.

Aunque el hospital nos cargase con demasiado trabajo, también se ocupaba de priorizar la salud mental del personal médico. Veíamos a diario la misma cantidad de escenas traumáticas que cualquier soldado en primera línea del frente, con lo que teníamos niveles de desgaste y estrés postraumático altísimos.

Yo hablaba de forma habitual con un psicólogo de guardia. Era una de las pocas cosas que me mantenían cuerda mientras el sistema de salud se derrumbaba a nuestro alrededor y la gente renunciaba en masa a su puesto de trabajo hasta dejarnos peligrosamente cortos de personal.

—No tengo ese número —dijo Brinley al tiempo que le caía por la mejilla una lágrima solitaria.

Bien, bien. Que llorase era buena señal. Que llorase significaba que ya lo estaba procesando y que el riesgo de quedarse en shock iba desapareciendo.

—¿En qué taquilla has dejado tus cosas? —le pregunté—. Voy a por tu móvil y te añado el número de teléfono.

Al cabo de veinte minutos, Brinley volvía a tenerse en pie y sostenía en las manos una taza de manzanilla humeante. Yo le había guardado el contacto del servicio de psicología en la agenda, ella había dejado de temblar y poco a poco empezaba a regresarle el color a las mejillas. En la sala ya solo quedaba con nosotras otra enfermera, que había sustituido a las dos tan poco cooperadoras de hacía un rato. Se trataba de Tanya, una mujer negra y esbelta de cuarenta y pico años que trabajaba en unidades de traumatología desde hacía casi el mismo tiempo que llevaba Brinley en el mundo. Era mi compañera preferida. Rendía genial bajo presión, tenía un trato excelente con los pacientes y sabía atender a la gente en situaciones de emergencia mejor que la mayoría de los médicos del hospital.

En ese momento, Tanya estaba junto a Brinley cerca de la ventana, le hablaba a la joven en voz baja y le apretaba el hombro con una mano. Oí fragmentos sueltos de la conversación mientras recogía mis cosas y las de Brinley; confiaba en que Tanya sabría qué palabras utilizar para alejarla del punto crítico.

—Lo has hecho genial —oí que le decía—. Y no te estoy haciendo la pelota para que te sientas mejor, que conste. He visto a otras enfermeras con mucha más experiencia quedarse paralizadas durante noches como esta, pero tú has aguantado el tipo y has hecho lo que debías. —Se volvió hacia mí—. ¿Sí o no, Aly?

Me colgué el bolso de Brinley en el hombro y me acerqué a las dos.

—Exacto —tercié—. Por lo que he visto, lo has hecho genial. Y es totalmente normal que te vengas un poco abajo después. Has tenido la adrenalina por las nubes y es probable que se te hayan vuelto locos los niveles de cortisol. No te avergüences si te da un minicoma por el estrés. A mí todavía me pasa en las noches horrorosas.

Brinley palideció.

—Pensaba que la de hoy había sido horrorosa.

Uy.

—Sí, sí —le aseguré, reculando—. Me refiero a que esta vez no he sido yo la que ha visto lo peor. Creo que os ha tocado a Mallory y a ti.

Brinley soltó un suspiro entrecortado.

—Ah. Vale.

Tanya se volvió hacia ella de nuevo.

—Bueno, ahora Aly te va a llevar a casa en coche. Ella también ha terminado el turno.

Brinley nos miró a ambas, confusa.

—Pero tengo aquí mi coche.

—Sí —asintió Tanya—, pero lo mejor será que ahora mismo no te pongas al volante.

Brinley pareció darse cuenta de que era lo más sensato.

—Ah, supongo que tenéis razón.

—No te preocupes —le dije—. He consultado tu horario y mañana entramos a la misma hora, así que pasaré a buscarte. ¿Has dejado el coche en el aparcamiento del personal? —Asintió—. Pues no le va a pasar nada ahí. ¿Necesitas ir a coger algo?

—Creo que no —dijo frunciendo el ceño.

Tanya le quitó la taza de té de las manos.

—Entonces será mejor que os marchéis mientras podáis.

—Gracias —le articulé con los labios.

Mi compañera asintió.

No era raro terminar haciendo más horas si tardabas demasiado en marcharte una vez terminado tu turno, porque siempre aparecía alguien que necesitaba que le echaran una mano o hacían falta más personas para ayudar a estabilizar un paciente. Brinley no estaba en condiciones de seguir currando, y yo ese día ya había trabajado de más. Era el momento de irnos.

Conduje a Brinley hacia la salida y cruzamos la puerta trasera para evitar encontrarnos con nadie. Mientras caminábamos, ella estaba en silencio, pero tenía mucha mejor cara que cuando la había visto por primera vez, así que lo interpreté como una buena señal.

—¿Vives con alguien? —le pregunté.

—Con mi novio —contestó.

—¿Está en casa ahora mismo? —No me entusiasmaba la idea de dejarla sola.

—Sí. Le he mandado un mensaje al terminar el turno antes de sentarme y… Bueno, ya me has visto.

—Hablarlo suele ayudar —le dije—. No sé si tu novio es muy aprensivo, pero contarle lo que has visto esta noche te podría ayudar a quitártelo de la cabeza, al menos en parte.

—No sé —contestó con la voz velada por la indecisión.

—No hace falta que entres en detalles. Puede ser en plan general. Aparte, en el móvil te he guardado mi número, además del de los psicólogos, así que puedes llamarme siempre que lo necesites.

Me lanzó una mirada de alivio.

—Gracias. Creo que él no lo entendería, ¿sabes?

Sí que sabía a lo que se refería. A diferencia de Brinley, yo estaba soltera…, más o menos, pero a las parejas que había tenido tampoco les había hablado del trabajo. Estaba demasiado concentrada en mi curro para una relación estable y, en mi opinión, hablar de los días malos o de lo triste que me ponía haber perdido a un paciente eran el tipo de cosas reservadas para una relación de verdad. La mayor parte de las veces me desahogaba con los psicólogos o con otras enfermeras; y por la cara que estaba poniendo Brinley, supe que iba a hacer lo mismo que yo. Los «civiles», como llamábamos a quienes no eran profesionales médicos ni personal de urgencias, a menudo no comprendían por lo que pasábamos.

En el trayecto de vuelta a casa hablamos de temas menos serios para distraernos de la noche que acabábamos de tener, como la última serie de televisión que todo el mundo estaba viendo. Para cuando dejé a Brinley en su casa, el sol empezaba a alzarse sobre la ciudad, iluminando los rascacielos a lo lejos y pintando las nubes con tonos siniestros que iban del morado profundo de los moratones recientes al rojo de la sangre arterial recién derramada.

«Dios, qué macabra estoy esta mañana», pensé apartando la vista del cielo.

Me había pasado tanto tiempo intentando ayudar a todo el mundo, y luego distrayendo a Brinley, que no me había parado a procesar el desastre de noche que había vivido yo. Había atendido a un tío al que habían apuñalado tres veces; a una mujer con la muñeca rota, la nariz ensangrentada y un marido que irradiaba culpabilidad y que no la dejaba expresarse; y a un niño de dos años con virus respiratorio sincitial que estaba tan grave que tuvieron que trasladarlo en helicóptero a un hospital infantil.

Lo peor fue el indigente con congelación. No porque fuese un caso extremo —era una hipotermia leve y no había habido que amputarle ningún dedo del pie—, sino porque nadie más de mi turno quiso entrar en su habitación debido al olor. Se quejaron tan alto en el pasillo que probablemente el hombre los oyó. Me rompió el corazón y me cabreó al mismo tiempo, así que dispersé a los demás y me encargué yo de él.

Eran los casos como aquel, no los más sangrientos, sino los más tristes, los que se me quedaban dentro. Me obsesionaba con ellos. ¿Dónde estaba la familia de ese hombre? ¿Lo estaban buscando? ¿Qué le iba a pasar a la mujer maltratada por su marido? ¿Lograría escapar de esa situación antes de que él volviera a hacerle daño?

El trayecto hasta casa se me pasó volando al pensar en todo aquello. Antes de darme cuenta, ya estaba aparcando en el camino de entrada. La calle estaba lo bastante oscura como para que las luces de las guirnaldas colgantes siguieran encendidas. Aunque estábamos ya en la segunda semana de enero, algunos de mis vecinos todavía no habían quitado la decoración navideña, así que yo tampoco me había dado prisa en retirar la mía. Ver esas guirnaldas brillando alegres en la penumbra previa al alba era precisamente el chute de energía que necesitaba. Me servía cualquier cosa que mantuviese a raya la oscuridad.

Apagué el motor del coche y salí. Aunque mi casa no era gran cosa —de estilo craftsman y dos habitaciones, en un barrio más o menos seguro—, era toda mía, y estaba orgullosísima de las reformas que le había hecho y de haber dejado mi impronta en ella. El revestimiento era de un turquesa pálido, las molduras de un blanco cálido y el diminuto porche delantero tenía un aspecto festivo y acogedor gracias al letrero de bienvenida navideño y al abeto que resplandecía con el espumillón y los adornos.

El interior estaba decorado con el mismo mimo. No me quedaba familia con la que mantuviera el contacto, y decorar mi hogar de arriba abajo con motivos estacionales era la forma en la que me distraía del hecho deprimente de que todos los años me pasaba las fiestas sola o trabajando.

Unos potentes maullidos rompieron el silencio mientras cerraba la puerta y me quitaba los zapatos.

Bueno, en realidad no estaba completamente sola: tenía a Fred para hacerme compañía. Seguro que estaba dormido en mi cama cuando entré, porque los maullidos empezaron a lo lejos y luego fueron haciéndose más agudos y fuertes a medida que corría hacia mí cual ambulancia cruzando la autopista con la sirena a tope.

«Madre mía, qué volumen se gasta cuando se cabrea», pensé. Si seguía así, mis vecinos iban a pensar que lo maltrataba.

—Fred, por Dios —dije cuando el gato blanco y negro, de pelo largo, llegó corriendo hasta mí—. Que no te pasa nada. Esta vez solo llego unas pocas horas tarde.

Lo cogí cuando me alcanzó y lo puse boca arriba para poder enterrar la cara en su mullida barriga. Cuando yo era adolescente, mi madre llamaba a eso «hacer terapia peluda». Al volver a casa después de un largo día de trabajo, antes de saludarnos a mi padre o a mí, mi madre se iba directa a nuestro gato y lo estrujaba hasta que el pobre animal se escabullía. A ella siempre le sentaba muy bien, así que yo hacía lo mismo con Fred desde el día en el que apareció en el patio de la casa cuando solo era un gatito, medio ahogado e intentando refugiarse de una tormenta. Quizá porque era muy pequeño cuando empecé con la terapia peluda, Fred la toleraba estupendamente y ronroneaba y me amasaba el pelo mientras tanto.

Cualquiera que no tuviera gatos habría pensado al verme que estaba loca, pero no me importaba. De todas formas, como por principio no me fiaba de la gente a quien no le gustaran los gatos, no iba a tener a nadie así alrededor que pudiera juzgarme.

Dejé a Fred en el suelo después de saciarme, y él echó a trotar detrás de mí cuando fui al dormitorio a cambiarme. Tras un turno tan largo, no me sentía agotada, sino totalmente despierta. Tal vez fuera porque había aprendido a quedarme dormida en un abrir y cerrar de ojos y, siempre que disponía de un momento de calma, buscaba algún sitio para echar una cabezada. Esa noche el hospital había estado bastante tranquilo entre las doce y la una, y me había pasado la hora entera durmiendo. Tanya me dijo que una enfermera de planta que fue a buscar los resultados de unos análisis comentó que había demasiada calma, y eso nos gafó. Las enfermeras de urgencias sabíamos que nunca había que decir algo así.

Me di una ducha, me puse el pijama más cómodo que tenía, me serví un copazo de vino blanco y me acurruqué con Fred en el sofá. Estuve a punto de poner la tele para desconectar un rato, pero como no había mirado el móvil durante el turno, opté por mirar las notificaciones pendientes de mis redes sociales.

Rindiéndome a lo inevitable, abrí mi aplicación preferida y empecé a bajar de publicación en publicación. Pasé por los típicos vídeos de animales monísimos haciendo cosas adorables, gente haciendo gilipolleces y metiéndose en líos, anécdotas sobre exparejas, y gente musculosa posando delante de los espejos del gimnasio. Pero con lo que más me encontré fue con contenido subido de tono. Específicamente con vídeos provocativos de hombres con algún tipo de máscara. Me había obsesionado con ellos a principios de otoño, que era la época del año en la que ese tipo de contenido entraba en alza gracias a los fans de la ficción picante y a seguidores de mirada morbosa como yo.

Mientras rascaba a Fred detrás de las orejas con una mano, con la otra le daba a «me gusta» en vídeos de hombres disfrazados, vestidos con uniformes militares futuristas o incluso con trajes salidos directamente de películas de terror. Sin embargo, mis favoritos eran los que se ponían la típica máscara de Scream. Se me caía la baba con los que salían sin camiseta. Y si a eso le sumabas un cuchillo y un poco de sangre de mentira, se ganaban una nueva seguidora al instante.

Mi creador de contenido favorito era uno con el nombre de usuario «el.hombre.sin.cara». Sus vídeos tenían todo lo que más me gustaba: una máscara personalizada que no se parecía a ninguna otra y que era tan sensual como aterradora, músculos, buena iluminación, un selección musical excepcional y un instinto espectacular para atraer a la gente y hacer que le pidiéramos más. Yo tenía una sección de mis favoritos dedicada a sus vídeos, y cada dos por tres la abría y los reproducía si necesitaba distraerme después de un turno complicado.

Como esa noche.

Apuré el vino que me quedaba —mierda, con el móvil perdía por completo la noción del tiempo— y me levanté para servirme otra copa. Fred saltó del sofá y se hizo un ovillo en la casita que tenía junto al televisor; había llegado a su límite de mimos. Fui a ver sus recipientes de agua y comida de la cocina —seguían bastante llenos— y me eché en la copa lo que quedaba de vino en la botella. Cuando me lo bebiera, me habría pimplado ya medio litro.

Sí, en un rato estaría achispada y, con suerte, agotada. Solo disponía de diez horas hasta que empezase el nuevo turno y necesitaba desesperadamente recuperar toda la falta de sueño que había acumulado durante el habitual ajetreo navideño en el hospital.

Me senté y me eché una manta por encima antes de buscar los vídeos del Hombre sin Cara, como ya lo llamaba para mis adentros. Me costaba elegir mi favorito, pero, si alguien me hubiera puesto una pistola en la sien para obligarme a escoger, me habría decantado por uno en el que estaba recostado en un sofá, sin camiseta, con la cabeza apoyada en el respaldo, y toda la escena iluminada por una luz roja. Solo se le veía de costillas para arriba, con la piel cubierta de tatuajes, y flexionando los músculos al mover el brazo con un gesto rítmico que insinuaba que se estaba masturbando, pero sin llegar a ser tan explícito como para que le banearan la cuenta.

Nunca sabía en qué fijarme cuando ponía ese vídeo en concreto. ¿En cómo tensaba los bíceps con cada movimiento? ¿En la manera en que le subía y bajaba el pecho como si estuviera a punto de correrse? O ¿en lo que imaginaba que estaba sucediendo fuera de la pantalla mientras se la meneaba?

El vídeo empezaba con él mirando al techo. Hacia el final, movía la cabeza para mirar directo a cámara y, aunque yo sabía perfectamente que una máscara no podía tener expresión alguna, me daba la impresión de que la suya sí. Sentía que esos ojos vacíos se me clavaban en el alma y que esa boca burlona pronunciaba mi nombre cuando se corría. El vídeo se cortaba justo después de que él apartara la cabeza de nuevo, y me avergonzaba reconocer la de veces que lo había pausado justo antes de que terminase para poder seguir observando esos ojos un poco más.

¿Cómo sería estar en la habitación con él mientras grababa? ¿Cómo sería ser la persona en la que pensaba para correrse? O, mejor aún, ¿cómo sería volver un día a casa y encontrármelo en mi propio sofá, esperándome a oscuras, cubierto de sangre, con la luz de la ventana reflejándose en el filo de su cuchillo?

Esa idea me hizo estremecer de miedo y de placer a partes iguales. Lo deseaba de un modo que quizá no fuera sano, pero después de todo lo que había presenciado trabajando en el hospital y de la mierda de adolescencia que había tenido, era normal que mis gustos empezasen a inclinarse profundamente hacia el lado oscuro.

«A lo mejor Tyler se pondría esa máscara si se lo pido», pensé.

Tyler, sí. El tío con el que llevaba un año enrollándome.

Casi me había olvidado de él. No porque fuese olvidable —era guapo y follaba bien—, sino porque, en épocas de mucho trabajo, tendía a olvidarme de todo lo demás, cosa que llevaba un tiempo sucediéndome debido a la falta de personal que sufríamos en el hospital.

¿Cuándo fue la última vez que nos habíamos liado? Por lo menos antes de Navidad. Lo que quería decir que ya tocaba llamarlo. El del día siguiente era mi último turno de la semana, y luego disfrutaría de dos maravillosos días libres. ¿Qué mejor manera de pasarlos que tumbada debajo de un tío que sabía dónde estaba el clítoris?

Me acabé el vino, embriagada por la posibilidad de estar con un hombre enmascarado en vivo y en directo. Sin pensármelo mucho, hice una captura de pantalla de mi vídeo preferido y se la mandé a Tyler junto a un mensaje de texto.

A partir del viernes tengo dos días libres.

Quieres venir esa noche y traerte una máscara como esta?

Te prometo que se pondrá interesante

Al haberle escrito a una hora a la que él estaba durmiendo, como una persona normal, la respuesta no me llegó hasta al día siguiente, cuando yo llevaba ya varias horas trabajando.

Se me cayó el alma a los pies al leer el mensaje.

Hostia, tía. Pero sigues viva? Pensaba que habías pasado de mí. Hace dos meses que no tengo noticias tuyas.

Paso de lo de la máscara, no es mi rollo. Además, he empezado a salir con alguien

¿Dos meses? ¿De verdad hacía tantísimo? Me fui hacia atrás en nuestra conversación y me di cuenta de que tenía razón. Mierda. A lo mejor ya iba siendo hora de agendar otra sesión de terapia y preguntar si me podían dar algún consejo para mantener una vida personal con una profesión como la mía.

Porque era evidente que no se me estaba dando bien.

2

Josh

—¿Todo bien, tío? —le pregunté a mi compañero de piso. Habíamos pausado la partida hacía unos cinco minutos para que pudiera mandar un mensaje, y estaba empezando a aburrirme.

Tyler se dejó caer a mi lado en el sofá.

—Sí, es que acabo de dejarlo con esa tal Aly con la que estaba liado.

Fruncí el ceño.

—Pensaba que lo habíais dejado hace meses.

Negó con la cabeza y se pasó una mano por el pelo rubio oscuro. Al hacerlo flexionó el bíceps y se volvió para mirárselo.

Tenía un «para ya» en la punta de la lengua, pero me la mordí. Aunque no había nadie a quien impresionar cerca, Tyler era vanidoso desde siempre y posaba hasta sin darse cuenta. Ya era casi como un tic nervioso, así que debía de estar más fastidiado por lo de la tal Aly de lo que aseguraba.

—Creía que había pasado de mí —dijo—, pero supongo que estaba muy ocupada con el curro otra vez.

Me volví hacia la tele y procuré comportarme con naturalidad.

—Es enfermera en urgencias, ¿no?

Ya sabía la respuesta a esa pregunta, además de otros datos como su dirección, dónde había estudiado Enfermería, qué notas había sacado y cuál era su horario de trabajo actual. Cosas normales que uno tenía que saber sobre los exrollos de los compañeros de piso.

—Sí —contestó Tyler—. No me dice nada durante dos meses y luego mira lo que me manda.

Se sacó el móvil del bolsillo, lo desbloqueó y me lo lanzó. Lo cogí en el aire y bajé la vista. En cuanto vi la pantalla, me quedé paralizado.

«Hostia puta».

Había ocurrido. Había llegado el día que llevaba temiendo desde que me había abierto una cuenta secreta dos años antes. Mi vida online estaba a punto de colisionar con mi vida real, y me iban a descubrir.

«Disimula como un puto campeón», me dije. Tyler me estaba observando, y no podía permitir que viese lo nervioso que estaba. Pero: joder. A Aly le ponían las máscaras y, de todas las capturas de pantalla que podría haberle mandado a mi compañero de piso, había elegido esa.

Carraspeé.

—No me habías dicho que le gustaran estas cosas. —Y era extraño, porque Tyler tenía la costumbre de contarme cada sórdido detalle de su vida sexual por mucho que yo le suplicase que se los guardara.

Tyler resopló.

—No lo sabía. Me alegro de estar con Sarah ahora, porque a mí no me van esas cosas. Yo solo quiero pim, pam, pum y fuera. No me molan los jueguecitos.

Lo cual era una lástima para la gente con la que se acostaba.

—Ya somos dos —mentí. Ladeé el móvil como si estuviera inspeccionando la foto y luego, hay que ver lo torpe que soy, moví el pulgar—. Mierda. He borrado el mensaje sin querer.

Tyler se encogió de hombros.

—No pasa nada. No necesito tener a un tío medio en bolas en mi móvil.

«Un tío medio en bolas», pensé al devolverle el teléfono. Así que no había prestado atención a la imagen, porque de lo contrario habría reconocido los tatuajes. Mis tatuajes. Una chica con la que se había acostado le había enviado una captura de pantalla de un vídeo mío: me habría echado a reír de no ser por el miedo a que me descubriera y por la adrenalina que me recorría las venas a borbotones.

—¿Preparado? —me preguntó levantando el mando.

—Dale.

Reanudó la partida y volvimos a empezar a disparar a todo lo que se movía. Intenté concentrarme en la pantalla dividida que tenía delante, pero no podía dejar de pensar en aquel mensaje. Aly quería que se la follase un tío enmascarado.

Yo solo había visto a Aly una vez, pero me impactó. Fue una mañana temprano, en verano, después de que se hubiera pasado la noche en la cama de Tyler haciendo de todo menos dormir. Yo también me la había pasado en vela, maldiciendo la extraña acústica de nuestro piso, hasta que encontré mis auriculares con cancelación de ruido y ahogué sus sonidos con música a todo volumen.

Siempre había dormido como el culo, así que, cuando varias horas más tarde me rendí y me levanté a preparar café, no esperaba que hubiera nadie despierto. La puerta de Tyler chirrió justo cuando pitó la máquina para avisarme de que había terminado. Me medio volví esperando ver a mi compañero de piso, pero a quien me encontré fue a una chica. Era una mujer alta y llevaba puesta una camiseta de Tyler que a duras penas le tapaba la entrepierna. Se me fueron los ojos inmediatamente a sus largas piernas. Tyler la había conocido en el gimnasio, y tenía aspecto de ser una persona que hacía pesas: muslos torneados, pantorrillas tonificadas y, por lo que veía de sus brazos, también los tenía bien definidos.

Levanté la vista al darme cuenta de que la estaba mirando fijamente y enseguida me arrepentí. Aly estaba buenísima. No me extrañaba en absoluto, ya que Tyler siempre salía con gente atractiva. Pero Aly, más que guapa, resultaba impresionante: tenía la barbilla puntiaguda, unos labios carnosos a los que parecía que había dado buen uso esa noche, una nariz por la que mi madre habría dicho que sin duda era italiana y enormes ojos oscuros. Llevaba revuelto el pelo castaño, que le caía hasta la altura de los codos en una maraña de ondas.

La sonrisa que me dedicó cuando nos miramos a los ojos casi me dejó ciego.

—Dime que has preparado suficiente para dos personas, por piedad.

Gruñí afirmativamente y le di la espalda.

Intentó charlar un poco conmigo y, aunque no fui desagradable ni nada parecido, me mostré distante, sin volverme hacia ella, y le respondí con monosílabos. No tardó en quedarse callada. Para compensárselo un poco, le serví el café primero a ella y le dejé la taza en la encimera, donde pudiera cogerla. Acto seguido me vertí un poco en la mía y salí pitando de la cocina.

Sin que yo tuviera que pedírselo, Tyler no le había dicho a Aly quién era yo, pero aun así no podía arriesgarme a que ella me viese bien la cara y empezase a preguntarse a quién le recordaba. Me parecía demasiado al cabrón de mi padre, y acababan de estrenar en Netflix un documental sobre él. Habría sido mi gozo en un pozo que Aly lo hubiera visto.

Aquel verano fue duro por culpa del documental, y apenas salí de casa. Siempre que mi querido padre aparecía en las noticias, alguien me paraba por la calle o en el supermercado y me decía:

—No sé si te lo ha dicho alguien, pero te pareces mucho a un tío sobre el que leí el otro día… —O sobre el que habían escuchado un pódcast. O sobre el que habían visto un capítulo de una serie de true crime que hablaba de sus numerosos crímenes.

El documental dio lugar a una nueva oleada de interés, y durante meses me tiré un montón de tiempo intentando evitar que la gente nos encontrase a mí, a mi madre y a mi padrastro. Todo el mundo quería entrevistar en exclusiva a la familia de George Marshall Secliff, y a veces recurrían a vías ilegales para localizarnos. Por eso aprendí a ser hacker cuando aún iba al instituto. Quería hacernos desaparecer a los tres de internet, e investigué todo lo que pude a fin de lograrlo.

A la larga, los conocimientos que adquirí me sirvieron de mucho. Empecé a trabajar de programador para una firma exclusiva de ciberseguridad que impedía que otros hackers se infiltraran en las quinientas empresas multimillonarias de la lista Fortune y robasen todo el dinero de sus clientes. Me permitía currar en casa, con horario flexible, y me dejaba tiempo suficiente para dedicarme a otras aficiones.

Como subir vídeos con los que tentar a seguidores del rollo de las máscaras.

Otra razón por la que me quedé en casa durante todo el verano era que apenas tenía vida amorosa. Aunque mi pelo era más oscuro que el de mi padre y lo llevaba más corto que él, éramos casi idénticos. No suponía un problema tan grave cuando era joven y tenía rasgos de crío. Ser un chaval enclenque me había salvado. Pero ahora que ya me había hecho un hombre y me acercaba a la edad en la que detuvieron a mi padre, era un clon de su foto policial.

Una de las primeras preguntas que les hacía a las mujeres con las que hacía match en las aplicaciones de citas era si les interesaba el true crime. Si decían que sí, las bloqueaba y pasaba página. Solamente me arriesgaba con aquellas que aseguraban detestar «todas esas movidas tan chungas». En las raras ocasiones en las que me liaba con alguna, lo nuestro duraba unas cuantas semanas como mucho. Las dejaba cuando me daba la impresión de que empezaban a sentir algo por mí o cuando las veía entornar los ojos como si estuvieran intentando averiguar de qué les sonaba mi cara.

Hasta los espejos habían llegado a suponer un problema, porque no podía mirarme en uno sin imaginar mi propia cara contorsionada por la rabia mientras me pegaban una paliza. Había visto otros documentales sobre hombres violentos, y siempre me desconcertaba que los miembros de su familia juraran que no tenían ni idea de lo que su padre o marido o tío había estado haciendo en su tiempo libre.

Mi padre era un puto monstruo, y no hubo manera de disfrazarlo. La única razón por la que tardaron en pillarlo fue porque elegía como víctimas a mujeres marginales, era guapo y podía aparentar ser inofensivo durante un rato. El suficiente como para convencer a las mujeres prostituidas a las que frecuentaba para que se subieran a su coche.

Se parecía mucho a Ted Bundy, su ídolo.

El único espejo que quedaba en nuestro piso era el del aseo, y siempre que entraba allí agachaba la cabeza para evitarlo. Así que sí, mi cara era un problema, y por eso la idea de ponerme una máscara me resultaba tan atractiva. Me había pasado años obsesionándome con la idea hasta que encontré la excusa perfecta para lanzarme cuando leí una noticia sobre el aumento de los vídeos provocativos en los que aparecían personas enmascaradas. Se trataba de un artículo de opinión sobre la psicología que explicaba esa tendencia, pero ignoré todas esas chorradas y me centré en las imágenes que acompañaban al texto.

«Eso podría hacerlo yo», pensé, y la certeza me atravesó como un relámpago. Tenía ante mí una forma de unirme a las redes sociales, mostrar el cuerpo que tanto trabajo me costaba mantener y satisfacer ese deseo inherente a todo ser humano de interactuar con los demás. Además había heredado algunas características de mierda de mi padre, y una de ellas era la necesidad de que me admiraran. La había reprimido durante gran parte de mi vida, pero mi psicóloga llevaba tiempo intentando convencerme de que era muy normal ir detrás de la fama y del reconocimiento. Nuestro cerebro primitivo los ansiaba porque hacía milenios, cuando aún nos golpeábamos unos a otros la cabeza con huesos de mamut, ser popular implicaba poder quedarse a salvo y protegido en el interior de la cueva.

Después de llegar a la conclusión de que no pasaba nada si satisfacía mis deseos por una vez, hice un pedido por internet para comprar un equipo de grabación de buena calidad. Me pasé horas diseñando e imprimiendo una máscara personalizada en 3D y vi un montón de vídeos de YouTube sobre realización cinematográfica antes de crearme siquiera una cuenta en redes sociales.

Y no se lo conté a nadie en absoluto. Ni a Tyler, que llevaba siendo mi mejor amigo desde que tenía memoria.

—Tío, hoy lo estás haciendo de puta pena —exclamó cuando nos morimos los dos en el juego. Otra vez.

—Mierda, perdona. Estaba pensando en el curro —mentí.

Tyler arrojó el mando sobre la mesa de centro con más fuerza de la necesaria.

—Pues nada. Me piro. Quiero ir al gimnasio antes de que se llene.

Se levantó del sofá y se fue a su habitación.

A veces Tyler era un capullo, y la mayoría del tiempo era sin duda un picha brava, pero también había sido la única persona que no me había abandonado en cuanto detuvieron a mi padre. Bajo toda esa fachada de gilipollas, era buen amigo, y leal hasta decir basta. Fue idea suya que nos mudáramos a otra ciudad para empezar de cero cuando la gente de la universidad se enteró de quién era yo. «Que les follen. Larguémonos», fue exactamente lo que dijo. Al principio pensé que no iba en serio, pero al poco tiempo hizo todo el papeleo para cambiar de facultad y empezó a mandarme anuncios de pisos en alquiler fuera del campus.

En lugar de cambiarme de facultad como hizo él, yo dejé la carrera. Me dio la impresión de que mi momento en la universidad ya había pasado, y ninguno de mis profesores podía enseñarme nada más sobre el oficio de hacker. El resto de mi formación fue por internet, y estudié sin parar hasta que me sentí preparado para entrar en el mercado laboral. Solo me presenté a un puesto, el actual, y lo hice hackeando un gigantesco conglomerado de comunicación para enseñarle a la empresa en la que terminé trabajando cómo había traspasado sus defensas.

Cobraba un auténtico dineral por mantenerlos un paso por delante de posibles amenazas, lo suficiente como para que me pudiese comprar la cámara de aficionados más cara del mercado sin pestañear, además de tener pagado el alquiler correspondiente a los siguientes dos años.

Oí cómo se cerraba de golpe un cajón en el dormitorio de Tyler y lo interpreté como una señal para levantarme. Tenía el móvil encima de mi escritorio y me moría de ganas de cogerlo. Necesitaba abrir el vídeo al que se había referido Aly, y ver si la encontraba entre los comentarios. Le ponían las máscaras. O, por lo menos, le gustaban lo suficiente como para querer que alguien se pusiera una con ella.

Hasta la fecha había ignorado todos los privados en los que la gente me pedía quedar en persona para satisfacer sus fantasías. Eran desconocidos. Podía tratarse de cualquiera, y no me apetecía presentarme en casa de un octogenario si lo que yo esperaba ver era una veinteañera cañón.

Aly no era una desconocida. La conocía. Sí, vale, sabía más de ella de lo que debía porque, gracias a la aportación genética de mi padre, los límites eran una asignatura que tenía un poco pendiente.

Aly había estado en mi piso, en el único refugio que me quedaba. La necesidad de proteger mi identidad y de lograr que Tyler y yo siguiéramos a salvo era lo bastante grande como para justificar el que investigara a lo FBI a cualquier persona a la que él invitase al piso. Por suerte, Tyler comprendía mi obsesión y me avisaba con tiempo suficiente cuando pensaba tener compañía. Por lo general, pasaba del tema cuando me daba cuenta de que esa persona no suponía una amenaza para ninguno de los dos, pero mi interés por Aly había persistido durante más de lo que seguramente habría debido.

Cogí el móvil de la mesa y me senté en la cama mientras abría mi cuenta. El vídeo al que Aly había hecho una captura de pantalla era uno de los más populares, con 3,4 millones de visualizaciones. El inconveniente era que tendría que revisar miles de comentarios si albergaba la esperanza de dar con ella, y no dejaba de ser una lotería. La mayoría de la gente era bastante anónima por internet. Con mi suerte, seguro que Aly también. Pensé en escribir un código para dar con ella, pero esa parte de la investigación requería intervención manual, así que me apoyé en el cabezal de la cama y empecé a pasar comentarios, observando nombres y avatares por si veía rastro de ella.

Transcurrió una hora antes de que me incorporase de repente. Tenía el pulgar encima de un usuario llamado «aly.aly.oxen.free». Hostia puta, ¿era ella? Pulsé en su perfil y, cómo no, era privado. Me acerqué el móvil a la cara y entorné los ojos. El avatar era una foto de primer plano de una mujer de pelo oscuro. Hice una captura de pantalla y abrí el programa de IA que tenía en el móvil para ampliarla y arreglar la resolución hasta que me encontré delante de una fotografía nítida de Aly. Era ella.

Solo para estar seguro al cien por cien, entré en mi ordenador y hackeé su cuenta usando todos los truquillos habidos y por haber para ocultar mis huellas y que no se percatara de nada. La dirección IP con la que se había creado aquel perfil era de la ciudad, y, cuando investigué un poco más, descubrí que provenía de la manzana en la que vivía Aly.

La había encontrado. Aly no solo tenía un fetiche por las máscaras, sino que le había gustado lo suficiente uno de mis vídeos como para dejar el siguiente comentario:

Oiga usted, que estoy en el trabajo.

Cómo se atreve?

¿Me habría escrito otros?

Entré en mi cuenta con el ordenador y creé varias líneas de código para buscarla en mi sección de comentarios. Saltaron tantos resultados que empezó a darme vueltas la cabeza. Le había dado a «me gusta» en casi todas mis publicaciones, y las había guardado y comentado.

Toda la sangre del cuerpo se me fue directa a la polla, poniendo a prueba el pantalón de chándal. Uf, eso no podía estar bien. No debía estar ahí sentado, fantaseando con la ex de mi compañero de piso… Bueno, en realidad, su exalgo, pero no exnovia. Nunca habían ido lo bastante en serio como para definir su relación, y Tyler había salido con otras mientras se veía con Aly. Por lo tanto, no estaba rompiendo ningún código entre colegas, ¿verdad? Solo varias leyes de privacidad y un montón de normas sociales, pero a esas nunca les había dado demasiada importancia. Tyler era mi único amigo. No quería arriesgarme a perderlo por una tía, aunque esa tía hubiera aparecido en mis sueños desde que la vi por primera vez.

«Ojos que no ven, corazón que no siente», pensé. Además, todavía no había hecho nada. ¿Qué daño podía haber en un poquito de espionaje cibernético? A fin de cuentas, ella había hecho un poco lo mismo conmigo.

Clavé los ojos en el primer comentario que me devolvió la búsqueda.

Es este vídeo el motivo de que me haya despertado de repente a las 2 de la madrugada? Ha sido una invocación?

Sonreí y meneé la cabeza. También era graciosa, por supuesto. Como si no tuviera bastante con que estuviera buenísima y probablemente fuera de mi alcance.

Seguí leyendo. Sus comentarios iban de graciosos a lascivos.

Le doy las gracias al algoritmo por haberme traído hasta aquí

Ya voy por la sexta temporada de este vídeo

Bueno, es muy temprano para que mi instinto animal esté así de despierto

Es que GATEARÍA hasta él

Si habéis oído una explosión, han sido mis ovarios

Si esto fuera una peli de miedo, yo sería la que se muere. Todo el mundo echaría a correr, pero yo me lanzaría de cabeza hacia el peligro

Me aparté del escritorio. Menudo desastre… Porque ese último comentario me había dado de lleno, y ahora no podía quitarme de la cabeza una escena en la que la perseguía hasta atraparla para luego follármela.

¿Así era como empezaba la cosa? ¿Con una fantasía casi inocente en la que deseaba cepillarme a una mujer en algún sitio donde nadie la oyese gritar? ¿Empeoraría y mis deseos terminarían pasando de eso a querer follármela y ahogarla un poco al mismo tiempo? Y después ¿a querer seguir apretando hasta ver cómo se le escapaba la vida de los ojos mientras yo seguía dándole sin parar?

Se me bajó la erección en el momento, y me lo tomé como una buena señal. Al parecer, no me ponía cachondo la idea de hacerle daño de verdad a Aly, así que quizá no estaba tan trastornado como siempre había temido.

Me acerqué de nuevo a la mesa y leí el resto de los comentarios que me había escrito. Tardé un buen rato porque había casi cien resultados.

Pasó menos de un minuto antes de que volviera a ponérseme dura por su culpa. Muchísimos de sus comentarios giraban en torno a la posibilidad de que al volver a casa me encontrara allí esperándola, y enseguida se me llenó la mente con ideas de cómo satisfacer su fantasía.

¿Qué ocurriría si de verdad me colaba en su casa?

En el mundo real, o me dispararía en el culo por idiota o saldría corriendo y llamaría a la policía, y entonces toda mi vida saltaría por los aires cuando me detuvieran y los titulares comenzasen a anunciar que era idéntico a mi padre.

Pero en esos instantes no estaba viviendo en la realidad. Mis pensamientos eran pura fantasía, y no pude evitar imaginarme metiéndome en su casa y a Aly respondiendo tal como decía que haría: gateando hacia mí y suplicándome que me la follase mientras le ponía un cuchillo en el cuello.

Este tío no deja de salirme en esta app, pero yo lo que querría es que no saliera de dentro de mí, qué tragedia

Era probable que fuese mi cita preferida de todos los tiempos.

Gemí y me toqué la entrepierna por encima del pantalón. La de cosas que le haría a esa mujer si me dejase. Cumpliría cada pensamiento oscuro y sucio que hubiese tenido. Y no tendría que preocuparme de que su deseo se convirtiese en terror cuando la tuviera debajo, ya que, con la cara tapada, no había ningún riesgo. Por una vez podría liberarme del miedo a que me descubrieran o me reconociesen.

Esa posibilidad me puso casi tan cachondo como me ponía la propia Aly.

Me recosté en el respaldo de la silla y me metí la mano en el bóxer para sujetarme la base de la polla. ¿Cómo sería colarme en su piso? Sabía que podía hacerlo. Además de ser buen hacker, se me daba muy bien merodear por la noche. Siempre había sido un poco búho, pero más en los últimos tiempos, porque había menos peligro de que alguien me reconociese en la oscuridad que de día. Hacía la compra en un supermercado abierto las veinticuatro horas y entrenaba a las dos de la madrugada, cuando no había nadie más en el gimnasio de nuestro edificio.

Me acaricié imaginándome que forzaba la cerradura de Aly. Había aprendido a hacerlo de adolescente para poder entrar en el despacho de mi psicólogo y leer lo que había escrito sobre mí. Grave error, porque no estaba preparado para lo que me encontré, pero por lo menos aprendí una nueva habilidad… Podría desenterrarla y darle un buen uso para meterme en casa de Aly en plena noche mientras ella estuviese trabajando en el hospital.

Me froté la punta de la polla con el pulgar al llegar arriba del todo, empapándomela de líquido preseminal, y luego bajé la mano para apretarme la base de nuevo. Cerré los ojos y visualicé a Aly en el umbral de su casa con aspecto desaliñado y cansado después de una larga noche, y abriendo mucho los ojos del pánico al darse cuenta de que no estaba sola.

«¿Quién anda ahí? ¿Qué quieres?», la oía exclamar con voz temblorosa.

En mi cabeza, yo le respondía señalándola con el cuchillo como si dijera «a ti».

Ella levantaba las manos en respuesta. «Coge lo que quieras y vete. No me hagas daño, por favor».

Yo negaba con la cabeza y movía el cuchillo hacia el suelo en una orden explícita. Aly se ponía de rodillas, obediente. Me dirigía hacia ella mientras veía cómo le subía y le bajaba el pecho al respirar. Ella pasaba la mirada del cuchillo a mi torso sin camiseta, cubierto de sangre, y el negro de sus pupilas dilatadas le iba ganando terreno al iris marrón a medida que el miedo empezaba a convertirse en deseo.

Me detenía delante de ella, mirando hacia su rostro levantado y deleitándome en la vulnerabilidad de su postura. Con sumo cuidado, le ponía la punta del cuchillo en la barbilla y le ladeaba la cara al tiempo que me bajaba la cremallera y me sacaba la polla. Aly alzaba los ojos hasta los oscuros agujeros de mi máscara durante un segundo y luego abría la boca, se inclinaba hacia delante y rodeaba con aquellos labios tan carnosos la punta y…

Joder, estaba a punto de correrme.

Cogí unos cuantos pañuelos de la caja que tenía cerca y me los metí en los pantalones justo a tiempo de eyacular y empaparlos. Imaginarme a Aly delante de mí, asustada y cachonda a la vez… Necesitaba ver eso. Mucho. Más de lo que había necesitado nada en muchísimo tiempo.

Lo único que debía averiguar era cómo llevarlo a cabo sin terminar detenido por la policía.

El barrio de Aly seguía iluminado y decorado como si aún fuera Navidad e, inesperadamente, aquel fue el principal obstáculo que tuve que afrontar al planear mi pequeña jugada. Había pasado una semana desde que vi el mensaje que le mandó a Tyler. Llevaba siete días intentando quitarme de la cabeza aquella locura mientras practicaba forzar cerraduras, investigaba si Aly tenía o no un sistema de seguridad en casa —no tenía, y eso era inaceptable— y conducía por su barrio de noche para familiarizarme con la zona.

Era obvio que la parte racional de mi cerebro no había logrado que el resto de mí entrase en razón, ya que me encontraba al abrigo de las sombras, junto a la puerta trasera de Aly, intentando recuperar el aliento después de haber provocado un miniapagón en la calle y correr detrás de su casa para desatornillar sus focos traseros antes de que volviese la luz.

Apoyé la cabeza en el revestimiento de vinilo de la fachada y cerré los ojos. Me iban a pillar. Me iban a pillar y saldría en los telediarios de todo el mundo porque mi padre era quien era, y ningún jurado creería que aquel era mi primer allanamiento de morada. Pensarían que había urdido algo mucho más malvado y me meterían el resto de mi vida en la cárcel por esa gilipollez.

Y todo porque quería ponerme una máscara y follarme a una chica muy mona.

Debería haberme ido a casa. Debería haberme alejado de la pared, haber subido al coche, haber arrancado el motor y haber olvidado el fetiche de Aly con las máscaras. Era lo que habría hecho un tío normal, con la cabeza en su sitio. Pero al parecer yo no era ni lo uno ni lo otro, porque, en cuanto la posibilidad de marcharme me cruzó la mente, un «¡NO!» estrepitoso la descartó.

Quizá había llegado el momento de aceptar que no era normal y que jamás lo sería. Deseaba cosas que la mayoría de la gente no, ansiaba oscuridad y depravación, en lugar de luz y amor. Había luchado contra mi naturaleza desde que tenía uso de razón, y estaba cansado.

Estaba hasta los cojones.

Sería muchísimo más fácil ceder a la tentación por una vez. Sería un alivio, en realidad. Me había esmerado en tratar de corregir y suprimir todo aquello que me habían enseñado que no era normal, pero, después de una década de terapia y de medicación, esas ideas y deseos que la mayor parte de la sociedad consideraba problemáticos seguían dentro de mí. Por fin tenía la oportunidad de experimentarlos.

Me había preparado tanto como me fue posible. Estaba cubierto de la cabeza a los pies, así que no habría rastro de células epiteliales que pudiera encontrar un equipo forense. Solo uno de los vecinos de al lado de Aly tenía alarma de seguridad, y había entrado en el sistema para saber si alguna de las cámaras daba al patio trasero de ella. Y no. Por si acaso se me había escapado algo, me había puesto un pasamontañas para ocultarme la cara. Llevaba una talla más grande de botas y había colocado un plástico en la suela para que no dejasen huellas. Tan solo me quedaba entrar, hacer lo que había ido a hacer y largarme.

Respiré hondo y me volví hacia la entrada. La luna estaba solo medio llena, pero, entre eso y las luces de Navidad de la calle, podía ver bien el pomo de la puerta. Me quité la mochila y saqué el kit para forzar cerraduras. Las herramientas de acero brillaron a la luz de la luna cuando las extraje y me puse a ello.

A veces mi personalidad se acercaba mucho al comportamiento obsesivo, y había practicado tantísimo que solamente tardé un minuto en abrir la cerradura. Giré el pomo y recé por que no fuese tan fácil. Solté un suspiro de alivio cuando la puerta no se movió gracias a un cerrojo. Aun así, aquello no impediría que un ladrón de verdad o yo entrásemos. Estaba claro que Aly necesitaba un sistema de seguridad en condiciones.

Tomé nota mental para hacer un pedido anónimo a su nombre mientras guardaba las herramientas y cogía los imanes carísimos que había comprado por internet. Abrir el cerrojo iba a costarme mucho más que la cerradura. Podría haberle pegado una patada a la puerta o haber usado cualquier otro método destructivo para entrar, pero no quería provocar daños en la casa de Aly ni facilitarle el camino a cualquiera que quisiese seguir mis pasos, así que debía hacerlo de la forma lenta y complicada.

El sudor me empezó a perlar la frente a medida que pasaba el tiempo. Cada vez que sonaba un ruido demasiado cerca, me quedaba paralizado, con el corazón martilleándome en el pecho, preguntándome si estarían a punto de pillarme in fraganti. Casi pegué un salto al oír una sirena, pero en lugar de acercarse avanzó en paralelo con la calle de Aly y luego se alejó.

Perdí un minuto entero intentando acordarme de cómo se respiraba.

Estaba haciendo una puta locura. Una gilipollez absolutamente demencial. Sin embargo, era incapaz de parar, así que cogí los imanes y volví a ponerme con el cerrojo.

Después de lo que me pareció una breve eternidad, los imanes surtieron efecto y conseguí abrir. Apoyé la frente en la puerta y respiré entrecortadamente; había tanta adrenalina recorriéndome las venas que me temblaba todo el cuerpo por la necesidad de expulsarla. Seguía teniendo un poco de miedo de que aquello terminase en desastre, pero el subidón de hacer algo tan peligroso e ilegal era mucho más excitante que nada que hubiera experimentado antes, incluido el paracaidismo.

¿Era aquello lo que sentía mi padre? ¿Era aquella la misma emoción que lo empujaba a él a actuar, además de sus deseos más sádicos?

Negué con la cabeza y me incorporé. Ya me plantearía esas preguntas de mierda más tarde. En esos instantes debía entrar en la casa.

Giré el pomo y, con mucho cuidado, abrí la puerta. El único dato que no había encontrado en internet era si Aly tenía o no mascotas. No había oído ningún ladrido al trastear con la cerradura, pero eso no significaba que no hubiese un perro al que le hubieran enseñado a estar callado, esperando para atacarme. Sí, podría haber calmado mi preocupación preguntándoselo a mi compañero de piso (Tyler había estado varias veces allí, así que sabría la respuesta), pero no quería que pensase que me interesaba ninguna de sus ex, y menos aún Aly.

La parte trasera de la casa estaba a oscuras, a excepción del débil resplandor que procedía del salón, donde el árbol de Navidad de Aly se alzaba orgulloso y totalmente iluminado junto a una ventana. Era suficiente luz como para que pudiese ver a mi alrededor y constatar que no había ningún perro a punto de abalanzarse sobre mí.

Cerré la puerta rápido y eché el cerrojo.

Un alarido demoniaco rompió el silencio.

¡Joder! Al final Aly sí que tenía una especie de can infernal poseído por el demonio que estaba a punto de desgarrarme los pantalones y derramar sangre por todo el maldito suelo para que los agentes de policía la encontrasen.

Cogí el pomo de la puerta y, cuando estaba a punto de largarme, una forma pequeña y peluda entró corriendo en la habitación y se detuvo en seco.

Un gato. Aly tenía un gato.

Nos observamos el uno al otro en la oscuridad. Era poca cosa, incluso con todo aquel pelaje largo, negro y blanco. Si no me quedaba más remedio, podría con él.

—No me toques los cojones —le advertí.

El gato respondió poniéndose de lado, arqueándose sobre la punta de las patas y

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