Cuando nadie te ve

José Ignacio Valenzuela

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Sensación de vacío, de flotar suspendida en el aire. Alcanzar a sentir que el estómago se te revuelve por un brevísimo instante. Porque vuelas. Sí, vuelas. Tu cuerpo ya no le pertenece a la tierra ni a la ley de gravedad. Tus pies ya no tocan el césped que rodea la terraza.

Entonces llega el choque con la superficie del agua. Sientes que el frío te abraza la piel, pero enseguida te acostumbras. La temperatura es perfecta. Ha sido una buena idea. Los ruidos de tu jardín desaparecen y los reemplazan los sonidos imprecisos de cavernas marinas, de burbujas que estallan y vuelven a estallar mientras vas hundiéndote hasta el fondo de la piscina. Tal vez sean los chorros que los inyectores lanzan sin descanso o quizá se trate de la constante succión del filtro, pero los oídos se te llenan de susurros, de voces líquidas, de balbuceos licuados que resbalan por los azulejos blancos que Marco y tú seleccionasteis con tanta dedicación cuando decidisteis construir la piscina en mitad del patio. Sí, tal vez fue una buena idea apagar el ordenador, abrir el armario en busca de tu bañador, quitarte con urgencia la ropa del día, beberte de un sorbo esa última copa de vino tinto y salir al jardín con una toalla bajo el brazo.

Estás sola: Renata duerme en su habitación y Marco ha salido. ¿Adónde? Quién sabe. No quieres reconocerlo, pero estás preocupada por él. Por vuestra relación. Tu marido te oculta cosas. Lo presientes. Es una corazonada que te arde sin tregua en el estómago. Por más que intentes descubrir qué está pasando, Marco sabe evadir tus preguntas. Se te escurre como arena entre los dedos. Te da la espalda. Te deja hablando sola. Huye. O, peor aún, se limita a esbozar esa sonrisa que te cautivó para luego cerrar con llave la puerta que os separa. Y eso duele, ¿no? Duele mucho. Porque tus intuiciones nunca han fallado. Una vez que hacen nido dentro de ti, ahí se quedan en espera de confirmación, y eso te permite gritarle al mundo que lo sabías. Que nada ni nadie logra engañar a tus tripas. Que tu clarividencia no se equivoca. Es tu manera de convertirte en víctima de tus profecías.

Sin embargo, Beatriz, esta vez las cosas no van a salir como esperas. Esta vez no habrá una corazonada que te permita anticiparte a lo que estás a punto de vivir. Tal vez estás distraída pensando en lo buena idea que fue meterte en la piscina cerca de la medianoche. Has creído que así podrías borrar las huellas de un mal día y de una pésima sesión de trabajo. Y te entretienes buceando de extremo a extremo, dejando que tu cuerpo se sumerja y roce los azulejos del fondo, siempre impecables y resbaladizos. Te gusta cerrar los ojos para imaginar que flotas en el vacío. En la nada. Te basta bajar los párpados para que tu cuerpo navegue en un espacio sideral, ahí donde nada puede tocarte. Y eso es lo mejor que te puede ocurrir, ¿no? Porque ahí nadie se atreverá a culparte o a decirte a la cara que actuaste mal. Confiésalo: por eso te gusta lanzarte a la piscina cuando tienes miedo, o cuando las dudas te asaltan, o cuando crees que has llegado a un callejón sin salida. Escudada tras el agua con olor a cloro te sientes intocable. Impune.

Al fin abres los ojos porque estás a punto de alcanzar uno de los muros de la piscina. Es el momento de girar, de impulsarte con las piernas y recorrer en sentido inverso el trayecto que acabas de hacer. Pero entonces la ves, de pie, justo al borde, mirándote desde arriba. Y tú abajo, al fondo, los ojos desorbitados porque la reconoces. Abres la boca para gritar, pero lo único que consigues es que una enorme burbuja te estalle frente a la cara deformando su cuerpo, que se sacude como una bandera al viento. El big bang de borbotones que has provocado distorsiona sus rasgos, el largo de sus brazos, el tamaño de su cabeza, la densidad de su cuerpo.

Es ella. Soy ella.

«Debe de ser una pesadilla», piensas. Tiene que ser solo una alucinación. Es imposible que esté ahí. Pero no, no es una pesadilla. El inconfundible vestido rojo salpicado de pequeñas flores amarillas corrobora lo que no te atreves a confesar: no habrá paz para tu alma. No existe rincón alguno que te devuelva la tranquilidad. Por más que juegues a lanzarte a la piscina, para intentar cansarte y dormir bien, no volverás a conciliar el sueño. No puedes. No podrás.

Ya sin aire en los pulmones, emerges y la noche te enfría el rostro al instante. Llevas con urgencia la mirada de lado a lado, pero no hay rastros de su presencia. No está. Se ha ido. Tal vez, en realidad, nunca haya estado ahí. Lo más probable es que se haya tratado de una jugarreta de tu mente. Lo cierto, piensas un poco más calmada, es que en ese jardín solo se oye el jadeo de tu respiración descontrolada y el tambor de tu corazón, que te salta dentro del pecho y en las sienes. Te gustaría gritarle a Marco que saliese y te abrazase, que te dijese al oído que todo va a salir bien, pero recuerdas que tu marido no está en casa.

Estás sola.

Completamente sola.

Lo has hecho todo mal, Beatriz, y no puedes negarlo. Cuando nadie te ve eres capaz de cometer los peores errores. Lo sabes, y también sabes que, al final, no hay deuda que no se pague ni plazo que no se cumpla. Por eso esta vez las cosas no van a salir como esperas. Sea cuestión de karma, de justicia o, simplemente, por una revancha de la vida. ¿Estás preparada para lo que viene? ¿Te atreves a salir del agua y mirarme por fin a los ojos?

Primera parte

PRIMERA PARTE

1. Una madre y una hija

1

Una madre y una hija

La silueta de Beatriz nadaba en la piscina, que resplandecía como un espejismo en el jardín trasero de la casa. Sus ojos abiertos, reflejo de su concentración, avanzaban bajo el agua intentando no dejarse arrastrar por los pensamientos. Si se abstraía en sus brazadas, sabía que no se perdería en ellos.

Porque así era su mirada: perdida. Sobre todo cuando se encontraba fuera del agua, en la vida real, lejos de la protección de esas paredes de hormigón recubiertas de azulejos blancos. Como una niña tímida oculta en el cuerpo de una mujer, a ratos sentía que le faltaba la figura paterna tras la que esconderse cuando no quería enfrentarse a los demás. Quizá por esa razón entre otras sabía que atraía a los hombres pese a no ser despampanante. Era su debilidad aparente, esa mezcla infantil de delicadeza y ternura, lo que despertaba en ellos un instinto protector primario al que Beatriz se había acostumbrado ya años atrás y que todavía no sabía hacer que jugara a su favor.

Un haz de luz se coló bajo el agua y pareció cegarla; por unos instantes la obligó a cerrar los ojos y detener el ritmo. Desde el fondo, levantó la mirada y observó a alguien que, de pie en la orilla de la piscina, la contemplaba con quietud. Sin tiempo de entornar los ojos para tratar de distinguir de quién se trataba, un zambullido irrumpió en medio del agua. Cuando emergió, su hija Renata, frente a ella, la miraba con los ojos muy abiertos y una sonrisa pícara.

—¡Mamá, es mediodía! —exclamó la niña con emoción, tratando de avanzar hacia ella—. ¡Es oficial!

Beatriz, más ducha en la materia, nadó rápido hacia la niña y la tomó por la cintura.

—¿Y qué quieres decir con eso...? —entonó con cierta teatralidad, frunciendo el ceño, para indignación de la pequeña.

Beatriz abrazó a su hija con una sonrisa y, de manera casi inconsciente, se aferró fuerte a ella con una mezcla de amor y angustia, como con un miedo irracional a perderla.

—Ya sé, ya sé, mi amor... ¡Quiere decir que justo hace diez años que naciste! ¡Feliz cumpleaños!

Ambas salieron al exterior, Renata con una sonrisa plena de orgullo reflejada en el rostro, incapaz de soltarse de su madre, quien, con la mano libre, trató de agarrar una toalla para secar a su hija.

Su pequeña Renata, siempre sonriente, siempre atenta a todo con esos ojos tan grandes y observadores que delataban su naturaleza curiosa. Beatriz habría dicho que compartían la misma figura escuálida y la elegancia digna de una bailarina de ballet si no hubiera sido porque lo primero que hizo su hija apenas pudo sostenerse en sus dos pies, fue subirse a un árbol y rebozar su vestido favorito en la hierba.

—¿Creías que me había olvidado? —le preguntó Beatriz a su hija mientras le frotaba los brazos para secarlos—. ¿Con todo esto?

Señaló entonces a su alrededor. El momento íntimo no estaba siendo tal, ya que el jardín comenzaba a llenarse de un ajetreo de trabajadores; algunos instalaban un pequeño carrusel con caballos, otros se encargaban de los globos de colores y las coloridas piñatas, y uno más montaba la gran mesa para el convite.

—Sabía que estabas actuando —replicó Renata con voz segura—. Como cuando me lees tus cuentos...

Beatriz le retiró el pelo mojado que le cubría parte de la cara y le pasó la toalla por la cabeza, tapándole el rostro y frotándola con mofa.

—Pero ¡qué lista eres! —exclamó incapaz de ocultar una sonrisa de satisfacción.

Renata era muy despierta, a veces demasiado para su edad. En ocasiones, Beatriz incluso pensaba que su hija era más madura que ella misma. Una madre encerrada en sus propios mundos de fantasía, que luego volcaba en papel y que le contaba antes de irse a dormir. Con la excusa de su trabajo de escritora de libros infantiles, Beatriz se escudaba de la realidad. Sin embargo, ahí estaba Renata, inquieta y saltarina, para devolverla al mundo real. Juntas encontraban el equilibrio.

—¿Nos cambiamos para la fiesta?

—¡Sí! —gritó exaltada Renata, como cualquier niña en el día de su cumpleaños, incapaz de controlar la emoción.

—¿Y querrás ponerte vestido?

—¡Ya está todo preparado en mi cuarto, mami! Las zapatillas de colores me combinarán con el peto vaquero y...

Ni ella misma había planeado qué ropa luciría para la ocasión. Lo más probable, una de sus ya habituales blusas de colores y uno de sus muchos pantalones holgados y cómodos. En cambio, su ya no tan pequeña de diez años era más coqueta y estaba descubriendo de primera mano lo que era la vanidad. Pensó que le quedaba mucho por delante.

Vio a su hija correr entusiasmada hacia la casa. Por un brevísimo instante, sintió su frecuente dolor de estómago, agudo como un disparo, que siempre la asaltaba ese preciso día. Ese terrible día donde todo se tiñó de rojo.

«Esta vez será distinto», se dijo. Y, creyéndose su propia mentira, siguió tras los pasos de Renata.

2. Una anfitriona perfecta

2

Una anfitriona perfecta

Los invitados empezaron a llegar a la hora prevista y la fiesta comenzó de manera oficial. Escasos instantes atrás, frente al espejo, Beatriz se había prometido que sacaría fuerzas de flaqueza para huir de su mundo interior, dejar a un lado la timidez y convertirse en la anfitriona que todos esperaban. No quería que la viesen distante ni la confundiesen con una de esas madres soberbias, de profesión creativa y altiva por el éxito de sus libros.

Nada más salir al jardín para recibir a las familias, se vio envuelta entre una veintena de niños de la edad de Renata que ya hiperventilaban, correteando y saltando por el jardín, bien por los dulces o bien por la emoción de disponer de un castillo hinchable instalado frente a la entrada del garaje. Beatriz buscó entre la marabunta a su hija, que, con el flequillo incapaz de despeinarse por más que lo intentase, daba vueltas en el carrusel y la saludaba con la mano y una sonrisa.

Beatriz le devolvió la sonrisa levemente inquieta. De pronto, se vio invadida por tantos estímulos que se refugió en sus pensamientos. La gran celebración reunía a todas las caras que conocía de la escuela; algunas pasaban sin pena ni gloria —incluso sin educación— cuando iba a dejar a la niña al colegio, otras cruzaban un breve saludo y con las menos compartía cafés y confidencias: sus amigas. La estampa, eso sí, era invariable cada mañana, igual que en ese mismo instante en su jardín: matrimonios de catálogo, hijos felices y todos los educados vecinos de un barrio fotográficamente perfecto y tranquilo.

Así era, al menos, en el número 9 de Old Shadows Road, la casa que había enamorado a Marco y a Beatriz mientras pasaban por el pueblo de Pinomar y que, casi como una jugarreta del destino, tenía colgado el llamativo distintivo de «se vende». Era perfecta. Las bajas vallas blancas hasta el paseo de piedra y césped, ideal para salir a hacer jogging cada mañana; los pequeños arbustos y rosales de la entrada; el porche donde se veían pasando los atardeceres y saludando a los vecinos y niños en bicicleta; las habitaciones del segundo piso, con torre y tejas grises, donde Beatriz había imaginado enseguida que situaría su mesa de escritorio para crear futuros libros. Una casa perfecta. Tanto que la asustó.

Una de esas cancelas blancas fue la que cruzaron Anaís y Gastón, su marido, para plantarse sigilosos al lado de Beatriz.

—Hasta ahora, el mejor cumpleaños en lo que va de año —afirmó su amiga con un pequeño golpecito en el brazo de Beatriz, como si quisiera apaciguar una posible inquietud, cuyo silencio solo podía provenir de que la fiesta estuviese yendo según lo previsto.

—¿De verdad lo crees? —preguntó despertando de su ensimismamiento y reparando en la frondosa melena de Anaís al viento.

Le cubría la larga y delgada espalda, siempre arropada por un top deportivo; parecía que acabase de impartir una clase de yoga, pero sin el consecuente sudor o muestra de agotamiento. Beatriz sospechaba que, en realidad, su amiga lo hacía para poder lucir su esbelta figura y, más que llamar la atención de los maridos del resto de las mamás, lo que buscaba era provocar la envidia de estas.

—Sí, descuida que lo es —añadió Gastón, reconocido y exitoso médico de fertilidad responsable de traer a Renata al mundo, quien tras el saludo de cordialidad abandonó a las dos mujeres y puso rumbo a la mesa de bebidas.

A Beatriz le extrañó verlo vestido con chaleco deportivo y mocasines. Gastón nunca prescindía de sus sofisticados trajes de marca, prendas que, sin duda, no necesitaba bajo la bata de doctor experto en fertilidad, pero en las que invertía grandes cantidades de dinero para establecer su estatus. A diferencia de ella, Anaís y Gastón sabían que las apariencias importan, y lo dejaban claro siempre que podían. Por eso no creyó las palabras de su amiga. A pesar de que lo habían calificado como «el mejor cumpleaños en lo que va de año», el día no había merecido las mejores galas de la pareja.

—Pásame esa bandeja, Anaís —le pidió Beatriz, de vuelta a la realidad, cuando reparó en que su amiga arreglaba las bandejas a las que Doris, la criada, no había tenido tiempo de retirar el envoltorio—. Se supone que los invitados no tienen que servir ni organizar.

—Sabes que no puedo evitarlo —se excusó ella sosteniendo una bandeja—. La anfitriona que vive en mí aparece a la menor provocación. Veo un globo o una pequeña cosa fuera de sitio... ¡y ya! Es un acto reflejo.

Beatriz rio ante la sonrisa de su amiga sin saber cómo encajar el mensaje. Le constaba que Anaís no podía dejar en casa su vena obsesiva y que, más que la anfitriona, la que había reparado en las bandejas sin servir era la neurótica que llevaba dentro. Por mucho que se empeñase en disimularlo. Madre perfecta, esposa ideal, empresaria del bienestar en constante estrés y dueña de una silueta perfecta, Anaís no iba a permitirse fallar en nada, ni siquiera aunque aquel no fuese el cumpleaños de su hijo.

—Pues ¿sabes qué? —le dijo Beatriz mientras le retiraba la bandeja de la mano con amabilidad—, ahora vas a poner en pausa a esa anfitriona incansable que llevas dentro y vas a servirte una copa, ¿vale?

—Solo si tú te sirves una conmigo —replicó con rapidez.

—Lo siento. No me gusta que Renata me vea beber —respondió rotunda Beatriz.

—Pues nos beberemos esa copa otro día —se excusó entonces—. ¿Sabes qué bandeja es la de los canapés veganos?

Mientras Anaís, en lo que a Beatriz le pareció un comportamiento poco propio de su amiga, inspeccionaba uno por uno los platos de la mesa, Julieta se acercó a ambas con un cupcake en la mano al que propinó un gran mordisco. Tanto llamó la atención de la anfitriona que apenas percibió la figura de Leonardo, el marido de Julieta, detrás de esta.

—No sé si te envidio o te compadezco, Beatriz —le dijo Julieta con la boca llena y procurando que las migas no salpicasen su ancha camiseta.

El gesto hizo que llevase inconscientemente la mirada a la figura bajita y regordeta de su amiga, así como a su atuendo algo descuidado. «Definitivamente nadie lo ha considerado un evento de gala», pensó con inusitada indignación.

—¿Cómo lo haces para organizar todo esto y no volverte loca? —acabó por preguntar Julieta una vez que hubo tragado.

—Pues supongo que me motiva el amor a mi hija —suspiró Beatriz contemplando el resplandeciente jardín que horas atrás, cuando había decidido darse un chapuzón, estaba patas arriba.

—Yo también quiero a mis hijos —espetó escandalizada Julieta—, pero jamás conseguiría organizarles una fiesta así.

Ante la aparición de Leonardo, Gastón regresó junto a las mujeres con un par de cervezas en la mano y le extendió una al otro marido presente.

—¿Y Marco? ¿Dónde está? —preguntó Anaís—. No me digas que sigue trabajando.

Anaís tenía razón. En una mirada rápida alrededor, Beatriz no vio a Marco por ningún lado. Ni a través del cristal de la cocina ni más allá de la piscina... Ni rastro de su pelo, siempre bien corto, y su rostro perfectamente afeitado a todas horas. Beatriz era consciente de que Marco prefería gastar más minutos en sacarle brillo a su exitosa carrera que en tener que sonreír por compromiso a los demás, pero la ocasión requería su presencia. Ambos lo sabían.

—Está dentro solucionando unos detalles de última hora del trabajo —inventó sobre la marcha—, pero viene enseguida.

—¡Todos los abogados son iguales! Ni en el cumpleaños de sus hijos dejan de ser unos adictos al trabajo —protestó Julieta.

Beatriz reparó entonces en que Marco, desde el interior de la casa, le hacía una seña disimulada para que se acercase.

—Perdonad, mi marido me necesita... —musitó mientras dejaba el grupo atrás.

Llegó hasta Marco con más urgencia de la que hubiese esperado y lo abrazó cariñosa. Al separarse de él, vio que todavía llevaba puestas las gafas de trabajo y lo notó algo turbado y nervioso, pese a que él intentara esconderlo.

—Ya estaban empezando a preguntar por ti —le dijo acariciándole el hombro de la camisa perfectamente planchada.

—Doris dice que se han acabado los refrescos —espetó Marco con dureza.

A Beatriz la confundieron tanto el mensaje como la manera en la que su esposo se lo había transmitido, sin levantar la voz y con una sonrisa impostada.

—Imposible. Encargué varias cajas.

—¡Pues entonces han desaparecido por arte de magia! —gruñó él irritado.

Beatriz lo miró desconcertada. Era evidente que aquello no era solo por una caja de refrescos.

—¿Qué te pasa? Es el cumpleaños de tu hija, Marco.

Sin tiempo a responder, Doris se les acercó desde el pasillo con visible alteración.

—Disculpen —interrumpió—. Las cajas de refresco estaban en el garaje. ¡No las había visto!

—Ah —espetó Marco algo turbado—. Gracias.

Sin espera a réplica, la muchacha fue hacia el interior de la casa.

—Perdón, yo... es que estoy algo nervioso...

—¿Por qué? —Ella hizo otro gesto de acercamiento con el ceño fruncido—. ¿Qué pasa?

Estaba a punto de decirle algo a su mujer cuando se vieron interrumpidos por la presencia en la cocina de Leonardo, que se acercaba con sus mellizos, Bruno y Santi, este último lloroso y con el cabello empapado en sudor.

—Beatriz, ¿tienes un poco de hielo para ponerle en el brazo a Santi? Se ha caído y se le está hinchando.

—¡Por supuesto! —respondió ella.

—Yo lo hago —se ofreció Marco señalando con la mano el camino.

—¡Me duele, papá!

—Lo sé, Santi —le replicó Leonardo, que siguió a su amigo—, papá lo va a solucionar.

Los dos padres y los dos niños se adentraron en la cocina dejando atrás a Beatriz, que, con una mueca molesta y sin haber obtenido respuesta, salió de nuevo al jardín para no desatender a sus invitados.

Marco abrió el congelador y sacó una pequeña bolsa de hielo, le puso un paño alrededor y se la entregó a Leonardo.

—Vamos a dejar esto sobre el brazo hasta que deje de doler, ¿vale? Bruno, cuida de Santi.

Los mellizos asintieron y salieron corriendo hacia el jardín sin más dolor aparente que el de la prisa por reanudar el juego.

—Yo también necesito hielo —bufó Marco con seriedad, aprovechando que el congelador estaba abierto.

Con un vaso de la alacena ya en la mano, fue hacia una botella de ginebra y la levantó con un gesto nervioso hacia Leonardo para ofrecerle una copa.

—Gracias, pero no —le indicó con amabilidad—. Tengo que terminar un reportaje y necesito tener la cabeza despejada.

Sin esperar tan siquiera a una respuesta, Marco le propinó un largo sorbo a su proyecto de gin-tonic, al que le faltaba aún la tónica.

—¿Y sobre qué es el reportaje? —Apoyó el vaso.

—Tráfico de recién nacidos.

—¡Guau! —exclamó con una mueca de sorpresa. Dio otro trago a su copa—. Interesante.

—Más que interesante, escandaloso, diría yo —indicó Leonardo.

Algo revuelto, el anfitrión le palmoteó la espalda a Leonardo mientras caminaba hacia la puerta y le daba un último tiento a su bebida. Leonardo, solo en la cocina, se giró al percibir un ruido procedente de la otra parte del comedor. Al asomarse se fijó en cómo Beatriz, frente a una mesa decorada con flores, trataba de ponerle las velas a un imponente pastel de dos pisos. Contuvo la risa al ver que la anfitriona se ponía de puntillas tratando de llegar a la parte más alta para acomodar la última vela.

—Deja que te ayude —le dijo tomándole esa última vela de la mano.

Beatriz lo miró con simpatía, en parte aliviada de que fuese él el que hubiese ido a socorrerla y no otro. Siempre le había caído bien y sentía que compartían intereses comunes, a diferencia de otras parejas amigas.

—¿Cómo está el brazo de Santi?

—Imagino que bien, porque ya está saltando en el castillo hinchable.

Ambos llevaron la vista al otro lado de la cristalera y sonrieron al ver a los mellizos junto a Renata saltando sin parar.

—Julieta y los niños van a quedarse un rato más —le indicó él—. Yo ya me voy.

—¿No te quedas para la tarta que tan amablemente me has ayudado a decorar?

Le rio la gracia, pero enseguida se excusó mientras se encaminaba hacia la puerta principal.

—Lo siento, pero, como le he dicho a tu marido, tengo un reportaje que terminar. —Antes de cruzar el umbral, se giró y sonrió a Beatriz—. Pero me guardas un trozo, ¿eh?

Todavía con una sonrisa en el rostro, ella mantuvo la mirada hasta verlo marchar. Entonces giró la cabeza hacia el jardín con la intención de unirse de nuevo a sus invitados. Sin embargo, detuvo el paso y la vista de golpe al reparar en algo al otro lado del cristal. Se trataba de una joven con un vestido rojo salpicado de pequeñas flores amarillas que entre la gente, la piscina, las mesas, los niños jugando, el carrusel, los globos y el castillo hinchable resultaba totalmente fuera de lugar. Beatriz, desconcertada, se estremeció ante la presencia de la muchacha, quien, por un instante, le devolvió la mirada. Revuelta ante esa visión tan perturbadora y a la vez tan familiar, se dispuso a correr hacia ella, pero un grupo de niños se cruzó corriendo en su camino y tapó durante unos segundos su objetivo. Cuando pasaron, la joven ya no estaba. Perpleja y confundida, Beatriz salió al jardín con premura y en un vistazo comprobó que, en efecto, no había rastro de ella.

La sangre se le heló en el cuerpo, ya que su clarividencia fue certera y categórica: aquella visita no era una buena noticia.

Era ella. La peor de sus profecías.

3. Recién llegados

3

Recién llegados

Aunque Renata trató de estirar el tiempo todo lo que pudo, las horas de la tarde pasaron volando. Sin darse cuenta, Beatriz y su hija se descubrieron en la verja despidiendo a los últimos invitados que se subían a los coches y decían adiós agitando las manos con efusividad.

—¡Hasta mañana, Renata! —gritaban los niños mientras los padres, con la ventanilla bajada, le agradecían a la anfitriona una fiesta estupenda.

Siguiendo con la vista la marcha del último coche, Renata reparó en la casa de al lado y, fruto quizá de la excitación del día, apuntó hacia la fachada.

—¡Mamá, mira!

Beatriz iba a recordarle que era de mala educación señalar con el dedo cuando atisbó un gran camión estacionado. Las puertas posteriores permanecían abiertas mientras un equipo de cuatro transportistas se repartía las tareas a punto de comenzar lo que a todas luces parecía una mudanza. «¡Qué raro!», pensó Beatriz. Con el jaleo de los niños y el equipo que desmontaba las atracciones de su jardín, se le había pasado por alto semejante despliegue.

Pendientes de cada movimiento, ambas contemplaron cómo los trabajadores comenzaban a descargar cajas, muebles de varios tipos, a la par que entraban al recibidor y salían de la casa dispuestos a un viaje más. Beatriz no pudo evitar buscar señales que le diesen información sobre qué tipo de personas se estaban mudando jardín con jardín.

—¡Vecinos nuevos! —exclamó Renata al ver que una pareja emergía desde la casa para acercarse al camión.

—Ojalá tengan una hija para que juegue contigo —le indicó su madre acariciándole el cabello—. ¿Te acuerdas de cuando vivía ahí tu amiguita...?

Beatriz, sin embargo, suspendió la pregunta y frunció el ceño, ya que la apariencia de la pareja llamó su atención de una manera inesperada. De mediana edad, vio tanto al hombre como a la mujer dirigirse al equipo de mudanza de forma muy seca y con semblante serio. Parecían estar enfadados con el mundo. Incómodos. Por norma, los habitantes de Pinomar solían resaltar más bien por lo contrario. La simpatía era la apariencia más importante.

Él aferraba contra el pecho una enorme jaula de pájaros que no contenía ave alguna. Como un perro guía pegado a la pierna de su amo, el hombre siguió la marcha de su mujer paso a paso. Andaban a la vez, de vuelta hacia la valla de su nueva casa.

Quizá porque su presencia no pasó inadvertida, la desconocida pareja se giró hacia Beatriz y su hija e hizo contacto visual con ellas. Por alguna razón que no supo interpretar, Beatriz se sintió intimidada por la intensidad de las miradas, en especial la de ella, y se quedó congelada los escasos segundos que duró el intercambio. Quizá se trataba del instinto que la hacía reaccionar así o más bien era que ya había vuelto a poner la imaginación al servicio de las historietas que se creaban en su cabeza y quería ver cosas donde no las había...

—Señor Octavio, señora Gladys, ¿dónde van a querer esto? —les preguntó el que parecía ser el encargado del grupo de transportistas, mientras otros dos muchachos cargaban un mueble muy grande y de apariencia antiquísima.

Beatriz fue incapaz de escuchar la respuesta que ella, de manera seca y escueta, le susurró a su empleado mientras reemprendía el paso, seguida de cerca por su marido. La incapacidad de separarse el uno del otro, en especial en aquellas circunstancias, le resultó cuando menos perturbadora. La imaginación podía no salir volando, pero su curiosidad la hizo fijarse en las arrugas de ambos, que no solo eran muestra de una edad mayor a la media de aquel vecindario, sino que además se veían acentuadas gracias a una forma de vestir anticuada e incluso descuidada.

—¿Vamos a saludarlos? —Renata interrumpió sus pensamientos.

Beatriz no supo qué contestar. Sería lo correcto, pero la actitud malhumorada y silenciosa de la pareja hacía que se resistiera a la propuesta.

Ante un nuevo cruce de miradas, Beatriz levantó la mano a modo de saludo con un torpe gesto que no fue correspondido por ninguno de los dos, que apartaron la vista y se dirigieron con rapidez hacia el interior de la vivienda. Decepcionada, Beatriz se agachó hacia su hija negando con la cabeza.

—Mejor no... —le respondió revuelta por la mirada que le habían regalado ambos—. Hoy tienen faena, ya iremos mañana.

Sin más dilación, Renata entró corriendo en casa y Beatriz se dispuso a seguirla. Pero antes volvió la mirada unos breves instantes hacia la puerta por la que segundos atrás los nuevos vecinos habían desaparecido.

Aunque la noche había llegado, Beatriz decidió confirmar que todo hubiese quedado recogido tras la fiesta. Se hizo una nota mental para, en los siguientes días, tener algún detalle con Doris por el esfuerzo de la muchacha para que el día fuese perfecto. Una vez concluida su inspección, por fin se retiró a su cuarto de escritura en busca de calma. Su refugio: una burbuja de paredes color crema y repisas copadas de libros diversos, un ventanal enorme, un escritorio junto al que Beatriz tenía un corcho un poco infantil y que empleaba como mural de inspiración. En él colgaba frases motivadoras, ilustraciones o cualquier cosa que la estimulase.

Sobre la mesa de trabajo descansaba una caja que justo había llegado aquella misma mañana en el correo, y a la que no había podido prestar atención. Por fin pudo abrirla y sacar del interior su nuevo libro, en cuya cubierta brillaba la ilustración de un pequeño ratón; el tierno roedor era protagonista de muchas de sus historias. Con un suspiro, abrazó el ejemplar y cerró los ojos ilusionada; podría haber vivido aquello una veintena de veces y jamás dejaría de sentir la magia de sostener un libro suyo. No tardó en observarlo, pasar emocionada las páginas, fijarse en cada detalle y mantener aquel momento de ilusión solo para ella.

Cuando apagó la luz, la pantalla iluminada de su móvil le alumbró el camino. Renata dormía hacía rato y ella, entre estar pendiente de la casa, acostar a la niña y no querer posponer el encuentro con su nuevo libro, apenas había prestado atención al teléfono.

La pantalla estaba llena de mensajes, por los que deslizó de manera rápida el dedo de camino al cuarto:

¡Qué gran cumpleaños!

Has sido la anfitriona perfecta, Bea, querida.

¡Gracias por una fiesta preciosa!

La verdad es que eres una mamá digna de admiración.

Qué familia tan hermosa, ¡te admiro!

Había cumplido una vez más. Y ese era su triunfo: que nadie sospechara nada. Con una sonrisa de orgullo, Beatriz abandonó el teléfono sobre la cómoda, posado sobre su reluciente nuevo libro, y se dispuso a darse una ducha antes de acostarse.

Entonces se acordó de la muchacha del vestido rojo. Y toda su templanza se hizo añicos bajo sus pies.

4. Cuando nadie los ve

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Cuando nadie los ve

Al caer la noche, el cielo de Pinomar se convertía en un perfecto lienzo salpicado de ocre dorado, salmón y naranja que hacían brillar con más intensidad las luces que despertaban en las ventanas. Permitían el acceso de miradas desde el exterior; mostraban la verdadera naturaleza de los habitantes de las casas.

Las paredes verde aguamarina del salón de Anaís y Gastón eran testigos de la decepción de ella con su hija tras volver del cumpleaños de Renata.

—¡No voy a volver a pasar vergüenza contigo, Camila! —gritó Anaís furiosa a una pequeña que trataba de contener el llanto.

Antes de que la niña dejara brotar las lágrimas, Anaís siguió enumerando, colérica, las razones de su enfado.

—Casi tiras el pastel al suelo, te has llenado de barro y has roto el vestido precioso que me costó una fortuna.

La actitud de Anaís con su hija en la intimidad era opuesta a su comportamiento durante la fiesta, donde se había dedicado a sonreírle y saludarla desde la distancia mientras Camila corría y jugaba con Renata y los mellizos.

—Si sigues portándote así, la próxima vez vas a ir sola, porque yo no pienso pasar la vergüenza de que los demás te vean así.

Camila ya estaba acostumbrada a ver a su madre fuera de sí, así que controló el sollozo que provocaría una riña aún mayor.

—¿Qué crees que estarán diciendo los padres de Renata? ¿O los de los demás niños del cole? Que yo no sé educarte. Eso van a decir. ¡Que Anaís es la peor mamá!

Gastón, pese a ser un conversador nato y no callarse ante nada en cualquier situación de puertas para fuera, estaba bien curtido de los ataques de ira de su mujer. Por eso se quedó en un rincón en silencio, viendo cómo la madre mandaba a Camila a su cuarto mientras la pequeña subía los escalones casi sin hacer ruido.

—Estamos todos cansados —intervino él cuando oyó que la puerta de la habitación de su hija se cerraba—. L

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