Cartas memorables: Gatos

Shaun Usher

Fragmento

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1

¿Será la naturaleza un gato gigante?

DE NIKOLA TESLA A POLA FOTIĆ

Nacido en 1856 en Smiljan, actualmente en Croacia, el inventor Nikola Tesla hizo una contribución inestimable al mundo moderno: en el transcurso de sus ochenta y seis años de vida introdujo numerosos avances en el campo de la ingeniería eléctrica, el mayor de los cuales probablemente haya sido su motor de inducción. Cuando murió, el llamado Padre de la Electricidad tenía unas trescientas patentes a su nombre.

En 1939, con ochenta y tres años y un precario estado de salud, conoció a Pola Fotić, la joven hija del embajador yugoslavo en Washington, con quien entabló una amistad basada en su común amor por los gatos. Poco después de su primer encuentro, Tesla le escribió desde su casa en Nueva York una carta donde le hablaba de la fascinación que había sentido durante toda su vida por la electricidad.

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Nueva York, 23 de julio de 1939

Querida señorita Fotic:

Le remito un calendario yugoslavo del año 1939 donde aparecen la casa y la aldea donde viví tantas aventuras tristes y alegres, y donde, por una extraña coincidencia, también fui a nacer. Como podrá comprobar en la página del mes de junio, la vieja casa de mi familia está al pie de una colina arbolada llamada Bogdanic; a un lado había una iglesia y detrás, un poco más arriba, un cementerio. Los vecinos más cercanos estaban a más de tres kilómetros de distancia. En invierno, cuando la nieve podía alcanzar hasta dos metros de altura, nos quedábamos ais­lados.

Mi madre era infatigable: normalmente trabajaba desde las cuatro de la mañana hasta las once de la noche. Desde que se despertaba, a las cuatro, hasta que llegaba la hora del desayuno, a las seis, mientras todos seguían durmiendo, yo la observaba fascinado realizar a toda prisa —a veces incluso corriendo de aquí para allá— las tareas que ella misma se imponía: daba instrucciones a los sirvientes para que se ocuparan de los animales, ordeñaba las vacas, etcétera, etcétera. Finalmente, nos preparaba el desayuno y ponía la mesa; sólo entonces el resto de la familia se levantaba de la cama. Eso sí, después de desayunar todo el mundo seguía su inspirador ejemplo. Nos gustaba nuestro trabajo, de manera que lo hacíamos con diligencia y satisfacción.

Pero yo era el más dichoso de todos, y la fuente de mi alegría era el magnífico Máčak, el mejor gato del mundo. Ojalá pudiera darle a usted una idea del cariño que nos teníamos: vivíamos el uno para el otro. Adondequiera que yo fuera, Máčak me seguía por apego y afán de protegerme. Cuando era preciso, duplicaba su tamaño, arqueaba la espalda y, con la cola rígida como una barra de metal y los bigotes como cables de acero, bufaba lleno de rabia: «¡Pfff!, ¡pfff!» Era un espectáculo aterrador, y quienquiera que lo hubiera provocado, animal o humano, salía de ahí por piernas.

Todas las tardes correteábamos bajo el muro de la iglesia, yo delante y él detrás, intentando agarrarse a los bajos de mis pantalones. Fingía morderme, pero, en el instante en que sus afilados colmillos penetraban en la tela, aflojaba la presión y yo no sentía más dolor que el que puede sentir una flor sobre la que se detiene una mariposa. No obstante, lo que más le gustaba era rodar conmigo por la hierba entre mordiscos y ronroneos (como aquel juego me encantaba, yo lo mordisqueaba también ¡y hasta ronroneaba!). No podíamos parar: rodábamos y rodábamos llenos de gozo. Cada día, siempre que no lloviera, nos entregábamos a aquel deporte encantador.

Los días de lluvia, en cambio, buscábamos un rincón dentro de casa para jugar: a Máčak le horrorizaba el agua; era capaz de saltar dos metros para no mojarse las patas. Aun así, era muy escrupuloso con la limpieza: no tenía pulgas ni ninguna otra clase de bichos, no llenaba la casa de pelos y, en general, no había nada en él que produjera disgusto. Cuando quería salir por la noche lo pedía de la forma más delicada, y para volver a entrar arañaba suavemente la puerta.

Pero quisiera contarle a usted una extraña experiencia que no olvidaré mientras viva. Nuestra casa estaba a unos quinientos metros sobre el nivel del mar y los inviernos solían ser secos. Sólo muy de vez en cuando un viento cálido del Adriático soplaba persistentemente, derretía la nieve y provocaba inundaciones que causaban grandes pérdidas en propiedades y vidas humanas; en esas ocasiones, presenciábamos el espectáculo aterrador de un río enfurecido que arrastraba escombros y lo derribaba todo a su paso. (A veces, cuando pienso en mi juventud, vuelvo a oír el estruendo de las aguas y veo, como si la tuviera ante los ojos, la corriente tumultuosa y la loca danza de los escombros; en contraste, los recuerdos de los inviernos de frío seco y nieve inmaculadamente blanca son siempre placenteros.)

Un día, el frío fue más seco que nunca. La gente que caminaba por la nieve dejaba un rastro luminoso tras de sí y, si nos lanzábamos bolas de nieve, éstas producían destellos de luz como si fueran terrones de azúcar partidos con un cuchillo. Un anochecer, mientras acariciaba el lomo de čak, presencié un milagro que me dejó mudo: el lomo del gato emitía un halo de luz y mi mano generaba una lluvia de chispas tan sonora que podía oírse por toda la casa.

Mi padre era muy culto y tenía una respuesta para cada pregunta, pero ese fenómeno era desconocido para él. «Bueno me dijo después de pensarlo un momento, eso no es más que electricidad: lo mismo que vemos a través de los árboles en una tormenta.»

Mi madre parecía encantada, y sin embargo me pidió que parara a riesgo de provocar un incendio. Pero yo estaba tre

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