Intervención (Jack Stapleton y Laurie Montgomery 9)

Fragmento

Capítulo 1

1

4.20 h, lunes, 1 de diciembre de 2008,

Nueva York

La transición de Jack Stapleton de un sueño inquieto al despertar total fue instantánea. Iba en un coche a toda velocidad, bajando por una calle de la ciudad en pendiente, en dirección a una fila de niños en edad preescolar que cruzaban en parejas y cogidos de la mano, ignorantes de la calamidad que se precipitaba sobre ellos. Jack tenía el pedal del freno aplastado contra el suelo, pero sin éxito. En todo caso, la velocidad del coche iba en aumento. Chilló a los niños que se apartaran, pero se contuvo al caer en la cuenta de que estaba mirando el techo del dormitorio, bañado por la luz de una farola, de su casa de la calle Ciento seis Oeste de Nueva York. No había coche, ni pendiente, ni niños. Había sufrido otra de sus pesadillas.

Sin saber si había gritado o no, Jack se volvió hacia su esposa, Laurie. A la tenue luz que entraba por la ventana desprovista de cortina vio que estaba profundamente dormida, lo cual sugería que había logrado reprimir su grito de horror. Cuando devolvió su atención al techo, se estremeció al pensar en el sueño, una pesadilla recurrente que siempre le había aterrorizado. Había empezado a principios de los noventa, poco después de que la primera esposa y las dos hijas pequeñas de Jack, de diez y once años, murieran en un accidente de avión después de ir a visitarlo a Chicago, donde él estaba siguiendo un curso de reciclaje en patología forense. En sus comienzos era cirujano ocular, pero Jack había decidido cambiar de especialidad con el fin de escapar de lo que consideraba la progresiva intrusión de los cuatro jinetes del Apocalipsis médico: los seguros de enfermedad privados, la atención médica dirigida, un gobierno iletrado y un público al parecer indiferente. Había confiado en que, al huir de la medicina clínica, aunque pareciera paradójico, podría recuperar el sentido de altruismo y compromiso que le había atraído hacia el estudio de la medicina. Si bien lo consiguió a la larga, durante el proceso se había sentido despojado de su amada familia, lo cual le había sumido en una espiral de culpa, depresión y cinismo. La pesadilla del coche lanzado a toda velocidad había sido uno de los síntomas. Aunque los sueños habían desaparecido por completo varios años antes, habían regresado de nuevo recrudecidos durante los últimos meses.

Jack se concentró en el juego de la luz, procedente de la farola situada delante de su edificio, sobre el techo, y volvió a estremecerse. Al entrar, los rayos atravesaban las ramas desprovistas de hojas del árbol solitario plantado entre su casa y la farola. Cuando la brisa nocturna movía las ramas, provocaba que la luz parpadeara y proyectara una serie de dibujos ondulantes tipo Rorschach. Como consecuencia, se sentía solo en un mundo frío e implacable.

Jack se palpó la cabeza. No estaba sudando, pero después se tomó el pulso. Estaba acelerado, unas ciento cincuenta pulsaciones por minuto, señal de que su sistema nervioso simpático se hallaba dominado por el instinto de luchar o huir, típico después de experimentar la pesadilla del coche sin frenos.

Lo específico de este sueño en particular eran los niños. Por lo general, el temido motivo central era puramente personal, como una barandilla endeble que corría a lo largo de un precipicio, una sólida pared de ladrillo, o una corriente de agua insondable plagada de tiburones.

Volvió la cabeza hacia el reloj. Pasaban unos minutos de las cuatro de la mañana. Con el corazón acelerado, supo que no podría volver a dormirse. Retiró las sábanas con cuidado para no molestar a Laurie y salió de la cama. El suelo de roble estaba tan frío como el mármol.

Se levantó y estiró sus músculos entumecidos. Pese a haber rebasado ya los cincuenta años, Jack todavía jugaba al baloncesto siempre que el tiempo y sus horarios se lo permitían. La noche anterior, en un intento de calmar sus angustias actuales, jugó hasta quedar casi exhausto. Sabía que pagaría el precio por la mañana, y tenía razón. Superó el dolor y la incomodidad a base de flexiones, hasta apoyar las palmas de las manos en el suelo. Después, se encaminó al cuarto de baño, mientras meditaba sobre los niños de su pesadilla. No estaba sorprendido por este tormento reciente. El origen de su angustia actual, el sentimiento de culpa resucitado y la depresión en ciernes era un niño: su propio hijo, de hecho, John Junior, J.J., como Laurie y él lo llamaban. El niño había llegado en agosto, unas semanas antes de lo previsto, pero estaban preparados para la eventualidad, sobre todo Laurie. Se había tomado toda la experiencia con calma. En contraste, cuando el parto finalizó, unas diez horas después, Jack estaba tan agotado como si hubiera sido él quien hubiera dado a luz. Si bien había colaborado en el nacimiento de sus dos hijas, había olvidado la dificultad emocional de la experiencia. Se quedó aliviado al saber que madre e hijo se encontraban bien y descansaban sin problemas.

Las cosas habían ido razonablemente bien durante el primer mes. Laurie estaba de baja por maternidad y disfrutaba con su recién adquirida condición de madre, pese a los berrinches de J.J. Los temores de Jack de que el niño hubiera nacido con un problema genético o congénito se disiparon. Nunca había admitido ante Laurie que, después del parto y la confirmación de que se encontraba bien, se había precipitado a mirar por encima del hombro del pediatra.

Jack, presa del pánico, había examinado el rostro del niño y contado los dedos de manos y pies. No estaba seguro de poder apechugar con un niño discapacitado, tan culpable se sentía por el destino de sus dos hijas. Le había costado asumir la idea de tener otro hijo, así como la vulnerabilidad y responsabilidad de la paternidad, sobre todo en el caso de que el niño tuviera alguna discapacidad. Se había mostrado reticente a volver a contraer matrimonio. De no ser por la paciencia infinita y el apoyo incondicional de Laurie, no habría dado el paso. En el fondo, Jack no podía desprenderse de la sensación de que estaba condenado a arrastrar al desastre a los seres que amaba.

Cogió el albornoz de la percha que había detrás de la puerta del cuarto de baño y se dirigió a la habitación de J.J. Aún en la oscuridad, Jack admiró la soberbia decoración del cuarto, cortesía de su suegra, Dorothy Montgomery, que había tirado la casa por la ventana para el nieto que ya temía no tener jamás.

El cuarto estaba tenuemente iluminado por varias luces nocturnas situadas a la altura del zócalo. Jack, vacilante, se acercó a la cuna blanca. Lo último que deseaba era despertar al bebé. Conseguir que se durmiera después del último biberón había sido una lucha. Como llegaba muy poca luz a las profundidades de la cuna, Jack no podía ver gran cosa. El bebé estaba tendido de espaldas, con las manos extendidas a los lados en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Escondía el pulgar en el puño cerrado. Un poco de luz se reflejaba en la frente del niño. Sus ojos estaban ocultos en las sombras, pero Jack sabía que debajo había círculos oscuros, solo uno de los primeros síntomas del problema. La piel oscura había aparecido paulatinamente al cabo de unas semanas, y ni Jack ni Laurie se habían dado cuenta. Fue Dorothy quien llamó la atención sobre esta anomalía. Poco a poco, otros síntomas dieron a conocer su presencia. Lo que al principio había sido calificado de «berrinches» por un pediatra despistado, dio paso con rapidez a noches de insomnio en el hogar de los Stapleton.

Cuando emitieron el diagnóstico, Jack experimentó una sensación de haberse quedado sin aire, como si le hubieran golpeado en la boca del estómago con un bate de béisbol. La sangre abandonó su cerebro de una forma tan drástica, que tuvo que sujetarse a los brazos de la silla en la que estaba sentado para no caer al suelo. Todas sus peores angustias habían cobrado realidad. El temor a que una maldición hubiera recaído sobre sus seres queridos, en especial los hijos, revivió en toda su magnitud. A John Junior le habían diagnosticado un neuroblastoma, una enfermedad responsable del quince por ciento de las muertes por cáncer infantil. Todavía peor, el cáncer había hecho metástasis e invadido todo el cuerpo de J.J., hasta llegar a los huesos y el sistema nervioso central. John Junior padecía lo que llamaban «neuroblastoma de alto riesgo», el peor de todos.

Los siguientes meses habían sido un auténtico infierno para los nuevos padres, a medida que el diagnóstico adquiría tintes más sombríos y se decidía el tratamiento. Por suerte para John Junior, Laurie había conservado la serenidad durante todo este tiempo, sobre todo durante los cruciales primeros días, mientras Jack se esforzaba por no precipitarse en el mismo abismo mental y emocional que había conocido años antes. Saber que John Junior y Laurie le necesitaban había sido determinante. Con un gran esfuerzo, Jack se sacudió de encima la culpa y la rabia abrumadoras, y fue capaz de convertirse en una fuerza razonablemente positiva.

No había sido fácil, pero los Stapleton tuvieron la suerte de ser derivados a un programa de neuroblastoma en el Memorial Sloan-Kettering Cancer Centre, donde enseguida se pusieron en manos de la profesionalidad, experiencia y empatía del prestigioso equipo. Durante un período de varios meses, J.J. fue sometido a varias sesiones de quimioterapia personalizada, cada una de las cuales exigió su ingreso en el hospital por si aparecían secuelas preocupantes. Cuando la quimioterapia alcanzó el resultado que se consideraba deseable, J.J. fue sometido a un tratamiento nuevo y prometedor que implicaba la inyección intravenosa de anticuerpos monoclonales de ratón, dirigidos contra las células neuroblastómicas. El anticuerpo, llamado 3F8, buscaba las células cancerígenas y ayudaba al sistema inmunitario del cuerpo a destruirlas. Al menos, en teoría.

El protocolo del tratamiento consistía en continuar ciclos de dos semanas de inyecciones diarias durante un número determinado de meses, o quizá un año, en caso necesario. Por desgracia, al cabo de unos pocos ciclos hubo que detener el tratamiento. El sistema inmunitario de John Junior, pese a la quimioterapia anterior, había desarrollado una alergia a la proteína del ratón, lo cual provocó un efecto secundario peligroso. El nuevo plan consistía en esperar uno o dos meses, para después volver a examinar la sensibilidad de John Junior a la proteína de ratón. Si descendía lo suficiente, el tratamiento empezaría de nuevo. No había alternativa. La enfermedad de John Junior estaba demasiado extendida para recibir terapia con células madre, cirugía o radioterapia.

—Es tan adorable cuando duerme y no llora —dijo una voz en la oscuridad.

Jack se sobresaltó. Sumido en sus pensamientos, no se había dado cuenta de que Laurie estaba a su lado.

—Siento haberte asustado —añadió Laurie, con la mirada fija en su marido.

—Y yo siento haberte despertado —dijo Jack compadecido. Teniendo en cuenta las exigentes circunstancias relativas al cuidado de J.J., sabía que Laurie siempre estaba agotada.

—Ya no dormía cuando has pegado un bote y te has despertado. Tenía miedo de que estuvieras sufriendo otra pesadilla, debido a tu respiración agitada.

—Era una pesadilla. Era mi viejo sueño del coche sin frenos, solo que esta vez me precipitaba hacia un grupo de niños de preescolar. Ha sido terrible.

—Ya me lo imagino. Al menos, no es difícil interpretarlo.

—Eso crees tú —dijo Jack con cierto sarcasmo. Detestaba que lo psicoanalizaran.

—No te alteres —añadió ella. Tocó el brazo de Jack—. Por enésima vez: la enfermedad de J.J. no es culpa tuya. Debes dejar de torturarte por ello.

Jack respiró hondo y exhaló el aire ruidosamente. Sacudió la cabeza.

—Es fácil decirlo.

—Pero ¡es verdad! —insistió Laurie, al tiempo que apretaba con la mano el brazo de Jack—. Ya sabes lo que dijeron los médicos del Memorial cuando insistimos en conocer la etiología. Joder, lo más probable es que haya sido yo, teniendo en cuenta los productos químicos a que estamos expuestos los patólogos forenses. Cuando estaba embarazada, intenté evitar todos los disolventes, pero fue imposible.

—No se ha demostrado que los disolventes sean la causa del neuroblastoma.

—No está demostrado, pero es muchísimo más probable que la maldición sobrenatural con la que no paras de atormentarte.

Jack asintió de mala gana. Tenía miedo del camino que estaba tomando la conversación. No le gustaba hablar de su maldición, del mismo modo que no creía en lo sobrenatural, ni tampoco era muy religioso, dos ideas que creía relacionadas. Prefería ceñirse a la realidad inmediata, cosas que podía tocar y palpar, y reconocer con sus propios sentidos.

—¿Y cuando tomé fármacos para la fertilidad? —dijo Laurie—. Fue otra de las sugerencias del médico. ¿Te acuerdas?

—Pues claro que me acuerdo —admitió Jack irritado. No le gustaba hablar del tema.

—¡La verdad es que no se conoce la causa del neuroblastoma, punto! Escucha, vuelve a la cama.

Jack negó con la cabeza.

—No podría volver a dormirme. Además, son casi las cinco. Lo mejor será que me dé una ducha y me afeite. Me iré al trabajo temprano. Necesito mantener la cabeza ocupada.

—Una idea excelente —dijo Laurie—. Ojalá yo pudiera hacer lo mismo.

—Ya hemos hablado de eso, Laurie. Podrías volver al trabajo. Contrataríamos enfermeras. Tal vez sería mejor para ti.

Laurie sacudió la cabeza.

—Ya me conoces, Jack. No podría. He de ocuparme de esto en persona, pase lo que pase. Nunca me lo perdonaría.

Laurie miró al niño, que parecía dormir plácidamente, sus ojos algo saltones ocultos en las sombras. Contuvo el aliento cuando una oleada de emoción la inundó, como le ocurría de vez en cuando sin previo aviso. Había deseado muchísimo ser madre. Nunca había imaginado que tendría un hijo que sufriría tanto como J.J., y solo contaba cuatro meses de edad. Ella también había forcejeado con la culpa, pero al contrario que Jack, había encontrado cierto consuelo en la religión. Había sido educada en la religión católica, pero no era practicante. De todos modos, deseaba creer en Dios, aunque lo hacía de una manera vaga, y conseguía considerarse cristiana. Rezaba en secreto por J.J., pero al mismo tiempo no podía comprender que un ser supremo permitiera que existieran abominaciones como el cáncer infantil, sobre todo el neuroblastoma.

Jack detectó el cambio en el estado de ánimo de Laurie por el sonido de su respiración. Mientras reprimía las lágrimas, pasó el brazo sobre la espalda de su esposa y siguió su mirada hasta John Junior.

—Lo más difícil para mí en estos días —logró articular Laurie, al tiempo que se secaba las lágrimas— es la sensación de que estamos en un punto muerto. En este preciso momento, mientras esperamos a que se apacigüe su alergia a la proteína de ratón, no lo estamos tratando. En cierta manera, la medicina ortodoxa nos ha abandonado. ¡Es tan frustrante! Me sentía muy esperanzada cuando empezamos con los anticuerpos monoclonales. Era mucho más lógico para mí que el tratamiento con inyecciones de quimioterapia, sobre todo en un niño tan pequeño. La quimio mata todas las células, mientras que los anticuerpos solo matan las células cancerígenas.

Jack quiso responder, pero fue incapaz. Solo pudo mostrarse de acuerdo con Laurie asintiendo con la cabeza. Además, sabía que si intentaba hablar en aquel momento, las palabras se estrangularían en su garganta.

—La ironía es que este es uno de los fracasos de la medicina convencional —continuó Laurie, mientras iba recuperando el control de sus emociones—. Cuando la medicina basada en la evidencia tropieza con un obstáculo, el paciente sufre, al igual que la familia, cuando lo dejan en la estacada.

Jack asintió de nuevo. Lo que Laurie estaba diciendo era desafortunadamente cierto.

—¿Has pensado en alguna medicina alternativa o complementaria para J.J.? —preguntó Laurie—. Quiero decir, mientras tengamos atadas las manos con relación al tratamiento de anticuerpos monoclonales.

Jack enarcó las cejas y miró a Laurie con estupefacta sorpresa.

—¿Hablas en serio?

Laurie se encogió de hombros.

—No sé gran cosa al respecto, si quieres que sea sincera. Nunca lo he intentado, a menos que cuentes los complementos vitamínicos. Tampoco he leído mucho sobre el tema. Por lo que yo sé, todo es vudú, excepto algunas plantas activas desde el punto de vista farmacológico.

—Eso tengo entendido yo también. Todo se basa en el efecto placebo, por lo que yo sé. Tampoco me ha interesado nunca leer nada al respecto, ni mucho menos probarlo. Creo que es para personas con más esperanza que sentido común, o para gente que arde en deseos de ser estafada. Además, creo que es para la gente desesperada.

—Estamos desesperados —dijo Laurie.

Jack escudriñó la cara de su mujer en la oscuridad. Ignoraba si hablaba en serio o no. Pero sí, estaban desesperados. No cabía la menor duda. Pero ¿estaban tan desesperados?

—No espero una respuesta —añadió Laurie—. Solo estaba pensando en voz alta. Me gustaría hacer algo por nuestro hijo. Odio pensar que esas células del neuroblastoma campen a sus anchas.

Capítulo 2

2

12.00 h, lunes, 1 de diciembre de 2008,

El Cairo, Egipto

(5.00 h en Nueva York)

Shawn Daughtry pidió al taxista egipcio que se detuviera ante el mausoleo de al-Ghouri, la tumba del líder mameluco que había entregado el gobierno de Egipto a los otomanos a principios del siglo XVI. La última visita de Shawn había sido diez años antes, en compañía de su tercera esposa. Ahora había regresado con la quinta, de soltera Sana Martin, y disfrutaba de la visita mucho más que en la primera ocasión. Sana había sido invitada a participar en un congreso internacional de seguimiento genealógico. Como reputada bióloga molecular especializada en genética mitocondrial, el tema de su tesina para el doctorado, era la estrella de los conferenciantes del congreso. Las ventajas incluían el viaje con todos los gastos pagados para los dos. Shawn había aprovechado la oportunidad para asistir a un congreso de arqueología que se celebraba al mismo tiempo. Como era el último día, se había saltado la comida de clausura para dedicarse a una ocupación muy concreta.

Shawn bajó del taxi al polvoriento y sofocante calor, y después vadeó el tráfico que invadía la calle al-Azhar. Todos los coches, camiones, autobuses y taxis tocaban el claxon, mientras carretillas de mano y transeúntes se abrían paso entre los vehículos, la mayoría parados. El tráfico de El Cairo era un desastre. En los diez años transcurridos desde la última visita de Shawn, la población metropolitana de la capital había aumentado hasta alcanzar la impresionante cifra de dieciocho millones setecientas mil personas.

Shawn subió por la calle al-Mukz li-Den Allah y se internó en las profundidades del zoco de Khan el-Khalili, formado por estrechas callejuelas. En el laberíntico bazar del siglo XIV se vendía de todo, desde menaje de hogar, ropa, muebles y comestibles hasta recuerdos baratos. Sin embargo, nada de esto le interesaba. Se encaminó a la zona especializada en antigüedades, en busca de una tienda que recordaba de su anterior visita, llamada Antica Abdul.

Shawn era un arqueólogo avezado, y a los cincuenta y cuatro años estaba en la cima de su carrera, como director del departamento de arte del Oriente Próximo en el Metropolitan Museum de Nueva York. Aunque su interés principal era la arqueología bíblica, era una autoridad en todo Oriente desde Líbano, Israel, Siria, Jordania hasta Irán. Su esposa de aquella época, Gloria, le había arrastrado al mercado con ocasión de su última visita. Separados en la confusión de callejuelas sinuosas, Shawn se había topado con Antica Abdul. Se quedó cautivado por un asombroso objeto exhibido en el polvoriento escaparate de la tienda, una pieza intacta de terracota de unos seis mil años de antigüedad, adornada con un dibujo de espirales que giraban en dirección contraria a las agujas del reloj. En aquella época se exhibía una vasija muy parecida en la sección del antiguo Egipto del Metropolitan Museum, aunque la pieza expuesta en el escaparate de Antica estaba mejor conservada. No solo el dibujo era más definido, sino que la vasija del museo había sido descubierta hecha pedazos, y tuvieron que restaurarla por completo. Fascinado, pero también convencido de que la vasija de Antica Abdul era, como otras muchas supuestas antigüedades del bazar, una inteligente falsificación, Shawn había entrado en la tienda.

Si bien su intención era llevar a cabo una inspección superficial de la vasija y regresar al hotel, al final terminó quedándose varias horas. Su furiosa esposa, suspicaz por sus andanzas y por el hecho de que la hubiera abandonado, había regresado al hotel. Cuando por fin volvió, ella le increpó sin piedad, afirmando que habrían podido raptarla. Cuando Shawn recordaba el incidente, comprendió que ese habría sido el mejor desenlace. Habría facilitado mucho más los trámites del divorcio, un año después.

Lo que había retenido a Shawn en la tienda durante tanto tiempo había sido, en esencia, una lección gratuita sobre la tradicional hospitalidad egipcia. Y lo que había empezado como una discusión con el propietario sobre la autenticidad de la vasija, terminó siendo una fascinante conversación sobre el extendido mercado de la falsificación de antigüedades egipcias, regada con muchos vasos de té. Si bien Rahul, el propietario de la tienda, insistió en que la vasija era una verdadera antigüedad, no tuvo reparos en confesar todos los trucos del comercio, incluyendo el floreciente mercado de escarabeos, cuando se enteró de que Shawn era arqueólogo. Se decía que los escarabeos, talismanes del antiguo escarabajo coprófago egipcio, poseían el poder de la regeneración espontánea. Utilizando una fuente inagotable de huesos de los antiguos cementerios del Alto Egipto, talladores con talento recreaban los escarabeos, y después los daban a comer a diversos animales domésticos para dotarlos de una pátina convincente. En opinión de Rahul, los numerosos escarabeos faraónicos repartidos por los principales museos del mundo eran falsificaciones.

Tras la larga conversación, Shawn había comprado la vasija como una forma de agradecer a Rahul su hospitalidad. Después de un amistoso regateo, Shawn había pagado la mitad de lo que Rahul había pedido en primera instancia. Aun así, Shawn pensaba que doscientas libras egipcias eran más del doble de lo que tendría que haber pagado, al menos hasta que regresó a Nueva York. Llevó la vasija a su colega Angela Ditmar, jefa del departamento de egiptología, y se quedó patidifuso. Angela determinó que la vasija no era una falsificación, sino una reliquia auténtica, y no cabía duda de que tenía más de seis mil años de antigüedad. Shawn terminó donando la pieza de alfarería al departamento egipcio para que sustituyera a la vasija restaurada y se quedara en exposición permanente, con el fin de aplacar la culpa que sentía por haber sacado sin pretenderlo el valioso objeto de Egipto.

Shawn se internó todavía más en las verdaderas profundidades del bazar. Extendidas sobre las angostas callejuelas que corrían entre los edificios había alfombras y toldos que ocultaban la luz del sol. Cuando pasó ante carnicerías en cuyos ganchos colgaban carcasas de corderos, con sus cráneos, ojos y moscas, Shawn se sintió envuelto en el aroma acre de los despojos, pronto sustituido por el olor a especias y café árabe. El zoco era un ataque a los sentidos, tanto bueno como malo.

En el núcleo de las callejuelas que convergían, Shawn hizo una pausa, desorientado, igual que diez años antes. Se detuvo en una sastrería y preguntó la dirección a un anciano egipcio con un casquete blanco y una chilaba marrón. Pocos minutos después, entraba en Antica Abdul. Shawn no se sorprendió al comprobar que la tienda seguía en su sitio. Durante su anterior visita, Rahul había dicho que el establecimiento pertenecía a su familia desde hacía más de cien años.

Salvo por la ausencia de la fantástica vasija predinástica, la tienda estaba como antaño. Dado que la inmensa mayoría de las supuestas antigüedades eran falsas, los proveedores de Rahul se las reponían a medida que las iba vendiendo.

Daba la impresión de que la tienda estaba desatendida cuando Shawn entró y las ristras de cuentas de cristal tintinearon a su espalda. Por un momento, Shawn se preguntó si Rahul seguiría al pie del cañón, pero todas sus dudas se disiparon cuando un hombre emergió a toda prisa a través de las colgaduras oscuras que separaban una zona de estar sembrada de almohadones de la parte delantera de la tienda. Rahul saludó con una breve inclinación de cabeza cuando se situó detrás de un antiguo mostrador con superficie acristalada. Era un ex agricultor corpulento y de labios gruesos, que se había transformado sin grandes dificultades en un avezado hombre de negocios. Sin decir palabra, Shawn avanzó unos pasos y miró a los ojos oscuros e insondables del comerciante. Casi al instante, las cejas de Rahul se juntaron y elevaron en señal de reconocimiento.

—¿Doctor Daughtry? —preguntó. Se inclinó un poco hacia delante para verle mejor.

—Rahul —contestó Shawn—. Me asombra que se acuerde de mí, y todavía más de mi nombre, después de tantos años.

—¿Cómo no iba a acordarme? —dijo Rahul, al tiempo que salía como una exhalación de detrás del mostrador y estrechaba calurosamente la mano de Shawn—. Me acuerdo de todos mis clientes, sobre todo de los procedentes de museos famosos.

—¿Tiene clientes de otros museos?

La tienda era tan modesta que parecía una exageración.

—Por supuesto, por supuesto —canturreó Rahul—. Siempre que recibo algo especial, lo cual no sucede muy a menudo, me pongo en contacto con aquellos que pueden estar más interesados. Ahora es muy fácil con internet.

Mientras Rahul salía al callejón a través de las ristras de cuentas y vociferaba órdenes en árabe, Shawn se maravilló de la velocidad de la globalización. Pensaba que internet y el antiguo Khan el-Khalili serían mundos aparte. Por lo visto, no era tal el caso.

Un momento después, Rahul regresó a la tienda e indicó con un gesto a Shawn que entrara en la zona de estar, situada en la parte posterior del establecimiento. Alfombras orientales cubrían el suelo y las paredes. Grandes y pesadas almohadas de brocado dominaban el espacio. Un narguile se alzaba a un lado, junto con cierto número de cajas de cartón descoloridas. Una bombilla desnuda colgaba del techo. Sobre una pequeña mesa de madera descansaban varias fotografías desvaídas, entre ellas la de un hombretón vestido con la típica indumentaria egipcia, y que se parecía a Rahul. Este siguió la mirada de Shawn.

—Una foto de mi tío, que mi madre me regaló hace poco. Casi veinte años atrás, él era el propietario de la tienda.

—Tiene un aire familiar —comentó Shawn—. ¿Le compró la tienda a él?

—No, a su esposa. Era hermano de mi madre, pero se vio mezclado en un escándalo de antigüedades relacionado con un hallazgo muy importante: una tumba intacta. Esta relación le costó la vida. Fue asesinado aquí mismo, en la tienda.

—¡Dios mío! —exclamó Shawn—. Siento haber sacado este tema.

—En este negocio nunca se es demasiado cauto. Quiera Alá ahorrarnos tales problemas.

Al instante siguiente, un joven descalzo apartó la pesada cortina y entró con una bandeja y dos vasos con soporte metálico, ambos llenos de té humeante. Sin decir palabra, el muchacho dejó la bandeja en el suelo, al lado de Shawn y Rahul, y después volvió a desaparecer a través de la cortina. Durante esos momentos, Rahul siguió hablando de lo contento que se sentía por la visita de Shawn.

—De hecho, tenía un motivo concreto —admitió Shawn.

—Ah, ¿sí? —preguntó Rahul.

—He de hacerle una confesión. Cuando estuve en la tienda la última vez, compré una vasija de terracota predinástica.

—Me acuerdo. Era una de mis mejores piezas.

—Mantuvimos una larga discusión acerca de su autenticidad.

—Se resistió a dejarse convencer.

—De hecho, nunca llegó a convencerme. La compré como un recuerdo de nuestra interesantísima conversación, pero cuando volví a Nueva York, pedí a una colega entendida que la examinara. Se mostró de acuerdo con usted. No solo era auténtica, sino que la vasija se exhibe ahora en un lugar destacado del museo. Es una pieza muy hermosa.

—Es usted muy amable por reconocer su error.

—Bien, me ha atormentado durante todos estos años.

—Eso tiene fácil remedio —respondió Rahul—. Si quiere aplacar su conciencia, bastará con que me pague un poco más de dinero.

Sorprendido por la inesperada sugerencia, Shawn miró a Rahul. Por un momento, pensó que el hombre hablaba en serio. Después, Rahul sonrió, dejando al descubierto sus dientes amarillentos y descuidados.

—Estoy bromeando, por supuesto. Obtuve un buen beneficio de la vasija que me vendieron unos niños, y me siento satisfecho.

Shawn sonrió aliviado. Consideraba el humor árabe tan desconcertante como su hospitalidad.

—Su confesión me ha traído a la mente una pieza asombrosa que ayer me vendió un amigo agricultor que vive en el Alto Egipto. Es algo que quizá despierte su interés, teniendo en cuenta su erudición bíblica. Usted sabrá más que yo de este objeto en concreto, de modo que confío en que no me engañe si decide comprarlo. ¿Le gustaría verlo?

Shawn se encogió de hombros.

—¿Por qué no? —dijo. No sabía qué esperar, y no estaba dispuesto a hacerse grandes ilusiones.

Después de rebuscar en una de las cajas de cartón apoyadas contra la pared, Rahul extrajo lo que parecía una almohada de algodón manchada. Cuando volvió a sentarse, sacó el contenido y lo depositó en las manos de Shawn.

Durante varios segundos, Shawn permaneció inmóvil, mientras Rahul se acomodaba contra sus grandes almohadones. Su expresión era de suma satisfacción. Sabía que el arqueólogo no tardaría en descubrir lo que sostenía. La pregunta era si se decidiría a comprarlo. El alijo ilegal necesitaba la persona adecuada, con un poder adquisitivo relativamente elevado.

Shawn no tardó en descubrir de qué se trataba. Como la mayoría de eruditos bíblicos que se merecían el pan que comían, sobre todo los interesados en estudios sobre el Nuevo Testamento o la historia de la Iglesia cristiana primitiva, había visto y manejado los originales. La pregunta era: ¿estaba sosteniendo algo verdadero o falso, como los escarabeos y casi todas las demás antigüedades que Rahul vendía? Shawn no tenía ni idea, pero teniendo en cuenta la inesperada autenticidad de la vasija predinástica, se sentía predispuesto a comprar lo que descansaba sobre su regazo. Si por alguna casualidad era real, podría convertirse en el mayor descubrimiento de su vida, y aunque lo devolviera a las autoridades egipcias, era el tipo de objeto cuya historia podría hacerle destacar entre sus contemporáneos. Shawn no quería que uno de los contactos museísticos de Rahul se lo quedara, una posibilidad nada desdeñable teniendo en cuenta sus contactos por internet.

—Pues claro que no es auténtico —empezó Shawn, en un intento de iniciar el regateo con todo a su favor. El problema consistía en que, pese a la modesta apariencia de la tienda, sabía que se las estaba viendo con un negociador profesional muy avezado.

Capítulo 3

3

6.05 h, lunes, 1 de diciembre de 2008,

Nueva York

(1.05 h en El Cairo, Egipto)

—¿Es usted médico? —preguntó el policía uniformado con exagerada sorpresa. El coche de la policía estaba aparcado junto al bordillo detrás de ellos, en el lado oeste de la Segunda Avenida, mientras el tráfico de la mañana circulaba en dirección al centro. El compañero del policía continuaba sentado en el asiento del pasajero, bebiendo café. La bicicleta Trek de Jack, relativamente nueva, estaba tumbada de costado sobre la calzada, justo delante del coche patrulla. Cuando Laurie había empezado su baja por maternidad, Jack había recuperado su antigua costumbre de dirigirse en bicicleta al Instituto de Medicina Legal.

Jack se limitó a asentir. Aunque estaba más calmado que antes, seguía muy irritado con el taxista que le había cerrado atravesando en diagonal cuatro carriles para recoger a un pasajero. Después de conseguir frenar sin más daños que un golpe de escasa importancia contra el parachoques posterior del vehículo, Jack había corrido hacia el lado del conductor antes de que el pasajero se hubiera sentado en el asiento trasero. Jack había ocasionado varias abolladuras pequeñas pero evidentes en la puerta del lado del conductor con el tacón, con la esperanza de animar al taxista a bajar del coche y enzarzarse en una discusión como era debido. Por suerte para todos los implicados, la llegada de la policía puso un rápido final al incidente. Por lo visto, los policías habían presenciado, como mínimo, una parte del enfrentamiento.

—Creo que no le irían mal unas clases de control de ira —continuó el policía.

—Lo tomaré como un consejo —dijo Jack con sarcasmo. Sabía que se estaba comportando de una forma provocadora, pero no podía evitarlo. El policía había despedido al taxista sin tan siquiera comprobar su permiso de conducir. Era como si el policía considerara que el culpable del incidente era Jack, pues era a él a quien habían retenido.

—Va usted en bicicleta, por el amor de Dios —protestó el policía—. ¿Qué quiere, conseguir que le maten? Si está lo bastante loco para ir en bicicleta, ha de esperar cualquier cosa, sobre todo de los taxistas.

—Siempre he creído que los taxis de Nueva York y yo podíamos compartir la calle.

El policía sacudió la cabeza, puso los ojos en blanco y devolvió a Jack el permiso de conducir.

—Es su funeral —dijo, lavándose las manos del asunto.

Jack, irritado, levantó su bicicleta, subió y empezó a pedalear, alejándose a toda prisa del coche patrulla antes de que el agente hubiera vuelto a su vehículo. Al cabo de poco rato, el frenesí del tráfico, el viento helado y el esfuerzo continuado enfriaron su sangre hirviente. Alcanzó la velocidad óptima de casi veinte kilómetros por hora y consiguió encontrar todos los semáforos en verde hasta la calle Cuarenta y dos. Mientras esperaba a que cambiara, jadeante, tuvo que admitir que el policía estaba en lo cierto. Los taxistas codiciosos siempre pararían para recoger a un pasajero sin preocuparse del resto del tráfico. Al ponerse a la defensiva, Jack estaba cayendo en el comportamiento destructivo que le había puesto en peligro después de la muerte de su esposa e hijas. Jack sabía que no podía permitirse ese egoísmo. Laurie y John Junior le necesitaban. Si la familia quería vencer al neuroblastoma, tenían que hacerlo en equipo.

Al llegar al Instituto de Medicina Legal, situado en la esquina de la Primera Avenida con la calle Treinta, Jack cruzó la amplia avenida en dirección al camino de entrada del edificio. Aunque este parecía igual desde la avenida que cuando había sido construido, en los años sesenta, se habían efectuado cambios, sobre todo después del 11-S. La antigua zona de carga y descarga había sido sustituida por un aparcamiento más amplio y una serie de puertas de garaje rodantes, con el fin de facilitar la llegada de múltiples vehículos con cadáveres. También había desaparecido la flota de envejecido

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