Fuera de serie

Malcolm Gladwell

Fragmento

intro

INTRODUCCIÓN

EL MISTERIO DE ROSETO

«AQUELLA GENTE SÓLO SE MORÍA DE VIEJA».

fuera de ~.

1. loc. adj. Dicho de un objeto: Cuya construcción esmerada lo distingue de los fabricados en serie.

2. loc. adj. Sobresaliente en su línea. U. t. c. loc. sust.

1.

Roseto Valfortore se encuentra al pie de los Apeninos, en la provincia italiana de la Foggia, a unos 160 kilómetros al sureste de Roma. Como villa medieval que es, está organizada alrededor de su plaza mayor. En plena plaza se encuentra el Palazzo Marchesale o casa de los Saggese, antaño grandes terratenientes de aquellos pagos. Una arcada lateral conduce a una iglesia, la Madonna del Carmine o Virgen del Carmen. Estrechos escalones de piedra ascienden por la ladera, flanqueados por casas de dos pisos estrechamente arracimadas, hechas de piedra y tejas rojizas.

Durante siglos, los paesani de Roseto trabajaron en las canteras de mármol de las colinas circundantes, o cultivaron los campos en terraza del valle, caminando unos ocho kilómetros montaña abajo por la mañana y haciendo el viaje de vuelta monte arriba por la tarde. Era una vida dura. La gente era en su mayor parte analfabeta y desesperadamente pobre. Nadie albergó demasiadas esperanzas de mejora económica hasta que a finales del siglo XIX llegaron a Roseto nuevas de una tierra de promisión al otro lado del océano.

En enero de 1882, un grupo de once rosetinos —diez hombres y un muchacho— se embarcaron para Nueva York. En su primera noche en América durmieron sobre el suelo de una taberna de la calle Mulberry, en Little Italy (Manhattan). De allí se aventuraron al oeste, y acabaron por encontrar trabajo en una cantera de pizarra 144 kilómetros al oeste de la ciudad, cerca de la localidad de Bangor (Pensilvania). Al año siguiente, fueron quince los rosetinos que viajaron de Italia a América, y varios miembros de aquel grupo terminaron también en Bangor para unirse a sus compatriotas en la cantera de pizarra. Aquellos inmigrantes, a su vez, propagaron por Roseto la promesa del Nuevo Mundo; y pronto otro grupo hizo las maletas y se dirigió a Pensilvania, hasta que la corriente inicial de inmigrantes se convirtió en inundación. Sólo en 1894, unos mil doscientos rosetinos solicitaron pasaportes para América, y dejaron así abandonadas calles enteras de su pueblo.

Los rosetinos comenzaron a comprar tierra de una ladera rocosa unida a Bangor por un escarpado camino de carretas. Levantaron casas de dos pisos estrechamente arracimadas, hechas de piedra y tejas rojizas, a lo largo de callejas que recorrían la ladera. Construyeron una iglesia y la llamaron Nuestra Señora del Monte Carmelo; y a la calle principal sobre la que se alzaba, avenida de Garibaldi, en honor al gran héroe de la Unificación Italiana. Al principio, bautizaron su pueblo Nueva Italia; pero pronto le cambiaron el nombre por el de Roseto, pues les pareció muy propio, dado que casi todos procedían de aquel pueblo italiano.

En 1896, un cura joven y dinámico, el padre Pasquale de Nisco, se hizo cargo de la parroquia de Nuestra Señora del Monte Carmelo. De Nisco fundó sociedades espirituales y organizó fiestas. Animó a sus conciudadanos a roturar la tierra y plantar cebollas, legumbres, patatas, melones y árboles frutales en los amplios patios traseros de sus casas. Les facilitó semillas y bulbos. El pueblo cobró vida. Los rosetinos comenzaron a criar cerdos en sus patios traseros y a cultivar uvas con que hacer su vino cosechero. Construyeron escuelas, un parque, un convento y un cementerio. Abrieron tiendas, panaderías, restaurantes y bares a lo largo de la avenida de Garibaldi. Aparecieron más de una docena de telares donde se fabricaban blusas para el comercio textil. La vecina Bangor era mayoritariamente galesa e inglesa, y la siguiente ciudad más próxima era abrumadoramente alemana, lo cual —dadas las tormentosas relaciones entre ingleses, alemanes e italianos en aquellos años— significaba que Roseto sería estrictamente para los rosetinos. Quien hubiera recorrido las calles de Roseto (Pensilvania) en los primeros decenios del siglo pasado, no habría oído hablar sino italiano, y no un italiano cualquiera, sino justo el dialecto sureño de la Foggia que se hablaba en el Roseto de Italia. El Roseto de Pensilvania era un mundo propio autosuficiente en su pequeñez, casi desconocido para la sociedad que lo rodeaba; y bien podría haber permanecido así, de no haber sido por un hombre llamado Stewart Wolf.

Wolf era médico. Estudió el aparato digestivo y dio clases en la facultad de Medicina de la Universidad de Oklahoma. Pasaba los veranos en una granja en Pensilvania no muy lejos de Roseto... aunque esto, desde luego, no significaba mucho, ya que Roseto estaba tan aislado en su propio mundo que era posible vivir en la ciudad más próxima sin llegar a saber gran cosa de él. «Uno de los años que veraneamos allí, debió de ser a finales de los cincuenta, me invitaron a pronunciar una conferencia en la sociedad médica del pueblo», diría Wolf años más tarde en una entrevista. «Después de la conferencia, uno de los médicos locales me invitó a tomar una cerveza. Mientras bebíamos, me contó que en sus diecisiete años de ejercicio rara vez había tenido algún paciente de Roseto menor de sesenta y cinco años con problemas cardiacos».

Wolf se quedó muy sorprendido. A finales de la década de 1950, antes de que se conocieran los fármacos para reducir el colesterol y otras medidas agresivas para prevenir afecciones cardiacas, los infartos eran una epidemia en Estados Unidos. Eran la principal causa de muerte entre los varones menores de sesenta y cinco años. El sentido común dictaba que era imposible ser médico y no encontrarse problemas cardiacos.

Wolf decidió investigar. Recabó el apoyo de algunos de sus alumnos y colegas de Oklahoma. Éstos recopilaron los certificados de defunción de los residentes en la ciudad, remontándose tantos años atrás como pudieron. Analizaron los registros hospitalarios, extrajeron historiales médicos y reconstruyeron genealogías familiares.

—No perdimos el tiempo —explicaba Wolf—. Decidimos hacer un estudio preliminar. Comenzamos en 1961. El alcalde me dijo: «Todas mis hermanas les ayudarán». Tenía cuatro; y añadió: «Pueden usar el salón de plenos». Yo le pregunté: «¿Y dónde va a celebrar usted sus plenos?». Él respondió: «Bueno, los pospondremos». Las señoras nos traían el almuerzo. Teníamos hasta cabinas para tomar muestras de sangre y hacer electros. Estuvimos allí cuatro semanas. Entonces hablé con las autoridades. Nos dejaron usar la escuela durante el verano. Invitamos a toda la población de Roseto a que se sometiera a análisis.

Los resultados fueron asombrosos. En Roseto, prácticamente nadie menor de cincuenta y cinco había muerto de infarto ni mostraba síntoma alguno de afecciones cardiacas. Para varones de más de sesenta y cinco, la tasa de mortalidad por enfermedades cardiovasculares era aproximadamente la mitad de la media estadounidense. De hecho, la tasa de mortalidad absoluta en Roseto era entre un 30 y un 35 por ciento más baja de lo esperado.

Wolf llamó a un amigo, un sociólogo de Oklahoma llamado John Bruhn, para que le ayudara.

—Empleé a estudiantes de medicina y sociología como entrevistadores; y en Roseto fuimos casa por casa para entrevistar a toda persona mayor de veinte años —recuerda Bruhn. Esto fue hace cincuenta años, pero Bruhn todavía conserva el tono de asombro en la voz cuando describe lo que se encontraron—: no había suicidio, alcoholismo ni drogadicción, y apenas delincuencia. Nadie percibía subsidios. Entonces buscamos úlceras pépticas. Tampoco tenían. Aquella gente sólo se moría de vieja.

La profesión de Wolf tenía un nombre para un lugar como Roseto, un lugar que queda fuera de la experiencia externa diaria, allí donde las reglas normales no se aplican. Roseto era algo fuera de serie.

2.

Lo primero que pensó Wolf fue que los rosetinos debían de haber conservado algunas prácticas dietéticas del Viejo Mundo que les hacían estar más sanos que otros norteamericanos. Pero rápidamente comprendió que no era el caso. Los rosetinos cocinaban con manteca de cerdo en lugar del aceite de oliva, mucho más sano, que usaban en Italia. La pizza en Italia era una corteza delgada con sal, aceite y quizás tomates, anchoas o cebollas. La pizza en Pensilvania era una masa de pan con salchichas, pepperoni, salami, jamón y, a veces, huevos. Dulces como los biscotti y los taralli, que en Italia solían reservarse para Navidad y Semana Santa, en Pensilvania se comían todo el año. Cuando los dietistas de Wolf analizaron las comidas habituales del rosetino típico, encontraron que hasta un 41 por ciento de sus calorías procedían de las grasas. Tampoco era un lugar donde la gente se levantara al amanecer para hacer yoga y correr diez kilómetros a buen paso. Los rosetinos de América fumaban como sus carreteros antepasados; y muchos lidiaban con la obesidad.

Si ni la dieta ni el ejercicio explicaban las conclusiones, ¿se trataba, pues, de genética? Puesto que los rosetinos procedían de una misma región de Italia, el siguiente pensamiento de Wolf fue preguntarse si vendrían de una cepa especialmente recia que los protegiera de la enfermedad. Entonces rastreó a parientes de los rosetinos que vivían en otras partes de Estados Unidos para ver si compartían la misma salud de hierro que sus primos de Pensilvania. No era el caso.

Entonces miró la región donde vivían los rosetinos. ¿Era posible que hubiera algo en las colinas de Pensilvania oriental que fuese benéfico para la salud? Las dos poblaciones más cercanas a Roseto eran Bangor, a escasa distancia colina abajo, y Nazareth, a pocas millas de distancia. Ambas tenían aproximadamente el mismo tamaño que Roseto y se habían poblado con la misma clase de laboriosos inmigrantes europeos. Wolf repasó los registros médicos de ambas localidades. Para varones de más de sesenta y cinco años, los índices de mortalidad por enfermedades cardiovasculares en Nazareth y Bangor triplicaban los de Roseto. Otro callejón sin salida.

Wolf empezó a comprender que el secreto de Roseto no era la dieta, ni el ejercicio, ni los genes, ni la situación geográfica. Que tenía que ser Roseto mismo. Caminando por el pueblo, Bruhn y Wolf entendieron por qué. Vieron cómo los rosetinos se visitaban unos a otros, se paraban a charlar en italiano por la calle o cocinaban para sus vecinos en los patios traseros. Aprendieron el ámbito de los clanes familiares que formaban la base de la estructura social. Observaron cuántas casas tenían tres generaciones viviendo bajo el mismo techo, y el respeto que infundían los viejos patriarcas. Oyeron misa en Nuestra Señora del Monte Carmelo, asistieron al efecto unificador y calmante de la liturgia. Contaron veintidós organizaciones cívicas en una localidad que no alcanzaba los dos mil habitantes. Repararon en el rasgo distintivo que era el igualitarismo de la comunidad, que desalentaba a los ricos de hacer alarde de su éxito y ayudaba a los perdedores a disimular su fracaso.

Al trasplantar la cultura campesina de la Italia meridional a las colinas de Pensilvania oriental, los rosetinos habían creado una poderosa estructura social de protección capaz de aislarlos de las presiones del mundo moderno. Estaban sanos por ser de donde eran, por el mundo que habían creado para sí en su pequeña comunidad de las colinas.

—Recuerdo la primera vez que estuve en Roseto y vi las comidas familiares de tres generaciones, todas las panaderías, la gente que paseaba por la calle, que se sentaba a charlar en los pórticos, los telares de blusas donde las mujeres trabajaban durante el día, mientras los hombres sacaban pizarra de las canteras —explica Bruhn—. Era algo mágico.

Cuando Bruhn y Wolf presentaron sus conclusiones ante la comunidad médica, se enfrentaron al escepticismo que cabe imaginar. Escucharon conferencias de colegas suyos que les ofrecían largas columnas de datos organizados en complejos gráficos y se referían a tal gen o cual proceso fisiológico, mientras que ellos hablaban de las ventajas misteriosas y mágicas de pararse en la calle a hablar con la gente o de tener a tres generaciones viviendo bajo un mismo techo. La longevidad, según creencia convencional en aquel tiempo, dependía en mayor grado de quiénes éramos; es decir, de nuestros genes. Dependía de las decisiones que adoptábamos —respecto a lo que decidíamos comer, cuánto ejercicio elegíamos hacer y con qué eficacia nos trataba el sistema de atención sanitaria—. Nadie estaba acostumbrado a pensar en la salud en términos comunitarios.

Wolf y Bruhn tuvieron que convencer a la institución médica de que pensara en la salud y los infartos de un modo completamente nuevo: no se podía entender por qué alguien estaba sano si sólo se tenían en cuenta las opciones o acciones personales de un individuo de forma aislada. Era preciso mirar más allá del individuo. Había que entender la cultura de la que formaba parte, quiénes eran sus amigos y familias, y de qué ciudad procedían, comprender que los valores del mundo que habitamos y la gente de la que nos rodeamos ejercen un profundo efecto sobre quiénes somos.

En este libro quiero hacer por nuestro entendimiento del éxito lo que Stewart Wolf hizo por nuestro entendimiento de la salud.

parte1

PRIMERA PARTE

LA OPORTUNIDAD

cap1

CAPÍTULO I

EL EFECTO MATEO

«PORQUE AL QUE TIENE, LE SERÁ DADO, Y TENDRÁ MÁS; Y AL QUE NO TIENE, AUN LO QUE TIENE LE SERÁ QUITADO». (MATEO, 25, 29)

1.

Un cálido día de mayo de 2007, los Tigres de Medicine Hat y los Gigantes de Vancouver se enfrentaron para los campeonatos de hockey de la Copa Conmemoración en Vancouver (Columbia Británica). Los Tigres y los Gigantes eran los dos mejores equipos de la liga canadiense de hockey, que a su vez es la mejor liga de hockey juvenil del mundo. Aquí estaban las futuras estrellas de este deporte: chavales de diecisiete, dieciocho y diecinueve años que llevaban patinando y golpeando pelotas desde que eran unos mocosos.

La televisión pública canadiense retransmitía el partido. Por las calles del centro de Vancouver, banderines de la Copa Conmemoración colgaban de las farolas. Se vendieron todas las localidades. Una larga alfombra roja se extendió sobre el hielo, mientras el maestro de ceremonias presentaba a los dignatarios del partido. Primero vino el primer ministro de la Columbia Británica, Gordon Campbell. Entonces, entre aplausos tumultuosos, apareció Gordie Howe, una de las leyendas de este deporte.

—Damas y caballeros —aulló el presentador—: ¡el Sr. Hockey!

Durante los siguientes sesenta minutos, ambos equipos jugaron un hockey animado, agresivo. Vancouver anotó primero, al comienzo de la segunda parte, aprovechando un rebote de Mario Bliznak. Luego les llegó el turno a los Tigres, cuando su máximo anotador, Darren Helm, disparó un tiro que batió al portero de los Gigantes, Tyson Sexsmith. Vancouver contestó en el tercer periodo al marcar el tanto decisivo. Luego, cuando los de Medicine Hat sacaron el portero a la desesperada, Vancouver anotó por tercera vez.

Terminado el partido, los jugadores y sus familias, junto a redactores deportivos de todo el país, se apretujaron en el vestuario del equipo vencedor. El aire estaba cargado de humo de puro, olor a champán y uniformes empapados de sudor. De la pared colgaba una pancarta pintada a mano: «Abraza la lucha». En el centro de la sala, el entrenador de los Gigantes, Don Hay, luchaba por contener las lágrimas:

—Estoy tan orgulloso de estos tíos —dijo—. No hay más que ver este vestuario. Aquí, quien más quien menos se ha dejado la piel.

El hockey canadiense es una meritocracia. Miles de niños de ese país comienzan a practicar este deporte en el nivel de «principiante» incluso antes de ir a la guardería. De ahí en adelante, hay ligas para todos los grupos de edad, y en cada uno de estos niveles, los jugadores son tamizados, clasificados y evaluados, y a los más talentosos que hayan pasado la criba se los pasa al siguiente nivel. Cuando los jugadores llegan a su adolescencia, los mejores de entre los mejores han sido canalizados por una liga de elite conocida como la Major Junior A, que es la cima de la pirámide. Y si tu equipo de esta liga juega por la Copa Conmemoración, eso significa que estás en la cúspide misma de la cima.

Así es como en la mayor parte de los deportes se selecciona a las futuras estrellas. Así está organizado el fútbol en Europa y Sudamérica, y así es como se hacen los atletas olímpicos. Tampoco es tan diferente del modo en que el mundo de la música clásica escoge a sus futuros virtuosos, ni del modo en que el mundo de ballet clásico escoge a sus futuras bailarinas ni del modo en que nuestras elites educativas escogen a sus futuros científicos e intelectuales.

No se puede comprar un sitio en la liga Major Junior A de hockey. No importa quién se tenga por padre o madre, quién fuera el abuelo de uno ni en qué negocio está su familia, como tampoco importa si vive en la esquina más remota de la provincia más septentrional de Canadá. Si es un jugador de hockey digno de ese nombre, la enorme red de cazatalentos le encontrará; y si está dispuesto a trabajar para desarrollar esa capacidad, el sistema le recompensará. El éxito en el hockey está basado en el mérito individual. Se juzga a los jugadores sobre la base de su propio rendimiento, no sobre el de algún otro, y sobre la base de su capacidad, no sobre algún otro hecho arbitrario.

¿... O sí?

2.

Éste es un libro sobre fueras de serie, sobre hombres y mujeres que hacen cosas que están fuera de lo ordinario. A lo largo de los capítulos que seguirán, les presentaré a un tipo de fuera de serie tras otro: genios, magnates de los negocios, estrellas del rock y programadores de software. Vamos a destapar los secretos de un letrado eminente, mirar qué separa a los mejores pilotos de los que estrellan aviones e intentar entender por qué a los asiáticos se les dan tan bien las matemáticas. Y en el examen de las vidas de los más sobresalientes entre nosotros —los más expertos, más talentosos o más inspirados—, argumentaré que hay algo profundamente erróneo en el valor que otorgamos al éxito.

¿Cuál es la pregunta que siempre nos hacemos sobre los triunfadores? Queremos saber cómo son: qué tipo de personalidad tienen, cuán inteligentes son o cuál es su modo de vida o con qué talentos especiales pueden haber nacido. Y suponemos que dichas cualidades personales explican cómo el individuo alcanzó la cima.

En las autobiografías publicadas cada año por el millonario/empresario/estrella del rock/famoso de turno, la historia se repite invariablemente: nuestro héroe nace en circunstancias modestas y, en virtud de sus propios empuje y talento, se abre camino a la grandeza. En el Antiguo Testamento, José, extrañado por sus hermanos, que lo venden como esclavo, supera su circunstancia hasta convertirse en el brazo derecho del faraón gracias a su propia brillantez y perspicacia. En las famosas novelas decimonónicas de Horatio Alger, jóvenes nacidos en la pobreza ascienden a la riqueza mediante una combinación de valor e iniciativa. «Creo que en general es una desventaja», dijo en cierta ocasión Jeb Bush de lo que había significado para su carrera empresarial el hecho de ser hijo de un presidente estadounidense, hermano de otro presidente estadounidense y nieto de un senador estadounidense y opulento banquero de Wall Street. Cuando concurrió a las elecciones para gobernador de Florida, se presentaba repetidamente como «un hombre hecho a sí mismo»; y da la medida de cuán profundamente asociamos el éxito con los esfuerzos del individuo, el que pocos pestañearan siquiera ante aquella descripción.

—Levantad las cabezas —dijo Robert Winthrop a la muchedumbre muchos años atrás, en el acto para descubrir un monumento al gran héroe de la Independencia estadounidense Benjamín Franklin—, y contemplad la imagen de un hombre que se elevó de la nada, que nunca debió nada a la familia ni al patrocinio, que no disfrutó de ninguna de las ventajas de una temprana educación que se os ofrecen hoy centuplicadas; que desempeñó los servicios más humildes en los negocios en que empleó su temprana vida; pero que vivió para estar en pie ante reyes y murió para dejar un nombre que el mundo nunca olvidará.

En Fueras de serie, pretendo convencer al lector de que estas explicaciones personales del éxito no funcionan. La gente no se eleva de la nada. Sí debemos algo a la familia y al patrocinio. Tal vez parezca que una persona que está de pie ante un rey lo hizo todo por sí misma. Pero, de hecho, es invariablemente un beneficiario de ventajas ocultas, ocasiones extraordinarias y herencias culturales que le permiten, trabajando duro, aprender y comprender algo del mundo que está fuera del alcance de los demás. También marca una diferencia dónde y cuándo nos criamos. La cultura a la que pertenecemos y la herencia de nuestros antepasados conforman el modelo de nuestros logros de maneras que no podemos comenzar a imaginarnos. En otras palabras, no basta con preguntarnos cómo es la gente que tiene éxito. Sólo preguntándonos de dónde son podremos desentrañar la lógica que subyace a quién tiene éxito y quién no.

Los biólogos suelen hablar de la «ecología» de un organismo: el roble más alto del bosque es el más alto no sólo por haber nacido de la bellota más resistente, sino también porque ningún otro árbol le bloqueó la luz del sol, porque el subsuelo que rodeaba sus raíces era profundo y rico, porque ningún conejo le mordisqueó la corteza cuando era un tallo joven ni ningún leñador lo taló antes de que madurara. Sabemos que la gente exitosa viene de semillas robustas. Pero ¿sabemos bastante sobre la luz del sol que la calentó, del suelo en el que hundió sus raíces y los conejos y leñadores que tuvo la fortuna de evitar? Éste no es un libro sobre árboles altos; es un libro sobre bosques: y el hockey es un buen lugar para comenzar, porque la explicación de quién llega a la cima en el mundo del hockey es mucho más interesante y complicada de lo que parece. De hecho, resulta bastante rara.

3.

He aquí la plantilla de los Tigres de Medicine Hat para la temporada 2007. Eche un buen vistazo a ver si descubre algo raro en ella.

C=Central; D=Defensa;DI=Delantero izquierdo; DD=Delantero derecho; P=Portero.

¿No lo ve? No se sienta mal: durante muchos años, nadie en el mundo del hockey reparó en ello. De hecho, no fue hasta mediados de los años ochenta cuando un psicólogo canadiense, Roger Barnsley, llamó la atención por vez primera sobre el fenómeno de la edad relativa.

Barnsley estaba en el sur de Alberta viendo un partido de hockey de los Lethbridge Broncos, un equipo que jugaba en la misma liga Major Junior A que los Gigantes de Vancouver y los Tigres de Medicine Hat. Barnsley estaba allí con su esposa, Paula, y sus dos hijos varones. Cuando Paula hojeaba el programa, se fijó en una lista como la que acabamos de ver.

—Roger —dijo—, ¿sabes cuándo nacieron estos chicos?

—Sí —contestó Barnsley—. Todos tienen entre dieciséis y veinte años, así que habrán nacido a finales de los sesenta.

—No, no —continuó Paula—. En qué mes.

«Pensé que estaba loca», recuerda Barnsley. «Pero miré lo que decía y entonces yo también lo vi. Por alguna razón, había un número increíble de nacimientos en enero, febrero y marzo».

Aquella noche, ya en casa, Barnsley consultó las fechas de nacimiento de todos los jugadores de hockey profesionales que pudo encontrar. Se repetía el mismo patrón. Barnsley, su esposa, y un colega, A. H. Thompson, recopilaron estadísticas sobre todos los jugadores en la liga juvenil de hockey de Ontario. La historia era la misma: en enero habían nacido más jugadores que en cualquier otro mes, y por un margen aplastante. ¿El segundo mes de nacimientos más frecuentes? Febrero. ¿El tercero? Marzo. Barnsley descubrió que por cada jugador de la liga juvenil de hockey de Ontario nacido en noviembre había casi 5,5 nacidos en enero. Consultó las selecciones sub-11 y sub-13: la misma historia. Miró la composición de la liga nacional de hockey. La misma historia. Cuanto más lo miraba, más se convencía de que lo que estaba viendo no obedecía al azar, sino que era una ley de hierro del hockey canadiense; a saber: en cualquier equipo de la elite del hockey —la flor y nata—, el 40 por ciento de los jugadores habrá nacido entre enero y marzo; el 30 por ciento, entre abril y junio; el 20 por ciento, entre julio y septiembre; y el 10 por ciento, entre octubre y diciembre.

—En todos mis años de dedicación a la psicología, nunca he observado un efecto de esta magnitud —asegura Barnsley—. Ni siquiera hay que hacer un análisis estadístico. Basta con mirar.

Volvamos a la plantilla de los de Medicine Hat. ¿Lo ve ahora? Diecisiete de los veinticinco jugadores del equipo han nacido en enero, febrero, marzo o abril.

Aquí está la narración jugada a jugada de los dos primeros goles en la final de la Copa Conmemoración, sólo que esta vez he sustituido los nombres de los jugadores por sus fechas de cumpleaños. Ya no suena como el campeonato de hockey canadiense junior. Ahora suena como un extraño ritual deportivo para muchachos adolescentes nacidos bajo los signos astrológicos de Capricornio, Acuario y Piscis:

11 de marzo arranca a un lado de la red de los Tigres, se la deja a su compañero de equipo 4 de enero, que se la pasa a 22 de enero, que la retrasa para 12 de marzo, quien se la tira derecha al meta de los Tigres, 27 de abril. 27 de abril bloca el tiro, pero 6 de marzo de Vancouver recoge el rebote. ¡Y lanza! Los defensas de Medicine Hat 9 de febrero y 14 de febrero se lanzan a blocar la pelota mientras 10 de enero contempla impotente la escena. ¡6 de marzo ha marcado!

Comienza el segundo tiempo:

Medicine Hat al ataque. El máximo anotador de los Tigres, 21 de enero, carga por la banda derecha del hielo. Se para y circula, eludiendo al defensa de Vancouver 15 de febrero. Entonces, 21 de enero pasa la pelota hábilmente a su compañero de equipo 20 de diciembre —¿de dónde habrá salido?—, que se quita de encima al defensa 17 de mayo y devuelve un cross-crease a 21 de enero. ¡Y dispara! El defensa de Vancouver 12 de marzo se lanza intentando bloquear el tiro. El portero de Vancouver, 19 de marzo, bracea inútilmente. ¡Gol de 21 de enero!, que levanta los brazos en señal de triunfo ante su compañero de equipo 2 de mayo, que no cabe en sí de gozo.

4.

La explicación de todo esto es bastante simple. No tiene nada que ver con la astrología, ni tampoco con ninguna propiedad mágica de los tres primeros meses del año. Es simplemente que en Canadá la fecha de corte para seleccionar jugadores de hockey en un grupo de edad es el 1 de enero. Así, un muchacho que cumpla diez años el 2 de enero podría estar jugando con alguien que no cumple los diez hasta finales de año; y a esa edad, en la preadolescencia, doce meses más o menos pueden significar una enorme diferencia de madurez física.

Tratándose de Canadá, el país más enloquecido con el hockey que hay sobre la faz de la tierra, los entrenadores comienzan a seleccionar a jugadores para la «rep» (la «sele») a los nueve o diez años; y, desde luego, es más probable que se fijen en los jugadores más grandes y mejor coordinados, que se benefician de unos meses suplementarios cruciales para su madurez.

¿Y qué pasa cuando a un jugador lo eligen para la selección? Que recibe el mejor entrenamiento, que sus compañeros de equipo son los mejores y que juega cincuenta o setenta y cinco partidos por temporada en vez de veinte, como los que deambulan por divisiones de menos brillo, así que practica el doble o hasta el triple que si no hubiera sido seleccionado. Al principio, su ventaja no es tanto el que

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