Todo lo que sucedió con Miranda Huff

Javier Castillo

Fragmento

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Capítulo 1
Ryan
La última vez

24 de septiembre de 2015

Me desperté en la cama con las sábanas arrugadas bajo mi cuerpo desnudo y, al abrir los ojos, eché de menos que allí estuviesen los de Miranda, observándome intensamente, escudriñando mis sueños. «¿Qué demonios te han invadido esta noche? ¿De quién huías en tu pesadilla? ¿En quién diablos te has convertido?», parecía pensar, mientras la luz dorada del amanecer iluminaba su cabello rojizo y daba un brillo especial a sus ojos marrones. Ella siempre lo hacía. Cuando se despertaba, se quedaba a mi lado, viéndome dormir, como si fuese un espectáculo, hasta que llegaba el momento en que yo abría los ojos y comenzábamos a discutir. La verdad es que aún no sé por qué lo hacía. Aunque ella decía que era para compartir juntos «los primeros momentos de la mañana», yo pensaba que era porque se trataba de los únicos instantes del día en que no nos lanzábamos dardos punzantes el uno al otro. Supongo que aún le gustaba sentir que podíamos compartir algo más que insultos, reproches o, una y otra vez, la misma frase: «Te lo dije». Miranda era ingeniosa para lanzar burlas, y tengo que admitir que a mí me irritaban y me divertían a partes iguales. Tenía una mente tan rápida asociando ideas, interconectando el pasado y eligiendo siempre las palabras correctas o el puñal más afilado, que discutir con ella se había convertido en nuestro mejor, único y mortal entretenimiento.

Me levanté y apoyé los pies en la moqueta mullida de color crema que ella misma había elegido cuando nos embarcamos a construir esta casa, nuestro «hogar-dulce-hogar», nuestro proyecto de futuro y nuestra decrépita gran inversión financiera que se fue al traste con la crisis inmobiliaria.

Sentí que su perfume invadía todo el cuarto. Era un Givenchy que yo le había regalado el año pasado por nuestro segundo aniversario. El aniversario «que-pone-las-cosas-en-su-sitio» y que sería el estándar que marcase los siguientes años. Mis padres siempre decían que el primer aniversario es todo alegría. Después de la boda llega la gran celebración de la nueva vida en pareja, y ambas partes se conforman con cualquier cosa con tal de no perturbar la tregua por el aire fresco de todo lo que se vive. Para el segundo aniversario, en cambio, ya se ha acabado esa novedad, ese chisporroteo y esas ganas de demostrar, y es cuando sale a relucir el cutrismo en la elección de regalos, en lo poco que se conoce o escucha, o incluso importa la otra parte de la pareja. «¿Acaso no sabes que la vainilla me da ganas de vomitar?». Parece que aún la estoy viendo, cuando me miraba molesta, alzando la voz para que todo el restaurante se diese cuenta de mi gran y monumental cagada.

Pero no la voy a culpar por su decepción en aquel entonces. Antes del aniversario ya me había dado algunas pistas sobre lo que podría querer, pero si te soy sincero, nunca presté la suficiente atención durante aquellas conversaciones. Tal vez se debiera a que en ese momento yo estaba preocupado por cómo se estaba desplomando el precio de nuestra casa, la que habíamos construido en una zona nueva de «casas de bien» a las afueras de Los Ángeles y que, en palabras del agente inmobiliario, iba a ser «el nuevo Beverly Hills». Si resumo lo que ocurrió en los siguientes meses a que comprásemos la parcela con todos nuestros ahorros, fue algo así: yo estaba convencido de que podríamos asumir aquel dispendio, así que pedí un gran y monumental préstamo para construirla, y no hace falta decir que fue mi segunda gran y monumental cagada. La crisis inmobiliaria había desplomado el valor de nuestra casa a un cuarto de lo que debíamos, así que nos habíamos quedado atrapados en ella hasta un futuro incierto, como si fuese una reluciente y enmoquetada prisión de madera.

Antes de que se diera esa situación, vivíamos en Hollywood, en un apartamento loft de alquiler de una zona tranquila, accesible y con todo-lo-que-uno-pueda-necesitar. Eso es lo que ponía en el anuncio del periódico cuando la alquilamos, un par de años después de salir de la Escuela de Cine, y ambos teníamos las mismas ganas de comernos el mundo y de vivir juntos. Llevábamos tiempo saliendo, y yo ya tenía claro que Miranda sería mi «Ella», mi todo-lo-que-uno-pueda-necesitar. Efectivamente, aquel piso incluía «todo» lo que nuestro noviazgo necesitaba: una cama cómoda en la que poder acostarnos. No nos importaba que, en realidad, el apartamento fuese un cuchitril en mitad de la nada de Los Ángeles, en una calle secundaria de una calle secundaria, haciendo esquina con ninguna parte, a quince metros de las vías del tren. Supongo que era a eso a lo que se referían con «accesible» en el anuncio. Si prestabas atención, podías sentir en el café de la mañana el temblor del suelo por el paso del tren.

Respiré de nuevo y me empapé de aquel olor. Me sorprendió que se hubiera echado aquel perfume, puesto que desde que se lo regalé no lo había usado ni una sola vez. Sé que lo odiaba. Era como si hubiese estado allí unos segundos o minutos antes de que yo me despertase, y se hubiera marchado de manera etérea. Ella siempre andaba como deslizándose por el suelo, sin hacer ruido, moviendo su culito de lado a lado y frenándolo en seco en cada extremo como si estuviese chocándolo contra un muro invisible. Me la imaginé correteando así por la habitación, descalza, llevando solo la ropa interior.

Yo tenía dieciocho años la primera vez que vi a Miranda y caí rendido a su encanto natural. Estaba en mi misma clase, la había visto varias veces por los pasillos, o atendiendo con ilusión en clase, con una sonrisa única que llegaba a flotar en el aire, y una broma que le gasté a mi profesor de cine sobre Harry Potter fue lo que nos hizo conectar. Aquella anécdota inocente que apenas llegué a pensar cambió para siempre nuestro futuro. El profesor objeto de mi burla fue el gran James Black, un exdirector, si es que alguna vez uno deja de serlo, que había conseguido el óscar a mejor película en 1982 con La gran vida de ayer. Este film se había convertido en todo un clásico y era un referente en las escuelas de guion por su increíble estructura circular. El inicio y el final estaban conectados de un modo magistral, y durante toda la cinta sucedían pequeñas coincidencias sutiles que parecían enlazar cada trama. Pero también se estudiaba en las clases de fotografía, por la composición especial de cada plano, o en las de interpretación, por la solvente e impecable actuación de los cinco actores que parecían tener más vida que uno mismo. Black había conseguido ese óscar con su primera película y, de la noche a la mañana, pasó del completo anonimato a convertirse en una megaestrella al crear una de las mejores cintas de la historia. Yo era alumno de James Black y lo admiraba tanto por su increíble visión del cine como por su manera de apartarse de los flashes para dedicarse a que otros estudiantes de cine como yo llegásemos algún día a lo más alto, igual que él. Miranda apareció junto a mí como un rayo fulminante mientras yo leía un guion. Tengo que admitir que en aquel momento ni siquiera llegué a considerar la importancia que tendría aquella conversación en nuestr

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