El escritor y el mundo

V.S. Naipaul

Fragmento

cap-2

A mitad del viaje

Al ser de una isla pequeña —Trinidad no es mayor que Goa—, siempre me había fascinado el tamaño. Ver el ancho río, la alta montaña, hacer el viaje de veinticuatro horas en tren; esos eran algunos de los placeres que ofrecía el mundo exterior, pero después de seis meses en la India mi fascinación por lo grande se ha teñido de inquietud. Pues aquí la inmensidad escapa a la imaginación, un cielo tan extenso y profundo que no puede abarcarse la puesta de sol de una sola mirada, sino que hay que examinarla por partes, un paisaje que resulta monótono por su tamaño y aterrador por su misma simplicidad y la sensación especial de agotamiento: miserables sembrados asfixiados en pequeños campos torcidos, personas desmedradas, animales desnutridos, aldeas y pueblos ruinosos que, aunque se desarrollen, tienen un aire de decadencia. Amanece, cae la noche; llegas y te marchas de las estaciones de tren indistinguibles entre sí, con el tablón del nombre hábilmente disimulado, entreactos bruscos y desconcertantes de ruido y gentío, y aun así el viaje continúa, hasta que la inmensidad deja de tener sentido y se hace insoportable, y deseas escapar de esa infinita repetición de agotamiento y decadencia.

Decir esto es decir lo evidente, pero en la India lo evidente es agobiante, y en los últimos meses he conocido con frecuencia momentos rayanos con la histeria, en los que deseaba olvidarme de la India, en los que me he cambiado a la sala de espera de primera clase o a un coche cama no tanto por la intimidad y la comodidad como por la protección, para cerrar los ojos ante los delgados cuerpos postrados en los andenes, los perros famélicos limpiando a lengüetazos las hojas de la comida, y para taparme los oídos ante el gañido del perro juguetonamente agredido. Conocí uno de esos momentos en Bombay, el día de mi llegada, cuando percibí la India únicamente como una agresión a los sentidos. Conocí uno de esos momentos cinco meses más tarde, en Jammu, donde la geografía simple y aterradora se hace patente: al norte, las montañas, una cordillera elevándose tras otra; al sur, más allá de las agujas de los templos, las llanuras, cuya inmensidad, ya experimentada, únicamente suscitaba desasosiego.

Pero entre esos momentos recurrentes ha habido muchos otros en los que el entusiasmo y el placer ocuparon el lugar del miedo y la inquietud, en los que la ciudad, al explorarla más allá de lo que se ve desde el tren, revela que el aire de decadencia es solo aparente, que en la India, más que en ningún otro país que he visitado, pasan cosas. Oír los ruidos del martillo y el metal en un pueblecito del Punyab, visitar una planta de productos químicos en Haiderabad, en la que gran parte del equipamiento es de diseño y fabricación indios, es comprender que estás en medio de una revolución industrial en la que, quizá por una publicidad deficiente, nunca habías creído de verdad. Ver las nuevas colonias de viviendas en los pueblos de todo el país era comprender que, ajeno a tanta palabrería sobre la ancestral cultura india (ante la que invariablemente voy a por mi lathi), el sentido estético indio ha revivido y es capaz de crear, con materiales que son internacionales, algo esencialmente indio. (En un alarde de insolencia, la ancestral cultura india ha hecho del hotel Ashoka uno de los edificios más ridículos de Nueva Delhi, un absurdo solo comparable con la Alta Comisión de Pakistán, insolente defensora de la Fe.)

He estado en aldeas dejadas de la mano de Dios, sin desarrollar y a medio desarrollar. Y donde antes solo había percibido desesperación, ahora tengo la sensación de que la desesperación está más en el observador que en la gente. He aprendido a ver más allá de la suciedad y las figuras acostadas en hamacas y a buscar las señales de mejora y esperanza, por tenues que sean: la carretera revestida de ladrillo, aunque pueda estar cubierta de porquería; el arroz sembrado en hileras en lugar de a voleo; el grado de tranquilidad con que el aldeano se enfrenta al visitante o al representante de la autoridad. He aprendido a buscar esas pequeñas cosas; mi mirada se ha ido ajustando con el paso de los meses.

Sin embargo, lo evidente siempre agobia. Uno es un viajero, y en cuanto la familiaridad ha aliviado el temor a un distrito concreto, ya ha llegado el momento de ponerse otra vez en marcha, de atravesar enormes extensiones que nunca resultarán familiares, que entristecen, y vuelve el deseo de escapar.

Aun así, el tamaño del país es en muchos sentidos solamente un hecho físico. Porque, acaso por el propio tamaño, los indios parecen sentir la necesidad de clasificar minuciosamente, de delimitar, de reducir a proporciones manejables.

«¿De dónde es usted?» Es la pregunta india, y para quienes piensan en términos de aldea, distrito, provincia, comunidad o casta, mi respuesta, que soy de Trinidad, solo sirve para confundirlos.

—Pero parece indio.

—Y soy indio, pero llevamos varias generaciones viviendo en Trinidad.

—Pero parece indio.

El diálogo se repite tres o cuatro veces al día, y ahora a menudo renuncio a dar explicaciones.

—En realidad soy mexicano.

—Ah. —Gran satisfacción. Pausa—. ¿A qué se dedica?

—Escribo.

—¿Periodismo o libros?

—Libros.

—¿Novela negra, del Oeste, romántica? ¿Cuántos libros escribe al año? ¿Cuánto gana?

Así que he empezado a inventármelo.

—Soy profesor.

—¿Qué estudios tiene?

—Soy licenciado en filosofía y letras.

—¿Nada más? ¿Y de qué da clases?

—De química. Y algo de historia.

—¡Qué curioso! —dijo el hombre del autobús de Pathankot a Srinagar—. Yo también soy profesor de química.

Iba en el asiento al otro lado del pasillo, y nos quedaban varias horas de viaje.

En esta inmensa tierra de la India tienes que explicarte, definir tu función y tu situación en el universo. Es muy difícil.

Si yo pensara en términos de raza o comunidad, esta experiencia de la India seguramente habría ahuyentado ese planteamiento. Indio como soy, nunca he estado en calles en las que todo el mundo es indio, en las que me mezclo inadvertidamente con la multitud. Me ha resultado curiosamente humillante, porque toda la vida he esperado cierto reconocimiento de mi diferencia, y solo en la India he comprendido cuánto necesito este estímulo, lo mucho que me han condicionado la sociedad multirracial de Trinidad y mi vida de forastero en Inglaterra. Siempre me ha parecido atrayente formar parte de una comunidad minoritaria. Ser uno de los cuatrocientos treinta y nueve millones de indios resulta aterrador.

En mi condición de ciudadano colonial, en el doble sentido de haberme criado en una colonia de la Corona y de haber quedado aislado de la metrópoli, de Inglaterra o de la India, llegué a este país esperando encontrarme actitudes metropolitanas. Imaginaba que la magnitud de la tierra se reflejaría de alguna manera en la actitud de la gente. Como ya he dicho, me he encontrado con la psicología de la colmena. Y me han sorprendido las semejanzas. En la India, como en la diminuta Trinidad, he descubierto la sensación de que la metrópoli está en otra parte, en Europa o América. Donde me esperaba grandeza, arraigo y confianza, he encontrado todas las actitudes coloniales de la desconfianza.

«Yo, loca por extranj

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