AGRADECIMIENTOS
Menuda montaña rusa.
Cuando me senté a escribir este libro por capricho, no tenía ni idea de hasta dónde acabaría llegando todo el proyecto. (No dejéis de leer el posfacio al final del libro, donde comento las cosas que lo inspiraron de maneras que a lo mejor destriparían demasiado la trama si las dijera al principio).
Ya visualizaba algo especial para las cuatro novelas de la campaña de Kickstarter de los Proyectos Secretos de 2022, pero mi equipo se ha superado a sí mismo con creces. Este ha resultado ser un volumen absolutamente precioso. Sé que muchos de vosotros estaréis escuchando el audiolibro, que por supuesto también tiene sus propios encantos especiales, pero si tenéis ocasión echad un vistazo a la versión física. Porque… ¡guau!
Es adecuado, por tanto, empezar estos agradecimientos con Howard Lyon. Desde el principio, mi concepto para estos libros era que fuesen una especie de expositor artístico: escoger a un ilustrador y dejar que se desmelenara un poquito con lo que se le ocurriese para la creación del volumen. Y Howard ha hecho muchísimo para esta novela. La cubierta, las guardas, las ilustraciones interiores… Pero lo cierto es que el diseño entero del libro se debe en buena parte a él. Gracias, Howard, por estar dispuesto a ocuparte de este proyecto tan enorme. Has hecho un trabajo asombroso.
Isaac Stewart es nuestro director artístico en Dragonsteel, y ha sido un factor crucial en que todo esto llegue a buen puerto. Rachael Lynn Buchanan ha sido nuestra ayudante artística. Bill Wearne, de American Print and Bindery, ha hecho un esfuerzo titánico para que podamos imprimir toda la tirada, teniendo en cuenta la escasez. Muchas gracias, Bill. Y también querría reconocer el trabajo de toda la gente en la cadena de suministro, desde las plantas papeleras hasta los proveedores de material para la cubierta y las láminas, la imprenta, el taller de encuadernación y los repartidores.
En Dragonsteel, nuestra directora ejecutiva es Emily Sanderson. Nuestro departamento editorial está compuesto por Peter Ahlstrom, Karen Ahlstrom, Kristy S. Gilbert y Betsey Ahlstrom. Kristy Kugler ha sido la revisora de este libro. Nuestro equipo de operaciones está formado por Matt «¿Vas a hacer esto en cada libro, Brandon?» Hatch, Emma Tan-Stoker, Jane Horne, Kathleen Dorsey Sanderson, Makena Saluone y Hazel Cummings. Los miembros de nuestro departamento de publicidad y marketing son Adam Horne, Jeremy Palmer y Taylor Hatch.
Son personas que no reciben el suficiente reconocimiento por todas las cosas maravillosas que hacen para que mis proyectos vean la luz. En concreto, esta campaña de Kickstarter no habría salido igual de bien sin su entusiasmo y sus geniales ideas. (Por ejemplo, la suscripción a cajas de merchandising se le ocurrió a Matt hace unos años). Todos ellos han sudado la gota gorda para organizar y llevar a la práctica todo esto, así que, si tenéis ocasión, dadles las gracias en persona.
Y, por supuesto, hay que enviar un agradecimiento muy especial a mi equipo de realización y acontecimientos. Liderado por Kara Stewart, ha trabajado muchas horas para que os lleguen estos libros a todos. Un fuerte aplauso para Christi Jacobsen, Lex Willhite, Kellyn Neumann, Mem Grange, Michael Bateman, Joy Allen, Katy Ives, Richard Rubert, Sean VanBuskirk, Isabel Chrisman, Tori Trenzam, Ally Reep, Jacob Chrisman, Alex Lyon y Owen Knowlton.
También quiero dar las gracias a Margot Atwell, Oriana Leckert y el resto del equipo de Kickstarter, así como a Anna Gallagher, Palmer Johnson, Antonio Rosales y los demás miembros de BackerKit.
Para este libro hemos contado con la ayuda especial de una lectora de sensibilidad, Jenna Beacom, que ha estado increíble. Si alguna vez necesitáis a alguien que os eche una mano en una novela con la representación de las personas sordas y con cómo escribir a un personaje sordo, acudid a Jenna sin dudarlo. Os ayudará a acertar con ello.
El equipo de lectura alfa para este proyecto estaba compuesto por Adam Horne, Rachael Lynn Buchanan, Kellyn Neumann, Lex Wilhite, Christi Jacobsen, Jennifer Neal y Joy Allen.
Nuestros lectores beta han sido Mi’chelle Walker, Matt Wiens, Ted Herman, Robert West, Evgeni «Argento» Kirilov, Jessie Lake, Kalyani Poluri, Bao Pham, Linnea Lindstrom, Jory Phillips, Darci Cole, Craig Hanks, Sean VanBuskirk, Frankie Jerome, Giulia Costantini, Eliyahu Berelowitz Levin, Trae Cooper y Lauren McCaffrey.
Entre nuestros correctores gamma también estaban Joy Allen, Jayden King, Chris McGrath, Jennifer Neal, Joshua Harkey, Eric Lake, Ross Newberry, Bob Kluttz, Brian T. Hill, Shannon Nelson, Suzanne Musin, Glen Vogelaar, Ian McNatt, Gary Singer, Erika Kuta Marler, Drew McCaffrey, David Behrens, Rosemary Williams, Tim Challener, Jessica Ashcraft, Anthony Acker, Alexis Horizon, Liliana Klein, Christopher Cottingham, Aaron Biggs y William Juan.
Por último, pero no menos importante, debo daros las gracias a quienes apoyasteis el proyecto en Kickstarter. Mi intención no era llegar al número uno, así que no digamos ya duplicarlo. Solo quería hacer algo distinto, algo interesante, algo fenomenal. Vuestro apoyo sigue significando mucho para mí. Gracias.
BRANDON SANDERSON


LA CHICA

En pleno océano había una chica que vivía sobre una roca.
El océano no era como el que te has imaginado.
La roca tampoco era como la que te has imaginado. La chica, en cambio, quizá fuera como la que te has imaginado, siempre que la hayas imaginado reflexiva, de hablar suave y demasiado aficionada a coleccionar tazas y vasos.
Los hombres solían describirla diciendo que tenía el cabello del color del trigo. Otros afirmaban que era del color del caramelo, o a veces de la miel. Ella se preguntaba por qué los hombres empleaban tantos símiles con la comida para describir los rasgos femeninos. En esos hombres parecía haber un apetito que convenía evitar.
A juicio de ella, «castaño claro» era suficiente descripción, aunque la característica más interesante de su pelo no era la tonalidad, sino su rebeldía. Cada mañana lo domaba heroicamente con cepillo y peine antes de amordazarlo con una cinta y una apretada trenza. Y sin embargo, algunos mechones siempre se las ingeniaban para escapar y ondeaban libres al viento, saludando emocionados a la gente con quien se cruzaba.
La chica había recibido al nacer el desafortunado nombre de Glorf —antes de que digas nada, era un nombre tradicional en su familia—, pero aquel pelo tan salvaje le había valido el nombre por el que todo el mundo la conocía: Trenza. Y en opinión de Trenza, ese mote era su rasgo más interesante.
A Trenza la habían criado para inculcarle un cierto pragmatismo irrenunciable. Se trata de un defecto muy común entre quienes viven en islas ariscas y yermas de las que nunca pueden marcharse. Que siempre te dé los buenos días el mismo paisaje de piedra negra influye en tu perspectiva vital.
La forma de la isla tenía cierto parecido al dedo encorvado de un viejo, asomando del océano para señalar hacia el horizonte. Era en su totalidad de estéril y negra piedrasal, lo bastante grande para albergar un pueblo de buen tamaño y la mansión de un duque. Aunque los lugareños llamaban «la Roca» a su isla, en los mapas figuraba como Punta de Diggen. Ya nadie recordaba quién había sido Diggen, pero seguro que espabilado debía de ser, pues había abandonado la Roca al poco tiempo de ponerle nombre y no había regresado jamás.
Muchas tardes Trenza se sentaba en el porche de casa de su familia y tomaba una infusión salada en alguna de sus tazas favoritas, mientras contemplaba el verde océano. Y sí, acabo de afirmar que el océano era verde. Además, no mojaba. Ahora llegaremos a eso.
Cuando se ponía el sol, Trenza pensaba en la gente que visitaba la Roca en barco. Tampoco era que nadie en su sano juicio pudiera considerar la Roca como un destino turístico. La piedrasal negra se deshacía y se metía por todas partes. También imposibilitaba casi todo tipo de agricultura y terminaba echando a perder la tierra de cultivo que traían de fuera. La única comida que producía la isla procedía de las cubas de compostaje.
Aunque en la Roca había varios pozos de buen tamaño que extraían agua de un profundo acuífero (con la que se abastecía a los barcos que la visitaban), la maquinaria que operaba las salinas eructaba un flujo constante de humo negro al aire.
Resumiendo, la atmósfera era lúgubre, el terreno miserable y las vistas deprimentes. Ah, y creo que no he mencionado aún las esporas mortíferas, ¿verdad?
Punta de Diggen estaba situada cerca del lunacuerdo Glauco. Los lunacuerdos, por cierto, eran los lugares donde las doce lunas del planeta de Trenza permanecían en unas órbitas geosíncronas opresivamente bajas. Eran tan grandes que ocupaban una tercera parte del cielo, y una de las doce siempre era visible, estuvieses donde estuvieses. Dominaban la visión, como si te hubiera salido una verruga en el globo ocular.
Los habitantes del planeta rezaban a las doce lunas como a dioses, lo cual no pongo en duda que es mucho más ridículo que lo que sea que veneres tú. Sin embargo, no es difícil suponer cómo debió de empezar esa superstición, teniendo en cuenta las esporas que dejaban caer las lunas sobre el planeta en forma de arena de colores.
Las esporas llegaban desde los lunacuerdos, y el Glauco era visible desde la isla a unos noventa o cien kilómetros. No era nada recomendable acercarse más que eso a los lunacuerdos, las enormes y resplandecientes lluvias de coloridas motas, brillantes y peligrosísimas. Las esporas llenaban los océanos del mundo, creando extensos mares que no eran de agua, sino de polvo alienígena. Los barcos navegaban surcando ese polvo igual que lo hacen aquí en el agua, hecho que no debería resultarte tan extraordinario. Al fin y al cabo, ¿cuántos otros planetas has visitado? A lo mejor en todos ellos se navega sobre océanos de polen y el raro es el tuyo.
Las esporas solo eran peligrosas si se mojaban. Lo cual suponía un problema bastante grave, considerando la cantidad de cosas mojadas que salen del cuerpo humano incluso estando sano. La más ínfima cantidad de agua provocaba que las esporas brotaran de golpe, y el resultado variaba entre lo incómodo y lo letal. Si inhalabas una bocanada de esporas glaucas, por ejemplo, la saliva hacía que te crecieran enredaderas desde la boca y, en los casos más interesantes, que se te metieran por los senos paranasales y te salieran rodeando los ojos.
Había dos cosas que dejaban inertes las esporas: la sal y la plata. Por eso a los habitantes de Punta de Diggen no les importaba demasiado que el agua o la comida siempre estuvieran muy saladas. Enseñaban a los niños la importante norma de que «sal y plata paran lo que mata». Una pequeña rima bastante aceptable, si eres de esos salvajes a quienes les trae sin cuidado la métrica.
En todo caso, entre las esporas, el humo y la sal, quizá resulte más fácil de entender que el rey a quien servía el duque hubiera promulgado una ley que prohibía a los habitantes de la Roca salir de ella. Sí, había puesto excusas usando categóricas expresiones militares como «personal esencial», «reabastecimiento estratégico» y «fondeadero amistoso», pero todo el mundo sabía la verdad. Era un lugar tan inhóspito que hasta la capa gris de humo lo encontraba deprimente. Los barcos visitaban la isla de vez en cuando para hacer reparaciones, dejar restos para las cubas de compostaje y recargar agua. Pero todos ellos obedecían sin excepción el decreto real: no se podía sacar de Punta de Diggen a ningún lugareño. Nunca.
Y así, Trenza se sentaba en los peldaños del porche por las tardes, viendo los barcos marcharse mientras del lunacuerdo caía una columna de esporas y el sol asomaba desde detrás de la luna en su lento descenso hacia el horizonte. Daba sorbitos a su infusión salada en una taza con caballos pintados y se decía: «Esto es hermoso, en realidad. Me gusta estar aquí. Creo que estaré bien si me quedo toda la vida».

EL JARDINERO

Quizá te haya extrañado oír esas últimas palabras. ¿Trenza quería quedarse en la Roca? ¿Le gustaba vivir allí?
¿Dónde estaba su ansia de aventura? ¿Su deseo de ver mundo, su espíritu viajero?
Bueno, esta no es la parte de la historia en la que se hacen preguntas, así que hazme el favor de reservártelas. Dicho eso, debería aclarar que este es un relato sobre personas que son tanto lo que parecen como lo que no parecen. Al mismo tiempo. Es una historia de contradicciones. O en otras palabras, es una historia sobre seres humanos.
En el caso que nos ocupa, Trenza no era la típica heroína, en el sentido de que en realidad era una chica muy típica. De hecho, se consideraba aburrida sin paliativos. Le gustaba tomar la infusión tibia. Se iba a la cama a su hora. Quería a sus padres, reñía de vez en cuando con su hermano pequeño y no ensuciaba. Se le daba bien tejer y tenía talento para la panadería, pero ninguna otra habilidad notable.
No aprendía esgrima en secreto. No sabía hablar con los animales. No tenía a reyes ni deidades como antepasados, aunque al parecer su bisabuela Glorf una vez había saludado al rey de lejos. Había sido desde lo más alto de la Roca mientras él pasaba en barco a millas de distancia, así que en opinión de Trenza no contaba.
Resumiendo, Trenza era una adolescente normal. Lo sabía porque las otras chicas estaban siempre hablando de que ellas no eran como «las demás», y al cabo de un tiempo Trenza dedujo que el grupo de «las demás» debía de estar compuesto solo por ella. Era evidente que las otras chicas tenían razón, ya que todas sabían cómo ser únicas. Se les daba tan bien, de hecho, que lo hacían juntas.
Trenza solía ser más reflexiva que casi todo el mundo, y no le gustaba imponerse pidiendo lo que quería. Se quedaba callada cuando las otras chicas se reían de ella o hacían chistes a su costa. Con lo bien que parecían pasarlo, ¿para qué? Sería de mala educación estropeárselo, y presuntuoso por su parte pedirles que pararan.
A veces los jóvenes más bulliciosos hablaban de perseguir aventuras en distantes océanos. A Trenza le daba miedo la idea. ¿Cómo iba a dejar a sus padres y a su hermano? Además, tenía su colección de tazas.
Trenza adoraba sus tazas. Tenía finas tazas de porcelana esmaltada, vasos de arcilla con el tacto áspero a los dedos y hasta jarras de madera que parecían desgastadas por el uso.
Algunos marineros de los que solían atracar en Punta de Diggen sabían de su afición y a veces le llevaban tazas procedentes de los doce océanos, de tierras lejanas donde se decía que las esporas eran carmesíes, azul celeste o incluso doradas. A cambio de los regalos, Trenza llevaba pasteles a los marineros, horneados a partir de ingredientes que compraba con la miseria que ganaba limpiando ventanas.
Las tazas que le traían estaban a menudo maltrechas y usadas, pero a Trenza le daba igual. Las tazas con muescas o abolladuras tenían su historia. A Trenza le encantaban porque le llevaban el mundo a casa. Siempre que daba un sorbo de una taza, imaginaba estar degustando las comidas y las bebidas de tierras lejanas, y que quizá comprendía un poco el pueblo que la había creado.
Y cada vez que Trenza recibía una pieza nueva, se la llevaba a Charlie para enseñársela.
Charlie afirmaba ser el jardinero de la mansión del duque, allá en lo alto de la Roca, pero Trenza sabía que en realidad era su hijo. Charlie tenía las manos suaves como un niño, sin un solo callo, y comía mejor que nadie en el pueblo. Siempre llevaba el pelo bien cortado y, aunque se quitaba el anillo con el sello cuando la veía acercarse, le quedaba en la piel una marca un poco más clara que delataba que solía llevarlo, y justamente en el dedo que indicaba que alguien era miembro de la nobleza.
Además, Trenza no tenía muy claro de qué «jardín» creía Charlie que debía ocuparse. A fin de cuentas, la mansión estaba en la Roca. Antes el terreno tenía un árbol, pero el pobre había optado por la opción más razonable y se había muerto unos años antes. Sí que había unas pocas plantas en macetas, sin embargo, que permitían a Charlie fingir.
El viento arremolinó unas motas grises alrededor de los pies de Trenza mientras subía por el camino hacia la mansión. Las esporas grises estaban muertas, porque hasta el aire de la Roca era lo bastante salado como para matarlas, pero aun así Trenza contuvo el aliento y apretó el paso. Giró a la izquierda en la encrucijada —por la derecha se iba a las salinas— y subió en zigzag hasta el saliente.
Allí estaba la mansión, achaparrada como una corpulenta rana en su lirio. Trenza no sabía por qué el duque prefería vivir allí arriba. Estaba más cerca de la capa de humo gris, así que tal vez les gustara tener una compañía con su mismo talante. Llegar hasta la cumbre costaba esfuerzo, pero, teniendo en cuenta cómo le sentaba la ropa a la familia ducal, tal vez habían pensado que les vendría bien el ejercicio.
Había cinco soldados encargados de vigilar la finca, aunque en ese momento solo estaban de servicio Snagu y Plomo, a quienes se les daba de maravilla su trabajo. Al fin y al cabo, hacía siglos y siglos que no moría nadie de la familia ducal por los numerosos peligros que acosaban a la nobleza en la Roca, entre ellos el aburrimiento, las patadas involuntarias que hacen daño en los dedos de los pies y atragantarse devorando tarta.
Trenza había llevado pastelitos a los soldados, por supuesto. Mientras se los comían, se planteó si enseñar a los dos hombres su copa nueva. Estaba hecha toda de estaño y tenía letras grabadas en un idioma que se escribía de arriba abajo, no de izquierda a derecha. Pero mejor no; tampoco quería molestarlos.
La dejaron pasar, aunque no era el día que le tocaba limpiar las ventanas de la mansión. Encontró a Charlie en la parte de atrás, entrenando con su espada de prácticas. Cuando el chico vio a Trenza, la dejó en el suelo y se quitó a toda prisa el anillo.
—¡Trenza! —exclamó—. Pensaba que no ibas a venir hoy.
Con sus diecisiete años recién cumplidos, Charlie era dos meses mayor que ella. Tenía una gran variedad de sonrisas, y Trenza había aprendido a identificarlas todas. Por ejemplo, la dentuda que estaba dedicándole en esos momentos significaba que de verdad se alegraba de tener una excusa para dejar la práctica de esgrima. No le gustaba tanto como su padre opinaba que debería.
—¿Esgrima, Charlie? —preguntó—. ¿A eso se dedica un jardinero?
Charlie recogió el fino florete.
—¿Lo dices por esto? Qué va, es una herramienta de jardinería.
Dio un tajo desganado a una planta de las jardineras del patio. La planta aún no estaba muerta del todo, pero la hoja que le arrancó Charlie desde luego no iba a mejorarle la perspectiva.
—Jardinería —dijo Trenza—. Con espada.
—Es como lo hacen en la isla real —respondió Charlie. Descargó otro tajo—. Allí siempre hay guerra, ¿sabes? Así que, si lo piensas un poco, es normal que los jardineros aprendan a podar a espada. No querrán que los ataquen por sorpresa estando indefensos.
Charlie no era muy buen mentiroso, lo cual era una de las cosas que a Trenza le gustaban de él. Charlie era auténtico. Hasta cuando mentía, sonaba genuino. Y teniendo en cuenta lo mal que lo hacía, tampoco era que se le pudieran tener en cuenta los embustes. Eran tan ostensibles que valían más que las verdades de muchos.
Dio otro tajo en la dirección aproximada de la planta y luego miró a Trenza, arqueando una ceja. Ella negó con la cabeza, así que él le puso su sonrisa de «Me has pillado, pero no puedo reconocerlo» y clavó la espada en la tierra de la jardinera antes de dejarse caer contra la valla baja del jardín.
No era nada propio del hijo de un duque dejarse caer así. Podría inferirse de ello que Charlie quizá fuese un joven de extraordinarios talentos.
Trenza se sentó a su lado, con la cesta en el regazo.
—¿Qué me has traído? —preguntó él.
Trenza sacó una pequeña empanada de carne.
—Es de palomo y zanahoria —dijo—, con salsa de tomillo.
—Noble combinación —respondió él.
—Creo que el hijo del duque, si estuviera aquí, te lo rebatiría.
—Al hijo del duque solo le dejan comer platos que tengan algún simbolito extranjero raro encima de las letras —dijo Charlie—. Y tampoco puede dejar de entrenar para comer. Así que menos mal que no soy él.
Charlie dio un mordisco. Trenza esperó a que sonriera. Y ahí estaba, la sonrisa de deleite. Trenza había estado rumiando un día entero qué podría preparar con los ingredientes que había encontrado de oferta en el mercado del puerto, esperando obtener esa sonrisa concreta.
—¿Y qué más has traído? —preguntó él.
—Charlie el jardinero —dijo ella—, ¿acabas de recibir una empanada completamente gratis y aún tienes el morro de suponer que habrá algo más?
—¿Suponer? —farfulló Charlie con la boca llena. Dio una palmada a la cesta de Trenza con la mano libre—. Sé que hay más. Venga, sácalo.
Trenza sonrió. Si estuviera con casi cualquier otra persona, se resistiría a enseñársela por no molestar, pero Charlie era distinto. Sacó la copa de estaño.
—Aaah —dijo Charlie, y entonces dejó la empanada a un lado y tomó la copa entre las dos manos con gesto reverente—. Esto sí que es especial.
—¿Sabes alguna cosa sobre esa escritura? —preguntó ella impaciente.
—Es iriali antiguo —explicó él—. Los iriali desaparecieron, ¿sabes? Un pueblo entero: ¡puf! Un buen día ya no estaban y su isla se quedó deshabitada. Eso fue hace trescientos años, así que no queda nadie vivo que los conociera en persona, pero dicen que tenían el pelo dorado. Como el tuyo, del color de la luz del sol.
—Mi pelo no tiene el color de la luz del sol, Charlie.
—Tiene el color de la luz del sol, si la luz del sol fuese castaña clara —replicó Charlie. Podría decirse que tenía mano con las palabras. En el sentido de que las soltaba a manos llenas—. Seguro que esa copa tiene toda una historia. La fraguaron para un noble iriali el día antes de que a él y a su pueblo se los llevaran los dioses. La copa se quedó en una mesa hasta que la recogió la pobre pescadora que fue la primera en llegar a la isla y descubrir el horror de todo un pueblo desaparecido. Dejó la copa en herencia a su nieto, que luego se hizo pirata. Más tarde él enterró su tesoro de turbio origen bajo las esporas y ahora ha reaparecido, tras pasar eones en la oscuridad, y ha llegado a tus manos.
Sostuvo la copa en alto para que reflejara la luz.
Trenza no había dejado de sonreír mientras él hablaba. Limpiando las ventanas de la mansión, a veces oía a los padres de Charlie regañarlo por hablar demasiado, cosa que consideraban una idiotez nada propia de alguien de su posición. Rara vez le dejaban terminar lo que estuviera diciendo. A Trenza le parecía una lástima. Porque de acuerdo, era cierto que a veces divagaba, pero ella había llegado a comprender que era porque a Charlie le gustaban las historias igual que a ella las tazas y las copas.
—Gracias, Charlie —susurró.
—¿Por qué?
—Por concederme lo que quiero.
Él ya sabía a qué se refería. No eran tazas ni historias.
—Siempre —dijo él, poniéndole la mano sobre la suya—. Siempre tendrás lo que quieras, Trenza. Y siempre puedes decirme lo que es. Sé que no sueles hacerlo con los demás.
—¿Y qué es lo que quieres tú, Charlie? —preguntó ella.
—No lo sé —reconoció Charlie—. Aparte de una cosa, quiero decir. Una cosa que no debería querer, pero quiero. Y en vez de eso, se supone que debo desear la aventura. Como en las historias. ¿Sabes qué historias digo?
—Esas que tienen hermosas doncellas —dijo Trenza—, a las que siempre capturan y no hacen mucha cosa aparte de quedarse ahí paradas, ¿verdad? Bueno, igual piden ayuda de vez en cuando.
—Imagino que a veces sí que pasa.
—¿Por qué siempre son hermosas doncellas? —preguntó Trenza—. ¿No capturan nunca a chicas del montón? O a lo mejor en realidad son afanosas doncellas. Supongo que, como limpio ventanas, podrían tomarme por una de esas. —Hizo una mueca—. Me alegro de no estar en una historia, Charlie. A mí me capturarían seguro.
—Y lo más probable es que yo muriera rápido —dijo él—. Soy un cobarde, Trenza. Es la verdad.
—Bobadas. Solo eres una persona normal.
—¿No has… visto cómo me comporto con el duque?
Trenza se quedó callada. Porque lo había visto.
—Si no fuese un cobarde —añadió él—, sería capaz de decirte cosas que no puedo. Pero Trenza, si te capturaran, ayudaría de todas formas. Me pondría armadura y todo. Una brillante armadura. O puede que sin bruñir. Creo que si se llevaran a alguien que conozco, no perdería el tiempo bruñendo la armadura. ¿Crees que esos héroes de las historias se paran a sacarle brillo, habiendo gente en peligro? No parece muy útil.
—Charlie —dijo Trenza—, ¿tienes armadura siquiera?
—Conseguiría una —prometió él—. Ya se me ocurriría algo, seguro. Hasta un cobarde encontraría el valor llevando la armadura adecuada, ¿no? En esa clase de historias siempre hay muchos muertos. Podría quitársela a uno de…
Lo interrumpió un grito procedente del interior de la mansión. Era

el padre de Charlie, quejándose de algo. Que Trenza supiera, dar voces era el único trabajo que tenía el duque en la isla, y se lo tomaba muy en serio.
Charlie lanzó una mirada hacia el origen del ruido y se tensó mientras su sonrisa se desvanecía. Pero al ver que los gritos no se aproximaban, miró de nuevo la copa. El momento había pasado, pero otro ocupó su lugar, como suele suceder. No era tan íntimo, pero sí valioso de todos modos, porque era tiempo que Trenza pasaba con él.
—Lo siento —dijo Charlie con suavidad—. Por hablar de tonterías como doncellas del servicio y robar armaduras a los muertos. Pero me gusta que me escuches de todas formas. Gracias, Trenza.
—Y a mí me gustan tus historias —repuso ella, cogiendo la copa y dándole la vuelta—. ¿Crees que algo de lo que has dicho sobre esta copa es verdad?
—Podría ser —dijo Charlie—. Es lo bueno que tienen las historias. Pero ¿ves esto, lo que pone aquí? Dice que una vez perteneció a un rey. Su nombre está escrito y todo.
—Y este idioma lo aprendiste en…
—… en la escuela de jardinería —dijo él—. Por si teníamos que leer las advertencias en el envoltorio de ciertas plantas peligrosas.
—Y claro, llevas jubón y calzas de señor…
—… porque así soy un señuelo excelente si vienen asesinos a matar al hijo del duque.
—Como ya me habías contado. Pero entonces, ¿por qué te quitas el anillo?
—Eh… —Charlie bajó la mirada a la mano y luego la devolvió a los ojos de Trenza—. Bueno, porque no quiero que tú me confundas con otra persona. Con alguien que no quiero tener que ser.
Sonrió entonces: su sonrisa tímida. Su sonrisa de «Por favor, sígueme la corriente, Trenza». Porque el hijo de un duque no podía confraternizar a la vista de todos con la chica que limpiaba las ventanas. En cambio, ¿un noble haciéndose pasar por plebeyo? ¿Fingiendo ser de clase baja para averiguar cómo vivía la gente de su reino? Eso sí que era lo esperado. Sucedía en tantos relatos que ya estaba casi instituido.
—Tiene todo el sentido del mundo —dijo ella.
—Y ahora, cuéntame qué tal el día. —Charlie volvió a coger la empanada—. Quiero saberlo todo.
—He ido al mercado a buscar ingredientes —le explicó Trenza, metiéndose un bucle perdido de pelo detrás de la oreja—. Me he llevado medio kilo de pescado. Salmón importado de la isla Erik, donde hay muchos lagos. Poloni lo tenía de oferta porque creía que estaba poniéndose malo, pero en realidad era el pescado del otro tonel. Así que ha sido una ganga.
—Fascinante —dijo él—. ¿Y a nadie le da un ataque cuando te ve llegar? ¿No llaman a sus hijos para que les des la mano? Cuéntame más. Por favor, quiero saber cómo has sabido que el pescado no estaba malo.
Animada por sus preguntas, Trenza siguió relatando los prosaicos detalles de su vida. Charlie la obligaba a hacerlo siempre que iba de visita, y él, a cambio, le prestaba atención. Ahí estaba la prueba de que su gusto por hablar no era un defecto. Charlie era igual de bueno escuchando. Por lo menos a ella. Porque Charlie, por alguna razón inescrutable, encontraba interesante la vida de Trenza.
Mientras hablaba, Trenza sintió una calidez. Le pasaba a menudo cuando iba a la mansión, porque había tenido que subir mucho y estaba más cerca del sol, así que allí arriba hacía más calor. Por supuesto.
Solo que en ese momento era sombraluna, cuando el sol se ocultaba tras el satélite y todo refrescaba unos pocos grados. Y ese día Trenza estaba hartándose de ciertas mentiras que se contaba a sí misma. Tal vez hubiera otro motivo para aquella calidez. Estaba allí mismo, en la sonrisa de Charlie, y Trenza sabía que también debía de estar en la suya propia.
Charlie no la escuchaba solo porque la vida de los plebeyos lo tuviera fascinado.
Ella no iba a verlo solo porque quisiera oír las historias que contaba.
De hecho, en el fondo del fondo, aquello no tenía nada que ver con las tazas ni con las historias. Tenía que ver con los guantes.

EL DUQUE

Trenza se había fijado en que un buen par de guantes le facilitaba mucho el trabajo cotidiano. Se refería a guantes de buena calidad, ojo, los que estaban hechos de un cuero blando que se iba amoldando a las manos a medida que se usaban. Los guantes que, si se engrasaban bien y no se dejaban al sol, nunca se ponían rígidos. Los guantes tan cómodos que, al ir a lavarte las manos, te extrañabas de llevarlos puestos aún.
El par perfecto de guantes no tenía precio. Y Charlie era como un buen par de guantes. Cuanto más estaba Trenza con él, mejor sensación le daba el tiempo que pasaban juntos. Hasta las sombralunas le parecían más luminosas, y sus cargas más livianas. A Trenza le gustaban de verdad las tazas interesantes, pero en parte se debía a que le daban una excusa para subir a hacerle una visita.
Lo que estaba creciendo entre ellos le parecía tan ideal, tan maravilloso, que Trenza tenía miedo de llamarlo amor. Por lo que decían los otros jóvenes, el «amor» era peligroso. Ese amor que tenían los demás parecía basarse en los celos y la inseguridad. En apasionadas competiciones de gritos y en unas reconciliaciones más apasionadas si cabe. No recordaba tanto a un buen par de guantes como a un ascua ardiente que te quemaba las manos.
El amor siempre había asustado a Trenza. Pero cuando Charlie volvió a poner la mano sobre la de ella, notó ese calor. Ese fuego que temía desde siempre. Resultó que el ascua sí que estaba ahí, solo que contenida, como en una buena estufa.
Trenza quiso saltar a su calor, renunciando a toda lógica.
Charlie se quedó muy quieto. Se habían tocado muchas veces antes, claro, pero aquello era distinto. Aquel momento. Aquel sueño. Charlie se sonrojó, pero dejó la mano allí un momento más. Luego la retiró y se la pasó por el pelo, sonriendo con timidez. Por supuesto, al tratarse de él, el gesto no estropeó el momento, sino que lo volvió incluso más dulce.
Trenza buscó la frase perfecta que decir. Había varias que sacarían jugo al momento. Podría haberle dicho: «Charlie, ¿me sujetas esto mientras doy un paseo por la finca?» y volver a ofrecerle la mano.
Podría haberle dicho: «Socorro, no puedo respirar. Mirarte me ha dejado sin aliento».
Hasta podría haberle dicho algo totalmente demencial, como «Me gustas».
Pero lo que dijo fue:
—Uuuf. Qué calientes son las manos.
Y lo remató con una carcajada a mitad de la cual se atragantó, imitando a la perfección, por puro azar, el bramido de un elefante marino.
Podría decirse que Trenza tenía mano con las palabras. En el sentido de que era una manazas con ellas.
Charlie respondió con una sonrisa. Una sonrisa maravillosa, más y más confiada a medida que proseguía. Era una que Trenza no había visto nunca. Y decía: «Creo que te quiero, Trenza, pese a lo del elefante marino».
Ella también le sonrió. Entonces, por detrás de Charlie, vio al duque en la ventana. Alto y envarado, vestía con ropa de estilo militar que parecía llevar clavada al cuerpo por las muchas medallas que lucía en el pecho.
Y el duque, desde luego, no sonreía.
De hecho, ella solamente lo había visto sonreír una vez, durante el castigo al viejo Lotari, que había intentado escabullirse de la isla como polizón en un barco mercante. Al parecer esa era la única sonrisa del duque; quizá Charlie se había quedado con toda la asignación familiar. Sin embargo, aunque el duque tuviera solo una sonrisa, de algún modo lo compensaba enseñando demasiados dientes.
El duque se retiró a las sombras del interior de la casa, pero a Trenza le dio la sensación de que seguía presente, amenazador, mientras se despedía de Charlie. Bajó los escalones esperando oír gritos. Pero en vez de eso, la siguió un silencio de mal agüero. El silencio tenso que llegaba después de ver el relámpago.
Un silencio que siguió dándole caza camino abajo y hasta que llegó a su casa, donde farfulló algo a sus padres sobre estar cansada. Fue a su habitación y allí esperó a que el silencio terminara. A que los soldados llamaran a la puerta exigiendo saber por qué la chica que limpiaba las ventanas había osado tocar al hijo del duque.
Cuando no pasó nada por el estilo, Trenza se atrevió a tener esperanzas de haber malinterpretado la expresión del padre de Charlie. Entonces recordó aquella sonrisa tan particular que tenía el duque. Después de eso, ya no se quitó de encima la preocupación en toda la noche.
Se levantó temprano por la mañana, bregó con su pelo para hacerse una coleta y fue con paso trabajoso al mercado para rebuscar algo que pudiera permitirse comprar entre el género del día anterior y los ingredientes a punto de estropearse. Pese a lo temprano que era, el mercado bullía de actividad. Los hombres barrían esporas muertas del camino y la gente se apiñaba en grupitos para parlotear.
Trenza hizo acopio de valor para enterarse de la noticia, pensando que nada podría ser peor que la horrorosa inquietud expectante que la había acosado toda la noche.
Se equivocaba.
El duque había hecho pública una proclama: su familia y él iban a marcharse de la isla ese mismo día.

EL HIJO

Marcharse.
¿Marcharse de la isla?
La gente no se marchaba de la isla. Trenza sabía que, en términos lógicos, aquello no era cierto al pie de la letra. Los altos cargos del reino podían salir. El duque navegaba de vez en cuando para informar al rey. Además, todas aquellas medallas las había ganado matando a la gente de algún lugar lejano que era un poco distinta. Al parecer había sido todo un héroe en esas guerras; se sabía porque gran parte de sus tropas había muerto y él aún estaba vivo.
Pero las veces anteriores el duque nunca se había llevado a su familia. «El heredero ducal ya es mayor de edad —anunciaba la proclama—, por lo que lo ofreceremos en compromiso a las distintas princesas de los mares civilizados».
Trenza era una joven pragmática. Ese es el motivo de que solo pensara en hacer trizas la cesta de la compra por la frustración. De que solo se planteara si sería apropiado maldecir hasta desgañitarse. De que apenas se le ocurriera subir hasta la mansión del duque para exigirle que desistiera de sus planes.
Así que en lugar de eso, siguió haciendo la compra en una neblina embotada, para que los actos repetitivos confiriesen a su vida, que de pronto se desmoronaba, una semblanza de normalidad. Encontró unos ajos que estaba segura de poder aprovechar, unas patatas que no se habían puesto demasiado pochas y hasta un poco de grano con los gorgojos lo bastante crecidos para poder apartarlos.
Cualquier otro día, estaría satisfecha con ese botín. Esa mañana no podía pensar en otra cosa que no fuera Charlie.
Le parecía increíblemente injusto. Apenas acababa de admitir para sus adentros lo que sentía por él, ¿y ya estaba poniéndose todo patas arriba? Sí, le habían advertido que podía esperar esa clase de dolor. El amor implicaba sufrimiento. Pero si esa era la sal de la infusión, ¿acaso no debería llevar también una cucharadita de miel? ¿Acaso no debería haber, aunque fuese un atrevimiento desearlo, un poco de pasión?
Trenza iba a ganarse todos los inconvenientes de los amoríos sin ninguna de sus ventajas.
Por desgracia, su sentido práctico comenzó a imponerse. Mientras los dos habían sido capaces de fingir, el mundo real no había podido acabar con ellos. Pero los días de fingimiento habían terminado. ¿Qué había creído Trenza que iba a pasar? ¿Que el duque le permitiría casarse con su hijo? ¿Qué tenía ella que ofrecer a alguien como Charlie? Trenza no era nada comparada con una princesa. ¡La de tazas que podrían permitirse ellas!
En el mundo fingido, el matrimonio era un acto de amor. En el mundo real, era pura política. La palabra «política» traía consigo una gran cantidad de significados, pero la mayoría se reducían a: «Esto es un asunto que concierne a los nobles, y, mal que le pese a la nobleza, también a los muy ricos. No a la plebe».
Trenza terminó de comprar y empezó a subir por el camino hacia casa, donde al menos podría compadecerse con sus padres. Pero por desgracia, parecía que el duque llevaba prisa, porque Trenza vio una procesión que descendía serpenteando hacia el puerto.
Dio media vuelta, regresó por otra calle y llegó poco después que el desfile, cuando ya se disponían a cargar el equipaje de la familia en la bodega de un barco mercante. Nadie tenía permitido salir de la isla. A menos que, en vez de nadie, uno fuese alguien. Trenza temió no tener ocasión de hablar con Charlie. Entonces temió tenerla, pero que él no quisiera.
Para su alivio, lo vio al borde de la muchedumbre, buscando entre las caras de la gente que se congregaba. En el instante en que distinguió a Trenza, corrió hacia ella.
—¡Trenza! Oh, por las lunas. Ya estaba preocupándome por si no te encontraba a tiempo.
—Eh…
¿Qué iba a decirle?
—Afanosa doncella —proclamó él con una reverencia—, debo despedirme de vos.
—Charlie —dijo ella en voz baja—, no intentes ser quien no eres. Te conozco.
Él hizo una mueca. Llevaba capa de viaje y hasta sombrero. El duque consideraba que los sombreros eran indignos excepto para viajar.
—Trenza —dijo él con más suavidad—, me temo que te he mentido. Verás… no soy el jardinero. Soy, hum… el hijo del duque.
—Asombroso. ¿Quién habría pensado que Charlie el jardinero y Charles el heredero del duque eran la misma persona, habida cuenta de que tienen la misma edad, el mismo aspecto y la misma ropa?
—Hum, sí. ¿Te has enfadado?
—El enfado está haciendo cola —respondió Trenza—. Va el séptimo, entre la confusión y la fatiga.
Por detrás de Charlie, su padre y su madre embarcaron con paso firme. Sus sirvientes los siguieron con el último equipaje que faltaba por cargar. Charlie bajó la mirada a los pies.
—Parece que van a casarme. Con la princesa de alguna nación. ¿Qué opinas de eso?
—Eh… —¿Qué debería decir?—. ¿Te deseo lo mejor?
Charlie alzó los ojos hacia los de ella.
—Siempre, Trenza, ¿recuerdas?
Le costó mucho, pero rebuscando un poco Trenza encontró las palabras escondidas en un rincón, intentando evitarla.
—Ojalá no lo hicieras —dijo aferrando esas palabras—. Casarte. Con otra persona.
—¿Sí? —Charlie parpadeó—. ¿De verdad?
—O sea, seguro que son simpáticas. Las princesas.
—Creo que se lo exige su trabajo —dijo Charlie—. En fin, ¿no has oído las cosas que hacen en los cuentos? ¿Resucitar anfibios? ¿Fijarse en que los hijos de la gente han mojado la cama? Supongo que hay que ser bastante amable para prestar esos servicios.
—Sí —repuso Trenza—. Aun así… —Respiró hondo—. Aun así, preferiría que no te casaras con ninguna.
—Entonces, no lo haré —dijo Charlie.
—No creo que tengas elección, Charlie. Tu padre quiere casarte. Es política.
—Ah, pero verás, tengo un arma secreta.
Le cogió las manos y se acercó. Por detrás, su padre fue a la proa del barco y miró hacia abajo, ceñudo. Charlie, en cambio, puso media sonrisa. Su sonrisa de «Mira lo astuto que soy». La usaba cuando no estaba siendo demasiado astuto.
—¿Qué… clase de arma secreta, Charlie? —preguntó Trenza.
—Puedo ser increíblemente aburrido.
—Eso no es un arma.
—Tal vez no en una guerra, Trenza —dijo él—. Pero ¿en el cortejo? Es mejor arma que el estoque más afilado. Ya sabes que hablo por los codos. Largo y tendido.
—Me gusta que hables por los codos, Charlie. Y la verdad es que no me molesta el largo. A veces hasta me divierte el tendido.
—Tú eres un caso especial —replicó Charlie—. Eres… bueno, igual suena un poco tonto, pero… eres como un par de guantes, Trenza.
—¿Ah, sí? —dijo ella con un nudo en la garganta.
—Sí. Espera, no te ofendas. Lo digo porque, cuando estoy haciendo esgrima, llevo unos guantes que…
—Lo he entendido —susurró ella.
Desde el barco, el padre de Charlie le gritó que se diera prisa. Trenza cayó en la cuenta de que, al igual que Charlie tenía distintos tipos de sonrisa, su padre tenía distintos tipos de ceño. No le hizo mucha gracia lo que insinuaba sobre ella el que estaba viendo justo entonces.
Charlie apretó las manos de Trenza.
—Escucha, Trenza. Te lo prometo. No voy a casarme. Iré a esos reinos y seré tan insufriblemente aburrido que ninguna chica me querrá.
»Hay muchas cosas en las que no soy bueno. Nunca le he dado ni un solo toque a mi padre practicando con la espada. Derramo la sopa en las cenas formales. Hablo tanto que hasta a mi lacayo, que cobra por escuchar, se le ocurren razones creativas para interrumpirme. El otro día estaba contándole la historia del pez y la gaviota y fingió que tropezaba con…
El duque gritó de nuevo.
—Puedo hacerlo, Trenza —insistió Charlie—. Voy a hacerlo. En cada parada te buscaré una taza, ¿de acuerdo? Cuando haya aburrido a la princesa de turno hasta la muerte y mi padre decida que tenemos que marcharnos, te la enviaré. Como prueba. —Le apretó las manos otra vez—. Lo haré, y no solo porque me escuchas, sino porque me conoces, Trenza. Siempre has sabido ver en mí lo que otros no.
Empezó a volverse para responder por fin a las voces que daba su padre. Trenza no quiso soltarle las manos. No estaba dispuesta a dejar que terminara.
Charlie le dedicó una última sonrisa. Y aunque era evidente que intentaba mostrarse confiado, Trenza conocía sus sonrisas. Aquella era la dubitativa: esperanzada pero preocupada.
—Tú también eres mis guantes, Charlie —le dijo Trenza.
Después de eso, tuvo que soltarlo y dejar que subiera al trote por la pasarela. Ya se había impuesto demasiado.
El duque obligó a su hijo a ir bajo cubierta mientras el barco zarpaba, deslizándose desde las esporas muertas y grises más cercanas a la Roca hacia el verdadero océano glauco. Las velas del barco cazaron viento y lo impulsaron hacia el horizonte, dejando atrás una estela de polvo esmeralda removido. Trenza subió hasta casa y lo observó desde el acantilado hasta que el barco tuvo el tamaño de una taza. Luego el de una mota. Luego desapareció.
Y después de eso, empezó la espera.
Dicen que esperar es el suplicio más atroz que imparte la vida. En este caso, quienes lo dicen son los escritores, que no tienen nada útil que hacer, así que ocupan el tiempo pensando en cosas que decir. Cualquier trabajador honrado te dirá, en cambio, que tener tiempo para esperar es todo un lujo.
Trenza tenía ventanas que limpiar. Comidas que preparar. Un hermano pequeño al que cuidar. Su padre, Lem, nunca se había recuperado del todo de su accidente en la salina y, aunque intentaba echar una mano, apenas podía caminar. Ayudaba a la madre de Trenza, Ulba, a tejer calcetines todo el día, que luego vendían a los marineros, pero con lo cara que estaba la lana, apenas les sacaban beneficio.
Así que Trenza no esperó. Trabajó.
Aun así, fue un alivio inmenso cuando llegó la primera taza. Se la entregó Hoid el grumete. (Sí, ese soy yo. ¿Cómo te has dado cuenta? ¿Ha sido por el nombre, quizá?). Era una hermosa taza de porcelana, sin una sola muesca.
Ese día el mundo se iluminó. Trenza casi podía imaginar a Charlie hablando mientras leía la carta que acompañaba a la taza y detallaba los afectos de la primera princesa. Con heroica monotonía, Charlie le había recitado una lista de los sonidos que hacía su estómago según la postura que adoptase al tumbarse en la cama. Y por si no bastara con eso, luego había explicado a la pobre chica que se guardaba las uñas de los pies al cortárselas y les ponía nombre. Con eso había logrado repelerla.
«Sigue luchando, mi locuaz amor —pensó Trenza al día siguiente mientras frotaba las ventanas de la mansión—. Valor, mi levemente asqueroso guerrero».
Lo segundo que llegó fue una copa de puro cristal rojo, alta y fina, que parecía capaz de contener más líquido del que en realidad podía. Tal vez procediera del establecimiento de un tabernero muy agarrado. Charlie había disuadido a la segunda princesa describiéndole lo que había desayunado hasta el más mínimo detalle, incluso enumerando los pedacitos de huevo revuelto y clasificándolos por tamaño.
El tercer regalo fue una enorme jarra de cerveza hecha de peltre, sólida y recia. Quizá viniera de uno de esos lugares que Charlie se inventaba, donde la gente siempre tenía que ir armada. Trenza estaba bastante convencida de poder derribar a un atacante con un golpetazo de aquella jarra. La princesa correspondiente no había soportado una prolongada conversación sobre los pros y los contras de los distintos signos de puntuación, incluidos unos pocos nuevos que se le ocurrieron a Charlie en el momento.
El cuarto paquete no traía carta, solo un pequeño dibujo: dos manos con guantes agarradas una a la otra. La taza tenía una mariposa pintada con un océano rojo debajo, y Trenza se extrañó de que la mariposa no les tuviera miedo a las esporas. Pero tal vez fuese una mariposa prisionera, obligada a volar por el océano hacia su perdición.
No llegó un quinto envío.
Trenza intentó restarle importancia, diciéndose que lo habría interceptado algo por el camino. Al fin y al cabo, a un barco que surcaba las esporas podían pasarle muchas cosas peligrosas. Piratas o… bueno… o esporas.
Pero los meses fueron pasando, cada uno más tedioso que el anterior. Siempre que un barco echaba amarras en el puerto, Trenza estaba allí preguntando si tenía correo.
Y nada.
Siguió así durante unos meses más. Hasta que hubo transcurrido un año entero desde la partida de Charlie.
Y entonces, por fin, una nota. No estaba escrita por Charlie, sino por su padre, e iba dirigida al pueblo entero. El duque regresaba a Punta de Diggen tras su larga travesía, acompañado por su esposa, su heredero… y su flamante nuera.

LA NOVIA

Trenza estaba sentada en el porche, apoyada de lado en su madre, contemplando el horizonte. Tenía en las manos la última taza que Charlie le había enviado, la de la mariposa suicida.
La infusión tibia le sabía a lágrimas.
—No tenía mucho sentido —susurró a su madre.
—El amor no suele tenerlo —respondió ella.
Era una mujer fornida, de alegre cintura. Cinco años antes estaba flaca como un palo. Luego Trenza había descubier