El hombre que miraba al cielo

Hernán Rivera Letelier

Fragmento

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Era diciembre del 2015. El mundo aún se conmovía por el ataque terrorista en París. En Chile se había descubierto otro foco de corrupción a nivel gubernamental (la metástasis de este cáncer alcanzaba a la política, al comercio, al empresariado, al gobierno, al ejército, a la iglesia y ahora al fútbol). No hay para dónde arrancar, decía la gente, y aquí en Antofagasta seguían muriendo personas a causa del arsénico en el agua y del concentrado de cobre en el aire.

Al tercer día de ver al hombre mirando al cielo, un miércoles de bronce —los miércoles son de bronce—, una idea chispeó en mi mente, una idea que quiso ser metafísica y apenas quedó en perogrullada: si el hombre y yo estábamos locos, nuestras locuras eran directamente opuestas; él, con su actitud, hacía a la gente mirar para arriba; yo, con mis tizas, los hacía mirar hacia abajo. Lo mío era terrenal, lo suyo celestial.

Lo mío costaba algunas monedas, lo suyo era gratis.

Eso era lo otro extraño en el hombre, no mendigaba. No estiraba la mano ni tenía receptáculo alguno —sombrero, tarro, caja— para recibir ninguna clase de óvolo. A veces algún paseante de buen corazón le ponía un billete en el bolsillo de su paletó oscuro; luego venía otro, le metía la mano y se lo birlaba.

Él parecía no darse cuenta de nada.

O de verdad el dinero le importaba un carajo.

Tampoco le preocupaba la aparición de inspectores municipales o de carabineros. No anunciaba ni vendía ni regalaba nada. Por lo mismo, no tenía que andar arrancando como ocurría con artistas y comerciantes ambulantes.

Incluidos yo y mi amiga, la Saltimbanqui.

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A mediodía del jueves —los jueves tienen el brillo metálico del acero—, cuando el hombre llegó a la esquina, yo coloreaba el cuadro que más monedas me daba, La Virgen y el niño. Como siempre, esperando más contribuciones, me regodeaba en delinear, borrar y volver a delinear los pliegues de la pañoleta de la Virgen cayendo virtuosamente sobre sus hombros. El ruido intermitente de las monedas en mi tarro eran como palmaditas en el hombro: Te está quedando bien, muchacho.

Tres dibujos agotaban mi repertorio:

el barco pirata.

el papagayo.

la Virgen y el niño.

Yo no era Kurt Wenner, el padre de la pintura con tiza en el pavimento. Mis pinturas —más bien mis dibujos— no eran tridimensionales ni contenían crítica social alguna; en verdad no le llegaban ni a los talones a las del artista norteamericano. Lo mío era la escritura, pero nadie lo sabía. Los dibujos solo me daban de comer. Mientras rayaba el pavimento sin levantar la cabeza, silbando bajito como los pájaros, mi concentración estaba en el argumento de mi futura novela, obra que —sueño de todo escritor— cambiaría la historia de la literatura universal.

En menos de diez minutos, el Mirador, como había comenzado a llamarlo la gente, logró juntar alrededor suyo a una decena de personas que miraban hacia lo alto con unción de acólitos. Como esperando la segunda venida de Cristo, me dije pensativo.

Ese día, casi sin notarlo, presa de una curiosidad urgente, di por terminada mi obra, recogí las monedas, guardé mis tizas y me puse a esperar. A esperar que bajara la vista. Cuando lo hizo y echó a andar sin decir nada a nadie, sin responder ninguna pregunta, lo seguí. El anciano, con pasos despaciosos, caminó hasta la esquina siguiente y, allí, igual que en la anterior, sin decir esta boca es mía, alzó la vista y se quedó mirando hacia arriba.

Lo seguí por varias esquinas.

En todas hacía lo mismo. Llegaba, se detenía, veía el entorno como cerciorándose de no ser interrumpido y, con los pies levemente abiertos en compás, alzaba la cabeza y se ponía a mirar a las alturas. Aunque lo suyo —fue lo primero que pude percibir— iba más allá de mirar, más allá de observar o de escudriñar: lo suyo era contemplación pura.

Contemplación en el sentido teológico de la palabra.

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Esa noche en la playa, sentado fuera de la carpa que compartía con la Saltimbanqui, comprendí de pronto qué era lo que miraba el Mirador. Y por qué lo hacía.

Después de lavar mis bluyines en el mar, mientras nos fumábamos un caño bajo las estrellas (y yo imitaba bajito el canto de un jilguero), lo vi.

Lo vi claro como el agua.

Es muy simple, le dije a mi amiga. Lo que hace el hombre en cada esquina es ponerse a mirar —y con eso hacernos mirar— más allá de los balcones, más allá de la arquitectura de cemento, más allá de donde revuelan las enhollinadas palomas edilicias. Haciéndonos levantar nuestra tullida cabeza de cerdo, el hombre nos hace mirar el cielo.

¿El cielo?, quedó pensativa ella.

Sí, el cielo.

Ese es su sermón, su mudo «sermón de la ciudad»: hacernos mirar el olvidado azul del cielo. Así de simple.

La Saltimbanqui le dio la última pitada al caño, alzó la vista y se quedó absorta. Después se volteó hacia mí. Un brillo nuevo relumbraba en su mirada.

Nos dimos nuestro primer beso.

Además, nos dijimos los nombres. Hasta esa noche, por mi afición a silbar, ella me llamaba Pajarito; yo, Saltimbanqui.

Ella no le decía su nombre a nadie. Tenía nombre de ángel medieval.

Me llamo Loredanna, dijo.

Lorenzo Millacura, me presenté yo.

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