Los últimos mohicanos

Manuel Vicent

Fragmento

libro-4

 

Llevaba el cuello de la camisa vuelto por fuera a lo Byron, pero, lejos de la cojera romántica y el elegante diseño óseo del poeta inglés, el nuestro era un escritor despechugado en todos los sentidos, apaisado y sensual, que se movió siempre entre la convulsión de la política, la torrentera del periodismo de combate, el éxito literario a granel y los placeres del moro valenciano en chaqueta de pijama coronado por el cuerno de la abundancia.

Vicente Blasco Ibáñez había nacido muy cerca del Mercado Central de Valencia, en el número 8 de la calle de la Jabonería Nueva, el 29 de enero de 1867, hijo de Gaspar y Ramona, procedentes de Aragón, propietarios de una tienda de comestibles, un pobre establecimiento en cuya lóbrega trastienda había sacos de arroz, azúcar y otros abarrotes. La calle estaba habitada por menestrales modestos, zapateros, drogueros y tenderos de paños. Esa era su gente. Entre gritos de buhoneros y flautas de afiladores, por delante de su casa pasaba la mesocracia valenciana con una cesta en el brazo camino del mercado, murmurando siempre contra la carestía de la vida. Esas criaturas poblarían después la novela Arroz y tartana y en el futuro se convertirían en votantes naturales del partido republicano populista que fundó el escritor, quien por instinto siguió siempre este principio: si tienes la llave del mercado, tendrás en tu poder el alma de Valencia.

Una tía de su madre, la señora Vicenta, natural de Calatayud, estaba de criada o ama de llaves en casa de Mariano de Cabrerizo, político revolucionario, editor y librero, también aragonés. Al pequeño Vicente solían llevarlo a pasar las tardes de verano a su chalé de la Alameda, rodeado de una soleada huerta con gallinas, y tal vez allí el niño fue inoculado con el germen de la política y de la literatura por este personaje atrabiliario convertido en su protector.

Pronto comenzó Blasco Ibáñez a derramar el alma. Con veinte años y estudios de Derecho se fue a Madrid a verlas venir. En el café de Zaragoza de la calle de Atocha se encontró casualmente con el exitoso folletinista Manuel Fernández y González; llevado por un impulso, Blasco se acercó a su mesa y, después de rendirle la consabida pleitesía, a bote pronto se le ofreció como negro y amanuense a tanto la página. Fue aceptado en el acto, debido a su simpatía natural, y a renglón seguido el pulso de Blasco Ibáñez comenzó a manar folletines llenos de marquesas enamoradas y truhanes alevosos, escritos a dos o a cuatro manos en un par de horas, un ejercicio que le sirvió para aprender a no pararse en barras con tal de dar velocidad a la pluma de forma que levantara vuelo el día de mañana. En ese momento el aprendiz de escritor ya era un agitador en los mítines republicanos, reventador de rosarios de la aurora y duelista irreflexivo a quien en una ocasión la hebilla del cinturón le detuvo la bala que le iba directa al bandullo. Fugitivo de la policía, probó por primera vez el exilio en Francia después de una detonante soflama contra el Ejército, la monarquía o la Iglesia, los tres frentes de su perenne combate.

En 1895, con veintiocho años, de regreso a Valencia, su alma exhaustiva comenzó a vaciar —de noche, hasta la madrugada— sobre la mesa de redacción artículos incendiarios para el diario El Pueblo que acababa de fundar. Perseguido de nuevo por soliviantar a las masas contra la guerra de Cuba, se refugió en el entresuelo de una taberna del puerto, propiedad de un correligionario, donde permaneció cuatro días encerrado sin poder asomarse a la calle. El tabernero le proporcionó pluma, una botellita de tinta violeta y unos cuadernos escolares rayados, y a la luz de un candil, para entretener el ocio, Blasco Ibáñez escribió el relato de una reyerta que había habido poco antes entre labradores y propietarios de tierras en la huerta de Alboraia y que acabó en tragedia. Lo tituló Venganza moruna. Disfrazado de marinero, una noche huyó en un barco rumbo a Italia. El cuaderno quedó abandonado y tiempo después se publicó la historia con el título de La barraca. Blasco Ibáñez, convertido ya en una maquinaria literaria, escribió en el exilio de Italia En el país del arte, con una apasionada improvisación que fue el orden de su vida.

Tocó todos los palos literarios en medio del fragor periodístico. Las pasiones de la huerta, el fango moral de la albufera, el drama de los pescadores del Grao, la vida entre naranjos de la ribera del Júcar, la mitología de Sagunto, la burguesía valenciana del Mercado Central, el Papa Luna, los Borgia, el Mare Nostrum, la sangre y la arena, toda clase de amores lascivos, la vuelta al mundo de un novelista… Pero el éxito internacional le llegó cuando Los cuatro jinetes del Apocalipsis le alcanzaron por la espalda. Blasco Ibáñez fue el primer best seller mundial, el primero que cobró a tanto la palabra. Mientras los escritores de la generación del 98 echaban una firma al brasero de picón de la mesa camilla e hilaban su pesimismo amargo con una manta en las rodillas, Blasco, coronado de oro, se hacía edificar un caserón en la playa de la Malvarrosa con terraza interior sostenida con cariátides y escribía en una mesa larga de mármol de Carrara con cuatro leones mesopotámicos a los pies. Parecía que tenía el gusto supremo de hacerse odiar. Otros escritores se disputaban una sardina con su gato; en cambio, Blasco Ibáñez llegaba a Madrid pletórico de éxito, con todas sus novelas pasadas al cine de Hollywood e interpretadas por Rodolfo Valentino y Greta Garbo, entre otros, y sin contar con su orgullo se empeñaba en invitar a almorzar a unos plumíferos que él suponía muertos de hambre.

Con cuarenta y tres años, el éxito internacional hizo que un millón de personas lo recibiera en el puerto de Buenos Aires y lo llevara entre aclamaciones en volandas hasta la Casa Rosada. El presidente argentino le facilitó grandes extensiones de tierra en Río Negro —en la Patagonia— y en la provincia de Corrientes a merced de su albur. En primera página de su diario El Pueblo apareció este titular a cuatro columnas: «El porvenir de España está en Argentina». Fue el señuelo para embarcar a amigos y simpatizantes, agricultores valencianos, en un proyecto de colonización agrícola —bautizado como Nueva Valencia y Cervantes— que acabó en absoluta ruina, pero Blasco Ibáñez ya estaba en París balanceándose en su propia desmesura tras dejar a los socios con los bolsillos vacíos.

Sus novelas brotaban editadas por su propio sello Prometeo, compartida con su socio Sempere. Su olfato de perdiguero literario y de periodista polémico seguía tumbando todos los temas de éxito mientras echaba los naipes del deseo con amantes renovadas, todas metidas en carnes floridas como su propia literatura, una de ellas la maternal Pardo Bazán, compartida con Pérez Galdós. Exiliado de nuevo por el favor de Primo de Rivera, se instaló en la Costa Azul y en Menton adquirió la villa Fontana Rosa, y otra vez coronó su imaginación con escalinatas de mármol, pérgolas, ninfas, bustos de escritores famosos y dólares que le salían por el cuello despechugado. Murió en Menton el 28 de enero de 1928, a causa de una bronconeumonía. Cuando la noticia llegó a Madrid, en la tertulia de la Granja El Henar exclamó Valle-Inclán: «¿Ha muerto Blasco Ibáñez? Nada. Pura publicidad». El 29 de octubre de 1933, en plena República, su cuerpo fue traído a Valencia y el entierro se produjo bajo el fervor de las masas blasquistas. En una de las

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos