La mujer del diplomático

Isabel San Sebastián

Fragmento

cap

 

Madrid, octubre de 2011

El trastero olía a humedad. Lustros de vecindad con la carbonera del edificio habían cubierto de hollín todos los bultos acumulados allí a lo largo de los años, otorgándoles un aspecto extrañamente similar a pesar de su disparidad. De no haber sido por las lámparas de pie, cuyas patas rompían la geometría rectangular dominante, el primer golpe de vista habría podido evocar la maqueta de una ciudad en miniatura construida con pizarra negra.

Lucía encendió la luz de una bombilla solitaria que colgaba del techo enroscada en su casquillo. ¿Por dónde empezar? No tenía la menor idea de lo que escondía entre sus paredes ese cuarto habitado por las reliquias de una vida errante. Aquél había sido el santuario de María, su madre, señora indiscutible del hogar y maestra reputada en el arte de la mudanza. Sólo ella conocía los secretos del lugar.

Resultaba difícil así, a simple vista, calibrar cuáles de esos objetos merecían ser salvados del chatarrero, que estaba a punto de vaciar el trastero como paso previo a su puesta en venta junto al piso familiar. Lucía se los habría quedado todos con los ojos cerrados, pero entonces tendría que haber prescindido de las camas con el fin de hacer sitio en su modesta vivienda. De modo que estaba obligada a elegir y descartar; algo habitual, aunque doloroso, para quien hace y deshace equipajes con frecuencia.

Sacó de una bolsa un montón de trapos limpios antes de taparse la boca con un pañuelo, consciente de la polvareda que iba a levantarse en cuanto empezara con la tarea que se había propuesto realizar. De hecho, al cabo de unos minutos tuvo que salir del cubículo dejando la puerta abierta, en espera de ver disiparse la nube oscura que amenazaba con ahogarla y además dejarla ciega.

El santuario de los trastos se defendía de su incursión con toda la munición a su alcance.

Regresó, armada de escoba y recogedor, con ganas de acabar rápidamente una faena tan desagradable. Disponía también de insecticida, por si acaso, pero la gran cantidad de cucarachas con las que se encontró llevaban mucho tiempo muertas. Pensándolo bien, se dijo Lucía, todo lo que había en aquel sótano parecía llevar una eternidad durmiendo el sueño de los justos. Todo mostraba un aspecto desvaído, pálido, uniformado en ese tono grisáceo que acaba prevaleciendo allá donde jamás penetra la luz del sol.

O casi todo.

En el último rincón del trastero, bajo una pila de bultos, llamaba la atención el azul intenso de un baúl armado con ballenas de madera y remaches plateados, cuyo color se había mantenido misteriosamente vivo. Un objeto similar a los cofres de cuero que se habían puesto de moda y decoraban las tiendas de algunas marcas inglesas de ropa masculina. Sólo que en este caso se trataba de una pieza auténtica.

Ese viejo baúl de cartón piedra había viajado por tierra, mar y aire a través de cuatro continentes. Había transportado de todo; desde vajilla hasta libros, pasando por los enseres domésticos. Era un retazo vivo de su pasado.

Un fogonazo de la memoria llevó a Lucía hasta los veranos de su infancia, cuando se llenaba de trajes de baño e impermeables, botas de agua, pantalones cortos, toallas, chaquetas de punto y calcetines de perlé. Ropa indispensable para vestir a los niños durante los tres meses que pasaría la familia en casa de los abuelos de San Sebastián, por muy lejos que estuviese destinado Fernando, su padre, en ese momento.

El baúl azul formaba parte de un juego de maletas de distintos tamaños cuyos perfiles fueron recobrando vida en su recuerdo. Estaba segura de ello. Por alguna razón misteriosa, no obstante, sólo ése conservaba prácticamente intacto su color original.

Tardó un buen rato en llegar hasta el lugar donde se encontraba y abrir, apalancándola con un destornillador, la cerradura oxidada para la cual no tenía llave. Le costó encontrar una razón que justificara su empecinamiento, pero en cuanto vio lo que contenía comprendió por qué la había atraído desde el primer golpe de vista con una fuerza tan inexplicable como poderosa.

Había sido una llamada.

Allí, dentro del baúl, se ocultaba la voz de María. En ese sepulcro abrigado, bajo varias capas de glamurosos vestidos de fiesta con aroma a Dior, descansaba un diario cuya primera página estaba fechada en Estocolmo en octubre de 1962.

Lo firmaba la mujer a quien Lucía llevaba una eternidad buscando.

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