Mi Hemingway personal
Lo reconocí de pronto, paseando con su esposa, Mary Welsh, por el bulevar de Saint Michel, en París, un día de la lluviosa primavera de 1957. Caminaba por la acera opuesta en dirección del jardín de Luxemburgo, y llevaba unos pantalones de vaquero muy usados, una camisa de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Lo único que no parecía suyo eran los lentes de armadura metálica, redondos y minúsculos, que le daban un aire de abuelo prematuro. Había cumplido cincuenta y nueve años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas sobre sus bastos. Parecía tan vivo entre los puestos de libros usados y el torrente juvenil de la Sorbona que era imposible imaginarse que le faltaban apenas cuatro años para morir.
Por una fracción de segundo —como me ha ocurrido siempre— me encontré dividido entre mis dos oficios rivales. No sabía si hacerle una entrevista de prensa o solo atravesar la avenida para expresarle mi admiración sin reserva. Para ambos propósitos, sin embargo, había el mismo inconveniente grande: yo hablaba desde entonces el mismo inglés rudimentario que seguí hablando siempre, y no estaba muy seguro de su español de torero. De modo que no hice ninguna de las dos cosas que hubieran podido estropear aquel instante, sino que me puse las manos en bocina, como Tarzán en la selva, y grité de una acera a la otra: «Maeeeestro». Ernest Hemingway comprendió que no podía haber otro maestro entre la muchedumbre de estudiantes, y se volvió con la mano en alto, y me gritó en castellano con una voz un tanto pueril: «Adioooós, amigo». Fue la única vez que lo vi.
Yo era entonces un periodista de veintiocho años, con una novela publicada y un premio literario en Colombia, pero estaba varado y sin rumbo en París. Mis dos maestros mayores eran los dos novelistas norteamericanos que parecían tener menos cosas en común. Había leído todo lo que ellos habían publicado hasta entonces, pero no como lecturas complementarias, sino todo lo contrario: como dos formas distintas y casi excluyentes de concebir la literatura. Uno de ellos era William Faulkner, a quien nunca vi con estos ojos y a quien solo puedo imaginarme como el granjero en mangas de camisa que se rascaba el brazo junto a dos perritos blancos, en el retrato célebre que le hizo Cartier Bresson. El otro era aquel hombre efímero que acababa de decirme adiós desde la otra acera, y me había dejado la impresión de que algo había ocurrido en mi vida, y que había ocurrido para siempre.
No sé quién dijo que los novelistas leemos las novelas de los otros solo para averiguar cómo están escritas. Creo que es cierto. No nos conformamos con los secretos expuestos en el frente de la página, sino que la volteamos al revés, para descifrar las costuras. De algún modo imposible de explicar desarmamos el libro en sus piezas esenciales y lo volvemos a armar cuando ya conocemos los misterios de su relojería personal. Esa tentativa es descorazonadora en los libros de Faulkner, porque este no parecía tener un sistema orgánico para escribir, sino que andaba a ciegas por su universo bíblico como un tropel de cabras sueltas en una cristalería. Cuando se logra desmontar una página suya, uno tiene la impresión de que le sobran resortes y tornillos y que será imposible devolverla otra vez a su estado original. Hemingway, en cambio, con menos inspiración, con menos pasión y menos locura, pero con un rigor lúcido, dejaba sus tornillos a la vista por el lado de fuera, como en los vagones de ferrocarril. Tal vez por eso Faulkner es un escritor que tuvo mucho que ver con mi alma, pero Hemingway es el que más ha tenido que ver con mi oficio.
No solo por sus libros, sino por su asombroso conocimiento del aspecto artesanal de la ciencia de escribir. En la entrevista histórica que le hizo el periodista George Plimpton para Paris Review enseñó para siempre —contra el concepto romántico de la creación— que la comodidad económica y la buena salud son convenientes para escribir, que una de las dificultades mayores es la de organizar bien las palabras, que es bueno releer los propios libros cuando cuesta trabajo escribir para recordar que siempre fue difícil, que se puede escribir en cualquier parte siempre que no haya visitas ni teléfono, y que no es cierto que el periodismo acabe con el escritor, como tanto se ha dicho, sino todo lo contrario, a condición de que se abandone a tiempo. «Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer —dijo—, solo la muerte puede ponerle fin.» Con todo, su lección fue el descubrimiento de que el trabajo de cada día solo debe interrumpirse cuando ya se sabe cómo se va a empezar al día siguiente. No creo que se haya dado jamás un consejo más útil para escribir. Es, ni más ni menos, el remedio absoluto contra el fantasma más temido de los escritores: la agonía matinal frente a la página en blanco.
Toda la obra de Hemingway demuestra que su aliento era genial, pero de corta duración. Y es comprensible. Una tensión interna como la suya, sometida a un dominio técnico tan severo, es insostenible dentro del ámbito vasto y azaroso de una novela. Era una condición personal, y el error suyo fue haber intentado rebasar sus límites espléndidos. Es por eso que todo lo superfluo se nota más en él que en otros escritores. Sus novelas parecen cuentos desmedidos a los que les sobran demasiadas cosas. En cambio, lo mejor que tienen sus cuentos es la impresión que causan de que algo les quedó faltando, y es eso precisamente lo que les confiere su misterio y su belleza. Jorge Luis Borges, que es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, tiene los mismos límites, pero ha tenido la inteligencia de no rebasarlos.
Un solo disparo de Francis Macomber contra el león ensaña tanto como una lección de cacería, pero también como un resumen de la ciencia de escribir. En algún cuento suyo escribió que un toro de lidia, después de pasar rozando el pecho del torero, se volvió «como un gato doblando una esquina». Creo, con toda humildad, que esa observación es una de las tonterías geniales que solo son posibles en los escritores más lúcidos. La obra de Hemingway está llena de esos hallazgos simples y deslumbrantes, que demuestran hasta qué punto se ciñó a su propia definición de que la escritura literaria —como el iceberg— solo tiene validez si está sustentada debajo del agua por los siete octavos de su volumen.
Esa conciencia técnica será sin duda la causa de que Hemingway no pase a la gloria por ninguna de sus novelas, sino por sus cuentos más estrictos. Hablando de Por quién doblan las campanas, él mismo dijo que no tenía un plan preconcebido para componer el libro, sino que lo inventaba cada día a medida que lo iba escribiendo. No tenía que decirlo: se nota. En cambio, sus cuentos de inspiración instantánea son invulnerables. Como aquellos tres que escribió en la tarde de un 16 de mayo en una pensión de Madrid, cuando una nevada obligó a cancelar la corrida de toros de la feria de San Isidro. Esos cuentos —según él mismo le contó a George Plimpton— fueron «Los asesinos», «Diez indios» y «Hoy es viernes», y los tres son magistrales.
Dentro de esa línea, para mi gusto, el cuento donde mejor se condensan sus virtudes es uno de los más cortos: «Gato bajo la lluvia». Sin embargo, aunque parezca una burla de su destino, me parece que su obra más hermosa y humana es la menos lograda: Al otro lado del río y entre los árboles. Es, como él mismo reveló, algo que comenzó por ser un cuento y se extravió por los manglares de la novela. Es difícil entender tantas grietas estructurales y tantos errores de mecánica literaria en un técnico tan sabio, y unos diálogos tan artificiales y aun tan artificiosos en uno de los más brillantes orfebres de diálogos de la historia de las letras. Cuando el libro se publicó, en 1950, la crítica fue feroz. Porque no fue certera. Hemingway se sintió herido donde más le dolía, y se defendió desde La Habana con un telegrama pasional que no pareció digno de un autor de su tamaño. No solo era su mejor novela, sino también la más suya, pues había sido escrita en los albores de un otoño incierto, con las nostalgias irreparables de los años vividos y la premonición nostálgica de los pocos años que le quedaban por vivir. En ninguno de sus libros dejó tanto de sí mismo ni consiguió plasmar con tanta belleza y tanta ternura el sentimiento esencial de su obra y de su vida: la inutilidad de la victoria. La muerte de su protagonista, de apariencia tan apacible y natural, era la prefiguración cifrada de su propio suicidio.
Cuando se convive por tanto tiempo con la obra de un escritor entrañable, uno termina sin remedio por revolver su ficción con su realidad. He pasado muchas horas de muchos días leyendo en aquel café de la place de Saint Michel que él consideraba bueno para escribir, porque le parecía simpático, caliente, limpio y amable, y siempre he esperado encontrar otra vez a la muchacha que él vio entrar una tarde de vientos helados, que era muy bella y diáfana, con el pelo cortado en diagonal, como un ala de cuervo. «Eres mía y París es mío», escribió para ella, con ese inexorable poder de apropiación que tuvo su literatura. Todo lo que describió, todo instante que fue suyo, le sigue perteneciendo para siempre. No puedo pasar por el número 112 de la calle del Odeón, en París, sin verlo a él conversando con Sylvia Beach en una librería que ya no es la misma, ganando tiempo hasta que fueran las seis de la tarde por si acaso llegaba James Joyce. En las praderas de Kenia, con solo mirarlas una vez, se hizo dueño de sus búfalos y sus leones, y de los secretos más intrincados del arte de cazar. Se hizo dueño de toreros y boxeadores, de artistas y pistoleros que solo existieron por un instante, mientras fueron suyos. Italia, España, Cuba, medio mundo está lleno de los sitios de los cuales se apropió con solo mencionarlos. En Cojímar, un pueblecito cerca de La Habana donde vivía el pescador solitario de El viejo y el mar, hay un templete conmemorativo de su hazaña con un busto de Hemingway pintado con barniz de oro. En Finca Vigía, su refugio cubano donde vivió hasta muy poco antes de morir, la casa está intacta entre los árboles sombríos, con sus libros disímiles, sus trofeos de caza, su atril de escribir, sus enormes zapatos de muerto, las incontables chucherías de la vida y del mundo entero que fueron suyas hasta su muerte, y que siguen viviendo sin él con el alma que les infundió por la sola magia de su dominio. Hace unos años entré en el automóvil de Fidel Castro —que es un empecinado lector de literatura— y vi en el asiento un pequeño libro empastado en cuero rojo. «Es el maestro Hemingway», me dijo. En realidad, Hemingway sigue estando donde uno menos se lo imagina —veinte años después de muerto—, tan persistente y a la vez tan efímero como aquella mañana, desde la acera opuesta del bulevar de Saint Michel.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
CUENTOS
La breve vida feliz de Francis Macomber
Era hora de comer y estaban sentados bajo la doble lona verde de la tienda comedor, fingiendo que no había pasado nada. —¿Queréis zumo de lima o limonada? —preguntó Macomber.
—Yo tomaré un gimlet —le dijo Robert Wilson.
—Yo también tomaré un gimlet. Necesito tomar algo —dijo la mujer de Macomber.
—Supongo que es lo mejor —coincidió Macomber—. Dígale que prepare tres gimlets.
El criado ya había comenzado a prepararlos, sacando las botellas de las bolsas de lona isotérmicas, empapadas de humedad en el viento que soplaba a través de los árboles que sombreaban las tiendas.
—¿Qué debería darles? —preguntó Macomber.
—Una libra sería más que suficiente —le dijo Wilson—. No querrá malcriarlos.
—¿El capataz lo repartirá?
—Desde luego.
Media hora antes Francis Macomber había sido triunfalmente transportado hasta su tienda, desde los límites del campamento, a hombros y brazos del cocinero, los criados, el despellejador y los porteadores. Los porteadores de armas no habían tomado parte en el desfile. Cuando los muchachos nativos lo depositaron en el suelo a la puerta de su tienda, Macomber les estrechó a todos la mano, recibió sus felicitaciones y luego entró y se sentó en la cama hasta que llegó su mujer. Cuando ella entró no le dijo nada, él salió de la tienda enseguida para lavarse la cara y las manos en la jofaina portátil que había fuera y dirigirse luego a la tienda comedor, donde se sentó en una cómoda silla de lona a la brisa y a la sombra.
—Ya ha conseguido su león —le dijo Robert Wilson—, y un león condenadamente bueno.
La señora Macomber se volvió rauda hacia Wilson. Era una mujer extremadamente guapa y bien conservada, poseía la belleza y posición social que cinco años atrás le habían permitido exigir cinco mil dólares para promocionar, con fotografías, un producto de belleza que nunca había utilizado. Llevaba once años casada con Francis Macomber.
—Era un buen león, ¿verdad? —dijo Francis Macomber. Ahora su esposa le miraba. Miraba a los dos hombres como si nunca los hubiera visto.
A uno, Wilson, el cazador profesional, sabía que no lo había visto antes de emprender el safari. Era de estatura mediana y pelo pajizo, bigotillo de pelos cortos y tiesos, la cara muy roja y unos ojos extremadamente azules con unas arruguillas blancas en las comisuras que se hacían más profundas cuando sonreía. Ahora él le sonreía, y ella apartó la mirada de su cara y la dirigió a la caída de sus hombros bajo la chaqueta holgada que llevaba, con cuatro grandes cartuchos en las presillas donde debería haber habido el bolsillo izquierdo, a sus manos grandes y morenas, a sus pantalones viejos, sus botas muy sucias, y luego volvió a su cara roja. Se fijó en que el rojo recocido de su cara quedaba delimitado por una línea blanca que señalaba la frontera de su sombrero Stetson, que ahora colgaba de uno de los colgadores del palo de la tienda.
—Bueno, por el león —dijo Robert Wilson. Volvió a sonreír a la señora Macomber, y esta, sin sonreír, miró con curiosidad a su marido.
Francis Macomber era muy alto, muy bien formado si no te importaba que tuviera los huesos tan largos, atezado, con el pelo rapado como un galeote, labios bastante finos, y se le consideraba un hombre apuesto. Llevaba la misma clase de ropas de safari que Wilson, solo que las suyas eran nuevas. Tenía treinta y cinco años, se mantenía muy en forma, era buen deportista, poseía varios récords de pesca mayor, y acababa de demostrarse a sí mismo, a la vista de todo el mundo, que era un cobarde.
—Por el león —dijo—. Nunca podré agradecerle lo que hizo.
Margaret, su esposa, apartó la mirada de él y la dirigió a Wilson.
—No hablemos del león —dijo ella.
Wilson le dirigió una mirada sin sonreír y ahora fue ella quien le sonrió.
—Ha sido un día muy raro —dijo—. ¿No debería llevar el sombrero puesto aunque estemos debajo de una lona? Me lo dijo usted, por si no lo recuerda.
—Puede que me lo ponga —dijo Wilson.
—Sabe que tiene la cara muy roja, señor Wilson —le dijo ella, y volvió a sonreír.
—La bebida —dijo Wilson.
—No lo creo —dijo ella—. Francis bebe mucho, pero la cara nunca se le pone roja.
—Hoy está roja —dijo Macomber intentando hacer un chiste.
—No —dijo Margaret—. La mía es la que está hoy roja. Pero la del señor Wilson lo está siempre.
—Debe de ser una cuestión racial —dijo Wilson—. Y digo yo, ¿qué les parece si dejamos de hablar de mi belleza?
—Pero si acabo de empezar.
—Pues vamos a dejarlo —dijo Wilson.
—La conversación va a ser difícil —dijo Margaret.
—No seas tonta, Margot —dijo su marido.
—De difícil nada —dijo Wilson—. Ha conseguido un león magnífico.
Margot los miró a los dos, y ambos se dieron cuenta de que estaba a punto de llorar. Wilson hacía ya rato que se lo veía venir, y le aterraba. Pero Macomber ya había superado ese terror.
—Ojalá no hubiera ocurrido. Oh, ojalá no hubiera ocurrido —dijo ella, y se dirigió a su tienda. No emitió ningún sonido, pero los dos vieron que le temblaban los hombros bajo la camisa de color rosa, resistente al sol.
—Las mujeres se disgustan —le dijo Wilson al hombre alto—. En realidad no ha sido nada. Los nervios demasiado tensos, y una cosa y otra…
—No —dijo Macomber—. Supongo que ahora llevaré esa cruz el resto de mi vida.
—Tonterías. Tomemos una copa de este matagigantes —dijo Wilson—. Olvídelo todo. No ha sido nada.
—Lo intentaremos —dijo Macomber—. De todos modos, nunca olvidaré lo que hizo por mí.
—Nada —dijo Wilson—. Tonterías.
De modo que se quedaron sentados a la sombra. Habían instalado el campamento bajo unas acacias de ancha copa, y detrás de ellos había un precipicio salpicado de rocas, delante una extensión de hierba que iba hasta la orilla de un arroyo lleno de rocas, y más allá un bosque. Tomaron sus bebidas de lima, enfriadas al punto, y evitaron mirarse a los ojos mientras los criados preparaban la mesa para comer. Wilson se dio cuenta de que todos los criados ya estaban al corriente, y cuando vio al criado personal de Macomber mirando a su amo lleno de curiosidad mientras ponía los platos en la mesa le espetó unas palabras en swahili. El chico apartó la mirada. Estaba pálido.
—¿Qué le estaba diciendo? —preguntó Macomber.
—Nada. Le he dicho que se espabilara o me encargaría de que le dieran quince de los buenos.
—¿Quince qué? ¿Azotes?
—Es ilegal —dijo Wilson—. Se supone que debemos multarlos.
—¿Y usted aún los azota?
—Oh, sí. Si decidieran quejarse armarían un follón de mil demonios. Pero no se quejan. Lo prefieran a las multas.
—¡Qué raro! —dijo Macomber.
—No, la verdad es que no es raro —dijo Wilson—. Usted, ¿qué preferiría, perder el sueldo o que le dieran unos buenos azotes?
Pero enseguida se avergonzó de haberle hecho aquella pregunta, y antes de que Macomber pudiera contestar añadió:
—A todos nos dan una paliza todos los días, sabe, de uno u otro modo.
Eso tampoco lo arregló. Dios mío, se dijo. Qué diplomático soy.
—Sí, a todos nos dan una paliza —dijo Macomber, todavía sin mirarle—. Siento muchísimo lo del león. No tiene por qué salir de aquí, ¿verdad? Quiero decir que nadie tiene por qué enterarse, ¿no cree?
—¿Quiere decir si lo contaré en el Mathaiga Club? —Ahora Wilson lo miraba fríamente. No se esperaba eso. Así que además de un maldito cobarde es un maldito cabrón, se dijo. Me caía bastante bien hasta hoy. Pero con los americanos nunca se sabe.
—No —dijo Wilson—. Soy un cazador profesional. Nunca hablamos de nuestros clientes. Puede estar tranquilo por lo que a eso respecta. Además, se supone que es de mal tono pedirnos que no hablemos.
Acababa de decidir que lo más fácil sería romper cualquier asomo de amistad. Comería solo, y durante las comidas podría leer. Todos comerían solos. Durante el safari mantendría con ellos esa relación más formal —¿cómo lo llamaban los franceses?, distinguida consideración— y sería muchísimo más fácil que tener que pasar por toda esa basura emocional. Le insultaría y romperían limpiamente su amistad. Luego podría leer algún libro a la hora de comer y seguiría bebiéndose el whisky de los Macomber. Esa era la frase adecuada para cuando un safari iba mal. Te topabas con otro cazador y le preguntabas: «¿Cómo va todo?», y él te contestaba: «Oh, todavía sigo bebiéndome su whisky», y sabías que todo se había ido al garete.
—Lo siento —dijo Macomber, y lo miró con esa cara de americano que seguiría siendo adolescente hasta que alcanzara la mediana edad, y Wilson observó su pelo cortado a cepillo, su mirada apenas furtiva, la hermosa nariz, sus finos labios y la apuesta barbilla—. Siento mucho no haberme dado cuenta. Hay muchas cosas que ignoro.
Qué podía hacer, pues, se dijo Wilson. Estaba a punto de acabar con aquella relación de una manera rápida y limpia, y el miserable se ponía a disculparse después de haberlo insultado.
—No se preocupe por lo que yo pueda decir —replicó Wilson—. Tengo que ganarme la vida. Ya sabe que en África ninguna mujer falla cuando dispara a su león y ningún hombre blanco sale nunca por piernas.
—Pues yo salí corriendo como un conejo —dijo Macomber.
Bueno, qué demonios había que hacer con un hombre que hablaba así, se preguntó Wilson.
Wilson miró a Macomber con sus ojos azules y apagados de quien sabe manejar una ametralladora y el otro le devolvió la sonrisa. Tenía una agradable sonrisa si no te fijabas en cómo lo delataban los ojos cuando estaba ofendido.
—A lo mejor puedo arreglarlo cuando cacemos búfalos —dijo Macomber—. Cazaremos búfalos, ¿verdad?
—Por la mañana, si quiere —le dijo Wilson. Tal vez se había equivocado. Desde luego, así era como había que tomárselo. Desde luego, no se sabía nunca con estos americanos. Ahora ya volvía a estar del lado de Macomber. Si conseguía olvidarse de esa mañana. Pero claro, no podía. Aquella había sido una mala mañana con ganas.
—Aquí viene la memsahib —dijo. Volvía de su tienda, parecía haberse refrescado y se la veía alegre y encantadora. Su cara era un óvalo perfecto, tan perfecto que esperabas que fuera estúpida. Pero no lo era, se dijo Wilson, no, no era estúpida.
—¿Cómo está el guapo señor Wilson de cara roja? ¿Te encuentras mejor, Francis, tesoro?
—Oh, mucho mejor —dijo Francis.
—Ya no quiero pensar más en eso —dijo Margaret, sentándose a la mesa—. ¿Qué más da que Francis sea bueno o no matando leones? No es su oficio. Es el oficio del señor Wilson. El señor Wilson impresiona bastante matando cualquier cosa. Usted mata cualquier cosa, ¿verdad?
—Oh, lo que sea —dijo Wilson—. Sencillamente, lo que sea. —Son las más duras del mundo; las más duras, las más crueles, las más depredadoras y las más atractivas, y sus hombres se han ablandado o se han quedado con los nervios destrozados mientras ellas se endurecían. ¿O es que solo escogen a los hombres que pueden manejar? Aunque a la edad en que se casan eso no pueden saberlo, se dijo Wilson. Dio gracias por haber aprobado ya la asignatura de las mujeres americanas, porque aquella era muy atractiva.
—Iremos a cazar búfalos por la mañana —le dijo a Margaret.
—Yo iré —dijo ella.
—No, no irá.
—Oh, sí, iré. ¿Puedo, Francis?
—¿Por qué no te quedas en el campamento?
—Por nada del mundo —dijo ella—. No me perdería algo como lo de hoy por nada del mundo.
Cuando Margaret se fue a llorar, estaba pensando Wilson, parecía una mujer estupenda de verdad. Parecía comprender, darse cuenta de las cosas, que se apenaba por él y por ella y que sabía cuál era realmente la situación. Está fuera veinte minutos y ahora vuelve recubierta de esa crueldad femenina americana. No hay quien pueda con ellas. Desde luego, no hay quien pueda con ellas.
—Mañana montaremos otro numerito para ti —dijo Francis Macomber.
—Usted no viene —dijo Wilson.
—Está usted muy equivocado —le contestó ella—. Y tengo muchísimas ganas de verle actuar de nuevo. Esta mañana ha estado fabuloso, si es que es fabuloso volarle la cabeza a un animal.
—Aquí está la comida —dijo Wilson—. Está contenta, ¿verdad?
—¿Por qué no? No he venido aquí a bostezar.
—Bueno, no ha sido aburrido —dijo Wilson. Desde donde estaba podía ver las rocas del río y la orilla elevada del otro lado, con los árboles, y se acordó de lo ocurrido por la mañana.
—Oh, no —dijo ella—. Ha sido encantador. Y mañana. No sabe lo impaciente que estoy por salir mañana.
—Lo que le ofrece es alce africano —dijo Wilson.
—Son aquellos animales que parecen vacas y saltan como liebres, ¿verdad?
—Supongo que es una manera de describirlos —dijo Wilson.
—La carne es muy buena —dijo Macomber.
—¿Lo has matado tú? —preguntó Margaret.
—Sí.
—No son peligrosos, ¿verdad?
—Solo si te caen encima —dijo Wilson.
—Me alegra saberlo.
—¿Por qué no dejas de joder, Margot? —dijo Macomber, cortando el bistec de alce africano y colocando un poco de puré de patata, salsa y zanahoria en el tenedor vuelto del revés que atravesaba el trozo de carne.
—Supongo que podré —dijo ella—, ya que lo has expresado tan finamente.
—Esta noche brindaremos con champán por el león —dijo Wilson—. A mediodía hace demasiado calor.
—Oh, el león —dijo Margot—. ¡Se me había olvidado el león!
Así que, se dijo Robert Wilson, lo que pasa es que ella le está tomando el pelo, ¿no? ¿O quizá es la manera que tiene de montar el numerito? ¿Cómo ha de comportarse una mujer cuando descubre que su marido es un maldito cobarde? Es condenadamente cruel, pero todas son crueles. Son las que mandan, desde luego, y para mandar a veces hay que ser cruel. Sin embargo, ya estoy hasta las narices de su maldito terrorismo.
—Tome un poco más de alce —le dijo a Margaret cortésmente.
Al caer la tarde Wilson y Macomber salieron en el vehículo con el conductor nativo y dos porteadores de armas. La señora Macomber se quedó en el campamento. Hacía demasiado calor para salir, dijo, ya los acompañaría por la mañana temprano. Cuando se alejaban, Wilson la vio de pie debajo del gran árbol, y le pareció más guapa que hermosa, con su camisa caqui levemente rosada, el pelo negro echado para atrás y recogido en una trenza en la nuca, su cutis tan lozano, se dijo, como si estuviera en Inglaterra. Los saludó con la mano cuando el coche se alejó a través de la llanura pantanosa de altas hierbas y giró para cruzar entre los árboles y adentrarse en las pequeñas colinas cubiertas de sabana.
En la sabana encontraron un rebaño de impalas, y salieron del coche y acecharon un viejo macho de cuernos largos y de gran envergadura, y Macomber lo mató con un meritorio disparo que derribó al animal a unos doscientos metros de distancia y puso al rebaño en desenfrenada huida, los animales saltando y encaramándose en las grupas de los que iban delante, con unos saltos en los que estiraban las largas piernas de una manera tan increíble que parecía que flotaran, como en los saltos que a veces se dan en sueños.
—Ha sido un buen disparo —dijo Wilson—. Son un objetivo pequeño.
—¿La cabeza vale la pena? —preguntó Macomber.
—Es excelente —le dijo Wilson—. Si dispara así no tendrá ningún problema.
—¿Cree que mañana encontraremos algún búfalo?
—Es muy posible. Salen a pacer a primera hora de la mañana, y con suerte podemos pillarlos en campo abierto.
—Me gustaría poder borrar lo del león —dijo Macomber—. No es muy agradable que tu esposa te vea hacer algo así.
Yo hubiera dicho que era aún más desagradable hacerlo, se dijo Wilson, con esposa o sin esposa, o hablar de ello tras haberlo hecho. Pero lo que dijo fue:
—Yo no pensaría más en eso. Cualquiera puede asustarse al ver un león por primera vez. Asunto concluido.
Pero aquella noche, después de la cena y un whisky con soda junto al fuego antes de irse a la cama, mientras Francis Macomber estaba echado en la cama y escuchaba los ruidos de la noche, no todo había concluido. Ni había concluido ni estaba empezando. Estaba ahí exactamente como había ocurrido, con algunas partes indeleblemente subrayadas, y él se sentía triste y avergonzado. Pero más que vergüenza sentía un miedo frío y hueco en su interior. El miedo seguía allí como un hueco frío y viscoso, y en el lugar que antes ocupaba su seguridad en sí mismo se abría un vacío, y eso le provocaba náuseas. Y ahora seguía con él.
Había comenzado la noche antes, cuando se despertó y oyó el león rugiendo en algún lugar inconcreto, río arriba. Era un sonido grave, rematado por una especie de gruñido mezclado con tos que parecía proceder de delante de su tienda, y cuando Francis Macomber se despertó en plena noche para oírlo tuvo miedo. Oía a su esposa respirando plácidamente, dormida. No había nadie a quien poder decirle que tenía miedo, con quien compartir el miedo, y echado, solo, ignoraba ese proverbio somalí que dice que un hombre valiente siempre le tiene miedo a un león tres veces; la primera vez que ve su rastro, la primera vez que lo oye rugir y la primera vez que se enfrenta a él. Por la mañana, mientras desayunaba a la luz de un farol en la tienda comedor, antes de que el sol saliera, el león volvió a rugir y Francis pensó que estaba en los límites del campamento.
—Parece un viejo —dijo Robert Wilson, levantando la mirada de sus arenques ahumados y su café—. Escuche cómo tose.
—¿Está muy cerca?
—Más o menos a un kilómetro y medio río arriba.
—¿Lo veremos?
—Echaremos un vistazo.
—¿Llega tan lejos su rugido? Se oye como si estuviera en el campamento.
—Se le puede oír desde muy lejos —dijo Robert Wilson—. Es curioso lo lejos que puede llegar. Esperemos que sea un gato que valga la pena cazar. Los criados dijeron que había uno muy grande por aquí.
—Si le disparo, ¿dónde debo apuntar para detenerle? —preguntó Macomber.
—Entre los hombros —dijo Wilson—. En el cuello si cree que podrá darle. Busque el hueso. Derríbelo.
—Espero darle en el lugar adecuado —dijo Macomber.
—Usted dispara muy bien —le dijo Wilson—. Tómese su tiempo. Asegure el tiro. El primero es el que cuenta.
—¿A qué distancia estará?
—No se sabe. En eso el león también dice la suya. No dispare hasta que esté lo bastante cerca para asegurar el tiro.
—¿A menos de cien metros? —preguntó Macomber.
Wilson lo miró rápidamente.
—Cien metros está bien. Puede que tenga que ser un poco menos. No se arriesgue a disparar a más distancia. Cien metros es una distancia razonable. A esa distancia le dará siempre que quiera. Ahí viene la memsahib.
—Buenos días —dijo Margaret—. ¿Vamos a ir a por el león?
—En cuanto acabe de desayunar —dijo Wilson—. ¿Cómo se siente?
—De maravilla —dijo ella—. Estoy muy emocionada.
—Iré a supervisar que todo esté a punto. —Wilson se marchó. Cuando se iba, el león volvió a rugir.
—Viejo gruñón —dijo Wilson—. Te haremos callar.
—¿Qué pasa, Francis? —le preguntó su mujer.
—Nada —dijo Macomber.
—Sí, algo te pasa —dijo ella—. ¿Por qué estás tan alterado?
—No me pasa nada —dijo él.
—Dímelo —dijo ella mirándolo—. ¿No te encuentras bien?
—Son esos condenados rugidos —dijo—. Lleva así toda la noche, ¿sabes?
—¿Por qué no me has despertado? —dijo ella—. Me habría encantado oírlo.
—Tengo que matar a ese maldito animal —dijo Macomber, abatido.
—Bueno, para eso estás aquí, ¿no?
—Sí. Pero estoy nervioso. Oír esos rugidos me pone los nervios de punta.
—Bueno, pues como dijo Wilson, mátalo y acaba con esos rugidos.
—Sí, cariño —dijo Francis Macomber—. Es fácil de decir, ¿verdad?
—No tendrás miedo, ¿verdad?
—Claro que no. Pero estoy nervioso después de oírlo rugir toda la noche.
—Dispararás de maravilla y lo matarás —dijo ella—. Sé que lo harás. Estoy terriblemente ansiosa por verlo.
—Acaba tu desayuno y nos pondremos en marcha.
—Aún no es de día —dijo ella—. Es una hora ridícula.
Justo en ese momento el león rugió con un gemido cavernoso, repentinamente gutural, una vibración ascendente que pareció sacudir el aire y acabó en un suspiro y en un gruñido intenso y cavernoso.
—Suena casi como si estuviera aquí —dijo la mujer de Macomber.
—Dios mío —dijo Macomber—. Odio ese condenado ruido.
—Es de lo más impresionante.
—Impresionante. Es aterrador.
Robert Wilson apareció sonriente con su Gibbs de calibre 505, feo, chato y de boca sorprendentemente grande.
—Vamos —dijo—. Su porteador de armas ya tiene el Springfield y el rifle de gran calibre. Todo está en el coche. ¿Lleva la munición?
—Sí.
—Estoy lista —dijo la mujer de Macomber.
—Hay que hacer que deje de armar tanto jaleo —dijo Wilson—. Siéntese delante. La memsahib puede ir detrás conmigo.
Subieron al coche, y en el gris de la primera luz del día remontaron el río entre los árboles. Macomber abrió la recámara de su rifle y vio las balas con sus casquillos metálicos, echó el cerrojo y puso el seguro. Vio que le temblaba la mano. Se metió la mano en el bolsillo y tocó los cartuchos que llevaba, y pasó los dedos por los cartuchos que llevaba en las presillas de la pechera de la chaqueta. Se volvió hacia Wilson, sentado en la parte de atrás del vehículo, sin puerta y cuadrado, junto a su mujer, los dos sonriendo de la emoción, y Wilson se inclinó hacia delante y le susurró:
—Fíjese en cómo bajan los pajarracos. Eso significa que el abuelete ha abandonado su presa.
En la otra ribera del río Macomber vio, por encima de los árboles, buitres dando vueltas y bajando en picado.
—Es probable que se acerque a beber por aquí —le susurró Wilson—. Antes de echarse un rato. Mantenga los ojos abiertos.
Conducían lentamente por la elevada ribera del río, que en aquel lugar caía en picado hasta el lecho lleno de rocas, y avanzaron serpenteando entre los árboles. Macomber estaba atento a la otra orilla cuando notó que Wilson lo agarraba del brazo. El coche se detuvo.
—Ahí está —oyó decir en un susurro—. Vaya hacia delante y a la derecha. Baje y mátelo. Es un león maravilloso.
Entonces Macomber vio el león. Estaba de pie, casi de lado, con la gran cabeza levantada y vuelta hacia ellos. La brisa de primera hora de la mañana que soplaba hacia ellos le revolvía la oscura melena, y el león parecía enorme, perfilado sobre la orilla del río a la luz gris de la mañana, los hombros pesados, su cuerpo, en forma de tonel, formando una curva suave.
—¿A qué distancia está? —preguntó Macomber, levantando el rifle.
—A unos setenta y cinco metros. Baje y mátelo.
—¿Por qué no le disparo desde donde estoy?
—No se dispara desde el coche —oyó que Wilson le decía al oído—. Baje. No va a quedarse ahí todo el día.
Macomber salió por la abertura curva que había al lado del asiento delantero, primero puso el pie en el estribo y luego en el suelo. El león permanecía allí, mirando majestuosa y fríamente hacia ese objeto que sus ojos solo le mostraban en silueta, y que abultaba como un superrinoceronte. No le llegaba olor de hombre, y contemplaba el objeto moviendo su gran cabeza de un lado a otro. A continuación, mientras seguía contemplando el objeto, sin temor, pero vacilando antes de bajar a beber a la orilla con un cosa así delante de él, vio la figura de un hombre separarse del objeto; volvió su pesada cabeza para alejarse hacia el resguardo de los árboles cuando oyó un estampido, casi un chasquido, y sintió el impacto de una sólida bala del 30-06 que le perforó el flanco y le desgarró el estómago causándole una náusea repentina y caliente. Echó a trotar, pesado, con sus grandes patas, balanceando el vientre herido, a través de los árboles en dirección a las hierbas altas, donde podría protegerse, y el estampido se repitió y lo oyó pasar desgarrando el aire. Hubo otro estampido y sintió el golpe en las costillas inferiores y cómo la bala lo penetraba, la sangre caliente y espumosa en la boca, y galopó hacia las hierbas altas, donde podría acurrucarse y no ser visto y atraer esa cosa que provocaba esos estampidos lo bastante cerca para dar un salto y coger al hombre que la esgrimía.
Cuando Macomber salió del coche no pensaba en lo que el león sentiría. Solo sabía que las manos le temblaban, y mientras se alejaba del coche le parecía casi imposible conseguir mover las piernas. Tenía los muslos agarrotados, pero sentía el pálpito de los músculos. Levantó el rifle, apuntó a la inserción de la cabeza del león entre los hombros y apretó el gatillo. No pasó nada, y eso que apretó hasta que pensó que se le iba a romper el dedo. Entonces se dio cuenta de que no había quitado el seguro, y cuando bajó el rifle para quitarlo avanzó otro paso helado, y el león, al ver cómo su silueta se separaba de la silueta del coche, se volvió e inició un trotecillo, y, cuando Macomber disparó, oyó un golpe sordo que significaba que la bala había dado en el blanco; pero el león seguía moviéndose. Macomber volvió a disparar y todos vieron que la bala levantó una salpicadura de tierra, y el león siguió trotando. Volvió a disparar, acordándose de que debía apuntar más abajo, y todos oyeron el impacto de la bala en el blanco, y el león pasó a galopar y ya estaba en medio de las hierbas altas antes de que Macomber hubiera tenido tiempo de cargar el rifle.
Macomber comenzó a sentir náuseas, le temblaban las manos que sostenían el Springfield, aún en posición de disparo, y su esposa y Robert Wilson estaban a su lado. Y también los dos porteadores de armas, hablando entre ellos en wakamba.
—Le he dado —dijo Macomber—. Le he dado dos veces.
—Le dio en las tripas y luego un poco más adelante —dijo Wilson sin entusiasmo. Los porteadores de armas parecían muy serios. Ahora callaban.
—Puede que lo haya matado —prosiguió Wilson—. Tendremos que esperar un poco antes de ir a averiguarlo.
—¿A qué se refiere?
—Esperaremos a que se desangre un poco antes de ir a buscarlo.
—Oh —dijo Macomber.
—Es un león de primera —dijo Wilson con alegría—. Aunque se ha metido en un mal sitio.
—¿Por qué es un mal sitio?
—Porque no podrá verlo hasta que lo tenga encima.
—Ah —dijo Macomber.
—Vamos —dijo Wilson—. La memsahib puede quedarse en el coche. Le echaremos un vistazo al rastro de sangre.
—Quédate aquí, Margot —le dijo Macomber a su mujer. Tenía la boca muy seca y le costaba mucho hablar.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque lo dice Wilson.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Wilson—. Quédese aquí. Incluso lo verá mejor desde aquí.
—Muy bien.
Wilson le habló en swahili al conductor. Este asintió y dijo:
—Sí, bwana.
A continuación bajaron la empinada orilla y cruzaron el río, trepando por encima de las rocas y sorteándolas y subieron a la otra ribera, ayudándose de algunas raíces que sobresalían, y siguieron la ribera hasta llegar al lugar por donde había trotado el león cuando Macomber le disparó por primera vez. Había sangre oscura en la hierba corta que los porteadores de armas señalaron con unos tallos, y el reguero se escurría hasta los árboles de la ribera.
—¿Qué hacemos? —preguntó Macomber.
—No tenemos muchas opciones —dijo Wilson—. No podemos traer el coche. La orilla es demasiado empinada. Dejaremos que se agarrote un poco y luego usted y yo iremos a buscarlo.
—¿No podríamos prender fuego a la hierba? —preguntó Macomber.
—Demasiado verde.
—¿No podemos enviar batidores?
Wilson lo miró de arriba abajo.
—Claro que podemos —dijo—. Pero es casi un asesinato. Verá, sabemos que el león está herido. A un león que no está herido se le puede empujar. Irá avanzando, huyendo del ruido. Pero un león herido está dispuesto a atacar. No lo ve hasta que lo tiene encima. Se quedará totalmente pegado al suelo en un escondrijo en el que se diría que no cabe ni una liebre. No parece muy acertado enviar a los criados a este tipo de espectáculo. Alguien podría resultar malherido.
—¿Y los porteadores de armas?
—Oh, ellos vendrán con nosotros. Es su shauri. Han firmado un contrato para eso, ¿sabe? Aunque tampoco se les ve muy contentos, ¿no cree?
—No quiero meterme ahí —dijo Macomber. Le salió antes de saber lo que decía.
—Ni yo —dijo Wilson alegremente—. Aunque la verdad es que no tengo elección. —Entonces, como si no se le hubiera ocurrido hasta ese momento, miró a Macomber y de repente se dio cuenta de que temblaba y de su patética expresión.
—Naturalmente, no tiene por qué hacerlo —dijo—. Para eso me ha contratado, sabe. Por eso soy tan caro.
—¿Quiere decir que irá solo? ¿Por qué no lo dejamos allí?
Robert Wilson, que hasta ese momento solo se había preocupado del león y del problema que presentaba, y que no había pensado en Macomber excepto para darse cuenta de que estaba hablando demasiado, súbitamente se sintió como el que abre la puerta equivocada de una habitación de hotel y ve algo vergonzoso.
—¿A qué se refiere?
—¿Por qué no lo dejamos allí?
—¿Quiere decir que finjamos que no le hemos dado?
—No. Simplemente dejarlo ahí.
—Eso no se hace.
—¿Por qué?
—Para empezar, seguro que está sufriendo. Además, otros podrían tropezarse con él.
—Entiendo.
—Pero usted se puede quedar al margen.
—Me gustaría ir —dijo Macomber—. Es solo que estoy asustado.
—Yo iré delante —dijo Wilson— y Kongoni irá el último. Manténgase detrás de mí y ligeramente a un lado. Muy probablemente le oiremos gruñir. Si le vemos, dispararemos los dos. No se preocupe por nada. Le cubriré. De hecho, sería mejor que no viniera. Sería mucho mejor. ¿Por qué no se va con la memsahib mientras yo me encargo de todo?
—No, quiero ir.
—Muy bien —dijo Wilson—. Pero no venga si no quiere. Este es mi shauri, ¿sabe?
—Quiero ir —dijo Macomber.
Se sentaron bajo un árbol y fumaron.
—¿Quiere volver y hablar con la memsahib mientras esperamos? —preguntó Wilson.
—No.
—Iré yo y le diré que tenga paciencia.
—Bueno —dijo Macomber. Se quedó allí sentado, con las axilas sudadas, la boca seca, sintiendo un vacío en el estómago, queriendo reunir el valor para decirle a Wilson que liquidara el león sin él. No podía saber que Wilson estaba furioso por no haberse dado cuenta antes del estado en que se encontraba y no haberle mandado con su mujer. Mientras estaba allí sentado apareció Wilson.
—He traído el rifle de gran calibre —dijo—. Cójalo. Creo que ya le hemos dado tiempo. Vamos.
Macomber cogió el rifle de gran calibre y Wilson dijo:
—Manténgase unos cinco metros detrás de mí y a la derecha y haga exactamente lo que le diga.
A continuación habló en swahili con los dos porteadores de armas, que ponían cara de funeral.
—Vamos —dijo.
—¿Podría beber un sorbo de agua? —preguntó Macomber. Wilson le dijo algo al porteador de más edad, que llevaba una cantimplora en el cinturón, y el hombre se la quitó, desenroscó el tapón y se la entregó a Macomber, que la cogió pensando que parecía muy pesada y notando la envoltura de fieltro peluda y barata. La levantó para beber y miró delante de él, las hierbas altas y los árboles de copas aplanadas que había detrás. Soplaba brisa en dirección a ellos, y la hierba se ondulaba suavemente al viento. Miró al porteador y se dio cuenta de que también él sentía miedo.
A unos treinta metros de donde comenzaban las hierbas altas yacía el león, aplastado contra el suelo. Tenía las orejas gachas y el único movimiento que se permitía era sacudir arriba y abajo su larga cola de pelo negro. Se había puesto en guardia nada más llegar a ese escondite; sentía náuseas a causa de la herida en el vientre, y la herida de los pulmones lo había debilitado, haciendo aflorar una fina espuma roja en la boca cada vez que respiraba. Tenía los flancos mojados y calientes, y las moscas se arremolinaban en torno a los pequeños orificios que las balas habían abierto en su pellejo pardo; sus grandes ojos amarillos, entrecerrados con odio, miraban en línea recta, y solo parpadeaban cuando le llegaba el dolor, al respirar, y sus garras se clavaban en la tierra blanda y recocida. Todo él, dolor, náusea, odio y todas las fuerzas que le restaban, se tensaban en una concentración absoluta para cuando hubiera que atacar. Oía hablar a los hombres y esperaba, haciendo acopio de todas sus fuerzas para acometer en cuanto los hombres se adentraran en la hierba. Cuando oía las voces la cola se le tensaba y la sacudía arriba y abajo, y, cuando se acercaron al límite de las hierbas, emitió su medio gruñido mezclado con tos y atacó.
Kongoni, el porteador de más edad, en cabeza siguiendo el rastro de sangre; Wilson, que vigilaba las hierbas atento a cualquier movimiento, el rifle de gran calibre a punto; el segundo porteador, mirando delante y escuchando; Macomber, cerca de Wilson con el rifle montado; acababan de adentrarse en la hierba cuando Macomber oyó el medio gruñido mezclado con tos ahogado de sangre y vio el movimiento que silbaba entre las hierbas. Cuando se dio cuenta estaba corriendo; corriendo desaforadamente, presa del pánico en campo abierto, corriendo hacia el río.
Oyó el ¡patapum! del rifle de gran calibre de Wilson, seguido de un segundo ¡patapum!, y al volverse vio el león, que ahora tenía un aspecto horrible y al que parecía faltarle la mitad de la cabeza, arrastrándose hacia Wilson en el límite de las altas hierbas, mientras el hombre de cara roja manipulaba el cerrojo de su rifle feo y chato y apuntaba cuidadosamente, y otro ¡patapum! salía de la boca, y la mole reptante, pesada y amarilla del león se quedaba rígida, la enorme cabeza mutilada se deslizaba hacia delante, y Macomber, solo en el claro al que había llegado corriendo, empuñando un rifle cargado mientras dos negros y un blanco lo miraban con desprecio, supo que el león estaba muerto. Se acercó a Wilson, cuya estatura parecía toda ella un puro reproche, y Wilson lo miró y le dijo:
—¿Quiere sacar fotos?
—No —dijo Macomber.
No dijeron nada más hasta llegar al coche. Entonces Wilson dijo:
—Un león de primera. Los criados lo despellejarán. Nosotros nos podemos quedar a la sombra.
La esposa de Macomber no le había dirigido la mirada, ni él a ella, y Macomber se había sentado junto a ella en el asiento de atrás, mientras Wilson iba delante. En una ocasión le cogió la mano sin dirigirle la vista, y ella la apartó. Al mirar hacia al otro lado del río, donde los porteadores de armas desollaban el león, se dio cuenta de que ella lo había visto todo. Mientras estaban allí sentados, su mujer extendió el brazo y puso la mano en el hombro de Wilson. Este se volvió y ella se inclinó hacia delante por encima del asiento y le besó en la boca.
—Oh, vaya —dijo Wilson, poniéndose más rojo aún de lo que era su color natural.
—El señor Robert Wilson —dijo ella—. El guapo señor Wilson de cara roja.
A continuación volvió a sentarse al lado de Macomber y miró hacia el otro lado del río, donde yacía el león, con las patas delanteras desnudas y levantadas, a la vista los blancos músculos y los tendones, y la barriga blanca e hinchada, mientras los negros le iban arrancando la piel. Al final los porteadores cargaron la piel, húmeda y pesada, y se subieron a la parte de atrás del coche, enrollándola antes de subir, y partieron. Nadie dijo nada más hasta que estuvieron de regreso en el campamento.
Esa era la historia del león. Macomber no sabía lo que el león había sentido antes de echar a correr, ni cuando atacó, cuando la increíble descarga de un 505 con una velocidad de salida de dos toneladas le dio en el morro, ni lo que lo impulsó a seguir avanzando, cuando el segundo estampido le destrozó las patas traseras y continuó arrastrándose hacia ese objeto que retumbaba y explotaba y le había destruido. Wilson sí sabía algo de lo que sentía el león, y lo había expresado diciendo: «Un león de primera», pero Macomber tampoco sabía cuáles eran los sentimientos de Wilson acerca de todo eso. Tampoco sabía lo que sentía su esposa, más allá de que no quería saber nada de él.
Su mujer ya se había enfadado con él otras veces, pero nunca duraba. Él era muy rico, y sería mucho más rico, y sabía que ella no le abandonaría nunca. Era una de las pocas cosas que sabía de verdad. Sabía eso, de motos —eso fue antes—, de coches, de cazar patos, de pesca, salmón, trucha y en alta mar, de sexo en los libros, muchos libros, demasiados libros, de todos los deportes de pista, de perros, no mucho de caballos, de no perder el dinero que tenía, de casi todas las demás cosas que tenían que ver con su mundo, y que su mujer no le dejaría. Su mujer había sido una gran belleza, y seguía siendo una gran belleza en África, pero en su país ya no era una belleza tan llamativa como para dejarlo y encontrar algo mejor, y ella lo sabía y él lo sabía. A ella se le había pasado la oportunidad de dejarlo y él lo sabía. Si él hubiese sido mejor con las mujeres probablemente a ella habría comenzado a preocuparle que él pudiera encontrar una nueva y bella esposa; pero ella le conocía demasiado bien y sabía que no tenía que preocuparse. Además, él siempre había sido muy tolerante, cosa que parecería la mejor de sus virtudes de no ser la más siniestra.
Con todo, se les consideraba una pareja relativamente feliz, una de esas parejas de las que siempre se rumorea que se van a separar pero nunca ocurre, y, tal como lo expresó un columnista de sociedad, añadían más que una pizca de aventura a su tan envidiado e imperecedero romance mediante un safari en lo que se conocía como el «África más oscura» hasta que Martin Johnson la iluminó en tantas pantallas cinematográficas, donde perseguían al viejo Simba, el león, al búfalo, a Tembo el elefante y coleccionaban especímenes para el Museo de Historia Natural. El mismo columnista había informado que habían estado a punto tres veces en el pasado, y era cierto. Pero siempre se reconciliaban. Su unión poseía una base sólida. Margot era demasiado hermosa para que Macomber se divorciara, y él tenía demasiado dinero para que ella le dejara.
Eran ya las tres de la mañana, y Francis Macomber, que había dormido un rato después de dejar de pensar en el león, se despertó y volvió a dormirse, y de repente volvió a despertarse, asustado por un sueño en el que tenía encima la cabeza ensangrentada del león, y mientras escuchaba el fuerte latido de su corazón se dio cuenta de que su mujer no estaba en el otro catre de la tienda. Con esa idea se quedó despierto dos horas.
Transcurrido ese tiempo su mujer entró en la tienda, levantó la mosquitera y se instaló confortablemente en su catre.
—¿Dónde has estado? —preguntó Macomber en la oscuridad.
—Hola —dijo ella—. ¿Estás despierto?
—¿Dónde has estado?
—Salí a tomar un poco el aire.
—Y un cuerno.
—¿Qué quieres que diga, cariño?
—¿Dónde has estado?
—Salí a tomar un poco el aire.
—No sabía que ahora tenía ese nombre. Eres una zorra.
—Bueno, y tú un cobarde.
—Muy bien —dijo él—. ¿Y qué?
—Por mí, nada. Pero por favor, no hablemos, cariño, porque tengo mucho sueño.
—Crees que voy a tragar con todo.
—Sé que lo harás, cariño.
—Bueno, pues no.
—Por favor, cariño, no hablemos. Tengo mucho sueño.
—Esto no se iba a repetir. Me prometiste que se había acabado.
—Bueno, pues resulta que no se ha acabado —dijo ella dulcemente.
—Me dijiste que si hacíamos este viaje eso no se repetiría. Me lo prometiste.
—Sí, cariño. Esa era mi intención. Pero ayer el viaje se fue al garete. No tenemos por qué hablar de eso, ¿verdad?
—En cuanto has tenido la oportunidad la has aprovechado, ¿verdad?
—Por favor, no hablemos. Tengo tanto sueño, cariño.
—Pues pienso hablar.
—Pues no te preocupes por mí, porque yo tengo intención de dormir. —Y eso hizo.
Antes de que amaneciera estaban los tres a la mesa, desayunando, y Francis Macomber descubrió que, de todos los hombres a los que había odiado, Robert Wilson era el que más odiaba.
—¿Ha dormido bien? —preguntó Wilson con su voz ronca, llenando una pipa.
—¿Y usted?
—De primera —le dijo el cazador profesional.
Cabrón, se dijo Macomber, cabrón insolente.
Así que ella lo despertó al entrar, se dijo Wilson, mirándolos a los dos con sus ojos azules e inexpresivos. Bueno, ¿por qué no la pone en su sitio? ¿Qué cree que soy, un maldito santo de yeso? Que la ponga en su sitio. Es culpa de él.
—¿Cree que encontraremos algún búfalo? —preguntó Margot, apartando un plato de albaricoques.
—Es posible —dijo Wilson, y le sonrió—. ¿Por qué no se queda en el campamento?
—Por nada del mundo —le dijo ella.
—¿Por qué no le ordena que se quede en el campamento? —le dijo Wilson a Macomber.
—Ordéneselo usted —le dijo fríamente Macomber.
—Dejémonos de dar órdenes —dijo Margot, y volviéndose hacia Macomber— y de tonterías, Francis. —Lo dijo en una voz bastante amable.
—¿Está preparado? —preguntó Macomber.
—Cuando quiera —le dijo Wilson—. ¿Quiere que la memsahib venga?
—¿Importa algo lo que yo quiera?
Al diablo, se dijo Robert Wilson. Al diablo una y mil veces. Así que esas tenemos. Bueno, pues como quieran.
—Tanto da —dijo.
—¿Está seguro de que no le gustaría quedarse solo en el campamento con ella y dejar que vaya yo solo a cazar el búfalo? —preguntó Macomber.
—Eso no lo puede hacer —dijo Wilson—. Si yo fuera usted no diría tonterías.
—No digo tonterías. Estoy disgustado.
—Una mala palabra, disgustado.
—Francis, ¿quieres hacer el favor de hablar con sensatez? —dijo su esposa.
—Hablo con toda la maldita sensatez del mundo —dijo Macomber—. ¿Ha probado alguna vez una comida tan inmunda como esta?
—¿Estaba mala la comida? —preguntó Wilson sin inmutarse.
—No tan mal como todo lo demás.
—Me gustaría que se calmara un poco, hombre —dijo Wilson sin alterarse—. Uno de los criados que sirve la mesa entiende un poco de inglés.
—Que se vaya al infierno.
Wilson se puso en pie y se alejó dando bocanadas a su pipa. Le dijo unas palabras en swahili a uno de los porteadores de armas que estaba esperándole. Macomber y su mujer se quedaron sentados a la mesa. Él miraba fijamente la taza de café.
—Si armas una escena te dejo, cariño —dijo Margot sin alterarse.
—No lo harás.
—Ponme a prueba.
—No me dejarás.
—No —dijo ella—. No te dejaré si te comportas.
—¿Comportarme? Hay que ver. Comportarme.
—Sí. Compórtate.
—¿Por qué no pruebas a comportarte tú?
—Llevo mucho tiempo intentándolo. Muchísimo.
—Odio a ese cerdo de cara roja —dijo Macomber—. Odio su sola presencia.
—Pues es muy simpático.
—Oh, cállate —casi gritó Macomber. Justo en ese momento apareció el coche. Se paró delante de la tienda comedor y salieron el conductor y los dos porteadores de armas. Wilso