Lluvia de plata

Margarita Mainé

Fragmento

Lluvia de plata

QUINCE AÑOS

Cuando Mari despertó, deseó que ese día fuese igual a cualquier otro. La pobreza le había enseñado a no esperar nada de los cumpleaños. Esta vez eran quince y no le prometían otra cosa que la desesperanza de siempre.

Quizá su madre cobrara algunos pesos y le trajera la hebilla para el pelo que le gustaba, pero no era seguro. Nada era seguro.

Mari se acomodó en la cama y cerró los ojos para dedicarse a su juego favorito: soñar despierta. Entonces se olvidaba de que estaba en la casilla y podía pensar en un cuarto con los muebles rosa como los que había visto en la televisión. Y en lugar de ese olor a tierra del piso, el olor fuese a perfume francés. ¿Cómo sería el perfume francés? Ella nunca lo había olido, pero su madre le contó que la patrona lo usaba y que era un olor que te hacía soñar. Con los ojos cerrados Mari transforma todas las cosas. Mira por la ventana y ve un jardín florido y lleno de plantas, con una hamaca como la que había en la plaza cuando ella era chica y en la que volaba alejándose de todo.

Los ruidos en la otra habitación de la casilla la sacan del sueño. Sus hermanos ya están despiertos y empiezan a jugar.

—¡Mari, Mari! ¡Vení, Mari! —le grita el más chico, que todavía no tiene dos años.

Mari cree que su mamá también sueña despierta. A veces le cuenta de la heladera de su patrona, tan llena de cosas, y a ella le parece, por la sonrisa, que su mamá sueña con tener un día una heladera repleta de yogur, gaseosas, queso y otras cosas exquisitas.

—En la cocina de mi patrona todo está impecable —y Mari piensa que es porque su madre se rompe el lomo fregándola. ¡Qué suerte que tienen los hijos de la patrona! Con la heladera llena y la casa linda y reluciente.

La patrona no es mala pero es amarreta. No le da ni las sobras. Lo que queda, y queda bastante, va al freezer. La mamá de Mari muchas veces tiene ganas de guardarse algo en el bolso para sus chicos. Pero no. Conserva el trabajo porque es honesta. A esa mujer no le habría durado ninguna empleada que se tentara con lo ajeno.

—¡Mari, Mari! —los chicos la llaman a los gritos. Es lunes y Mari tiene que ir al almacén. Quizá le alcancen las monedas para comprar arroz y hacer un guiso.

Se levanta, se lava la cara en el balde y piensa que esa tarde tendrá que ir hasta la canilla para buscar agua potable. Después carga al más chico en el cochecito desvencijado y les avisa a los demás que van al almacén. Los cuatro quieren acompañarla, seguramente para ver si ligan una golosina. Mari rezonga pero acepta la compañía.

—No pidan nada —les dice—. Mamá no quiere pordioseros como los de la Teresa.

La villa está en pleno despertar. Algunos chicos ya juegan a la pelota en el baldío, las mujeres conversan en los pasillos. Mari y sus hermanos caminan entre latas y basura para cruzar por abajo del puente de la autopista. Esa por la que pasan los autos como el del marido de la patrona. Autos nuevos y más cuidados que los hermanos de Mari. ¡Qué suerte tiene el patrón!

En el almacén, Mari compra el arroz más barato, el que la patrona compra para los perros. “¡Hasta los perros de la patrona son suertudos!”, piensa Mari mientras sus hermanos piden golosinas.

—Ya dije que no —les grita enojada. ¡Ella se aguanta no tener nada y es el día de su cumpleaños! A los empujones los saca del almacén. A Fernando le encanta quedarse un rato abajo del puente escuchando el ruido de los autos.

—Vamos, Fer —le dice Mari, pero él no le hace caso—. Un rato y vamos —aclara ella y se sienta sobre un caño de la zanja a mirar el cielo.

De pronto se escucha una frenada y un golpe seco. Algo pasó allá, arriba del puente, y enseguida empieza a llover. Pero no una lluvia de agua sino una mucho más dulce y salvadora: una lluvia de billetes.

Caen los billetes. Todos grandes, del mismo color. Los hermanos de Mari festejan y a ella no le alcanzan las manos para juntarlos. Saca al más chico del cochecito y guarda los billetes a montones. La gente de la villa viene corriendo y gritando.

Enseguida se escuchan las sirenas de la policía. ¡Cómo llegan de rápido cuando quieren!

Las manos juntan el dinero con desesperación.

Los policías bajan de los patrulleros y gritan:

—¡Esto no es de ustedes! Un camión volcó sobre el puente y se abrió el furgón.

Mari tapa los billetes del cochecito con la manta de su hermano y pone al chiquito arriba.

—Yo vengo del almacén —dice mostrando su paquete de arroz barato.

Y la dejan pasar.

Así nomás.

TRABAJO NO HAY

Trabajo no hay, siempre lo mismo. Donde voy hago la cola, espero, me esfuerzo por caer simpático, soy amable, trato de despertar confianza, demostrar que tengo experiencia, pero...

Trabajo no hay. Eso es lo que pasa. Hace ocho meses que me fui de la fábrica. Bueno, digo me fui para no decir que me echaron. Uno se siente basura pensando que lo despidieron del trabajo. Prefiero decir que me fui porque no estaba bien. La gente sospecha que miento, pero no importa. A mí me hace sentir mejor. La cuestión es que la cosa está difícil, más que difícil. Norma que me grita desde que llego a casa hasta que me voy. Claro, con los dos mocosos la guita hace falta. Norma se banca la pobreza de ella y la mía. La que no soporta es la pobreza de los chicos. Le gusta que tengan ropa decente y comida en la mesa. No puedo culparla. A veces llego tarde a casa para no escucharla. Ella cose y cada tanto consigue una changa que nos mejora las cosas por un par de días. Pero el hambre vuelve.

Hasta ayer pensaba que mejor pobre y honrado que ladrón con plata. Pero hoy algo cambió. No sé. La culpa la tuvo Norma. Como ella grita, yo me voy al bar. Allí siempre hay alguien que te paga un café. Ayer me tocó uno que me ofreció un negocio. Sucio el negocio, es cierto. Pero negocio al fin. ¿Manejar un auto en un robo será muy jodido? Ni tocar un arma, le dije, yo no mato a nadie, ni amenazo ni secuestro. Quedate tranquilo, pibe, me dijo; no soy un pibe, le contesté. Nada de violencia, me dijo, vos solamente manejás el auto. ¿Es robado? Se sonrió pero no dijo nada. Puedo pensarlo hasta mañana. Norma está enojada porque llegué tarde y no me habla. Eso está mejor. Así puedo pensar. Ladrón no. Sería para mí como un trabajo de chofer. Yo manejo y listo. ¿Por qué tengo que saber a dónde van los que llevo en el auto? Debería darme lo mismo si van a misa o a robar. Mi trabajo es llevarlos.

Por la mañana Norma está más tranquila, me dice de buena manera que los chicos necesitan zapatillas, que aunque sea me consiga una changuita, que ella no da más así. Trabajo no hay, pienso a cada rato para convencerme de que no tengo otro camino

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