Nathanial Hörnblowér, retrato de un pastor: Wes Anderson sobre el alter ego fílmico del beastie boy Adam Yauch
Los textos que siguen, firmados por un tal Jean-Michel Kubelq, son apuntes biográficos sobre los años mozos del (supuestamente) célebre cineasta Nathanial Hörnblowér. O eso parecen a simple vista. En realidad, estas dos piezas son un velado y cómplice tributo de Wes Anderson (quien se esconde tras el enigmático Kubelq) al malogrado Adam Yauch, miembro fundador de los Beastie Boys fallecido en mayo de 2012. Publicadas en origen en «Beastie Boys. El Libro», estas líneas rinden un divertido homenaje al personaje creado por Yauch (además del célebre MCA) para desarrollarse como director de videoclips.
Por Wes Anderson

Nueva York, 6 de mayo de 2012. Un cartel recuerda a Adam Yauch en el 511 de Canal Street, lugar en el que se ubicaba su productora, Oscilloscope Productions. Adam murió el 4 de mayo de 2012 después de una batalla de tres años contra un cáncer en su glándula salival. Crédito: Getty Images.
Hörnblowér, retrato de un pastor
«El niño nació riendo; como lo digo.» Así lo expresa en una entrada memorable de su diario la comadrona Frau K, fallecida tiempo ha, quien fuera testigo de las primeras respiraciones arrítmicas de Nathanial Hörnblowér en una mañana de principios de invierno en Wildhuser Schafberg, en el cantón de Appenzell (Suiza) en diciembre de 1922. Los padres del niño, Jan y Gaëlle, eran unos humildes pastores de cabras de tercera generación. «Me dieron lo que necesitaba: una ética brutal para el trabajo duro, una piel tan dura como el cuero de un macho cabrío, e inmunidad al dolor, tanto el físico como el emocional.» Lo educaron en todos los aspectos del negocio familiar y aprendió los secretos de la leche, el queso y la carne de cordero. Pero fue la tía de Hörnblowér —Lena Hörnblowér-Klapisch, una actriz de la famosa compañía de teatro Lustig Bühne, con sede en Zurich— la que descubrió al niño las posibilidades del arte dramático y una vida más allá de la aldea. Jan Hörnblowér: «Dos veces al año, mi hermana Lena venía con motivo del festival Knabenschiessen. Se sentaba con el pequeño Nathanial cerca de la olla de Tafelspitz y le hablaba de los últimos papeles que había interpretado. Lo que significaba que le recitaría cada línea de diálogo desde la primera escena hasta la caída del telón. Era una agonía».
La biblia «beastie»
Durante los siguientes seis meses, Nathanial reproduciría todas las obras. Construyó un escenario con leña y lo rodeó con una valla. Pintó unos decorados espectaculares en las paredes de la cabaña de ordeño. Cosía, remendaba y ensayaba todas las noches. De nuevo Jan: «Era un pastorcillo peculiar, raro, extraño». Cuando Hörnblowér cumplió diez años, Lena llegó a la cabaña con un regalo: una Kubbikam Leica de 11,5 mm con sonido indirecto. Al llegar a septiembre, Hörnblowér ya había escrito, dirigido, fotografiado y protagonizado setenta y dos Film-produktions de corta y larga duración. La única copia conservada de entre sus obras maestras de juventud es una adaptación de uno de los grandes triunfos escénicos de su tía Lena: Esos americanos rugientes, de Kiebler. Se le invitó a estrenarla aquella misma primavera en el prestigioso Kinoteque Expo de Berlín. Nathanial cobró sus ganancias del invierno, más una cabra sacrificada y tres pollos, y reservó su billete para el tren.
Entonces llegó Hitler. Hasta una década más tarde no pudo rodar Nathanial otro rollo de película.
Lo demás ya se conoce. Después de la guerra, Hörnblowér se convertiría en una de las grandes voces de la Nueva Ola suiza. Imaginativo, prolífico, enigmático. «Lo más curioso de las películas de Nathanial Hörnblowér», escribió Frau K en una entrada tardía, «es que, fuera cual fuera la historia —comedia, tragedia, suspense—, siempre acababa de manera invariable con el mismo gesto exacto: todo el elenco retorciéndose en una risa absurda, histérica, desesperada. Como si supiera, desde el mismo principio, dónde debía acabar.» Quizá fuera la comadrona quien lo conociera mejor que nadie.
Jean-Michel Kubelq

Beastie Boys en Londres en 1993. De izquierda a derecha: Adam Horovitz (Ad-Rock), Mike Diamond (Mike D) y Adam Yauch (MCA). Imagen de Beastie Boys. El libro (Reservoir Books).
Un canto tirolés lejano
La siguiente conversación tiene lugar en el plató de rodaje de Un canto tirolés lejano. (La película aún sigue siendo la más apreciada de entre todas las que forman la obra de N. H.). El joven protagonista de la película, Blitzen Bergen, que ha repetido ya ochenta y nueve veces la toma de lo que será el famoso primerísimo plano de su reunión lacrimógena con el leñador mudo, le grita a su maestro: «¡Lo he hecho de todas las maneras imaginables! ¿No puedes arreglarlo después en la sala de montaje? Haz un bucle o algo. Estoy perdiendo la voz y la chaveta».
Hörnblowér vacía el plató, le dice al equipo que se vaya a fumar y a murmurar entre los cedros helados que hay más abajo. Se acerca lentamente al chico, que le sigue por un escarpado camino para carneros que lleva a la cima de una montaña rocosa helada. Señala a lo ancho del valle hasta indicar un refugio de piedra que hay en la cumbre del monte Weisselwurst. Muy dulcemente, le dice: «¿Ves ese refugio allí arriba? Durante tres generaciones se ha mantenido ahí, listo para albergar a los escaladores aislados por una tormenta o una avalancha. Nunca les ha fallado».
El joven Bergen asiente, interesado en lo que oye, pero sin mover ni un músculo.
Hörnblowér prosigue: «Se construyó con cuidado, piedra a piedra, con devoción inquebrantable. Si una piedra cae, el refugio se hunde y los escaladores se congelarán mientras duermen y morirán».
Al final, el chico lo entiende (y así es como posiblemente comience de verdad su larga carrera en el cine alpino). Le dice a su maestro: «Cada plano es una piedra del refugio».
El maestro niega con la cabeza. «Cada plano, Blitzen, es el refugio».
¿Apócrifo? Posiblemente. No obstante, esta historia resume a la perfección el enfoque que Hörnblowér aplicaba a su arte imperecedero. Fui a visitar aquel refugio de piedra, que no tenía nada especial pero era altamente simbólico, en una tarde de invierno de hace cinco años, con un grupo de amigos, críticos y académicos (todos discípulos del maestro, que había fallecido mientras dormía una semana antes).
La ascensión en sí no tuvo nada destacable. Previamente, un equipo de sherpas tiroleses y técnicos de escenario habían trasladado e instalado allí el equipo de proyección. A media montaña, nos esperaba un almuerzo ligero de queso ahumado y pretzels. Al anochecer, retumbó un trueno como si fuera una división Panzer y la nieve nos obligó a permanecer en la cómoda pero mal ventilada estructura durante los nueve días siguientes.
Habíamos planeado una maratón de madrugada con la flor y nata: lo mejor del cine de Hörnblowér, sus seis grandes obras maestras, acompañadas de un festín de bocadillos, vino, cecina, cerveza local, salchichas secas, schnapps y buen tabaco suizo.
Cuando después del deshielo pudimos salir, habíamos visto todas las películas como mínimo once veces, proyectadas en una sábana de lino estirada de punta a punta a lo largo del interior del robusto edificio. Una de ellas la vimos hasta dieciséis veces. Cabe decir que la última ración de cecina se acabó tres días antes de que pudiéramos abrir sin peligro la puerta del refugio. Las películas en sí fueron nuestro único sustento. (Tuvimos suerte de que la electricidad que hacía funcionar el proyector la generara un horno alimentado por manteca de cabra montesa. La manteca de cabra era lo único que teníamos en abundancia aquella semana.) Curiosamente, la proyección fue cambiando de color a medida que el lino pasaba de blanco a un beis amarillento debido al humo de las pipas, la grasa de cabra y el hedor del sudor humano. Ahí dentro era como estar en un iglú, un iglú de arte cinematográfico de la más alta categoría. En cierto modo, nos pareció como si nunca antes hubiéramos visto las películas. Te puedo asegurar que nunca más las volveremos a ver. Pero creo que fue el homenaje más correcto y adecuado que se pudo imaginar para N. H.: ver las películas una tras otra, como si fueran una sola.
Como las piedras del refugio.
(Y, además, verlas en el auténtico refugio.)
J. M. K. in memoriam
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