El hombre de marzo

Fragmento

Capítulo XXI
El arribo triunfal

ENTREVISTADO: CARLOS MARÍA RAMÍREZ

¿Me decís, Pepa, que la propia Adela ya te ha dicho que sabe todo lo que ocurrió entre Pedro y la Dickinson en Washington? ¿Lo que se dice “todo”, pero “todo”?

¡Nunca me imaginé que Pedro llegara a tal extremo de transparencia! Bueno, ¡a esa mujer no se le puede ocultar nada! En el arte de arrancar confesiones, nadie ha de superarla. ¡Qué espina le resultó en su vida la existencia de Annie Dickinson!

—No me agrada que haya sido ella, y no yo, la que le abrió a Pedro su camino en la vida —me dijo una única vez—. Yo lo acompañé, y solamente yo fui la madre de sus hijos y él me reconoció siempre como tal; pero ella, aunque para siempre ausente, nunca dejó de guiar su pensamiento.

Yo no sabía que Adela le había encargado a Bartolito que averiguara cómo le había ido a Annie después de 1868 y, por supuesto, menos que tenía esas tan penosas noticias. Ella nunca me las comunicó. De haber vivido para saberlas, Pedro hubiera lamentado mucho esas penurias tan injustas. La tuvo siempre en el máximo pedestal y no pongas en duda que se hubiera solidarizado con ella. Por lo pronto, sería muy consciente de la causa de sus desventuras.

—No he conocido persona más noble, más corajuda, más inteligente y más sensible que Annie —lo oí afirmar unas tres veces, la última estando ya casado con Adela, pero siempre en su ausencia.

Y decía “persona”, era claro que incluía a los varones y a las mujeres. A todos. A Adela también.

Afortunada decisión la nuestra de comenzar el libro por Latorre, y no por el frustrado pero muy romántico encuentro final entre Pedro y Anne Elizabeth, como estuve tentado de hacer en mi biografía. Bartolito resultó mucho más discreto y caballeresco que yo. Me pliego entonces a su silencio y delego en Adela la decisión de revelar o no el peculiar secreto de esa sexta y última noche de la estadía de Annie en Washington. Me limitaré a contarte esto: Pedro decía que nunca vivió “horas de mayor ternura y más penosas”. Y, por las dudas de que Adela calle, te sugeriré en titulares lo que pasó. Pedro llegó a introducirse en su lecho, pero Annie nunca dejó de dudar. Osciló siempre entre la aceptación y la aprensión y, al fin, se liberó del arrobamiento de las palabras y de las caricias con que Pedro casi había logrado seducirla.

Bueno, cambiemos de tema, porque si no lo hacemos daré otros detalles que no me corresponde revelar.

¿Me permitís que, antes de contarte el arribo a Montevideo, me demore unos instantes en comentar la carta de Bartolito? Creo que es oportuno rescatar detalles de la increíble fortuna de que gozó Pedro para que Sarmiento, sin vacilaciones, no lo alejara de sí y lo recibiera, dándose oportunidad para captar en esas breves entrevistas las nobles potencialidades que su joven visitante encerraba.

Te pido tiempo, también, para redondear el análisis de los impactos que el viaje produjo en la personalidad de Pedro y en la pacata sociedad montevideana.

* * *

Si Pedro no hubiera sido primo de los Varela Cané, el Viejo jamás lo habría recibido.

Esto es evidente, no solo por las suspicaces inferencias de Bartolito, sino porque el propio Sarmiento lo confesó durante el viaje de regreso. Y Pedro, prudentemente, tuvo que pagar el precio de pasar en la Legación por admirador del inescrupuloso diario de sus primos, para acceder a un trato prolongado con su venerado educacionista. No sabía él que don Domingo guardaba más recelosa opinión que la suya respecto de La Tribuna.

Ya no estaban lejos de sus hogares. Habían zarpado del Janeiro. Una noche tibia pero brumosa, calmo el mar, después de cenar salieron a cubierta para que Pedro fumara el delgado habano con el que despediría el tabaco por ese día. Me dijo que se sentía bien, pletórico de optimismo, y que le parecía un sueño haber accedido en tal grado a la confianza de quien sería presidente de los argentinos. “No cualquier presidente, sino que ha de ser el más grande”, pensaba. Lo notaba cambiado, sin la ferocidad en la que caía frecuentemente en el pasado.

El Viejo se habrá fastidiado viéndose en cubierta, acosado por la brisa cálida pero húmeda que le había obligado a subirse el cuello de su levita, y acompañando a un mozalbete, silencioso y absorto en su cigarro, que no se dignaba dirigirle la palabra.

—¿Por dónde andan sus pensamientos? —le gruñó, exigiéndole atención.

Pedro pudo hacerse una idea de su fastidio, pero me aseguró que no se inmutó. “Estaba en mí la posibilidad de halagarlo de inmediato”.

—Pensaba, señor, en las increíbles vueltas de la vida.

Como deseaba concederse una pausa, inhaló una larga bocanada. Y cuando el humo ya volvía de los pulmones, añadió:

—¡Nunca el tío Florencio, muerto hace veinte años, influyó más en mi vida que cuando lo visité a usted en Nueva York!

Sarmiento se tomó su tiempo para responder:

—¡Cierto! ¡Muy pero muy cierto! 

Y agregó con sarcasmo:

—¡El mártir de la libertad! ¿O del amor libre? ¿Mi precursor?

Parecía que pesaba en él la versión blanca o nacionalista de la muerte de don Florencio: el amante que había sido víctima del puñal del marido engañado. Pedro, desde que advirtió con dolor la escandalosa benevolencia de su tío Bernardo con Andrés Cabrera, al permitir que alguno de sus subordinados lo dejara circular libre y uniformado de policía por las calles de Montevideo, había sido el primero de su familia en inclinarse por la versión de la Defensa: el alevoso y premeditado asesinato político, encargado expresamente o atizado con insidia, incendiando aún más los celos del homicida.

Sarmiento repitió:

—¡El mártir de la libertad! ¡Cómo usaron sus primos esa imagen para empezar a publicar La Tribuna! Si no fueran hijos de Florencio, no sé si se les habría adjudicado la imprenta del Estado, con un arrendamiento irrisorio de unas habitaciones en la propia Casa de Gobierno. Tampoco estoy seguro de que prosperasen tanto, si no se les hubiera subsidiado con la adquisición de quinientos ejemplares diarios y si no se les hubiese tolerado una orientación tortuosa, a veces desembozadamente opositora, con algún ministro que les desagradara, en un diario éticamente obligado a ser oficialista para no caer en la ingratitud.

”Cuando se referían a su padre, muchas veces lo aludían con esa frase que, cuando la usaban, pasaba a ser un epíteto homérico: «¡Florencio Varela, el mártir de la libertad!». En realidad, lograban que los lectores leyeran: «¡Nosotros, los Varela Cané, los jóvenes en quienes late la misma sangre que ofrendó el mártir de la libertad!».

”Así, cuando eran unos niños, su madre y Héctor, el mayor, convencieron a Valentín Alsina, padre de Adolfo, mi adversario electoral y apenas dentro de unos días mi vicepresidente, para que gestionara y lograra que el Gobierno de Buenos Aires costeara los estudios de los once hermanos.

Pedro lo escuchaba atónito. Se diría que Sarmiento, ya sabedor de que había sido electo pre

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