Antígona (Los mejores clásicos)

Sófocles

Fragmento

Introducción

INTRODUCCIÓN

Quizá, como en ninguna otra pieza del teatro griego, se expone el comentarista de la Antígona de Sófocles a comprender incorrectamente las intenciones del autor: tan grande es el valor paradigmático del problema que desarrolla. Desde Hegel, que lo interpretó como un conflicto entre dos esferas de derecho igualmente válidas —la del Estado y la de la familia—, a nuestros días, las opiniones de los críticos se han dividido en posturas antitéticas, como suele suceder cuando se trata de comentar obras geniales que dan pábulo abundante no sólo a la curiosidad de los filólogos, sino a las especulaciones del ensayo y la filosofía. En sus líneas generales, la situación conflictiva de la Antígona no puede ser más sencilla: una muchacha muere por desobedecer un mandato del poder establecido que pugna con imperativos ético-religiosos de orden superior; un gobernante, accedido al poder en trágicas circunstancias, bienintencionado quizá, pero en exceso celoso de su mando, incurre en la hybris de un autócrata tiránico; por último, el derrumbamiento de éste, con la reacción en cadena de suicidios que su actitud, modificada demasiado tarde, provoca. Considerada la situación de esta manera esquemática, el juicio del crítico coincidiría en lo fundamental con el del espectador ingenuo: Antígona tiene de su parte toda la razón, y Creonte, toda la culpa. El tema de la obra vendría a ser el castigo del theomachos recalcitrante —es decir, el hombre que se enfrenta con los dioses—, como se escenificaba en tantos dramas sacros, que cantaban, por ejemplo, las aretalogías de Dioniso. No obstante, el problema se complica cuando se repara en que la divina venganza no se ejecuta en esta pieza por medio de un milagro, sino por la muerte de dos personas inocentes, Hemón y Eurídice, y esto lleva a plantearse el enigma de si en verdad consideraba Sófocles a Antígona tan inocente como a una primera lectura del drama parece. ¿No tendrá ella también su parte de responsabilidad al desacatar una orden del poder legítimo, que no se salía, por lo demás, de las normas jurídicas vigentes en Atenas y en otras muchas partes?1

A lo largo de este siglo, tan pródigo en conflictos entre la moral tradicional y la razón de Estado, las respuestas que se han ido dando a estos interrogantes han variado según la óptica y el talante de los tiempos. La interpretación hegeliana siguió haciendo sentir su peso en Alemania, hasta que los estudios de Reinhardt2 y de Pohlenz3 insistieron, respectivamente, en que nuestra pieza no desarrolla un conflicto de ideas, sino un choque de caracteres, y que el tema tratado —uno más dentro de una amplia colección de ejemplares venganzas divinas— era el del castigo del culpable. Años después, en pleno auge de los totalitarismos, se prestó por primera vez una atención mayor a la figura de Creonte, cuyas razones cobraban en aquellos agitados tiempos mayor realce. Resulta curioso observar cómo la interpretación de un filólogo, Antonio Tovar,4 de su figura como representante de una política de signo racional, predestinada a chocar inevitablemente con los factores tradicionales e irracionales representados por Antígona, concuerda en lo fundamental con los rasgos atribuidos por Anouilh al personaje en una pieza estrenada por aquel entonces. Inclinado así el platillo de la balanza, lógicamente el contrapunto femenino del tirano, Antígona, se degradaba hasta convertirse en una histérica5 obsesa por el culto de los muertos o en esa rebelde sin sentido que nos muestra la pieza del francés. El verdadero protagonista de la tragedia sería Creonte, y no la frágil muchacha. Compensaba el riesgo de esta interpretación —el de tergiversar el verdadero carácter de la pieza sofoclea— la infinidad de matices nuevos que permitía descubrir en esta obra maestra. Schadewaldt6 veía en Creonte al gobernante incurso en una primera equivocación, que por el aquel de «sostenella y no enmendalla» se endurecía y obcecaba, aun partiendo de principios justos; asimismo, ponía de relieve los puntos en que Antígona, a pesar de defender la buena causa, carecía de razón.

Otros estudios vinieron a abrir nuevos horizontes para la comprensión de esta pieza. Bowra,7 al calar en la «ironía» trágica de Sófocles, ponía al lector sobre aviso del doble sentido de las palabras de sus personajes y de las «falsas claves» que daba para extraer conclusiones equivocadas. Ehrenberg8 señaló las implicaciones históricas del teatro sofocleo, haciendo notar las coincidencias de ciertos rasgos de sus tiranos —Edipo, Creonte— con los que nos son conocidos de Pericles: actitud crítica frente a las tradiciones religiosas, sobreestimación de la eficacia política, racionalismo sistemático, orgullosa confianza en la capacidad del hombre para dar adecuada solución a todos los problemas. Recientemente, Rodríguez Adrados,9 sobre la base de estos precedentes, hizo un valioso replanteamiento crítico de la cuestión con una orientación metodológica nueva, a saber: la de encuadrar la pieza dentro del contexto general de la tragedia griega y del teatro sofocleo. La Antígona entraría dentro de la tradición del drama sacro, y su verdadero protagonista sería Creonte, a quien no es difícil encontrarle paralelos en los theomachoi de la tradición, como Penteo, y en otros tiranos del drama. Con los mismos rasgos de legitimidad y autoritarismo que el Etéocles de los Siete contra Tebas, con la misma buena fe inicial que el Edipo del Edipo Rey «se ve cogido por sus principios cada vez más»,10 y, a pesar de no ser un tirano, se obstina y se obceca hasta incurrir en pugna con los dioses «al ver que aquellos a quienes más estima no respetan los principios que de buena fe cree esenciales para el gobierno de la ciudad».11 Antígona sería el instrumento de la venganza de las divinidades infernales, la antagonista del drama, «pese a dar título a la tragedia, si consideramos ésta conforme al esquema original que desarrolla. Es el del rey en la culminación de su poder, que a lo largo de la obra es humillado».12 Por lo demás, la joven tampoco está exenta de culpas: carece en absoluto de la súphrosyne que constituye el ideal sofocleo y tiene la violencia de actuación del héroe, en la que Sófocles veía un elemento perturbador de la normalidad humana; de ahí que, aun siendo víctima inocente, merezca hasta cierto punto su castigo por haber ido a estrellarse contra las normas de la convivencia ciudadana. Ahora bien: esta figura reaccionaria y desaforada, que se alza en rebeldía contra unos nuevos modos del obrar político en defensa de una religiosidad que hundía sus raíces en la solidaridad del genos, se erige paradójicamente en defensora de una moralidad que indirectamente se crea: el derecho del individuo a seguir su fe por encima de las imposiciones del Estado. La Antígona sería una obra de carácter negativo, en la que Sófocles pretendió dar un aviso a sus conciudadanos sobre las peligrosas implicaciones que tenía la línea política seguida por Pericles y sus inmediatos colaboradores.

Nos hemos detenido en los puntos de vista de Rodríguez Adrados, aparte del valor intrínseco que tiene su trabajo, por el hecho de ser la culminación de una serie de estudios críticos, que comparte por igual los méritos y los defectos de sus predecesores. Mérito indudable es el aviso contra una consideración demasiado simplista del drama; defecto, quizá, el pretender atar demasiados cabos y buscar en la Antígona implicaciones tácitas que muy probablemente Sófocles jamás pretendió establecer. La original consideración de la pieza dentro del contexto del drama sacro, como una de tantas ejemplificaciones del castigo del theomachos le fuerza a Rodríguez Adrados a tener a Creonte por el verdadero protagonista, reduciendo a Antígona al papel de mero instrumento de la venganza divina, cuando la economía misma de la pieza excluye ambos supuestos. El espectador no asiste en ella al castigo de un pecador impenitente por uno cualquiera de los procedimientos divinos (muerte ritual, ceguera, enloquecimiento) por la sencilla razón de que Creonte no es en realidad un theomachos pertinaz sino un hombre obcecado cuya concepción racionalista de la esencia de la divinidad y la naturaleza de los preceptos divinos se muestra a la postre refutada por la cruda realidad de los hechos. Su arrepentimiento y la revocación de su orden vienen a demostrarlo cumplidamente desde la mitad misma del drama. Lo que se visualiza en realidad ante el espectador es el catastrófico resultado de una política errada, pese al intento de corregirla cuando ya es demasiado tarde, catástrofe que afecta indudablemente a Creonte de un modo personal, pero que no puede interpretarse como un mero castigo cuando hay por medio tres cadáveres inocentes. No quiere decir esto, sin embargo, que Creonte sea sin más un simple equivocado que, por la misma imposición de sus concepciones políticas y religiosas, se vea obligado a adoptar posturas extremas que en el fondo le repugnan. Esta interpretación —la de un Anouilh, por ejemplo, y la de Tovar y Rodríguez Adrados en el fondo— tergiversa el sentido que quiso dar Sófocles a su personaje desde un primer momento. El poeta griego es terminantemente claro al respecto; más aún, diríamos que mucho más explícito en señalar dónde recaen las culpas que en sus restantes obras. La culpabilidad de Creonte, insinuada en las palabras del Corifeo cuando sugiere que el entierro de Polinices es una acción divina, se pone en evidencia cada vez mayor en sus sucesivas discusiones con Antígona, Hemón y Tiresias, hasta el extremo de que el propio personaje, si no convencido de su error, al menos temeroso del alcance de su mandato, pretenda inmediatamente revocarlo. Para la mentalidad moderna, acostumbrada al análisis psicológico de los personajes dramáticos, ese mismo cambio de actitud en Creonte podría hacerle, hasta cierto punto de vista, «simpático». La grave responsabilidad contraída por él se atenuaría por su vehemente deseo posterior de reparar la falta y atajar en lo posible sus consecuencias. Su remordimiento, a la postre, vendría a ser una especie de redención moral por medio del dolor, y le conferiría, en su soledad sufriente, cierta grandeza trágica. Pero precisamente todo esto excluye que Creonte —pese a su llamada a la sensibilidad de nuestros días— fuera realmente un héroe trágico, en la interpretación al menos sofoclea. Muy recientemente, Gerhard Müller13 ha insistido con gran acierto en este punto, aduciendo razones de gran peso para demostrar que Creonte no puede ser tenido por el verdadero protagonista de la Antígona. Ante todo, Creonte cede; lo que no hace jamás ninguno de los protagonistas del teatro de Sófocles: «Todos ellos defienden un derecho humano claro en medio de un mundo incomprensivo u hostil, y lo sostienen victoriosamente, aunque, como personas, sean aniquilados».14 Creonte, por el contrario, se muestra totalmente incapacitado no ya para defender, sino para comprender esos derechos inherentes a la misma naturaleza del hombre y que, como tales, tienen por garantes a los dioses: el de Polinices, a ser enterrado; el de Antígona y Hemón, al amor. Bien es verdad que en sus especiosos parlamentos, donde pergeña las líneas de su gestión política y los principios que la dirigirán, se oyen palabras nobles que podrían dar la impresión de convicciones, auténticamente sentidas, que se llevan a la práctica con firmeza y rectitud. Y esas razones, efectivamente, son las que han hecho equivocarse a los críticos modernos que no han percibido la constante irónica del teatro sofocleo. Sófocles suele colocar en boca de sus personajes palabras de doble sentido, que pugnan con las circunstancias reales de los mismos (el caso de Edipo) o con su conducta real (caso de Creonte). Este desfasamiento entre la realidad y la apariencia, las palabras y los hechos, se resuelve al final de sus piezas en una revelación que traslada a los personajes de las brumas de sus suposiciones a la luz de la verdad. En el caso de Edipo, el tránsito de la ignorancia al conocimiento se efectúa en un proceso gradual que va deshaciendo una por una las hipótesis que el protagonista se forja de buena fe. ¿Ocurre lo mismo en el de Creonte o hemos de pensar que Sófocles le hace mentir deliberadamente en provecho propio, cuando se expresa en términos tan comedidos y apropiados? A nuestro ver, la economía dramática de la Antígona excluye el último supuesto, por ser la ironía trágica un recurso que debe administrarse prudentemente y por no darse al espectador los necesarios indicios para que, en su debido momento, llegue a la conclusión de que Creonte era desde el principio un farsante. Pero, si esto es así, no es menos cierto que al más lerdo de los espectadores no se le escaparía la íntima contradicción que había entre las frases elocuentes, con máximas políticas de repertorio, y la conducta de quien las pronunciaba; una conducta de cuyo peligroso sesgo repetidamente se avisa. ¿Quiere Sófocles presentarnos en Creonte a un hombre tan embriagado de poder que no se percata del abismo que media entre el verdadero sentido de sus palabras y el verdadero alcance de sus hechos? Es muy probable; y todo aquel que tenga experiencia personal de la distancia que separa los tópicos propagandísticos de las realizaciones políticas —algo que sin duda alguna tenían los contemporáneos del trágico— puede avalar la eficacia dramática del procedimiento.

Creonte, según su historia mítica, es un eterno postergado, un segundón sin perspectivas, en su calidad nada brillante de hermano de una reina y cuñado de un rey advenedizo o de tío del monarca de turno, que lo mismo podría ser un Etéocles que un Polinices.15 Por una situación imprevista sube a un trono que durante años ha visto ocupado por una dinastía intrusa, en virtud de un nada heroico mecanismo de sucesión. Su caso tiene en la historia antigua un paralelo chocante —el de Tiberio—, y su conducta, en la esfera imaginaria de la saga, una explicación excelente en el resentimiento. Débil en el fondo, como indican su radical cambio de actitud y sus temores, desacostumbrado al ejercicio del poder, pretende con ejemplar y maquiavélico rigor dar ejemplo de energía en los comienzos de su mandato para asegurarse la obediencia temerosa de sus súbditos. Amparándose en la potestad de su cargo, aspira a revestirse de una autoridad —ese espiritual fenómeno tan finamente percibido por los romanos— que en realidad no tiene. De ahí la carrera de desvaríos, tan maravillosamente descrita por el arte de Sófocles, que hacen de él lo

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