El cuarto protocolo

Frederick Forsyth

Fragmento

I

El hombre de gris resolvió apoderarse de los diamantes Glen a medianoche. Siempre que estuviesen todavía en la caja fuerte del apartamento y se hubiesen marchado los ocupantes de éste. Necesitaba saberlo. Por consiguiente, esperó y vigiló. A las siete y media recibió la recompensa.

La larga y amplia limusina salió del aparcamiento subterráneo con la vigorosa gracia inherente a su nombre. Se detuvo un instante en la boca del túnel, mientras su conductor observaba el tráfico de la calle; después entró en la calzada y se dirigió a Hyde Park Corner.

Sentado ante el volante del Volvo Estate de alquiler, frente al lujoso bloque de apartamentos, Jim Rawlings, con su uniforme de chófer, también alquilado, lanzó un suspiro de alivio. Atisbando sin ser visto desde el otro lado de Belgravia Street, había observado lo que esperaba ver: el marido al volante y la esposa a su lado. Tenía el motor en marcha y la calefacción encendida, para resguardarse del frío. Puso la marcha automática y salió de la hilera de coches aparcados y siguió al Daimler-Jaguar.

La mañana era fría y clara, con una pálida pincelada de luz sobre Green Park, al este, y las farolas de la calle todavía encendidas. Rawlings estaba al acecho desde las cinco y, aunque unas pocas personas habían pasado por la calle, nadie se había fijado en él. Un chófer, en un automóvil grande, en Belgravia, el más rico de los distritos del West End londinense, no llama la atención, y menos aún si lleva cuatro maletas y una canasta en la parte trasera y es la mañana del 31 de diciembre. Muchos ricachones se estarían preparando para abandonar la capital y celebrar las fiestas en sus casas de campo.

En Hyde Park Corner, iba a unos cincuenta metros detrás del Jaguar y había permitido que un camión se interpusiese entre ellos. Al subir por Park Lane, Rawlings sintió temor por un instante; había allí una sucursal del Coutts Bank y tuvo miedo de que la pareja del Jaguar se detuviese para depositar los diamantes en la caja de seguridad nocturna.

En Marble Arch lanzó un segundo suspiro de alivio. La limusina que le precedía no giró alrededor del arco para ir hacia el sur por Park Lane en dirección al banco. Siguió directamente por Great Cumberland Place, entró en Gloucester Place y continuó hacia el norte. Así pues, los ocupantes del lujoso apartamento del octavo piso de Fontenoy House no dejaban las joyas en el Coutts; o las tenían en el coche y las llevaban con ellos al campo, o las habían dejado en el apartamento para el período de Año Nuevo. Rawlings confió en que fuese esto último.

Siguió al Jaguar hasta Hendon, vio que aceleraba en el último kilómetro antes de llegar a la autopista M-1, y entonces dio media vuelta para regresar al centro de Londres. Evidentemente, tal como había esperado, iban a reunirse con el hermano de la esposa, duque de Sheffield, en su finca del norte de Yorkshire, a más de seis horas en coche. Esto le daría un mínimo de veinticuatro horas, más de lo que necesitaba. No tenía duda de que «tomaría» el apartamento de Fontenoy House; a fin de cuentas, era uno de los mejores ladrones de Londres.

A media mañana había devuelto el Volvo a la compañía de alquiler de automóviles; el uniforme, a la tienda de alquiler de trajes, y las maletas vacías al armario. Estaba de nuevo en su cómoda y ricamente amueblada vivienda del piso alto de un edificio que había sido almacén de té en su Wandsworth natal. Aunque había prosperado, seguía siendo un londinense del sur, por nacimiento y por crianza, y, aunque Wandsworth no era tan elegante como Belgravia o Mayfair, era su «feudo». Como todos los de su clase, se le hacía cuesta arriba abandonar la seguridad de su propio feudo. En él se sentía razonablemente a salvo, aunque en los bajos fondos locales y entre la policía era conocido como un face, término con el que se designa al delincuente o malhechor en el mundo del hampa londinense.

Como todos los malhechores con éxito, mantenía un aspecto modesto en su ambiente, tenía un coche vulgar y su único lujo era la elegancia de su apartamento. Cultivaba, entre las capas más bajas del hampa, una deliberada vaguedad sobre la exacta naturaleza de sus actividades y, aunque la policía sospechaba acertadamente cuál era su especialidad, su «historial» estaba limpio, aparte de un breve período entre rejas en su adolescencia. Su evidente éxito y la vaguedad sobre su manera de conseguirlo le valía el respeto de los jóvenes aspirantes al oficio, que se sentían dichosos de realizar pequeños encargos por su cuenta. Incluso los duros, que atracaban en pleno día las oficinas donde se pagaban los salarios, con escopetas de cañones recortados y mangos de hacha, le dejaban en paz.

Naturalmente, había de tener una ocupación «aparente» para justificar el dinero que ganaba. Todos los faces afortunados tenían alguna forma de negocio legítimo. Los predilectos han sido siempre la conducción o propiedad de pequeños vehículos de transporte, las tiendas de abacería o el tráfico en chatarra y otros artículos en general. Todas estas actividades aparentes posibilitan buenos beneficios ocultos, manejo de dinero, tiempo libre, una serie de escondrijos y la posibilidad de emplear un par de «duros». Éstos son hombres broncos, de poco seso pero mucha fuerza, que también necesitan un empleo aparentemente legítimo para disimular su profesión habitual de músculo de alquiler.

Rawlings tenía un negocio de chatarra y un patio de automóviles de desecho. Esto le permitía tener un taller mecánico bien equipado, metales de todas clases, cables eléctricos, ácido de baterías y dos corpulentos matones que empleaba tanto para su negocio como en calidad de guardaespaldas si a veces tenía algún «tropiezo» con elementos que le buscasen dificultades.

Después de ducharse y afeitarse, Rawlings revolvió unos cristales de Demerara mientras bebía su segundo café de la mañana y estudió de nuevo los apuntes que le había dejado Billy Rice.

Billy era su aprendiz, un muchacho listo, de veintitrés años, que un día llegaría a ser bueno, incluso muy bueno, en el oficio. Todavía estaba empezando a moverse en las orillas del mundo del hampa y por eso ansiaba hacer favores a un hombre de prestigio, aparte de la valiosa instrucción que obtendría al hacerlo. Veinticuatro horas antes, Billy había llamado a la puerta del apartamento del piso octavo de Fontenoy House, llevando un gran ramo de flores y vestido con la librea de una lujosa floristería. Gracias a ello había pasado sin dificultad por delante del conserje en el vestíbulo, donde había observado la exacta disposición de la entrada, la garita del portero y la situación de la escalera.

Había sido la propia dama de la casa la que había abierto la puerta, y su semblante se había iluminado de sorpresa y satisfacción al ver las flores. Las enviaba, aparentemente, el comité del Fondo Benéfico para Veteranos Pobres, del que lady Fiona era protectora y a cuyo baile de gala tenía que asistir aquella misma noche del 30 de diciembre de 1986. Rawlings había pensado que aun en el caso de que, durante el baile, mencionase el ramo a algún miembro del comité, éste presumiría que lo había enviado otro miembro en nombre de todos.

En la puerta, la dama había leído la tarjeta y exclamado: «¡Oh, es adorable!», con el delicado acento de las de su clase. Entonces, Billy había alargado su talonario de recibos y un bolígrafo. Incapaz de sujetar al mismo tiempo las tres cosas, lady Fiona se había retirado aturrullada al cuarto de estar para depositar el ramo, dejando a Billy unos segundos solo en el pequeño recibidor.

Con su aire infantil, sus sedosos cabellos rubios, ojos azules y tímida sonrisa, Billy era un encanto. Presumía que podía seducir a cualquier señora de edad madura de la metrópoli. Pero pocas cosas pasaban inadvertidas a sus ojos de niño.

Ya antes de pulsar el timbre había pasado un minuto estudiando la puerta, su montante y la pared circundante en el rellano. Buscaba un pequeño zumbador no más grande que una nuez, o un botón negro o interruptor con que silenciar aquél. Sólo cuando se hubo convencido de que no había nada llamó al timbre.

Al quedarse solo en el recibidor, volvió a hacer lo mismo: buscó el posible zumbador o interruptor en la parte interior del montante de la puerta y en las paredes. Tampoco vio ninguno. Cuando la señora volvió para firmar el recibo, Billy sabía que la puerta tenía un cerrojo de seguridad, que identificó como un Chubb y no como un Brahmah, que tiene fama de invulnerable.

Lady Fiona tomó el bloc y el bolígrafo y trató de firmar el recibo de las flores. Imposible. La carga del bolígrafo había sido extraída hacía tiempo, y el resto de la tinta se había gastado en una hoja de papel. Billy se deshizo en disculpas. Sonriendo alegremente, lady Fiona le dijo que no se preocupase, que estaba segura de que tenía uno en su bolso, y se dirigió de nuevo al cuarto de estar. Billy había comprobado ya lo que buscaba: la puerta estaba ciertamente conectada a un sistema de alarma.

Sobresaliendo del borde de la puerta abierta, a buena altura en el lado de los goznes, había un pequeño vástago de contacto. Frente a él, en la jamba de la puerta, se veía un casquillo diminuto. Él sabía que dentro de ese casquillo tenía que haber un microinterruptor Pye. Con la puerta cerrada, el vástago quedaba introducido en el casquillo y hacía contacto.

Instalado y activado el aparato de alarma, el microinterruptor haría que aquél se disparase si se rompía el contacto, es decir, si se abría la puerta. Billy tardó menos de tres segundos en sacar su tubo de cola especial, introducir un buen grumo en el orificio que contenía el microinterruptor y apretarlo con una bolita de plasticina y cola compuesta. En cuatro segundos, aquello se endureció como una piedra y el interruptor quedó aislado del vástago del borde de la puerta.

Cuando volvió lady Fiona con el recibo firmado, encontró al simpático joven apoyado contra la jamba de la puerta; éste se irguió con una sonrisa de disculpa, enjugando al tiempo cualquier material sobrante que le hubiese quedado en la yema del pulgar. Más tarde, Billy dio a Jim Rawlings una descripción completa de las condiciones de la entrada, la garita del portero, la situación de la escalera y los ascensores, el rellano del apartamento, el pequeño recibidor de éste y todo lo que había podido ver del salón.

Mientras sorbía su café, Rawlings confiaba en que, hacía cuatro horas, el dueño del apartamento había llevado sus maletas al rellano y vuelto al recibidor para montar la alarma. Como de costumbre, ésta no había sonado. Al cerrar la puerta a su espalda, el hombre habría hecho girar la llave en la cerradura de seguridad, convencido de que la alarma estaba dispuesta y activada. Normalmente, el vástago habría estado en contacto con el microinterruptor Pye. El giro de la llave habría establecido el circuito completo, activando todo el sistema. Pero con el vástago aislado del interruptor, al menos el sistema de la puerta habría quedado inutilizado. Rawlings estaba seguro de que podría abrir la cerradura en menos de treinta minutos. Habría otras trampas dentro del apartamento, pero ya se las ingeniaría cuando se encontrase con ellas.

Terminado el café, buscó su archivo de recortes de periódico. Como todos los ladrones de joyas, Rawlings seguía atentamente las noticias de sociedad. Este legajo particular se refería enteramente a las apariciones de lady Fiona en ceremonias sociales y al juego de diamantes perfectos que había lucido en el baile de gala de la noche anterior... por última vez, si Jim Rawlings se salía con la suya.

A más de mil quinientos kilómetros al este, el viejo de pie ante la ventana del cuarto de estar del apartamento delantero del tercer piso de Prospekt Mira 111 pensaba también en la medianoche. Ésta anunciaría el 1 de enero de 1987, que coincidía con su setenta y cinco aniversario.

Pasaba bastante del mediodía, pero iba aún en bata; aquellos días no tenía ningún motivo para levantarse temprano y acicalarse al objeto de ir a la oficina. No tenía ninguna oficina a la que ir. Su esposa rusa, Erita, treinta años menor que él, había llevado a sus dos chicos a patinar en los paseos inundados y helados del parque Gorki; por consiguiente, estaba solo.

Captó su imagen en un espejo de pared, y lo que vio no le causó más alegría que la contemplación de su vida o de lo que quedaba de ella. La cara, siempre arrugada, presentaba ahora surcos más profundos. Los cabellos, antaño negros y espesos, eran ahora blancos como la nieve, ralos y lacios. La piel, después de toda una vida de beber copiosamente y de fumar sin cesar, aparecía pecosa y manchada. Afligido, desvió la mirada. Volvió a la ventana y miró hacia la calle cubierta de nieve. Unos cuantos babushkas, embozados y abrigados, barrían la nieve, que volvería a caer aquella noche.

Se dijo que había pasado mucho tiempo, veinticuatro años, desde que abandonara su infructuoso e inútil exilio en Beirut para venir aquí. Quedarse allí no habría tenido objeto. Nick Elliot y los demás de la Empresa lo habían comprendido ya, y él había tenido que reconocerlo al fin. Por eso había venido, dejando que su esposa y sus hijos se reuniesen más tarde con él, si así lo deseaban.

Al principio pensó que era como volver a casa, a una casa espiritual y moral. Se había lanzado a la nueva vida, había creído realmente en la filosofía y en su definitivo triunfo. ¿Por qué no? La había servido durante veintisiete años. Había sido feliz y se había sentido realizado en aquellos primeros años de mediados de los sesenta. Desde luego, había tenido que sufrir interminables sesiones cuya finalidad era la de asegurarse de que no revelaría información secreta al cesar en su anterior puesto, pero había sido muy apreciado por el Comité de Seguridad del Estado. A fin de cuentas, era uno de los Cinco Astros, el más grande de ellos, junto con Burgess, Maclean, Blunt y Blake, que habían ahondado en el corazón del establishment británico y lo habían traicionado.

Burgess, cuyas borracheras y locuras lo habían llevado a una muerte prematura, estaba ya en la tumba antes de que él llegase. Maclean fue el primero en perder sus ilusiones, si bien era verdad que estaba en Moscú desde 1951. En 1963 estaba irritado y amargado, y lo hacía pagar a Melinda, que, al fin, le había abandonado para venir aquí, a este apartamento. En todo caso, Maclean, desilusionado y resentido, continuó hasta que el cáncer se apoderó de él, cuando odiaba a sus anfitriones y éstos le odiaban a él. Blunt había sido pillado y deshonrado en Inglaterra. Ahora sólo quedaban él y Blake, pensó el viejo. En cierto modo, envidiaba a Blake, completamente integrado, absolutamente contento, que les había invitado, a él y a Erita, para la víspera de Año Nuevo. Desde luego, Blake tenía antecedentes cosmopolitas: madre holandesa y padre judío.

En cambio, para él, personalmente, no podía haber integración; lo supo después de los primeros cinco años. Por aquel entonces había aprendido a hablar y escribir el ruso con fluidez, pero aún conservaba un marcado acento inglés. Aparte de esto, había llegado a odiar la sociedad, una sociedad absoluta, irreversible e inalterablemente extraña.

Pero esto no era lo peor; en los siete años siguientes a su llegada había perdido sus últimas ilusiones políticas. Todo era un embuste, y él había sido lo bastante listo para verlo. Había pasado su juventud y su madurez sirviendo a una mentira, mintiendo por la mentira, traicionando por la mentira, renegando de aquella «tierra verde y agradable»... y todo por una mentira.

Durante los años en que tuvo a su disposición, como le correspondía por derecho, todos los periódicos y revistas británicos, siguió los partidos de críquet mientras asesoraba sobre el fomento de las huelgas; contempló los viejos lugares familiares en las revistas, mientras preparaba información falsa para llevarlos a la ruina; permaneció, sin llamar la atención, en un taburete del Nacional, oyendo las risas y las bromas británicas en su idioma, mientras aconsejaba a los jefazos del KGB, incluido el propio presidente, sobre la mejor manera de sembrar la confusión en aquella pequeña isla. Y continuamente, durante los últimos quince años, sintió en su interior un gran vacío desesperado, que ni siquiera consiguieron llenar la bebida y las muchas mujeres que tuvo. Ahora era demasiado tarde, se dijo; nunca podría volver atrás. Sin embargo, sin embargo...

Sonó el timbre. Esto le sorprendió. El 111 de Prospekt Mira es un bloque de apartamentos de absoluta propiedad del KGB, en una calle tranquila del centro de Moscú, que tiene por inquilinos a muchos miembros importantes del KGB y a algunos funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores. Un visitante habría tenido que pasar por la conserjería, y no podía ser Erita, pues tenía su propia llave.

Cuando abrió la puerta, vio a un hombre ante él. Era joven y de buen aspecto, envuelto en un abrigo bien cortado y con un gorro de piel, sin insignia. Su cara era impasible y fría, pero no a causa del viento helado de la calle, pues sus zapatos indicaban que había pasado de un coche con calefacción al caliente edificio sin pisar la nieve helada. Unos ojos azules e inexpresivos miraron fijamente al viejo, sin afecto ni hostilidad.

–¿Camarada coronel Philby? –preguntó.

Philby se sorprendió. Los amigos íntimos, los Blake y otra media docena, le llamaban Kim. Para los demás había vivido muchos, muchísimos años oculto bajo un seudónimo. Sólo para unos pocos altos gerifaltes era Philby, coronel retirado del KGB.

–Sí.

–Soy el comandante Pavlov, del Noveno Directorio, al servicio personal del secretario general del PCUS.

Philby conocía el Noveno Directorio del KGB. Suministraba guardaespaldas al personal más importante del partido y vigilantes a los edificios donde trabajaban y vivían. Cuando iban de uniforme –cosa que actualmente ocurría sólo dentro de los edificios del partido y en las ceremonias–, llevaban como distintivos galones de color azul eléctrico en la gorra, charreteras y placas en las solapas, y eran también conocidos como «guardias del Kremlin». Pero cuando actuaban como guardaespaldas, llevaban trajes de paisano perfectamente cortados; tenían buen aspecto, estaban bien adiestrados, eran de una fidelidad a toda prueba e iban armados.

–Muy bien –replicó Philby.

–Esto es para usted, camarada coronel.

El comandante le tendió un sobre largo de papel, de primera calidad. Philby lo tomó.

–Y esto también –añadió el comandante Pavlov, alargándole una cartulina cuadrada con un número de teléfono.

–Gracias –dijo Philby.

Sin añadir palabra, el comandante hizo una ligera reverencia, giró sobre sus talones y se alejó por el pasillo. Segundos más tarde, Philby observó desde su ventana cómo arrancaba el brillante Chaika negro, con la matrícula distintiva del Comité Central y el número precedido por las iniciales MOC.

Jim Rawlings resiguió con una lupa la fotografía de la revista de sociedad. En ella estaba la mujer a quien había visto aquella mañana saliendo de Londres hacia el norte con su marido, aunque la foto había sido tomada hacía un año. Estaba de pie en una fila de presentación, mientras la dama que se hallaba junto a ella saludaba a la princesa Alejandra. Y llevaba las piedras. Rawlings, que estudiaba durante meses antes de dar un golpe, conocía tan bien su procedencia como la fecha de su propio nacimiento.

En 1905, el joven conde de Margate había regresado de África del Sur trayendo cuatro magníficas piedras sin tallar. Con ocasión de su matrimonio, en 1912, ordenó a Cartier, de Londres, que las tallase y montase como regalo para su joven esposa. Cartier las había hecho tallar a Aascher’s de Amsterdam, considerados ya entonces como los mejores del mundo después de su hazaña al labrar el enorme Cullinan. Las cuatro gemas originales se habían convertido en dos pares de diamantes que hacían juego, en forma de pera, con 58 facetas, un peso de diez quilates cada piedra de uno de los pares y veinte quilates cada una de las del otro.

De nuevo en Londres, Cartier montó aquellas piedras en oro blanco, rodeándolas de cuarenta piedras más pequeñas, para crear un juego de una diadema con una de las gemas más grandes como pieza central, un pinjante con el otro diamante grande en el centro y dos pendientes iguales con los dos más pequeños. Antes de que se terminase el trabajo murió el padre del conde, séptimo duque de Sheffield, y el conde le sucedió en el título. Las joyas fueron conocidas como los diamantes Glen, por el nombre de la familia de la Casa de Sheffield.

Al morir el octavo duque en 1936, los transmitió a su hijo, que, a su vez, tuvo dos hijos, una niña nacida en 1944 y un varón nacido en 1949. Y la imagen de esta hija –ahora una mujer de cuarenta y dos años– era la que veía Jim Rawlings a través de su lupa.

«No volverás a llevarlos, querida», se dijo Rawlings. Después empezó a comprobar una vez más el equipo que necesitaba para la noche.

Harold Philby rasgó el sobre con un cuchillo de cocina, extrajo la carta y la desdobló encima de la mesa del cuarto de estar. Le interesó: procedía del propio secretario general del PCUS, mostraba la clara y estudiada caligrafía del líder soviético y estaba, naturalmente, escrita en ruso.

El papel era de tan buena calidad como el sobre, y no llevaba membrete. Debió de escribirla en su apartamento particular del número 26 de Kutúzovski Prospekt, el enorme bloque donde, desde los tiempos de Stalin, se hallaban los suntuosos hogares en Moscú de los más altos jerarcas del partido.

En el ángulo superior derecho se leía: «Miércoles 31 de diciembre de 1986, por la mañana.» Seguía luego el texto:

Querido Philby:

Me ha llamado la atención una observación que hizo usted en una cena celebrada recientemente en Moscú, a saber, que «la estabilidad política de Gran Bretaña es constantemente exagerada aquí en Moscú, sobre todo en los tiempos actuales».

Celebraría recibir de usted una ampliación y aclaración de este comentario. Ponga por escrito esta explicación y diríjala personalmente a mí, sin guardar ninguna copia ni valerse de secretarias.

Cuando esté lista, llame al número de teléfono que le ha dado el comandante Pavlov, hable personalmente con él, y él irá a su residencia a buscarla.

Mis felicitaciones por su cumpleaños de mañana.

Sinceramente...

La carta terminaba con la firma.

Philby suspiró lentamente. Por lo visto, había micrófonos ocultos en la cena ofrecida por Kriuchkov a los antiguos oficiales del KGB el día 26. Lo había sospechado a medias. Como primer presidente delegado del KGB y jefe de su Directorio Principal, Vladimir Alexandrovich Kriuchkov era, en cuerpo y alma, criatura del secretario general. Aunque se hacía llamar coronel general, Kriuchkov no era militar, ni siquiera oficial profesional de información; era un apparatchik del partido hasta la médula de los huesos, uno de los incorporados por el actual líder soviético cuando había sido presidente del KGB.

Philby volvió a leer la carta y la dejó a un lado. «El estilo del viejo no ha cambiado», pensó. Breve hasta la rigidez, claro y conciso, desprovisto de estudiada cortesía y sin permitir contradicciones. Incluso la referencia al cumpleaños de Philby era bastante breve y demostraba sólo que había pedido su expediente.

Sin embargo, Philby estaba impresionado. Una carta personal del más glacial y remoto de los hombres era algo inusual, y muchos se habrían estremecido ante semejante honor. Años atrás había sido diferente. Cuando el actual líder soviético había llegado al KGB como presidente, Philby llevaba ya años allí y era considerado todo un personaje. Daba conferencias sobre las agencias de información occidentales en general y sobre el MI5 británico en particular.

Como todos los miembros del partido designados para mandar a profesionales de otra disciplina, el nuevo presidente había cuidado muy bien de poner en los puestos clave a hombres de su confianza. Philby, aunque respetado y admirado como uno de los «cinco astros», se había dado cuenta de que un patrono en los lugares más encumbrados sería muy útil en aquella sociedad conspiradora por antonomasia. El presidente, más inteligente y culto que su predecesor, Semichastni, había mostrado curiosidad, sin llegar a fascinación, pero mucho más que un simple interés, por Gran Bretaña.

Muchas veces, durante aquellos años, había pedido a Philby interpretaciones o análisis de los sucesos de Gran Bretaña, de sus personalidades y sus probables reacciones, y Philby le había complacido de buen grado. Era como si el presidente del KGB quisiese comparar con otras críticas lo que llegaba a su mesa procedente de los expertos sobre Gran Bretaña de la casa y de su propia antigua oficina, el Departamento Internacional del Comité Central, dirigido por Boris Ponomarev. Varias veces había atendido el discreto consejo de Philby en cuestiones relativas a Gran Bretaña.

Habían pasado cinco años desde que Philby viera cara a cara al nuevo zar de todas las Rusias. En mayo de 1982 había asistido a una recepción con motivo de la vuelta del presidente del KGB al Comité Central, aparentemente como secretario, aunque en realidad con objeto de prepararse para la muerte inminente de Breznev y asegurar su propio ascenso. Y ahora buscaba de nuevo una interpretación de Philby.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el regreso de Erita y los chicos, sofocados después de patinar y tan ruidosos como siempre. En 1975, mucho después de la partida de Melinda Maclean, cuando los jefazos del KGB hubieron decidido que su libertinaje y sus borracheras habían perdido su encanto (al menos para la organización), Erita recibió la orden de ir a vivir con él. Pertenecía al KGB, cosa rara, pues era también judía; tenía treinta y cuatro años y era morena y robusta. Se habían casado el mismo año.

Después del matrimonio se había impuesto el notable atractivo personal de Philby. Ella se enamoró sinceramente de él y se negó a seguir informando sobre él al KGB. El oficial encargado del caso se encogió de hombros, informó a su vez de la cuestión y le dijeron que no se preocupase más por ello. Los hijos vinieron dos y tres años más tarde.

–¿Algo importante, Kim? –preguntó ella, mientras él se levantaba y se metía la carta en un bolsillo.

Philby meneó la cabeza. La mujer quitó las gruesas y forradas chaquetas a los chicos y las colgó en el armario.

–Nada, querida –respondió.

Pero ella vio que estaba preocupado por algo. Sabía que no debía insistir.

–Por favor, no bebas demasiado en casa de los Blake esta noche.

–Lo intentaré –dijo él con una sonrisa.

En realidad, iba a permitirse una última borrachera. Bebedor de toda la vida que, cuando empezaba a trasegar en una fiesta, no solía parar hasta derrumbarse, hizo caso omiso de los consejos de cien médicos que le ordenaban dejar de beber. Le obligaron a no fumar, y esto fue ya muy mala cosa. Pero aún no renunciaba al alcohol; sabía que podía dejarlo cuando quisiera y que, después de la fiesta de aquella noche, tendría que abstenerse durante una temporada.

Recordó la observación que hiciera en el banquete de Kriuchkov y las ideas que la provocaron. Sabía lo que pasaba y lo que se pretendía en el seno del Partido Laborista británico. Otros habían recibido el caudal de información que él había estudiado a lo largo de los años y que aún le era transmitido a modo de favor. Pero sólo él había sido capaz de juntar todas las piezas, ensamblándolas dentro del marco de la psicología de masas británica para obtener la imagen real. Si tenía que hacer justicia a la idea que se estaba formando en su mente, tendría que describir aquella imagen en palabras, preparar para el líder soviético una de las mejores piezas que jamás hubiese redactado. Podía enviar a Erita y a los chicos a la dacha durante el fin de semana. Y él pondría manos a la obra, solo en el apartamento. Pero antes, una última borrachera.

Jim Rawlings estuvo entre las nueve y las diez de aquella noche sentado en otro coche alquilado –éste más pequeño–, delante de Fontenoy House. Vestía un bien cortado esmoquin y no llamaba la atención. Observaba la posición de las luces en lo alto del bloque de apartamentos. Desde luego, el piso que constituía su objetivo estaba a oscuras, pero le alegró ver que los apartamentos de encima y de debajo tenían las luces encendidas. A juzgar por el aspecto de las personas que se veían detrás de las ventanas, estaban celebrando sendas fiestas de Año Nuevo.

A las diez, con el coche aparcado discretamente en una calle lateral a dos manzanas de distancia, se dirigió a la entrada principal de Fontenoy House. Había entrado y salido tanta gente que la puerta estaba cerrada, pero no con llave. En el vestíbulo, a la izquierda, estaba la garita del portero, tal como había dicho Billy Rice. Dentro de ella, el portero de noche veía la televisión en su aparato portátil japonés. El hombre se levantó y se asomó a su puerta como para decir algo.

Rawlings llevaba una botella de champán adornada con un gran lazo de cinta de color. Agitó una mano, saludando como si estuviese un poco ebrio.

–¡Buenas noches! –gritó, y añadió–: ¡Ah, y feliz Año Nuevo!

Si el viejo portero había pensado preguntarle su nombre o su destino, se abstuvo de hacerlo. Al menos se estaban celebrando seis fiestas en el bloque. La mitad de ellas parecía ser de «casa abierta»; ¿cómo iba a comprobar él las listas de invitados?

–¡Oh... gracias, señor! ¡Feliz Año Nuevo! –gritó, pero el hombre vestido de esmoquin se alejaba ya por el pasillo.

El portero volvió a su película.

Rawlings subió al primer piso por la escalera y después tomó el ascensor hasta el octavo. A las diez y cinco minutos estaba delante de la puerta del apartamento que buscaba. Tal como le había informado Billy, no había zumbador y la cerradura era una Chubb de seguridad. A unos seis centímetros sobre ésta había una segunda cerradura automática Yale para el uso cotidiano.

La cerradura Chubb tiene un total de 17.000 combinaciones y permutaciones. Es un cierre de cinco palancas, pero no constituye problema insuperable para un experto, ya que sólo hay que encontrar las dos y media primeras palancas; las otras dos y media son iguales, pero a la inversa, de modo que la llave funciona igualmente cuando se introduce desde el otro lado de la puerta.

Después de salir del colegio, a los dieciséis años, Rawlings había pasado diez años trabajando con y para su tío Albert en la ferretería de éste. El taller era una buena pantalla para el viejo, que también había sido un ladrón distinguido en sus buenos tiempos. Ello permitió que el ansioso y joven Rawlings conociese todas las cerraduras existentes en el mercado y la mayor parte de las pequeñas cajas de caudales. Después de diez años de práctica continua, y con las expertas enseñanzas de tío Albert, Rawlings podía abrir casi todas las cerraduras que se fabricaban.

Sacó del bolsillo una anilla con doce llaves maestras, todas ellas fabricadas en su taller. Eligió y probó tres de ellas, una tras otra, y, por fin, se decidió por la sexta de la anilla. Insertándola en la Chubb, empezó a detectar los puntos de presión en el interior de la cerradura. Después, sacando del bolsillo superior de su chaqueta un paquete plano de finas limas de acero, empezó a trabajar con ellas sobre el metal más blando de la llave maestra. Al cabo de diez minutos tenía la configuración o «perfil» que necesitaba de las dos y media primeras palancas. Tras otros quince minutos había reproducido el mismo perfil a la inversa. Insertó la llave terminada en la cerradura Chubb y la hizo girar despacio y con cuidado.

La cerradura se abrió. Esperó sesenta segundos, por si el relleno de plasticina y cola especial de Billy no hubiese aguantado dentro de la jamba de la puerta. No sonó ninguna alarma. Lanzó un suspiro de alivio y empezó a trabajar en la Yale con una fina ganzúa de acero. Tardó en ello un minuto; luego la puerta se abrió sin ruido. El interior estaba a oscuras, pero la luz del corredor exterior le permitía ver en líneas generales el vacío recibidor. Tenía unos veinte metros cuadrados y estaba alfombrado.

Sospechó que debajo de la alfombra habría una alarma a presión en alguna parte, pero no demasiado cerca de la puerta, para que no pudiese hacerla sonar el propio dueño. Entró en el recibidor, arrimándose a la pared, cerró la puerta a su espalda y encendió la luz. A su izquierda había una puerta entreabierta, a cuyo través pudo ver un lavabo. A su derecha, otra puerta, casi con toda seguridad la de un armario para guardar los abrigos y que contendría el sistema de control de la alarma; no debía tocarla. Sacando un par de alicates de un bolsillo del pecho, se agachó y levantó la alfombra, separándola del fino listón de su borde. Al alzarse la cuadrada alfombra, descubrió el resorte a presión en el mismo centro del recibidor. Sólo había uno. Volvió a colocar suavemente la alfombra en su sitio, pasó alrededor de ella y abrió la puerta grande que había delante. Como había dicho Billy, era la del cuarto de estar.

Permaneció varios minutos en el umbral, hasta que identificó el interruptor y encendió las luces. Esto era un poco arriesgado, pero se hallaba en el octavo piso, los dueños estaban en Yorkshire y no tenía tiempo de trabajar con una linterna en una habitación llena de trampas.

La estancia era oblonga, de unos siete metros por cinco, alfombrada y ricamente amueblada. Delante de él estaban las grandes ventanas de cristales que daban al sur y a la calle. A su derecha, la pared contenía una chimenea de piedra con un quemador de gas para imitar el fuego de leña, y, en un rincón, una puerta que presumiblemente conducía al dormitorio de los dueños. La pared de la izquierda tenía dos puertas, una de las cuales se abría a un pasillo que sin duda llevaba a los dormitorios de los invitados, mientras que la otra, cerrada, conducía tal vez al comedor y la cocina.

Pasó otros diez minutos de pie e inmóvil, escrutando las paredes y el techo. La razón de esto era sencilla: podía haber una alarma estática que Billy Rice no hubiese visto, pero que detectaría el calor o el movimiento de cualquiera que entrase en la habitación. Si las alarmas se disparaban, podría salir de allí en tres segundos. No había timbres; el sistema se basaba en alambres conectados a la puerta y probablemente a las ventanas, que no pensaba tocar, y en una serie de resortes a presión.

Estaba seguro de que la caja fuerte estaría en aquella habitación o en la del dueño, y en una pared exterior, ya que las interiores no podían tener el grosor suficiente. La descubrió momentos antes de las once. Exactamente delante de él, en un trozo de pared de veinticinco centímetros entre las dos amplias ventanas, había un espejo con marco dorado, que no pendía ligeramente separado de la pared como los cuadros, proyectando una estrecha sombra en el borde, sino que estaba pegado y como empotrado en ella.

Empleando los alicates para levantar el borde de la alfombra, avanzó arrimado a las paredes y descubrió los finos alambres que iban desde el zócalo hasta los resortes a presión, situados, sin duda, hacia el centro de la estancia.

Cuando llegó al espejo, vio debajo de éste uno de los resortes. Pensó en quitarlo, pero en lugar de ello levantó una mesa grande y baja de café que estaba cerca y la colocó sobre el resorte, con las patas lejos de sus bordes. Ahora sabía que si permanecía junto a las paredes o sobre algún mueble –ninguno de éstos podía contener un resorte a presión–, estaría seguro.

El espejo se mantenía adosado a la pared mediante una placa imantada y conectada a un alambre. Esto no era problema. Deslizó una laminilla de acero imantado entre los dos imanes del cierre, uno en el marco del espejo y el otro en la pared. Manteniendo la laminilla sustitutoria pegada al imán de la pared, desprendió de ésta el espejo. El imán de la pared no opuso resistencia; seguía en contacto con otro imán y, por ello, no podía denunciar la ruptura del contacto.

Rawlings sonrió. La caja fuerte era una bonita y pequeña Hamber modelo D. Sabía que la puerta estaba hecha con una plancha de acero templado y muy resistente, doce milímetros de grosor; el gozne era una varilla vertical de acero templado, que se introducía en el marco hacia arriba y hacia abajo desde la puerta. El mecanismo de seguridad consistía en tres cerrojos de acero colado que, emergiendo de la puerta, penetraban en el marco hasta una profundidad de poco más de tres centímetros. Detrás de la cara de acero de la puerta había un estuche metálico de cinco centímetros de profundidad que contenía los tres cerrojos, el vertical de control que regía sus movimientos y la cerradura de combinación de tres discos que tenía ahora ante sí.

Rawlings no pretendía manipular nada de esto. Había una manera más sencilla: cortar la puerta de arriba abajo, justo en el lado del gozne de los discos de la combinación. Esto dejaría el sesenta por ciento de la puerta –donde estaban la cerradura de combinación y los tres cerrojos– adherido al marco de la caja fuerte. El otro cuarenta por ciento se abriría dejando espacio suficiente para meter la mano y sacar el contenido.

Volvió al recibidor, donde había dejado su botella de champán, y regresó con ella. Poniéndose en cuclillas sobre la mesita de café, desenroscó el fondo de la falsa botella y la vació del contenido. Aparte de un detonador eléctrico envuelto en algodón en una cajita, una serie de pequeños imanes y un rollo de cable eléctrico corriente de cinco amperios, llevaba un trozo de CLC.

Rawlings sabía que la mejor manera de cortar una plancha de acero de doce milímetros y medio era emplear la teoría de Monroe, que había tomado su nombre del inventor del principio de «carga modelada». El CLC era un trozo de metal en forma de V, rígido, pero ligeramente flexible, envuelto en explosivo plástico. Lo fabricaban en Gran Bretaña tres compañías, una de ellas oficial y las otras dos correspondientes al sector privado. Sólo podía obtenerse mediante riguroso permiso, pero Rawlings, como ladrón profesional, tenía un contacto, un empleado infiel de una de las compañías del sector privado.

Con la rapidez del experto, Rawlings preparó la longitud que necesitaba y la aplicó a la parte exterior de la puerta de la Hamber, de arriba abajo, justo a un lado de los discos de la combinación. Insertó el detonador en un extremo del CLC; de aquél salían dos cables retorcidos de cobre. Desenrolló los hilos y los separó, para evitar más tarde un cortocircuito. Sujetó a cada hilo uno de los de su cable corriente, que, a su vez, terminaba en un enchufe doméstico de tres púas.

Lo desenrolló cuidadosamente y, dando la vuelta a la habitación, se dirigió al pasillo que conducía a las habitaciones de los invitados. El tabique del corredor le protegería de la explosión. Pasó ligeramente a la cocina y llenó de agua una gran bolsa de politeno que llevaba en el bolsillo. Después fijó ésta con chinchetas a la pared para que colgase sobre el explosivo de la puerta de la caja fuerte. El tío Albert le había dicho que los cojines de plumas estaban muy bien para los pájaros y la televisión, pero que, para absorber un choque, no había nada como el agua.

Faltaban veinte minutos para la medianoche. En el piso de arriba, la fiesta se hacía cada vez más ruidosa. Incluso en este lujoso bloque, marcado por la intimidad, podía oír claramente los gritos y el ruido del baile. Lo último que hizo antes de retirarse al pasillo fue encender el televisor. Ya en el pasillo, localizó un enchufe, se aseguró de que el interruptor estaba «cerrado» e introdujo el cable en él. Luego esperó.

Un minuto antes de medianoche, el ruido del piso de arriba era ensordecedor. Pero cesó de pronto, como si alguien hubiese ordenado silencio. Rawlings pudo oír el televisor que habían encendido en el cuarto de estar. El tradicional programa escocés, con sus baladas y sus bailes de la Highland, debió de pasar a la imagen estática del reloj llamado Big Ben, en lo alto del Parlamento londinense. El comentarista de televisión contaba los segundos que faltaban para la medianoche, mientras la gente llenaba sus copas en todo el reino. Entonces empezaron a sonar los cuartos.

Después de los cuartos hubo una pausa. Y entonces sonó el estruendoso estampido de la primera campanada de las doce. Resonó en veinte millones de hogares de todo el país; retumbó en el apartamento del noveno piso de Fontenoy House y fue ahogado por el griterío y las voces que cantaban Auld Lang Syne. Al sonar la primera campanada en el piso octavo, Jim Rawlings accionó el interruptor.

Sólo él oyó el sordo estallido. Esperó un minuto, desconectó el cable y volvió hacia la caja fuerte, recogiendo sus cosas al pasar. Las nubecillas de humo se estaban desvaneciendo. De la bolsa llena de agua sólo quedaban unas pocas manchas de humedad. La puerta de la caja fuerte parecía haber sido hendida de arriba abajo por un hacha manejada por un gigante. Rawlings sopló sobre una cuantas volutas de humo y, con su mano enguantada, hizo girar sobre los goznes la parte más pequeña de la puerta. El estuche metálico había sido destrozado por la explosión, pero todos los cerrojos del otro lado de la puerta estaban en sus casquillos. La parte que había abierto era lo bastante grande como para ver el interior. Una caja para dinero y una bolsa de terciopelo; sacó la bolsa, desató el cordón y vació el contenido sobre la mesita de café.

La joyas brillaron bajo la luz, como dotadas de un fuego propio: los diamantes Glen. Rawlings guardó de nuevo en la falsa botella de champán el resto de su equipo: el cordón eléctrico, la caja vacía del detonador, las chinchetas y el resto del CLC. Pero entonces se dio cuenta de un problema que no había previsto: el pinjante y los pendientes podría metérselos en los bolsillos del pantalón, pero la diadema era más ancha y más alta de lo que había pensado. Miró alrededor, en busca de un recipiente que no llamase la atención. Lo encontró en el escritorio, a poca distancia.

Vació el contenido de la cartera en el asiento de un sillón: billeteros, tarjetas de crédito, libretas de direcciones y un par de carpetas.

Era lo que necesitaba. En la cartera cabían todas las joyas Glen y la botella de champán: habría sido extraño que llevase ésta al salir de una fiesta. Después de echar una última mirada al cuarto de estar, Rawlings apagó la luz, volvió al recibidor y cerró la puerta. Una vez en el pasillo, cerró la puerta de entrada, la que tenía la cerradura Chubb, y un minuto más tarde pasó por delante de la garita del portero y se perdió en la noche. El viejo ni siquiera le miró.

Era casi la medianoche de aquel 1 de enero cuando Harold Philby se sentó a la mesa del cuarto de estar de su piso de Moscú. Había cogido su borrachera la noche anterior, en la fiesta de los Blake, pero ni siquiera la había disfrutado. Su mente estaba demasiado absorta en lo que tendría que escribir. Durante la mañana se había recobrado de la inevitable resaca, y ahora, con Erita y los chicos durmiendo en sus camas, tenía la paz y la tranquilidad que necesitaba para poner orden en sus ideas.

Se oyó un arrullo al otro lado de la habitación. Philby se levantó, se acercó a una jaula grande que había en el rincón y miró, a través de la reja, una paloma que tenía una pata entablillada. Siempre le habían gustado los animales, desde una raposa, cuando estaba en Beirut, hasta la serie de canarios y periquitos en el apartamento que ahora ocupaba. La paloma avanzó en la jaula, tambaleándose a causa de su pata rota.

–No te preocupes, amiga –dijo Philby–. Pronto te quitaremos eso y podrás volar de nuevo.

Volvió a la mesa. «Tienes que hacerlo bien», se dijo por enésima vez. El secretario general era un mal tipo y no convenía indisponerse con él, y era difícil de engañar. Algunos de aquellos altos oficiales de la fuerza aérea que habían armado aquel follón en 1983, al perseguir y derribar un reactor coreano, habían encontrado sus frías tumbas bajo el helado suelo de Kamchatka, por su recomendación personal. Víctima de graves quebrantos de salud, confinado parte del tiempo en una silla de ruedas, no dejaba de ser por ello el amo indiscutible de la URSS; su palabra era ley; su cerebro seguía siendo de una viveza extraordinaria, y nada pasaba inadvertido a sus pálidos ojos. Tomando lápiz y papel, Philby empezó a esbozar el primer borrador de su respuesta.

Cuatro horas más tarde, antes de medianoche en Londres, el dueño del apartamento de Fontenoy House volvió solo a la capital. Alto, distinguido, de cabellos grises y cincuenta años, se dirigió al aparcamiento del sótano, empleando para ello su tarjeta de plástico, y llevó la maleta al ascensor, en el que subió al octavo piso. Estaba de pésimo humor.

Había conducido durante seis horas, después de abandonar la casa señorial de su cuñado tres días antes de lo previsto, debido a una fuerte disputa con su mujer. A ésta, rígida y caballuna, le gustaba el campo tanto como lo odiaba él. Contenta de poder recorrer los desiertos páramos de Yorkshire en mitad del invierno, le había dejado tristemente enjaulado en casa con su hermano, el décimo duque, lo cual era, en cierto modo, aún peor, pues el dueño de la casa, que se jactaba de saber apreciar las virtudes varoniles, estaba convencido de que el pobre hombre era gay.

La cena de la víspera de Año Nuevo había sido espantosa para él, rodeado como estuvo por los compinches de su esposa, que no paraban de hablar de caza, de tiro y de pesca, todo ello puntuado por la risa fuerte y estridente del duque y de sus demasiado guapos camaradas. Aquella mañana había hecho una observación a su esposa, y ésta había perdido los estribos. Como resultado de ello, se dijo que habría de regresar solo hacia el sur, después del té; ella permanecería allí el tiempo que quisiera, que muy bien podía ser un mes.

Entró en el recibidor de su apartamento y se quedó de pie; el sistema de alarma habría tenido que emitir un fuerte y repetido pip durante treinta segundos, antes de que sonase la alarma general, tiempo que él habría aprovechado para desconectar el aparato. «Probablemente se habrá averiado», pensó. Se dirigió el armario de los abrigos y cerró con su llave todo el sistema. Después entró en el cuarto de estar y encendió la luz.

Dejando la maleta en el suelo, contempló la escena boquiabierto, aterrorizado. Las manchas de humedad se habían evaporado por el calor, y el televisor estaba apagado. Lo que le llamó inmediatamente la atención fue la pared chamuscada y la destrozada puerta de la caja fuerte. Cruzó la estancia en unas pocas zancadas y miró dentro de la caja. No había duda: los brillantes habían desaparecido. Miró alrededor, vio sus cosas tiradas sobre el sillón ante la chimenea y la alfombra, levantada en sus bordes junto a las paredes. Se dejó caer en el otro sillón, frente al hogar, pálido como un muerto.

–¡Oh, Dios mío! –jadeó.

Parecía aturdido por la magnitud del desastre y permaneció en el sillón durante diez minutos, respirando fatigosamente y contemplando el desastre.

Por último, se levantó y se dirigió al teléfono. Con dedo tembloroso, marcó un número. Al otro extremo de la línea sonó el timbre, pero nadie respondió.

A la mañana siguiente, poco antes de las once, John Preston bajó por Curzon Street en dirección a la jefatura del departamento para el que trabajaba, al otro lado de la esquina del restaurante Mirabelle, en el que sólo unos pocos empleados del departamento podían permitirse el lujo de comer.

La mayoría de los miembros del Servicio Civil hacían puente aquella mañana del viernes, ya que el jueves había sido el primer día del año, o sea, fiesta oficial que se prolongaría hasta el fin de semana. Pero Brian Harcourt-Smith había pedido a Preston que acudiese, y él había obedecido. Creía saber de qué quería hablarle el director general delegado del MI5.

Durante tres años, más de la mitad del tiempo que llevaba en el MI5 desde su incorporación, en el verano de 1981, John Preston había trabajado en la rama F. 1, dedicada a la vigilancia de las organizaciones políticas extremistas de izquierda y derecha, a la investigación dentro de ellas y a la introducción de agentes en su seno. Durante dos de aquellos años había estado en F. 1, a la cabeza de la sección D, que estudiaba la penetración de elementos de extrema izquierda en el Partido Laborista británico. Hacía dos semanas, justo antes de Navidad, había presentado el informe resultante de sus investigaciones. Sólo le sorprendía que hubiese sido leído y digerido con tanta rapidez.

Se presentó en recepción, exhibió su tarjeta, le examinaron, llamaron a la oficina del DGD para comprobar que le esperaban allí, y le autorizaron a subir al piso alto del edificio.

Lamentaba no poder ver personalmente al director general. Le gustaba sir Bernard Hemmings, pero era un secreto a voces dentro del MI5 que el viejo estaba enfermo y pasaba cada vez menos tiempo en la oficina. En sus ausencias, la dirección cotidiana del departamento pasaba progresivamente a manos de su ambicioso delegado, hecho que no complacía a algunos de los veteranos más antiguos del servicio.

Sir Bernard era un hombre del MI5 desde hacía mucho tiempo, y antaño había hecho su trabajo en la calle. Podía establecer empatía con los hombres que recorrían las calles, descubrían sospechosos, seguían la pista a correos hostiles y se infiltraban en organizaciones subversivas. Harcourt-Smith era universitario, con títulos superiores, y había sido principalmente un importante hombre de oficina que se movía hábilmente entre los departamentos y ascendía continuamente en el escalafón.

Pulcramente vestido como siempre, recibió calurosamente a Preston en su despacho. A Preston le escamó aquel calor. Otros habían sido recibidos afectuosamente, según se decía, y habían sido despedidos del servicio una semana más tarde. Harcourt-Smith hizo sentar a Preston ante su mesa y se sentó detrás de éste. El informe de Preston estaba sobre la carpeta.

–Hablemos de su informe, John. Comprenderá que, como todo su trabajo, lo tomo sumamente en serio.

–Gracias –replicó Preston.

–Tan en serio –prosiguió Harcourt-Smith– que he pasado la mayor parte de estas fiestas en este despacho releyéndolo y reflexionando sobre él.

Preston pensó que lo más prudente era guardar silencio.

–Es... cómo lo diría... muy radical... sin reservas, ¿eh? La cuestión consiste, y esto tengo que preguntármelo antes de que este departamento proponga cualquier clase de política fundada en el informe, en que todo sea o no absolutamente cierto. ¿Puede comprobarse? Esto es lo que me preguntarán a mí.

–Mire, Brian, he pasado dos años en esta investigación. Mi gente ha calado hondo, muy hondo. Los hechos que he establecido como tales son ciertos.

–¡Oh, John! Nunca he discutido los hechos que usted me ha presentado. Pero las conclusiones que saca de ellos...

–Creo que se fundan en la lógica –replicó Preston.

–Una gran disciplina; yo mismo la estudié antaño –prosiguió Harcourt-Smith–. Pero no siempre ha sido confirmada por pruebas evidentes, ¿verdad? Tomemos por ejemplo esto... –Buscó algo en el informe y recorrió una línea con un dedo–. El MBR. Muy extremado, ¿no le parece?

–¡Oh, sí, Brian, muy extremado! Pero es que se trata de una gente muy extremista.

–No lo dudo. Pero ¿no habría sido conveniente adjuntar a su informe una copia del MBR?

–Por lo que he podido averiguar, no ha sido escrito. Es una serie de intenciones, aunque muy firmes, en la mente de ciertas personas.

Harcourt-Smith se mordió el labio con aire afligido.

–Intenciones –dijo, como si esta palabra le intrigase–, sí, intenciones. Pero sabe muy bien, John, que en la mente de muchas personas hay muchas intenciones en lo tocante a este país, y no todas ellas amistosas. Pero no podemos aconsejar una política de medidas o contramedidas sobre la base de estas intenciones...

Preston se disponía a hablar cuando Harcourt-Smith se levantó para indicar que la entrevista había terminado.

–Mire, John, déme un poco más de tiempo. Tendré que pensar en ello y hacer quizá algunos sondeos antes de decidir la mejor manera de emplearlo. A propósito, ¿cómo se encuentra en F. 1 D?

–Muy bien –respondió Preston, levantándose a su vez.

–Quizá tenga algo para usted que todavía le gustará más –dijo Harcourt-Smith.

Cuando Preston se hubo marchado, Harcourt-Smith se quedó mirando durante unos minutos la puerta por donde había salido. Parecía sumido en honda reflexión.

Era imposible limitarse a romper el expediente, que consideraba enojoso y que podría llegar a ser peligroso algún día. Había sido iniciado formalmente por un jefe de sección. Tenía un número de archivo. Pensó intensa y largamente en ello. Después tomó su bolígrafo rojo y escribió cuidadosamente sobre la cubierta del informe Preston. Llamó a su secretaria.

–Mabel –dijo al entrar ésta–, baje esto al registro, por favor. Inmediatamente.

La muchacha echó un vistazo a la cubierta del expediente. Aparecían escritas en ellas las letras NMA y las iniciales de Brian Harcourt-Smith. En el Servicio, NMA significa «No Más Acción». El informe iba a ser enterrado.

II

Hasta el domingo siguiente, 4 de enero, el dueño del apartamento de Fontenoy House no pudo conseguir que le respondiese el número al que había llamado cada hora durante tres días. Tras una breve conversación, concertó un encuentro con otro hombre antes de la hora del almuerzo, en un compartimiento reservado de uno de los salones públicos de un discretísimo hotel del West End.

El recién llegado tenía unos sesenta años, cabellos de un gris acerado, vestía sobriamente y tenía el aire de un funcionario civil, cosa que era en cierto modo. Fue el segundo en llegar y, tras sentarse, se disculpó.

–Lamento mucho haber estado ausente los tres últimos días –dijo–. Como soy soltero, unos amigos me invitaron a pasar las fiestas de Año Nuevo con ellos fuera de la ciudad. Bien, ¿cuál es el problema?

El dueño del apartamento se lo dijo en breves y claras palabras. Había tenido tiempo de pensar exactamente cómo comunicaría la gravedad de lo ocurrido, y eligió muy bien las frases. El otro hombre escuchó la narración con creciente preocupación.

–Desde luego, tiene usted toda la razón –comentó al cabo–. Puede ser muy grave. Cuando volvió usted el jueves por la noche, ¿llamó a la policía? ¿O lo hizo después?

–No; pensé que era mejor hablar primero con usted.

–¡Ah! En cierto modo, es lástima que no lo hiciese. Pero ahora es demasiado tarde. Sus investigadores descubrirían que la caja fuerte fue reventada hace tres o cuatro días. Y esto sería difícil de explicar. A menos que...

–¿Sí? –preguntó ansiosamente el dueño del apartamento.

–A menos que pudiese sostener que el espejo estaba en su sitio y todo tan en orden, que pudo vivir allí tres días sin darse cuenta del robo.

–Muy difícil –replicó el dueño del apartamento–. La alfombra había sido levantada por los bordes. El muy bastardo debió de deslizarse junto a las paredes para evitar los resortes a presión.

–Sí –murmuró el otro–. Además, usted habría llevado normalmente los diamantes al banco el viernes, ¿verdad?

–Por supuesto.

–Así pues, sería insostenible. Y también temo que no podría pretender haber pasado los tres días en otra parte.

–¿Dónde? Me habrían visto. Y nadie me vio. ¿En un club? ¿En un hotel? Tendría que constar en el libro de registro.

–Así es –replicó su confidente–. No, no daría resultado. Para bien o para mal, la suerte está echada. Ahora es demasiado tarde para llamar a la policía.

–Entonces, ¿qué diablos voy a hacer? –preguntó el dueño del apartamento–. Sencillamente hay que recobrar las joyas.

–¿Cuánto tiempo estará su esposa ausente de Londres? –preguntó el otro.

–No lo sé. Le gusta estar en Yorkshire. Espero que algunas semanas.

–Entonces tendremos que sustituir la caja fuerte reventada por una nueva y del mismo modelo. También habrá que hacer una copia de las joyas. Esto requerirá tiempo.

–Pero ¿qué me dice de las que han sido robadas? –preguntó con desesperación el dueño del apartamento–. No podemos dejar que estén rodando por ahí. Tengo que recuperarlas.

–Cierto –asintió el otro–. Mire, como puede imaginarse, mi gente tiene algunos contactos en el mundo de los diamantes. Puedo ordenar que se hagan pesquisas. Las joyas seguramente serán pasadas a uno de los centros principales para su transformación. No podrían venderse en su estado actual. Son demasiado conocidas. Veré si se puede seguir la pista del ladrón y recuperarlas.

El hombre se levantó y se dispuso a marcharse. Su amigo permaneció sentado, con evidente preocupación. El primero estaba también desalentado, pero lo disimulaba mejor.

–No haga ni diga nada a partir de ahora –le aconsejó–. Procure que su esposa esté el mayor tiempo posible en el campo. Compórtese con normalidad. Y esté tranquilo, seguiremos en contacto.

A la mañana siguiente, John Preston era una persona más entre las muchas que volvían al centro de Londres después de los cinco días de vacaciones de Año Nuevo. Como vivía en South Kensington, le convenía ir en metro a su trabajo. Se apeó en Goodge Street y siguió a pie los quinientos metros restantes; era un hombre que no llamaba la atención, de estatura y complexión medianas y cuarenta y seis años de edad; llevaba un impermeable gris e iba sin sombrero, a pesar del frío.

Cerca del final de Gordon Street, cruzó la entrada de un edificio vulgar que podía ser un complejo de oficinas como cualquier otro, sólido pero no moderno, y que se decía sede de una compañía de seguros. Pero en el interior, el vestíbulo ofrecía señales que le diferenciaban de otros edificios de oficinas del barrio.

Por ejemplo, había tres hombres en el zaguán: uno junto a la puerta, otro detrás de la mesa de recepción y el tercero cerca de las puertas de los ascensores. Todos ellos tenían una corpulencia y unos músculos que no se asociaban normalmente a la suscripción de pólizas de seguro. Cualquier ciudadano despistado que hubiese querido firmar un contrato con esta particular compañía habría pasado un mal rato al enterarse de que sólo podían pasar más allá del vestíbulo aquellos cuya identidad fuese aprobada por el pequeño ordenador que había bajo la mesa de recepción.

El servicio de contraespionaje británico, más conocido como MI5, no ocupa un solo edificio. Discreta pero incómodamente, se halla repartido en cuatro edificios de oficinas. El cuartel general se encuentra en Charles Street, no ya en la vieja jefatura de Leconfield House, habitualmente mencionada en los periódicos.

El edificio que le sigue en importancia se halla en Gordon Street y es conocido simplemente como Gordon, de la misma manera que la jefatura es conocida sencillamente como Charles. Los otros dos edificios están en Cork Street (conocido como Cork) y en un modesto anexo en Marlborough Street, igualmente conocido por el nombre de la calle.

El departamento se divide en seis ramas, distribuidas en todos los edificios. También discretamente, pero de manera que induce a confusión, algunas de las ramas tienen secciones en edificios diferentes. Para evitar un excesivo gasto de zapatos, todas ellas están relacionadas por líneas telefónicas secretas, con un sistema infalible para la identificación de las credenciales del visitante.

La rama A se ocupa, en sus diversas secciones, de política, ayuda técnica, propiedad, registro y proceso de datos, y contiene la asesoría jurídica y el servicio de vigilancia. Este último está formado por un grupo idiosincrásico de hombres y (algunas) mujeres de todos los tipos y edades, ingeniosos y conocedores del trabajo en la calle, y capaces de montar los mejores equipos de vigilancia personal del mundo. Hasta los adversarios hubieron de reconocer que los «vigilantes» del MI5 eran casi invencibles en su campo.

A diferencia del servicio de inteligencia (MI6), que dirige la información extranjera y ha incluido muchos norteamericanismos en su jerga, el servicio de contraespionaje (MI5) funda principalmente su jerga en antiguas expresiones de la policía. Evita términos tales como «vigilancia operativa» y sigue llamando simplemente «vigilantes» a sus equipos de seguimiento.

La rama B comprende: reclutamiento, personal, evaluación, ascensos, pensiones y finanzas (salarios y gastos operacionales).

La rama C se ocupa de la seguridad del servicio civil (de su personal y de sus edificios), de la seguridad de los contratistas (principalmente de las empresas civiles que realizan trabajos de defensa y de comunicaciones), de la seguridad militar (en íntima relación con el personal de seguridad de las fuerzas armadas) y de sabotaje (real o posible).

Antiguamente había una rama D, pero, fruto de la misteriosa lógica conocida sólo por sus practicantes en el mundo de la información secreta, fue llamada hace tiempo rama K. Es una de las más importantes, y su sección principal se denomina, simplemente, Soviet, y está subdividida en operaciones, investigaciones en el campo y orden de batalla. K

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