Crímenes sorprendentes de la Historia argentina

Fragmento

I

El crimen del gallego Álvarez.
Morir por una suma vil (1828)

Cuando su marido se marchó, Catalina se quedó sola en la sala, espantada. Hasta un momento antes no había creído las habladurías que señalaban a Francisquito, su marido, como uno de los involucrados en el crimen del que hablaba toda la ciudad. Había confiado en él, a pesar de los comentarios que se escuchaban por todos lados y que afirmaban que, borracho, había reconocido su culpa.

—¡Mirá qué pueblo de italianos este —le dijo Francisquito a su amigo Miguel Azcuénaga, luego de haber bebido durante casi medio día, y con la Policía en los talones— que muestra tanto interés por el triste gallego que hemos muerto…!

En la segunda mitad de 1828, en Buenos Aires había dos motivos de conversación: la marcha de la guerra con el Brasil y el asesinato de ese gallego, Álvarez.

Catalina había sido sorprendida en la sala principal de su casa por Francisco Álzaga, su Francisquito. Estaba agitado. Fue directamente hacia ella, le rodeó la cintura con un brazo y habló rápido.

—Un asunto urgente me obliga a salir de Buenos Aires. Quiero que vengas conmigo.

¿Qué es esta proposición de fuga si no un reconocimiento de culpa?, pensó Catalina. Ahora tenía dudas sobre su marido.

—¿Y a dónde pensás ir? ¿Qué asunto te obliga a salir de Buenos Aires? Yo… —Sintió miedo. Vio entonces a Francisquito como Francisco, como un monstruo, el monstruo Álzaga.

—Tenemos que salir ya. ¿No sabés lo que se dice? ¿Que se me acusa estúpidamente de haber asesinado a Álvarez?

—¡Pero eso es mentira! —Catalina habló en voz muy baja. Se puso pálida—. No lo mataste…

—¡Necesito huir, necesito salvarme! Algún día te voy a contar esta terrible historia…

—Yo… —balbuceó— no puedo seguirte... No me atrevo a huir. Pueden descubrirnos y vas a lamentar haberme llevado.

—La huida es segura.

Catalina se largó a llorar.

—¿Venís conmigo?

—No puedo. ¿Y nuestro hijo? Tengo que atenderlo. Cuando todo se aclare…

—¡Catalina! —gritó Álzaga—. ¡No me querés ni me quisiste nunca! ¿Ahora resulta que mi hijo es mi principal enemigo? Está bien. Quedate con tu hijo y sé con él todo lo feliz que puedas. —Catalina se llevó las manos a la cara—. Pero por lo menos no le digas a nadie, ni a tu padre, que me escapé. ¡Adiós, Catalina! Tal vez algún día nos volvamos a ver.

Ahora, Catalina sintió compasión, por él, sí, pero sobre todo por ella. Apenas Francisquito se hubo ido la invadió, insólitamente, el recuerdo de un instante feliz de su vida, imágenes que lograron detener sus lágrimas. Recordó a su marido, el único hombre al que había acariciado, echando por detrás de sus hombros la capa azul de terciopelo y colocando sus manos en la cintura, mirándola con una severidad fingida. Llevaría esa imagen en su mente por siempre. Fue cuando ella le pidió que le comprara un precioso y costosísimo adorno que había visto en una vidriera. Nadie se había atrevido jamás a negarle un deseo, ni su padre, Bernardo Benavides, ni ninguno de los jóvenes de Buenos Aires que admiraban su belleza inigualable. Aunque sus caprichos lo extenuaban, Francisco Álzaga le hubiese regalado un cielo de amor. Suya era la mujer más hermosa de la época, aquella con la que soñaban los hombres de la ciudad. Se habían casado en 1825. Él había pasado los 20 años y ella ni los rozaba. Ella, Catalina Josefa Rita Benavides Costa, a quien, en honor a su esplendorosa figura, le decían “La Estrella del Norte”, apelativo que había reemplazado por completo su nombre.

Hija de un español y una porteña, La Estrella del Norte era una chica de grandes ojos negros, de mirada estupenda, con una cara perfecta, de cutis sonrosado, diáfano, delicado, y un cuerpo de escultura. Una belleza voluptuosa pero grácil. Decían que tenía la gracia de un cuerpo andaluz. Aunque distinguida, su familia no era rica y no estaba acostumbrada a los lujos. Como todos, Álzaga quedó boquiabierto cuando la conoció. La cortejó y la hizo soñar con un paraíso de amor y de riqueza, tal como le habían prometido los hijos de las más distinguidas y nobles familias. Pero con Francisquito fue distinto. La Estrella decidió convertir a ese arrogante muchacho en su Francisquito, un satélite más que girase a su alrededor. Lo quería y se casó con él, aunque sin esa abnegación de cariño que hace perdonarlo todo y confortar al otro en cualquier circunstancia. Le gustaba estar con Francisquito como a cualquier jovencita lucir un vestido nuevo, aunque a veces le era indiferente, sobre todo cuando la aburría con sus juegos y diversiones y buscaba la compañía de sus amigos. Francisco, en cambio, la quería con locura y La Estrella lo sabía.

Francisco Álzaga, Pancho, pertenecía a una familia distinguida y rica de la ciudad. Tenía 8 años cuando se produjo la Revolución de Mayo, y dos más cuando su padre, Martín de Álzaga, fue fusilado por conspirador, el 6 de julio de 1812. Dejó una casa en Bolívar casi esquina Moreno, una viuda y trece hijos. Francisco era un muchacho generoso y derrochón. Le gustaban el lujo y las comodidades. Galante y buen mozo, más de una vez había extendido su capa sobre el barro para que una graciosa mujer no se embarrase los pies, y luego abandonado la capa para que se la llevara algún andrajoso. Pero esa vida había concluido, al menos por un tiempo, desde que conoció a La Estrella. Durante un año, luego de su casamiento, se alejó de las reuniones sociales, de los cafés y del encuentro con sus amigos del alma. “Uno no debe entregarse mucho —le decía Jaime Marcet, el librero—. Hay que hacerse desear para que la mujer siempre sienta el deseo de tenernos.”

Pero su afición por las fiestas y la diversión volvieron luego con más fuerza. Álzaga gastaba fortunas en sus salidas con Marcet, Marcelino Martínez, Juan Pablo Arriaga y Miguel Azcuénaga, sus amigos inseparables, o alquilaba casas donde organizaba cenas pantagruélicas a las que asistía toda clase de gente, nobles, comerciantes y funcionarios, damas, damiselas y cortesanas. Aquellos iban a todos lados juntos, al teatro, a los cafés, a las reuniones en casa de este o aquel. A veces la farra duraba días, hasta que se acabara la comida que habían hecho preparar, los jamones, las aves asadas, las frutas, los dulces, los vinos. El dinero que gastaban era fabuloso. Todavía más para Álzaga, que además de mantener ocasionalmente a alguna amiga, como los demás, corría con los enormes gastos de La Estrella, que pagaba otra fortuna por el alquiler de casas donde organizaba reuniones, y en sus compras descomunales. La Estrella se daba cuenta de que a su marido le gustaba pertenecer a sus amigos. Poco a poco, Francisquito fue perdiendo ese lugarcito que le había reservado en su corazón. Lo que él hiciera o dejara de hacer comenzó a serle indiferente. Más de una vez los familiares de Francisco habían hablado con Catalina para que utilizara ese arrobamiento que él sentía por ella para atraerlo y sacarlo de la vida de jolgorio. Pero para La Estrella eso era un insulto. “¡No faltaba más que yo fuera a rogar a mi señor marido para

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos