Las casualidades no existen

Borja Vilaseca

Fragmento

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I

Este libro es una farsa

Cuestionar nuestras creencias más arraigadas requiere de mucho coraje porque implica aceptar que hemos podido estar equivocados toda la vida.

DAVID FISCHMAN

Un grupo de intelectuales liderados por un importante erudito decidió ir a visitar un centro de filosofía oriental. Sentían curiosidad por saber de qué se trataba. Por lo visto, ahí vivía un anciano sabio que impartía cursos de meditación. Y cada año atraía a más buscadores con ganas de iniciarse en el desarrollo espiritual.

Nada más llegar, el grupo entró en el vestíbulo, donde fue recibido amablemente por un guía. «Observad que hay dos puertas por las que podéis entrar en nuestro centro», dijo, señalando cada una de ellas. «En la primera hay un letrero que pone “Con prejuicios” y en la segunda, otro que dice “Sin prejuicios”. Por favor, entrad por la que mejor os represente», concluyó.

El grupo hizo una larga pausa, durante la que se miraron unos a otros sin saber muy bien qué hacer. De pronto, el erudito decidió dar un paso al frente, dirigiéndose con decisión hacia la puerta donde ponía «Sin prejuicios». Inmediatamente después, el resto se puso detrás de él para acceder por la misma entrada.

Sin embargo, al intentar girar el pomo de aquella puerta, se dio cuenta de que no existía tal entrada. La puerta que rezaba «Sin prejuicios» era una ilusión óptica. En realidad era una pared sobre la que habían pintado una puerta. Molesto y avergonzado, el erudito fue hasta la puerta donde ponía «Con prejuicios», que era la única por la que se podía entrar en aquel centro de filosofía oriental.[1]

Acompañado por su séquito, el erudito entró en una de las salas de meditación, donde el sabio se hallaba solo y en silencio. Nada más verlos, saludó a los miembros del grupo con cordialidad. Y mirando a los ojos al erudito, le preguntó: «¿Qué puedo hacer por vosotros?». A lo que este le respondió: «Todavía no lo sé... Me considero una persona escéptica y de mente científica. Y si te soy sincero, el desarrollo espiritual me parece una pseudociencia para gente desesperada y sin criterio. Sin embargo, llevo tanto tiempo oyendo hablar acerca de ti que te concedo diez minutos para que me hagas un resumen de tus principales enseñanzas».

El anciano, sonriente y con mucha tranquilidad, le contestó: «Muchas gracias por tu honestidad. Permíteme que antes te invite a una taza de té». Acto seguido, empezó a llenar la taza del erudito. Y una vez que ya estaba llena, siguió sirviéndole hasta que el té se desbordó de la taza, derramándose sobre el suelo. Sorprendido y enfadado, el erudito estalló en gritos: «Pero ¿qué haces, necio? ¿Acaso no ves que la taza está llena y que no cabe nada más en ella?». Sin perder la compostura, el sabio le respondió: «Por supuesto que lo veo. Y de la misma manera observo que tu mente está demasiado llena de prejuicios. A menos que la vacíes es imposible que aprendas algo nuevo».[2]

1. Ni se puede explicar...

Este libro es una farsa. Esencialmente porque escribir sobre espiritualidad se asemeja bastante a intentar explicarle a un ciego de nacimiento cómo es el color violeta. Es imposible. Si bien el lenguaje es una herramienta muy útil para comunicarnos, ningún concepto alcanza a describir algo tan subjetivo, intangible y sutil como es el ámbito de la metafísica y la consciencia. Como mucho, las palabras pueden señalar el camino que te conduce a la experiencia, mas no son la experiencia en sí mismas.

Y es que una cosa es «comprender» y otra —muy distinta— «comprehender» con hache intercalada. Puede que estas dos palabras se parezcan mucho en la forma, pero existe un abismo entre el fondo de una y la otra. La primera se refiere al mero entendimiento intelectual de cualquier información o conocimiento expresados de forma conceptual. Es sinónimo de «entender». La segunda, en cambio, tiene un significado mucho más profundo: implica la experimentación y vivencia directa, posibilitando que dicho conocimiento se integre plenamente, volviéndose parte de uno mismo. Es sinónimo de «saber».

Por ejemplo, todo el mundo comprende conceptualmente el miedo que debe de sentirse cuando te tiras en paracaídas por primera vez. A través del intelecto, entiendes lo aterrador que ha de ser saltar desde un avión que vuela a cuatro mil metros del suelo. Sin embargo, tan solo puedes comprehenderlo cuando te atreves a vivirlo a través de tu propia experiencia. Solamente si has saltado en paracaídas sabes lo que se siente cuando se abre la puerta del avión instantes antes de saltar. En caso contrario, no tienes ni idea. Por mucho que te lo expliquen, es del todo imposible que comprehendas la sensación que deviene cuando caes en picado al vacío a doscientos kilómetros por hora. Para ello, no te queda más remedio que tirarte en paracaídas.

Del mismo modo, seguro que comprendes la frase «las casualidades no existen». Estés de acuerdo o no, entiendes lo que quiere decir. Sin embargo, igual no la has comprehendido de verdad. De hecho, estamos tan acostumbrados a conformarnos con la comprensión intelectual, que el propio verbo «comprehender» está en desuso en nuestra sociedad. Ya nadie lo utiliza. Esta es la razón por la que este libro es una farsa: el lenguaje a través del que está escrito no puede explicar el fondo de lo que en realidad pretendo compartir contigo: lo maravilloso que es vivir la vida desde nuestra dimensión espiritual.

Por más ensayos que escribamos y más conferencias que impartamos, la verdadera espiritualidad no puede teorizarse, comunicarse ni predicarse. Tan solo puede practicarse, vivenciarse y experimentarse. Más que nada porque no puede comprehenderse a través de la mente, el intelecto y el lenguaje lo que está más allá de la mente, el intelecto y el lenguaje. Por eso, a lo máximo que puede aspirar este libro es a inspirarte para que la experimentes directamente por ti mismo.

Las palabras no pueden expresar más que un pequeño fragmento del conocimiento humano; lo que podemos decir y pensar es siempre inmensamente menor de lo que experimentamos.

ALAN WATTS

2. ... Ni se quiere entender

El gran obstáculo y enemigo que tiene este libro es la escasa predisposición que en general tenemos los seres humanos para cuestionar nuestra manera de ver la vida. Tanto es así, que lo normal es ponernos a la defensiva cada vez que escuchamos información nueva y desconocida. Especialmente cuando atenta directamente contra viejas creencias que llevan demasiado tiempo arraigadas en nuestra mente.

La mayoría estamos instalados en nuestra zona de comodidad intelectual. Y muchos odiamos todo lo que tiene que ver con el cambio y lo nuevo. Tiranizados por todo tipo de prejuicios y estereotipos, tan solo estamos dispuestos a considerar y aceptar aquellas ideas que reafirman la forma de pensar con la que hemos sido condicionados por nuestro entorno social y familiar. De hecho, tendemos a menospreciar y a distanciarnos de quienes opinan diferente. Y también a rodearnos de —y a alabar a— quienes piensan como nosotros.

Espero que ese no sea tu caso. Y que tengas la suficiente humildad para abrir la mente todo lo que puedas, confrontando con tesón tu sistema de creencias. Te animo a que leas este ensayo con una mirada inocente. De hecho, el mensaje que quiero transmitirte solamente puede llegar a tu corazón y nutrir tu consciencia si permaneces en un estado de alerta y vulnerabilidad. No en vano, la intención de las páginas que siguen es contarte algo que es opuesto y diferente a lo que te han venido explicando hasta ahora. Para reconectar con tu dimensión espiritual has de desaprender casi todo lo que te han enseñado. Lo sé por experiencia personal.

Del mismo modo que un vaso solo puede llenarse cuando está vacío, te invito a que vacíes tu mente de dogmas, estereotipos e ideas preconcebidas. Solo así estarás en disposición de recibir con total apertura la información que contiene este ensayo. Por favor, intenta estar presente mientras lees, siendo consciente de cuándo tus prejuicios te están impidiendo hacerlo con la mente y el corazón abiertos.

En este sentido, estate muy atento cuando leas palabras como «dios», «religión», «espiritualidad», «consciencia», «sabiduría», «misticismo», «iluminación» o «divinidad». Principalmente porque están muy manchadas y alejadas de su significado esencial y original. De ahí que a lo largo de este libro comparta contigo su etimología, de manera que rescatemos juntos su auténtico y verdadero significado.

Si ya de por sí es imposible poner en palabras lo que quiero compartir contigo, ten en cuenta que lo más probable es que ni yo logre explicarme ni tú consigas entenderme. Y es que «entre lo que pienso, lo que quiero decir, lo que creo decir, lo que digo, lo que quieres oír, lo que oyes, lo que crees entender, lo que quieres entender y lo que entiendes, existen por lo menos nueve posibilidades de que no nos entendamos».[3] En fin, ojalá interpretes mis palabras de tal modo que te llegue el verdadero sentido con el que han sido escritas. Y como consecuencia, que te comprometas con experimentar, digerir e integrar las reflexiones que contienen estas páginas.

La mente es como un paracaídas; solo funciona si se abre.

ALBERT EINSTEIN

3. De la creencia a la experiencia

Todos nosotros hemos sido condicionados por nuestro entorno social y familiar para ver la vida de una determinada manera. Tú también. De ahí que en general tu mente esté encarcelada dentro de una invisible «pecera conceptual». Sea como fuere, esta influencia religiosa tiende a producir tres tipos de personas: creyentes, ateos y agnósticos. Los primeros creen en dios; los segundos no creen en él y los terceros se mantienen neutrales.

Curiosamente, este libro no va a contentar a ninguno de los tres. Principalmente porque trata sobre espiritualidad laica, la cual no tiene que ver con creer, sino con experimentar. No comulga con ninguna institución religiosa. Ni tampoco aboga por abrazar el ateísmo nihilista como filosofía de vida. Y lejos de negar la posibilidad de comprehender a dios y al universo, explica paso a paso el camino de autoconocimiento que has de transitar para reconectar con la chispa de divinidad con la que naciste.

Si algo he aprendido es que «verdad», «sabiduría» y «amor» son sinónimos. Y su denominador común es que no pueden enseñarse. Principalmente porque no tienen nada que ver con la información, el conocimiento o la erudición. De ahí que no los puedas obtener de ningún profesor ni tampoco tomarlos prestados de ningún gurú. La única manera de que comprehendas la verdad, seas sabio y aprendas a amar es viviendo experiencias profundamente transformadoras. Nadie puede recorrer este camino por ti. Absolutamente nadie.

Obviamente, este ensayo no tiene el poder de cambiarte la vida. Ninguno lo tiene. Dependiendo de la actitud con la que lo leas —así como la predisposición con la que lo lleves a la práctica—, puede que la transformación suceda, ¿quién sabe? Sea como fuere, te aseguro que tan solo voy a compartir contigo ciertas verdades universales que he verificado a través de mi propia experiencia.

ARROGANCIA VERSUS HUMILDAD

Frente a cualquier idea que desafíe tu statu quo intelectual, es importante que no confundas la arrogancia con el escepticismo. Más que nada porque el arrogante —o pseudoescéptico— no suele plantearse nuevos interrogantes porque cree que cuenta con todas las respuestas, erigiéndose como portavoz de la verdad. Reconocer que no sabe —o que puede estar equivocado— es demasiado doloroso para su ego. Así es como va encerrándose en una prisión mental construida a base de creencias y conceptos de segunda mano, muchos de los cuales son falsos y limitantes.

Por más seguridad que aparente, la arrogancia es una fachada que suele esconder un profundo miedo al cambio. Así, el arrogante hace todo lo posible para no modificar su postura rígida y estática frente a la vida. Le cuesta ser autocrítico y cuestionarse a sí mismo. Principalmente porque eso implica hacer algo que le aterroriza: cuestionar los pilares desde los que ha construido su identidad. De ahí que cuando entra en contacto con información nueva se sienta incómodo y amenazado. Por eso tiende a ridiculizar, demonizar e incluso a oponerse violentamente a ideas diferentes a las suyas.

El quid de la cuestión es que la arrogancia —o pseudoescepticismo— es una actitud ineficiente e insostenible que limita tu capacidad de ver y comprehender las cosas desde una nueva perspectiva. Desde un punto de vista biológico es antinatural, pues te impide evolucionar psicológica y espiritualmente como ser humano. Por el contrario, la humildad de reconocer que no sabes y que estás dispuesto a aprender te permite desarrollar un sano y constructivo escepticismo. Es decir, la actitud de explorar aquello que desconoces para expandir tu entendimiento y comprehensión. En esencia, no es más que un síntoma que pone de manifiesto tu madurez.

Así, es fundamental que te abras siempre a lo nuevo y a lo desconocido. Eso sí, nunca te creas nada de lo que te cuenten o leas, incluyendo —por supuesto— el contenido de este ensayo. Por el contrario, procura analizar, cuestionar y contrastar detenidamente toda la información que te llega desde el exterior. Y en la medida de lo posible verificarla a través de tu propia experiencia. La verdad, la sabiduría y el amor no pueden entenderse desde la mente. Solamente pueden experimentarse desde el corazón.

Dicho esto, déjame que insista: por favor, no te creas nada. No caigas en el error de convertir estos conceptos en nuevas creencias. Es importante que leas este libro con escepticismo y actitud crítica. Y sobre todo, que te atrevas a ponerlo en prác­tica. Si has seguido leyendo hasta aquí, gracias por tu tiempo, complicidad e interés. ¡Buen viaje!

Jamás se ha emborrachado nadie a base de comprender intelectualmente la palabra «vino».

ANTHONY DE MELLO

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II

Tómate la pastilla roja

Es más fácil engañar a la gente que convencerles de que han sido engañados.

MARK TWAIN

Había una oscura caverna en la que se encontraba un grupo de seres humanos en cautiverio, prisioneros desde el día de su nacimiento. Todos ellos estaban atados con cadenas y grilletes que les sujetaban el cuello, las manos y las piernas. Estaban sentados sobre el suelo, apoyando sus espaldas contra un muro que se erigía detrás de ellos. No podían moverse. Ni siquiera girar la cabeza. Tan solo veían la pared que había delante suyo.

Detrás del muro sobre el que estaban apoyados había un pasillo con una hoguera encendida. Y un poco más lejos, la entrada de la cueva que daba al exterior. En aquel pasillo había una serie de objetos que sobresalían por encima del muro. Y debido a la iluminación generada por el fuego, las sombras de dichos objetos se proyectaban en la pared que los prisioneros sí podían ver.

Después de toda una vida viendo cada día la misma pared, los esclavos consideraban como verdad las sombras proyectadas de los objetos. Ignoraban por completo lo que acontecía a sus espaldas, detrás del muro. Tampoco sabían de la existencia de la hoguera. Estaban convencidos de que las sombras eran la única realidad verdadera.

Un buen día, uno de los prisioneros —el más inquieto y curioso de ellos— se dio cuenta de que podía liberarse de sus cadenas. Ninguno de ellos lo había intentado nunca. Al levantarse del suelo, el resto de compañeros le increpó con severidad, exigiéndole que volviera a sentarse y quedarse quieto. Sin embargo, hizo caso omiso y empezó a buscar para saber qué más había dentro de la cueva.

Al encontrar el pasillo que había detrás del muro, descubrió una nueva realidad mucho más profunda y completa que la que había conocido nunca. Al ver directamente los objetos y la hoguera se quedó perplejo. Al principio no entendía nada. Pero poco a poco se dio cuenta de que lo que había estado viendo durante toda su vida no era real, sino una distorsión de la verdadera realidad.

Aquella toma de consciencia le hizo comprehender que su existencia había sido una farsa, un engaño, una ilusión, una ficción... Tras aquel shock inicial, siguió caminando por el pasillo hasta que se encontró con una escarpada senda que conducía hasta la salida de la caverna. Y nada más poner un pie fuera, sus ojos entraron en contacto por primera vez con la luz del día.

Al principio, aquella luz le causó una dolorosa sensación. Al haber estado toda su vida viviendo en la oscuridad, la luz del sol le quemó y le cegó la vista. Sin embargo, con el paso de las horas se acostumbró a la luz solar, de tal forma que esta acabó iluminándolo. Al ver con sus propios ojos el vasto mundo que acontecía fuera, se dio cuenta de que había pasado toda su vida siendo un esclavo confinado dentro de una caverna. Y justo en el instante en el que comprehendió aquella incómoda verdad, se convirtió —por fin— en un ser humano libre.

Movido por muy buenas intenciones, regresó a la cueva para liberar a sus compañeros de cautiverio. Y nada más verlos les contó la verdad: les dijo que eso que habían estado viendo en la pared en realidad eran sombras proyectadas por unos objetos que estaban detrás del muro iluminados por una hoguera. A su vez, les aseguró que habían estado engañados durante toda su vida, pues más allá de la oscuridad de la caverna se encontraba una realidad exterior llena de luz y de colores.

Nada más concluir su apasionada revelación, el resto de prisioneros empezó a ridiculizar y a reírse de aquel ser humano libre. Ajeno a sus burlas, les insistió que él estaba en lo cierto y que todos ellos estaban equivocados. Y que por favor le acompañaran al otro lado del muro para que pudieran comprobarlo por sí mismos, pudiendo así dejar de ser esclavos.

Harto de aquellas insinuaciones, uno de los prisioneros consiguió liberarse de sus cadenas, agarró una roca que había en el suelo y se la tiró a la cabeza, asesinando a aquel ser humano libre. El resto de rehenes celebró su muerte entre gritos y aplausos. Y continuaron encadenados a sus grilletes, esclavos de las sombras proyectadas sobre aquella pared durante el resto de sus vidas.[4]

4. ¡Despierta!

Antes de seguir leyendo este libro, tienes que tomar una decisión. Has de elegir entre tomarte la pastilla roja o la azul. La primera representa —simbólicamente— la verdad que puede liberarte de la cárcel mental en la que seguramente llevas tiempo malviviendo. La segunda, en cambio, simboliza las mentiras que la sociedad te ha venido contando para mantenerte preso desde el día de tu nacimiento.

Si bien «la verdad es amarga al inicio y dulce al final, las mentiras son dulces al inicio y amargas al final».[5] Esta es la razón por la que la píldora roja tiene un sabor desagradable. Si te la tomas, despertarás de la ilusión en la que estás inconscientemente confinado, también conocida como «matrix». Te darás cuenta de que tú también estás en cautiverio, preso por una serie de creencias erróneas y limitantes. Y comprehenderás de qué manera el sistema mantiene tu mente hipnotizada y secuestrada para que te comportes como un esclavo.

Es importante que sepas que —a corto plazo— la pastilla roja provoca efectos psicológicos muy dolorosos. Principalmente porque te lleva a conocerte a ti mismo en profundidad, cuestionando el núcleo sobre el que has construido tu identidad, así como tu forma de pensar. Si persistes, no te rindes y sigues indagando dentro de ti, con el tiempo este proceso te sanará y te transformará, permitiéndote cambiar de actitud frente a la vida. Y tarde o temprano te liberará de tus cadenas y grilletes mentales, experimentando una sensación de libertad y plenitud que hará que este viaje de autoconocimiento haya valido verdaderamente la pena. Es entonces cuando comprehenderás lo que significa «despertar».

Por otro lado, la píldora azul es dulce e increíblemente deliciosa. Si te la tomas, no podrás seguir leyendo las páginas que siguen. Este libro desaparecerá como por arte de magia. Y mañana te despertarás en tu cama, olvidando que este momento ha tenido lugar. Seguirás actuando de la forma en la que lo has venido haciendo, sin cuestionar el molde de pensamiento con el que fuiste adoctrinado.

De este modo, tomarte la pastilla azul te permitirá retomar tu vida de esclavo con normalidad. Al no ser consciente de tus grilletes, volverás a mirar hacia otro lado como si nada. De hecho, podrás seguir engañándote a ti mismo, negando cualquier asunción de responsabilidad personal. Seguirás culpando a los de siempre de tus problemas y de tu malestar, creyéndote que eres una pobre víctima de tus circunstancias.

Cabe señalar que —a medio y largo plazo— acabarás sintiéndote impotente y resignado, autoconvenciéndote de que no hay nada que dependa de ti para cambiar tu situación. Pero no te preocupes. Con la finalidad de mantenerte dormido y desempoderado, el sistema te proporcionará nuevas pastillas azules, que anestesiarán tu dolor y parchearán tu sufrimiento hasta que no sientas absolutamente nada. En fin, tú eliges: ¿pastilla roja o azul?

La mejor manera de evitar que un prisionero escape es asegurarse de que nunca sepa que está encarcelado.

FIÓDOR DOSTOYEVSKI

5. Sé viajero, no turista

Sin duda ya has hecho lo más difícil: reconocer que necesitas un cambio. Si no, sería imposible que estuvieras sosteniendo este libro entre tus manos. Debido a la crisis sistémica en la que nos encontramos, el autoconocimiento y el desarrollo espiritual están poniéndose de moda. Cabe señalar que este viaje hacia el interior puede realizarse de dos formas distintas: como un turista más —que es como lo hace la gran mayoría— o como un verdadero viajero.

Las diferencias son muy claras: los turistas tienen miedo y son algo perezosos. Por eso buscan confort y seguridad. Los viajeros, por su parte, son valientes y cuentan con iniciativa. De ahí que quieran aventura y libertad. Los turistas hacen turismo. Les gusta seguir un tour preestablecido. Siguen una agenda cerrada, totalmente planificada. Saben en todo momento qué lugares van a visitar. Y no se alejan demasiado del guía.

Los viajeros, en cambio, crean su propia ruta y siguen su propia senda. Para ello, cuentan con un mapa y una brújula propios. Al improvisar y fluir sobre la marcha, en demasiadas ocasiones terminan perdiéndose por sitios que ni siquiera sabían que existían, lo cual hace que su viaje sea mucho más auténtico y excitante. Esta es la razón por la que los turistas nunca saben dónde han estado, mientras que los viajeros nunca saben dónde están yendo. La gran diferencia es que los turistas vuelven a casa igual que como se fueron, mientras que los viajeros regresan transformados.

Exactamente lo mismo sucede con el viaje del autoconocimiento. Los turistas espirituales lo quieren todo fácil y masticado. Se quedan anclados en la teoría. Nunca salen de su zona de comodidad intelectual. Principalmente porque no están dispuestos a cuestionar sus creencias, desidentificarse del ego ni sentir el dolor reprimido que anida en su interior. En otras palabras, no quieren entrar en el barro, pues no les gusta ensuciarse ni mancharse las manos. Puede que miren hacia dentro, pero apenas se quedan en la superficie.

Los viajeros espirituales, por otro lado, están motivados con adentrarse hasta el fondo de la madriguera. Agradecen el apoyo de un guía, pero no temen tener que hacerlo solos. Están comprometidos con meterse en el fango para empezar a poner luz en sus sombras más oscuras. Y abiertos a confrontar su ignorancia, removiendo pilares muy profundos de su psique. En caso de aparecer el dolor, lo acogen y lo abrazan con cariño, pues saben que forma parte de su proceso de sanación y transformación. Y tú, ¿cómo estás viajando hacia el interior? ¿Como turista o como viajero?

El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con ojos nuevos.

MARCEL PROUST

6. Mi relación con dios

Llegados a este punto, me gustaría compartir brevemente contigo cómo ha sido mi relación con dios. Lo hago para que te hagas una idea de desde dónde está escrito este libro. Mis padres eran católicos no practicantes. Es decir, comulgaban con el catolicismo por una simple cuestión de condicionamiento y costumbre. Tan solo iban a misa cuando asistían a bodas y bautizos. De hecho, fui bautizado a los pocos meses de nacer, no por convicción, sino por tradición.

A pesar de ir a un colegio laico, desde muy pequeño empecé a creer en dios. Principalmente porque se trataba de una creencia compartida por toda la gente que vivía en mi barrio. A los diez años les dije a mis padres que quería hacer la primera comunión. Se trata de un ritual en el que varios menores de edad reciben la eucaristía, ingiriendo delante de un altar pan y vino sacramental, los cuales simbolizan el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Así es como los jóvenes creyentes manifiestan su supuesto deseo de estrechar lazos con dios.

De aquel día mi madre recuerda tres cosas: que fue la primera vez en mi vida que me puse una corbata; que momentos antes de empezar empujé sin querer a uno de mis compañeros a un es­tanque que había delante de la iglesia, y tuvo que ir a su casa para cambiarse de ropa; y que movido por mi inocencia, mastiqué la hostia con la boca abierta como si fuera una chuchería, frunciendo el ceño en señal de desagrado delante de todos los asistentes.

Antes, por eso, tuve que asistir a un curso de formación de treinta horas denominado «catequesis», en el que intentaron —sin mucho éxito— que siguiera el camino que conducía hasta Jesucristo. Me lo presentaron una y otra vez como «el hijo de dios» y me insistieron hasta la saciedad que tenía que amarlo con todas mis fuerzas para que se convirtiera en mi «salvador». Sin embargo, por aquel entonces era un chaval movido y travieso, y toda aquella liturgia me resultaba indiferente. Además, debido a mi falta de concentración y a mi exceso de dispersión, apenas pude memorizar el padrenuestro y los primeros versos del avemaría. La única razón por la que hice la primera comunión fue para poder celebrar la fiesta posterior y ser inundado por otro tipo de gracia: los regalos materiales de mis invitados.

Un año más tarde, volví a estar cara a cara frente a un miembro del clero. Fue durante las vacaciones de verano. Por lo visto, una de mis últimas gamberradas había molestado muchísimo a uno de nuestros vecinos católicos sí practicantes. Más allá de pedirles sinceras disculpas por mi inadecuado comportamiento, exigieron a mis padres que —como parte de mi redención— debería ir al confesionario de la parroquia para exponer mis pecados al cura. Y obligado por mis progenitores, eso hice.

Tras explicarle a aquel párroco católico lo que había sucedido, me mandó recitar quince padrenuestros, diez avemarías y cinco oraciones más cuyo nombre no recuerdo. La verdad es que n

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