José Mujica

Fragmento

INDAGACIÓN DEL MISTERIO

PRÓLOGO DE MIGUEL ÁNGEL BASTENIER

Este libro es una investigación de un misterio bastante insondable; o un reportaje hecho de reportajes; o un retrato de un personaje en un país, envueltos todos ellos, a su vez, en una globalidad que es como un escenario mundial. Es decir, muchas cosas y todas ellas bien resueltas, de enérgica escritura, prudencia de espeleólogo para espiar lo oculto, respetuoso con un lector ante el que se exponen los pros y los contras, las opiniones de expertos, colegas y familiares. Y la gran pregunta que resume la obra es quién pueda ser a la postre ese desorbitado personaje que ha ido a aterrizar, sin que ni él ni nadie hubieran podido preverlo, en la presidencia de Uruguay. ¿Cómo cabe tanto espectáculo en recipiente tan sucinto como la república de los orientales?

He de confesar que mi primera construcción mental de José Pepe Mujica ha estado siempre teñida por una cierta incredulidad. ¿Ante quién nos hallamos?: ¿un exhibicionista relativamente frustrado porque ya no puede seguir haciendo de guerrillero, ni siquiera moral, instalado en la presidencia?; ¿alguien que tiene que darle la vuelta como un calcetín a una política que en el fondo desprecia?; o ¿la vanidad mortal del que pretende aparecer ante el mundo como última versión del filósofo-rey dieciochesco, que pone al país y al mundo a pensar en cuanto abre la boca? O, simplemente, ¿es que le gusta divertirse, ya con la vida resuelta, montando el numerito de la austeridad extrema y el cachivache como medio de locomoción? Mauricio cuando menos ha conseguido que dejara en suspenso mi “descreencia” casi congénita y, como bastantes uruguayos, porque nadie es del todo profeta en su tierra, le reconociera una autenticidad de fondo. Mujica cree en lo que hace y no engaña a nadie. Hasta ahí llego. Pero lo mejor del libro es que el balance último lo ha de sacar el lector, el espectador, el interlocutor, el uruguayo y el ciudadano del mundo, partiendo de la base de que jamás el país había tenido un jefe de Estado que fuera conocido del uno al otro confín.

El periodista uruguayo se ha acercado al personaje desde un triple plano de los que cada uno contiene o es contenido por el siguiente. Primero está Mujica en sí mismo, con información biográfica suficiente pero en absoluto abrumadora, nada parecido, por tanto, a una biografía convencional; si seguimos por elevación, llegamos al nivel uruguayo y, en ese sentido, el libro es también una cierta biografía del país, y, finalmente, encerrando y completándolo todo, desembarcamos en el mundo de las ideas, de la reflexión sobre la sociedad occidental, tarea ante la que no se arredra el autor a la hora de debatir problemas y soluciones. La interacción entre esos tres niveles es excelente, de forma que a un momento de la vida del protagonista lo envuelve la sociedad que lo vio nacer, y esa sociedad tiene alrededor la materia prima del escenario global, en que Mujica ha demostrado moverse con la pericia de un bailarín de salón.

Después de leer el libro me atrevo a comparar al presidente exguerrillero, cierto que salvando distancias quizás insalvables, con José Luis Rodríguez Zapatero, que fue jefe de Gobierno de España en representación del Partido Socialista. Pero si Zapatero poco tenía de artista del trapecio, se me podrá decir; pero es que el parecido es de otra naturaleza. Tanto el uruguayo como el español se creen, incluso hoy, genuinamente hombres de izquierda, y ambos en el ejercicio de su magisterio han tenido que descubrir, presumo yo, que una verdadera política progresista, aquella en la que la izquierda es la izquierda, la que afecta a la redistribución del ingreso y la nivelación de oportunidades, es virtualmente imposible en un mundo dominado por el capitalismo neoliberal, y por ello han echado mano del sucedáneo perfecto: la izquierda moral, la de los derechos individuales que se encarna en un planteamiento de liberalización del consumo de una droga blanda como la marihuana; el matrimonio entre personas del mismo sexo –el mal llamado “matrimonio gay”–, y reformas parecidas que dejan al pobre tan pobre como antes, pero no por ello son menos estimables. Mauricio no dice textualmente todo lo anterior, pero de su indagación creo que se deduce esa fabricación de un izquierdismo supletorio por un buen tipo que no podía quedarse como florero en el cargo, aunque posiblemente existieran urgencias y carencias mayores en la república.

Como información de utilidad para el lector, aunque si ha llegado a esta página es de suponer que ya obra el volumen en su poder, diré que esta forma de cercar y acorralar al misterio recurre inteligentemente a todos los recursos literario-histórico-editoriales: ilustraciones, entrevistas a conocedores de la materia insertas entre capítulos, más réplica y contra-réplica de sus propias disquisiciones sobre los grandes problemas de nuestro tiempo.

A mí, en cualquier caso, lo que más me ha gustado es que Mauricio no pretenda coronar ningún Everest, que uno cierre el libro tras leer la última página sin que nadie haya pretendido venderle “un Mujica” con preferencia sobre otras posibilidades. Hay un presidente de Uruguay que hace demostración casi de ascética pobreza; otro que ama el grueso trazo de las cuestiones que provocan a buen seguro titulares de prensa; uno más que se permite dar consejos a la Humanidad y a los grandes poderes que la representan y, ya en el colmo del optimismo, hasta cree que puede mediar con éxito en el conflicto colombiano. Y el autor hace un completísimo viaje en torno al personaje que es, a fin de cuentas, lo que la prensa anglosajona llamaría un news analysis sobre uno de los tipos más llamativos de nuestro tiempo. “Pintoresco” para el no creyente, y modelo de un nuevo tipo de hombre de Estado para los entregados. Pero siempre “Pepe” para todos ellos.

INTRODUCCIÓN

MÁS ALLÁ DE LAS FRONTERAS

José Mujica tiene todas las dimensiones de un personaje de película, en el sentido cinematográfico más puro. En los ochenta años que lleva vividos con intensidad, pasó por todas las etapas y estadios que cualquier novelista imaginaría para el héroe de su historia. Es un hombre carismático y pasional, de humor cambiante, reflexivo y por momentos anárquico. Es un político trabajador y pícaro, capaz de asumir derrotas y seguir adelante. De Mujica y del grupo guerrillero que integró en su juventud se han escrito tantos libros, filmado tantos documentales y elaborado tantos reportajes, que los uruguayos conocemos su hoja de vida casi de memoria. Pero como muchos por aquí, cuando el hombre asumió la Presidencia de la República descubrí a un Mujica algo diferente al político que conocía como un exguerrillero reconvertido a demócrata, mezcla de campesino culto, político urbano y caudillo criollo a la vieja usanza.

Siempre renegué del número a mi juicio exagerado de libros sobre los años sesenta y setenta que visitan y revisitan la época de la guerrilla y la posterior dictadura, y llenan los escaparates de las librerías de Uruguay. Y de alguna forma me había propuesto no ocuparme de ese tema, tan vigente y tan polémico que, por las heridas abiertas que aún quedan, parece por momentos frenar el progreso y la modernización de un país que para bien o para mal avanza siempre despacio. Hay muchas cosas interesantes para decir sobre el presente de Uruguay y mucho acerca de su futuro, que resulta más desafiante para un escritor que un pasado tantas veces contado. Sin embargo, de pronto me encontré yo mismo como periodista escribiendo sobre algunas de las propuestas de gobierno de un exguerrillero devenido en líder político; acerca de su forma de vida austera; tratando de explicar a audiencias en Europa o Estados Unidos y a decenas de colegas del mundo entero por qué los uruguayos no ven en Mujica a un presidente original mientras en el resto del planeta se lo idolatra a tal punto que en Japón existen libros para escolares inspirados en su vida frugal. Desde el momento en que Europa descubrió a este hombre anciano y de aspecto descuidado en su casa sencilla y avejentada, viviendo como uno más entre los suyos, en Uruguay se vivió una suerte de “desembarco de Normandía” de periodistas en busca de contar la historia de Pepe Mujica. Produje y participé en algunas de las entrevistas que se le hicieron al presidente uruguayo en los últimos años en su casa, y trabajé en varios reportajes sobre algunas de sus medidas más heterodoxas. Sentí que tantas veces conté la misma historia que comencé a preguntarme en dónde estaría el límite del interés que el mundo tenía por Mujica. Sucede que su capacidad de innovar superó con creces, estimo, lo que cualquiera que lo conozca hubiera imaginado. Después de revolucionar al mundo político local con leyes que ampliaron los derechos individuales y fueron aplaudidas –y también, vale decir, cuestionadas– por gentes en todo el planeta, el “viejo”, como le dicen sus correligionarios más jóvenes, fue postulado al Premio Nobel de la Paz. Desde ese momento su capacidad propositiva se disparó. Es difícil saber si la idea de obtener tamaño reconocimiento fue un motor de inspiración en su vida, o una tentación a su ego. Lo cierto es que desde entonces Mujica despegó. Mientras recibía críticas de propios y ajenos en su tierra por su desordenada gestión de gobierno, el hombre resolvió llevar su mensaje de paz y tolerancia a acciones concretas: anunció que traería a niños huérfanos y madres con hijos a cargo desde campos de refugiados de la brutal guerra civil en Siria; aceptó que llegaran a Uruguay presos de la cárcel estadounidense de Guantánamo, esa que a Barack Obama le da vergüenza y quiere cerrar porque es una flagrante violación a los derechos humanos, y no parece tener claro cómo hacerlo; Mujica le pidió al presidente estadounidense que trabajara para levantar el embargo a Cuba y sin ningún empacho ofendió a los radicales de la izquierda uruguaya y lo fue a visitar al Salón Oval de la Casa Blanca. Su pragmatismo atropelló al sacrilegio. También intentó, por todas las vías posibles aunque sin éxito, que el gobierno colombiano de Juan Manuel Santos le permitiera mediar en el proceso de paz con la guerrilla de las FARC en Colombia.

Sus discursos en foros internacionales ya no plantearon cuestiones puntuales de interés para Uruguay; se convirtieron en mensajes globales, estudiados, que abordaron temas importantes para los seres humanos en general. Por su peculiar oratoria, cargada de dichos camperos y alusiones a hechos históricos, pasaron el cuidado del medio ambiente, la tolerancia al distinto como regla para una vida en armonía, y críticas acérrimas a las burocracias que traban el progreso social, las mismas contra las cuales no pudo durante su gobierno. Habló poco de sus éxitos y admitió públicamente sus fracasos, entre los cuales tal vez el más importante sea el no haber podido legar a las próximas generaciones de uruguayos un sistema de educación pública que contribuya al principal de los objetivos que se trazó en su vida: equiparar en oportunidades a quienes menos tienen con quienes más capacidad material detentan. Le habló al mundo, en todo el mundo. Nunca pude saber con exactitud el número de entrevistas que dio a medios internacionales durante su mandato. En un cálculo rápido, diría que superó con creces el centenar.

Mi trabajo como reportero me lleva a viajar con frecuencia. Y si antes en lugares recónditos y no tanto me decían “¿Uruguay? Fútbol”, doy fe de que ahora buena parte de aquellos con quienes me cruzo me dicen “¿Uruguay? Mujica”. Sin embargo en Uruguay, tal vez por aquello de que nadie es profeta en su tierra, o incluso porque no supo resolver como gobernante algunas cuestiones esenciales para los ciudadanos, Mujica es un político criticado. Popular sí, sin duda. Y la opinión pública le permite decir sin demasiado castigo algunas cosas que serían inimaginables para otros políticos o para presidentes en otros países incluso cercanos culturalmente a Uruguay. Pero también es cuestionado y atacado. Es una dualidad cuyas razones pretendo desentrañar en este libro que fue pensado desde el comienzo para aportar respuestas e información a lectores uruguayos y a quienes, fuera de este país, se interesan por la figura de Mujica. Para ello, este trabajo presenta detalles del personaje y de su vida que explican la potencia de su mensaje a pesar de venir de un país con poco peso en la arena internacional, y revela a la vez aspectos desconocidos de sus decisiones de gobierno más polémicas y controvertidas.

El abordaje que planteo es distinto al que otros autores, mucho más conocedores de este peculiar personaje, han adoptado antes.

José Mujica. La revolución tranquila se ocupa de describir algunos rasgos de identidad de Uruguay, de presentar su historia y su particular idiosincrasia, esenciales para entender cómo Mujica llegó a presidente, por qué puede proponer medidas revolucionarias como la legalización completa del cannabis, o apoyar el matrimonio entre personas del mismo sexo y la legalización del aborto, y asumir con tranquilidad cualquier costo político de esas decisiones. Este libro intenta mostrar las contradicciones –que las hay y muchas– entre el discurso del dirigente y sus acciones. El relato de episodios centrales de su vida de guerrillero y de su actividad política en democracia no sigue un orden cronológico sino que se establece en función de la formación de su caudal político y la construcción de su liderazgo. En profundidad, abordo su pensamiento y su forma de ver la vida: ambos lo llevaron a convertirse en un referente mundial para algunos temas centrales en la era de la globalización. Mujica es un hombre político que construyó su forma de ver el mundo a partir de la acción primero y de la reflexión después. Esas dos líneas confluyen en el dirigente que conocemos hoy, que se explica por su pasado tanto como por el contexto histórico en el que le tocó gobernar.

Este texto no es una biografía del presidente uruguayo. A lo sumo es un perfil biográfico que busca explicar la aceptación que alcanza su mensaje fuera de fronteras y algunas de las derrotas que tuvo como gobernante. Tampoco es una entrevista a José Mujica, con quien conversé en ocasión de reportajes para medios internacionales y no con el objetivo específico de escribir este libro. En ese marco visité su casa, conocí su famoso auto viejo, su perra de tres patas y su forma de vida austera, lo cual hasta cierto punto me permite hablar de esos rasgos, tal vez los más conocidos de su existencia ahora tan mediática.

Este texto es por lo tanto un ejercicio de reconstrucción y análisis.

El relato que aquí se presenta sobre algunos episodios de acción o violencia en los que participó Mujica en la guerrilla puede diferir de lo que el protagonista recuerda. Puede faltar una bala, incluso sobrar algún tiro. Esos hechos –salvo uno que me fue relatado por el presidente en persona– fueron recreados en base a entrevistas a algunos de sus compañeros de armas y datos de publicaciones de la época. Los libros que cuentan con gran detalle la vida de Mujica y la historia de la guerrilla del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-Tupamaros) y que son referidos a lo largo de este trabajo aportaron elementos tan valiosos como los que generosamente me proporcionaron las fuentes que consulté. Muchos de quienes colaboraron prefirieron no ser mencionados por su nombre.

Este es un libro periodístico. Como tal, desde la neutralidad que exige el oficio, busca presentar hechos, historias y personajes que son cuestionados, interpretables y polémicos. La historia de Mujica puede escribirse de mil maneras. Esta es apenas una posible.

MAURICIO RABUFFETTI

Montevideo, 27 de octubre de 2014

1. BALAS Y FLORES

“¡Documentos!”, exigió el policía parado firme a un costado del hombre que dirigía la conversación en una mesa de bar de Montevideo.

Por las ventanas se colaba el color plomo del cielo. Los marcos, vencidos, dejaban entrar el aire del exterior. Aquel día de marzo de 1970 era típico del otoño montevideano. Fresco, sin llegar al frío. La llovizna intermitente volvía más gris la ciudad. Los hombres recalaron en aquel boliche tras dejar la casa en la que habían estado reunidos durante horas preparando el robo: a uno de ellos se le escapó un tiro al manipular su arma, un pecado de juventud que podía poner en riesgo toda la operación si eran descubiertos. Así que juntaron sus petates y se largaron.

Salieron juntos y enfilaron para el mismo lado. Era lo más seguro. Todos hacia la izquierda en dirección a la avenida. Allí se separarían como marcaba el protocolo y cada uno quedaría por su cuenta hasta la próxima reunión. Pero las horas de charla sobre planos y papeles y el humo del tabaco armado en hojilla habían hecho mella; las bocas estaban resecas, y el bar llamaba a refrescar el garguero. Solo tres del grupo entraron al local.

El bar La Vía, de Jesús Bastos, era uno como tantos, abierto desde temprano en una esquina de La Blanqueada, un barrio de empleados. Montevideo todavía conservaba por ese entonces la tradición de tertulias aderezadas con copas y cafés que instalaron los inmigrantes españoles llegados en el siglo XX. La ciudad parecía tener un bar en cada cruce de calles. La Vía tenía su clientela fija entre los vecinos, pero como sus puertas daban a una avenida cercana a una zona de gran movimiento comercial, era común que clientes ocasionales, desconocidos de paso, ocuparan una mesa o se acodaran al mostrador.

Los tres habían estado buena parte de la tarde sentados alrededor de la mesa discutiendo en clave los detalles del plan, sin demasiados ademanes que pudieran delatarlos.

Uruguay era un país casi militarizado por decisión del gobierno de Jorge Pacheco Areco, un político de derecha duro y sin capacidad para negociar que desde la Vicepresidencia había saltado al poder por casualidad en 1967, tras la muerte del presidente Óscar Gestido. Cualquier actitud sospechosa podía ser objeto de cuestionamiento de las patrullas que circulaban por la ciudad.

La guerrilla del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros concentraba sus acciones armadas en la capital o en zonas aledañas a Montevideo. Sus integrantes vivían en la clandestinidad. En la América Latina acostumbrada al intervencionismo de Estados Unidos e influenciada por la revolución cubana de Fidel Castro, eran muchos los grupos guerrilleros de izquierda que surgían en aquellos tiempos con reivindicaciones sociales coincidentes sobre la reforma agraria y la redistribución de la tierra y la riqueza.

Aunque buena parte de la historia de Uruguay se construyó a sangre y fuego, a fuerza de batallas y revoluciones, la sociedad uruguaya del siglo pasado era más bien pacífica. Pacheco había decidido que una guerrilla no era algo que estuviera dispuesto a tolerar y para combatirla haría todo lo que considerase necesario. Los tupamaros, un grupo armado organizado en columnas compartimentadas que tenían cierta autonomía de acción aunque se movían bajo la coordinación de una suerte de comando central, creían desde mediados de los años 1960 que Uruguay se dirigía inevitablemente hacia el autoritarismo y hacia un golpe de Estado. Para ellos, además, las urnas no eran un camino posible para defender sus ideas en un país que consideraban dominado por la burguesía y cuyo sistema político estimaban corrupto e inmoral. Tampoco estaban dispuestos a esperar.

El enfrentamiento entre la guerrilla y el Estado dejó rápidamente el terreno del discurso y la dialéctica para irse a las calles. Y las causas y consecuencias de este conflicto polarizan a los uruguayos todavía hoy.

“¡Documentos!”, repitió exasperado el policía. Para entonces, los tres habían notado que el agente era parte de una patrulla.

El líder del grupo levantó apenas la mirada. Estaba sentado de espaldas a la entrada y no había visto llegar a los ofici ales. Sus compañeros tampoco. De todos los bares de Montevideo y tenía que ser justo aquel…

En una fracción de segundo José Mujica movió sus brazos como látigos para levantar su Colt 45.

“Este es mi documento”, dijo mostrando su arma. Sabía que si disparaba a aquella distancia, la bala haría volar varios metros al agente y con toda probabilidad lo mataría. Además, seguramente habría más policías afuera y aquello podía convertirse en una carnicería. Tenían que encontrar la forma de huir. Ellos conocían las claves de un plan cuidadosamente estudiado.

Los patrulleros no se amilanaron y se abalanzaron sobre el guerrillero previendo que podía encañonarlos. Allí mismo se trenzaron. Cayeron al piso. Mujica no soltaba la pistola. Quiso escapar. Los policías lo redujeron.1

Mujica era el líder militar y estratega de la Columna 10 del MLN-Tupamaros, una de las más disciplinadas y eficaces de la organización. Había entrado con sus compañeros de armas al bar La Vía después de preparar, en una casa segura, el robo a la mansión de una acaudalada y tradicional familia de empresarios uruguayos, un golpe que daría a la guerrilla fondos para seguir operando por largo tiempo y sin duda generaría un efecto propagandístico importante entre los sectores sociales de menores recursos.

Esta vez, el sexto sentido que lo había salvado de ir preso o caer muerto antes le había fallado. Tirado en el piso con los policías apuntándole a centímetros, ya desarmado, estaba perdido y lo sabía. Lo tenían. «Mirá que no tiene seguro, se te va a escapar un tiro, ya estoy entregado», le dijo a uno de los uniformados.

En el piso, desarmado, lo acribillaron.

–¿Fueron seis balazos, verdad?

– Sí –respondió Mujica sentado en el living de su casa cuando le pedí que rememorara aquel episodio clave en su vida,2 ocurrido en una fecha que no recuerda con exactitud ni le importa demasiado. Fue imposible no percibir la emoción en su rostro al buscar en su memoria aquello que le era posible recordar del día en el que la parca le mostró, por primera vez, que no lo quería.

–¿Por qué no les dio sus documentos?

–¡Qué voy a darles si estaban revisando armas y yo tenía una 45! La cosa no daba. Me di vuelta con el arma y se me tiraron arriba –resumió mientras representaba con el cuerpo sus movimientos aquella tarde.

Trasladado al Hospital Militar, fue operado de emergencia. «Perdí muchísima sangre», recordó. El guerrillero conocido por los alias de “Ulpiano”, “Emiliano” o “Comandante Facundo” empezaba a morir.

José Mujica, en cambio, sobrevivió. De milagro. Pero fue a dar a la cárcel como muchos de los integrantes del MLN-Tupamaros. En 1971 protagonizó junto a otros ciento diez presos, la mayoría miembros de la guerrilla, una espectacular fuga del penal donde estaba recluido en Montevideo.3 Fue recapturado en 1972. En 1973 el presidente uruguayo Juan María Bordaberry, un hombre proveniente de los ricos sectores rurales ganaderos que había sido designado candidato por Pacheco, disolvió las cámaras del Parlamento para “rescatar” a un Estado que estaba siendo “agredido”.4 La guerrilla había sido derrotada mucho antes de aquel quiebre institucional. Fue un golpe de Estado cívico militar que desembocó en trece años de dictadura.

El líder guerrillero pasó todo ese período encarcelado hasta 1985, cuando el país volvió a la democracia y los presos políticos fueron amnistiados.

José Alberto Mujica Cordano tenía 37 años cuando perdió por última vez la libertad. Durante ese tiempo en prisión fue torturado de forma brutal y sistemática, física y psicológicamente. Sufrió golpes y humillaciones. Estuvo a media ración de alimentos y agua. Se enfermó de los intestinos y los riñones. Pasó períodos de tiempo imposibles de establecer con exactitud sin contacto con seres humanos. Perdió sus dientes. Su cuerpo llegó al límite de lo soportable. Su psiquis también. La locura fue por momentos su única compañera. Como pudo se refugió en sus pensamientos como mecanismo para salir del infierno en el que sus ideales políticos y sus carceleros lo habían metido.

El enfrentamiento entre el MLN y el Estado uruguayo representado por policías y militares terminó antes de que empezara la dictadura y dejó un tendal de muertos de uno y otro lado. Algunos, por acción u omisión, los carga a cuestas José Mujica.

La dictadura militar destrozó al país social y económicamente. Los derechos humanos fueron violados como estrategia de guerra. Muchas personas murieron torturadas o ejecutadas. Muchos inocentes fueron a dar a un calabozo. Otros uruguayos desaparecieron y su paradero aún se desconoce.

De la forma más dura que se pueda imaginar, Mujica dejó atrás, en la cárcel, su vida de guerrillero. Salió convertido en un político.

El bar La Vía sigue existiendo, aunque ahora se llama Vía Bar. El local todavía pertenece a la familia Bastos. En el lugar donde estaba la mesa que ocupaban José Mujica y sus dos compañeros el día del tiroteo, un rincón cubierto de fotos y viejas fotocopias de diarios de la época recuerda el episodio. Algunos de los militares uruguayos con responsabilidad de mando en la dictadura están en prisión. Otros siguen libres. Los tupamaros robaron la mansión de la familia Mailhos el 5 de abril de 1970. Se llevaron más de cincuenta kilos de oro en lingotes, además de veinticinco mil libras esterlinas y más de cien mil dólares estadounidenses en efectivo.5

Quien dio la alerta de la presencia de los guerrilleros en el bar fue José Leandro Villalba, un funcionario policial administrativo que era cliente del establecimiento. Los compañeros de Mujica se enteraron de su identidad. Lo ubicaron y lo vigilaron para conocer sus rutinas. Un buen día, el hombre escuchó que lo llamaban por su nombre mientras caminaba por la acera. Se dio vuelta y lo último que dijo antes de que más balas de las que se pueden contar con una mano lo partieran en dos fue «¡Opa!». Los tupamaros lo ejecutaron en plena vía pública. Sobre su cuerpo, los tiradores dejaron panfletos con la inscripción «Así se paga la delación».

Casi cuarenta años después, en 2009, los uruguayos eligieron a José Mujica como presidente, para dirigir los destinos de un país conocido por el fútbol y el tango, por su calidad de vida y por su apego a la democracia.

LA INFLUENCIA DEL EJEMPLO

A los 79 años, José Mujica vive en una casa de tres ambientes en las afueras de Montevideo. Es pequeña, de techo verde a tono con su entorno arbolado, sin lujos pero acogedora. Allí comparte su vida con su compañera de militancia política, que es también su esposa, la exguerrillera Lucía Topolansky.

El presidente vive en el campo se podría decir que desde siempre. Su fuente de ingresos más constante a lo largo de su vida –o en todo caso la más tradicional– ha sido el cultivo de flores.

Es un hombre sencillo en sus gustos. Pero sus procesos de pensamiento son complejos. Tal vez por eso le gusta reflexionar a solas tanto como disfruta departir con todo aquel que se le acerca, cuando tiene tiempo y humor para ello.

La formalidad, el protocolo y la pompa que rodean a otros jefes de Estado en muchos casos por cuestiones lógicas de seguridad, no existen en su vida.

Al salir de la cárcel, Mujica se asentó en una zona rural. En su propiedad viven otras familias a las que cede viviendas o espacios de terreno para construirlas.

Luego de ganar las elecciones renunció a la lujosa residencia destinada a los presidentes, un gesto que fue muy apreciado por sus compatriotas en un país en el que la igualdad, mucho más que un concepto abstracto o un ideal a alcanzar, es un valor profundamente arraigado.

A Mujica le gusta decir que precisa poco para vivir bien, que prefiere andar «ligero de equipaje», y que el tiempo libre vale más que cualquier pertenencia. Al conocerlo, se hace patente que su prédica no es una postura, aunque le saque rédito político. Es un hombre desapegado de lo material.

De su sueldo de más de doce mil dólares conserva algo menos del trece por ciento. El resto lo distribuye entre el aporte mensual al que lo obliga la coalición de izquierda que integra, el Frente Amplio; un apoyo económico a su sector político, el Movimiento de Participación Popular, y poco más de la tercera parte la dona a un plan de construcción de viviendas por ayuda mutua con el que tiene un especial vínculo emocional, el Plan Juntos.6 Con cierta frecuencia, en el marco de esa iniciativa participa en la construcción de casas económicas destinadas principalmente a madres trabajadoras jefas de familia.

En su tiempo libre le gusta manejar su tractor y hacer alguna tarea campestre. En el terreno que rodea su vivienda suele tener una pequeña huerta de verduras para consumo propio. Flores ya no cultiva. Conversando con él en la puerta de su casa me explicó que las flores son un cultivo trabajoso y que todavía conservaba algunas plantas para poder replicarlas en el futuro. «Se hacen de esqueje. Los enterrás en la tierra, ¿viste?». Los invernáculos para esa actividad están intactos al fondo de su propiedad. Su plan para cuando deje la Presidencia es crear una escuela de oficios rurales y piensa que las flores serían una buena oportunidad de trabajo «para los paisanos» de la zona, sus vecinos. Pero como es un cultivo tan complicado, primero «hay que enseñarles a plantarlas».

Cada tanto, el presidente se escapa de la escasa guardia policial que se aposta frente a su casa y sale a pasear en su Volkswagen Escarabajo de 1987 color celeste. Los uruguayos, al igual que los brasileños, llaman a ese modelo “Fusca”. Como copiloto –en una postal que ha sido reproducida por medios de todo el mundo– viaja su perra de tres patas, la mascota nacional Manuela, que también acompaña a Mujica a los actos no protocolares en los que participa.

El presidente uruguayo comenzó su actividad política muy joven, a los 14 años. Entonces su motivación era apoyar las reivindicaciones salariales y de mejoras en las condiciones de trabajo de los obreros que poblaban su barrio de Paso de la Arena.

Es ateo, y le gusta decir que el presidente José Batlle y Ordóñez,7 el mandatario uruguayo al que más admira, escribía ‘dios’ con minúscula. Pero cree que el abandono que el colectivo humano hizo de la religión y la filosofía está llevando a la humanidad por un camino falto de reflexión y de cuestionamiento sobre el verdadero sentido de la vida.

Es un ávido lector, pero en su casa no hay una biblioteca voluminosa pues regala la mayoría de los libros una vez que los termina, para que los lean otros y «sigan vivos».8 Se queja de que la Presidencia no le deja tiempo para la lectura ni para ocuparse lo suficiente de su otra gran pasión además de la política, que es vivir en la naturaleza que lo rodea. Disfruta en cambio y con frecuencia los fines de semana de la residencia de campo de los presidentes ubicada al suroeste del país, en el departamento de Colonia, sobre el Río de la Plata: la imponente Estancia Anchorena.

Los uruguayos lo conocen como “el Pepe”, el sobrenombre que les toca en este país sureño de fuerte herencia española y apenas doscientos años de historia a todos y cada uno de los “José” que andan por la vida. En sus frecuentes apariciones públicas, en Uruguay se lo saluda más por ese remoquete que con el tradicional y demasiado formal “señor presidente”.

No es raro encontrarse con este hombre de cara risueña, ojos pícaros y gesto bonachón, prominente nariz y bigote perenne, comiendo como uno más al mediodía cerca de la oficina presidencial en el centro de Montevideo, o sentado a la mesa de uno de sus bares predilectos, el Madison, junto a su esposa, cuando termina la semana los viernes por la tarde.

En Uruguay, los presidentes y expresidentes pueden andar por la calle sin que nada les pase. Es un país que puede considerarse seguro en el contexto mundial, construido por sucesivas oleadas de inmigrantes europeos que venían por barco dejando atrás una existencia de pobreza y en muchos casos también a sus familias. Por eso forjaron un sentido de solidaridad horizontal, de convivencia armónica y de igualdad en el trato que, aunque con cierto desgaste producto de la modernidad individualista, se mantiene hasta hoy en el espíritu de los pobladores de esta tierra.

Mujica cultiva la imagen de ser “uno más” que circunstancialmente ocupa el sillón presidencial. Y por ese reflejo de persona común que proyecta, resulta una excepción entre sus colegas presidentes.

Asumió en 2010 por un período de cinco años cuando era el político más popular del país, pero al mismo tiempo, paradójicamente, uno de los que generaba más resistencia entre los electores.

Es que Pepe Mujica, hoy una estrella de la política mundial que ostenta el récord de entrevistas a medios internacionales entre todos los mandatarios que Uruguay ha tenido, es un personaje resistido, criticado y permanentemente atacado en círculos políticos e intelectuales uruguayos, tanto de derecha como de la izquierda que integra.

Algunos de sus viejos compañeros de guerrilla lo admiran. Otros creen que se apartó demasiado de las ideas que lo llevaron a tomar las armas; de este grupo, alguno se negó a hablar para este libro.

En Uruguay son muchos quienes no le perdonan que haya integrado una guerrilla en su juventud. Su estilo personal de llevar el cargo, sin corbata y sin agenda, contrapuesto a la formalidad del común de los presidentes, también le vale críticas frecuentes entre quienes tienen otra visión de la investidura presidencial. Fuera de fronteras, sin embargo, su forma de comunicación franca, la austeridad que destila su estilo de vida sencillo, y algunas de las medidas que aprobó como presidente, cautivan a audiencias masivas.

¿Qué es lo que hace que José Mujica, presidente de un país poco gravitante en el espectro político internacional, se haya convertido en el mandatario más popular del planeta?

LA INCANSABLE BÚSQUEDA DE REFERENTES

José Mujica quiso hacer una Revolución por la vía de las armas a fines de los sesenta y principios de los setenta. Pero fue con gestos, discursos humanistas y decisiones pioneras que conmovió al mundo al lleg

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