{

Richard Read. Espalda con espalda

Leonardo Haberkorn

Fragmento

Introducción

Richard Read se dio a conocer al Uruguay el 1º de mayo de 1983 cuando habló ante una multitud el Día de los Trabajadores, en el primer acto público masivo realizado en dictadura.

Desde entonces —y ya han pasado más de 38 años— se ha mantenido —a veces más, a veces menos— en los primeros planos de la escena nacional, algo que casi ninguna otra figura pública ha logrado.

Este libro es un repaso por esos casi 40 años de vida sindical, repletos de conflictos y acuerdos, declaraciones altisonantes y anécdotas. Salvo algunos pocos apuntes puntuales, la vida privada de Read no forma parte del centro de este libro.

La investigación se construyó a base del relevamiento de la prensa de estas décadas, libros sobre la realidad sindical y política, una veintena de conversaciones con el propio Read y entrevistas a cuarenta personas que lo trataron en algún momento de su vida.

Cuando las declaraciones fueron tomadas de algún libro o medio de prensa, se indica con la nota al pie correspondiente. En cambio, todas aquellas citas sin una referencia específica corresponden a las entrevistas realizadas para este libro.

La versión de Read sobre su propia vida, que no siempre coincide con la de los otros protagonistas de los hechos, se recoge de a tramos y en letra cursiva.

El periodista Fabián Cambiaso colaboró en la producción investigativa.

1

Richard Read nació en el sanatorio Canzani cuando Uruguay era campeón del mundo, el 26 de setiembre de 1953. Fue el primer hijo de Washington Read, guarda de Cutcsa, y María Angélica Paula Blanco, limpiadora. Su nombre completo es Richard Washington Read Blanco.

Su primer hogar fue el garaje de la casa de sus abuelos maternos, en el Cerrito de la Victoria, en la calle Basilio Araújo esquina con José Revuelta. Toda la familia —más de 20 personas— vivía en aquella casa.

Tenía cuatro piezas, una cocina, un baño, un altillo y un garaje. Una pieza era para mis abuelos y cada una de las otras para un tío o una tía. Mis viejos, mi hermana y yo vivíamos en el garaje. Todos compartíamos la cocina y el único baño, que estaba siempre limpio. Después de cada comida, cada uno levantaba su plato y lo llevaba para la cocina. Había orden y disciplina, pero también mucho afecto, mucho cariño. Me acuerdo como si fuera hoy de que, cuando llovía, el estucado de la pared del garaje se empapaba. Todavía hoy me veo: yo en la cama chica, mi hermana en la cuna, mi padre leyéndome un cuento. Siempre me dormía con un cuento. Mi viejo leía y yo jugaba con su anillo de matrimonio mientras el agua chorreaba por la pared.

Los Read habían llegado décadas atrás desde Londres para trabajar como obreros ferroviarios. Primero recalaron en Argentina y luego cruzaron el río y se asentaron en Colonia. El abuelo de Richard, Eladio, se radicó en Carmelo, donde se casó y tuvo ocho hijos, pero solo vio nacer a siete de ellos. Falleció el 22 de agosto de 1919 y su octavo hijo nació cuatro días después: Washington, el padre de Richard.

La familia de la madre de Read, en cambio, viene de Paysandú.

Al padre de Richard nadie le decía Washington, sino Tesoro o Tesorito. Era hincha de Nacional. Cuando tenía un rato para estar en su casa, le gustaba tomarse una copa de vino y cocinar, sobre todo cremas. Pero eso ocurría poco porque el tiempo se le iba arriba de los coches 299 y 307 de Cutcsa.

A mi viejo no lo veíamos porque laburaba todo el día. Hacía 41, 42 jornales mensuales. O sea: trabajaba los treinta días del mes y muchos de esos días hacía doblete: doble turno. Estaba arriba del ómnibus desde las cinco de la mañana hasta las diez, las once de la noche. Nunca me voy a olvidar… en las Navidades íbamos al mediodía con mi vieja a la terminal de Lezica, con la comida en el táper, para almorzar ahí con mi viejo. Porque laburaba en Navidad también. Fue un laburante de esos que no paran nunca. Tenía la licencia y nunca la tomaba. Cada tanto se tomaba apenas tres o cuatro días, y cuando lo hacía se pasaba haciendo cremas. Nos peleábamos con mi hermana a ver quién se quedaba con la olla para rascarla.

Tesoro era el más izquierdista en aquella casa superpoblada. Era votante de Erro, pero no un militante activo. Estaba afiliado al sindicato de Cutcsa, era muy respetuoso de sus decisiones, pero tampoco militaba. El resto de la familia se repartía entre el Partido Nacional y los partidos filosóficamente cristianos. A pesar de no ser un católico practicante, el abuelo materno de Read tenía un club de la Unión Cívica que él mismo había fundado, a la vuelta de la casa, por la calle José Revuelta. Uno de los tíos tenía un club de la lista 464 (Barbot-Tognola) del Partido Nacional a una cuadra. Otro tío tenía un club de otra lista blanca, la 22. Y un tercer tío era del Partido Demócrata Cristiano.

No quedan muchos testigos de la primera infancia de Richard Read. Sus padres fallecieron y con su hermana perdió contacto desde hace décadas.

El otro día uno de mis hijos chicos me preguntó por mi hermana. Es un tema que tengo pendiente para explicarle. La relación se cortó hace muchos años. No hay una razón concreta, son esas cosas que suceden.

Muchos primos han fallecido. Una de los que sobreviven es Susana Blanco, que no llegó a convivir en la casa de los abuelos porque su padre fue uno de los primeros en independizarse. “Tengo muchos recuerdos de Richard porque ir a almorzar los domingos a la casa de los abuelos era sagrado, y además se festejaban todos los cumpleaños y éramos muchos, así que nos veíamos muy seguido”.

Susana recuerda que en la casa mandaba la abuela y que las peleas se evitaban con una regla estricta: estaba prohibido hablar de política, fútbol y religión. Y se cumplía. “Richard creció en una casa con sus padres, sus abuelos y sus tías, era un niño muy mimado, criado con mucho amor. Era inteligente. Siempre tenía una palabra justa para cada circunstancia, incluso siendo un niño o un adolescente”.

La madre de Read era limpiadora, trabajaba en casas y en dos escuelas religiosas. Gracias a ello Richard recibió parte de su educación en uno de esos colegios, el Misericordista, que le ofreció una beca. Cursó hasta cuarto año. Luego su madre dejó de trabajar allí y la beca fue retirada. Terminó primaria en la escuela pública número 90, de General Flores casi bulevar Artigas.

Hasta los 9 años, Richard vivió en el garaje. Después su padre alquiló una casa a tres cuadras de la de los abuelos, en Juan Méndez 3673, entre Norberto Ortiz y Juan Arteaga.

Para alquilar, le pedían seis meses de garantía, y mi viejo no tenía un peso. Le pidió al almacenero de enfrente. Alberto Arache. Las hijas viven: Carmen y Lucía. El hombre le prestó los seis meses. Pero mi viejo no se bancaba tener deudas, entonces laburaba todavía más para pagarle. Laburaba como un anormal, pobre. Me acuerdo de una anécdota: un día se fue a trabajar y al rato volvió. “La gorra, la gorra... no la encuentro por ningún lado”. La tenía puesta. Nunca me voy a olvidar. Su obsesión era el laburo. Le pagó el préstamo al almacenero en poco tiempo.

Los recuerdos de Richard de su niñez son felices, sin lujos, pero sin angustias ni preocupaciones. No tenían televisor, solo una radio donde se escuchaban los radioteatros de moda. Había un vecino que a las cinco de la tarde sacaba el televisor al jardín para que todos los niños pudieran mirar los dibujitos animados. La mayoría no tenía televisor en su hogar. Richard conoció allí al Super Ratón y a Tom y Jerry.

Siempre tuve una familia muy afectiva, siempre tuve una tía o un tío en la vuelta, siempre había un abrazo. Claro que también había tirones de orejas, cada tanto me ligaba un coscorrón, la sabiola la tenía siempre colorada. Pegarme, no me pegaban, pero me daban coscorrones. Pasaban y te hacían con el nudillo ¡tac! en la cabeza... Tenía un tío al que le gustaba hacerte un tiquiñiqui en la oreja y te la dejaba así... Cuando ya fui más grande, mi viejo un día me tiró un par de piñazos. Mi viejo se calentaba. Pero recibí mucho afecto. Mucho. Y no solo de la familia. El barrio era barrio, el vecino era vecino. Yo me crie en un barrio de zaguanes abiertos, de puchero, guiso, polenta y arroz con leche. Nuestra vida era en la calle, jugando, en patas, con la chata, que fue mi primer regalo y me lo hice yo mismo. Ropa siempre tuve. Morfi también, aunque milanesa y huevo frito olvidate, no existían. Había buen guisolfo, puchero, arroz con leche y las cremas que hacía mi viejo...

***

Cariño y también disciplina. La madre de Richard, y su abuela, y hasta sus tías, estaban siempre pendientes de su rendimiento en la escuela, de que cada día hiciera sus deberes.

Una vez Richard llegó con una carta de la dirección del colegio y se la dio a su madre sin leerla: decía que al día siguiente tenía que ir acompañado por uno de sus padres para hablar con el cura Enrique, su maestro.

Es una anécdota increíble. Yo estaba en cuarto de escuela, era bandido, pero buen botija. Esa noche mi viejo llegó cansado del trabajo y me vieja le contó lo que decía la carta. Mi viejo la leyó y paaaah… ¡Me pegó un boleo en el culo y me corrió por toda la casa! “¡Que tenés que estudiar, que no tenés que ser burro como yo!”. Yo no sabía qué decirle. No tenía ni idea de por qué habían mandado llamar a mis viejos. “Si no hice ninguna macana”, pensaba yo. Pasé una noche espantosa.

Al amanecer su padre lo despertó con un saludo cortante y seco. Richard y su madre fueron caminando a la escuela en silencio. Los recibió el cura Enrique: “Como otras veces antes, ahora la hemos llamado para felicitarla, porque el comportamiento de Richard es de una prolijidad fantástica”, dijo el maestro. Y le alcanzó a la madre el último dictado que había hecho su hijo, con cero faltas.

Read se mata de la risa al contar la anécdota, pero enseguida se pone serio porque aquella vieja historia refleja a la perfección una de sus actuales preocupaciones.

Me había llevado un boleo en el traste porque en aquel tiempo existía una concepción de sociedad que hoy se perdió: los padres entendían que el maestro o la maestra siempre tenían razón. Mi viejo pensó: “Si te llama el maestro, la razón la tiene el maestro. Alguna grande tenés que haber hecho”. Hoy, cuando una maestra llama a los padres, va la madre y le pega a la maestra. Entiende que el hijo es un pobrecito y la maestra está equivocada. Eso es el deterioro de la sociedad, la escala de valores se fue al diablo.

Read se refiere a este hecho con pasión, porque el exceso de corrección política, el deterioro actual de la escala de valores y la pérdida de sanción social para todo tipo de aberraciones —en este caso, para las madres golpeadoras de maestras— son parte de sus obsesiones. Hoy Read agradece la educación que tuvo y los mamporros que se ligó de su padre. “Con mi viejo —dijo en una entrevista— eran dos boleos en el orto, y era mucho más efectivo que las cuatro horas de conversa con mi tía. Nunca tuve que ir al psicólogo por el tema de violencia doméstica. Me ordenaron: en mi casa me educaban y en la escuela me enseñaban. Hoy se pretende que la escuela eduque y enseñe. Cuando hay una sociedad muy lumpenizada en donde una madre le pega a una maestra, está muy difícil la cuestión”.1

***

Sentado en una sala del club Cervecerías del Uruguay que usa como oficina,2 Richard Read regresa a su infancia y al colegio Misericordista. Una vez sí lo sancionaron. Fue cuando le tiró un tintero de vidrio a uno de sus maestros como si fuera una piedra, directo a la cabeza. La víctima fue el cura Carlos, que era manco. Richard ya mostraba esa rebeldía que sería uno de sus sellos de sindicalista.

En el colegio, los curas andaban con una caña tacuara, pegándole al que se portara mal. Había un compañero, Alberto Castañón, que vivía frente a la sede de Cerrito. Castañón se puso a romper las bolas. El cura escuchó murmullos, pensó que era yo, y vino con la caña y me cruzó. Te hacían poner los dedos así, con las uñas para arriba, y te los reventaban. Después de pegarme, se dio vuelta y se fue sonriendo. En los pupitres había unos tinteros de vidrio, que pesaban como 80 kilos. Saqué el tintero y… pluuum. Se lo reventé en la cabeza. Nos sancionaron a tres: al Alberto Castañón, a otro que se llamaba Araújo y a mí. Al tiempo tuve que dejar el colegio, porque mi vieja dejó de trabajar allí.

A partir de entonces fue a la escuela número 90, en General Flores y bulevar Artigas, en el turno de la tarde. De mañana era la escuela México y de tarde la Pedro Figari.

Richard no soñaba con ningún destino en especial. No quería ser médico ni futbolista profesional o astronauta. Tampoco quería ser guarda de Cutcsa, como su padre. Se imaginaba a sí mismo trabajando mucho, como Tesoro, pero en ningún oficio, profesión u ocupación en particular.

Y eso fue lo que muy pronto se puso a hacer: trabajar en cada cosa que pudo.

***

Richard comenzó a trabajar a los 12 años, cuando cursaba primer año de secundaria en el liceo número 17, en la esquina de Sierra (hoy Daniel Fernández Crespo) y Madrid.

Corría 1966, el año en que el general Gestido ganó las elecciones y en el que la opinión pública se enteró de que existía una organización clandestina guerrillera llamada Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN).

Empecé a laburar de lechero. No era que yo quisiera, pero había que ayudar. Un gallego que se llamaba Lodeiro, un pelirrojo que jugaba muy bien al fútbol, vivía en Lancaster y Propios y tenía una camioneta vieja de reparto de leche, nos pasaba a buscar a mi compañero de escuela Castañón y a mí a las dos y media de la mañana. Hacete una composición de lugar... ¡teníamos 12 años! Nos llevaba a la Conaprole que estaba en Minas y Magallanes. Nuestro trabajo era cargar. Cargábamos los casilleros de metal, de diez botellas cada uno. Y a las cinco de la mañana, después de tener todo cargado, empezábamos a repartir. Eran botellas de leche con tapitas de cartón, con la fecha del día. El primer lugar donde dejábamos era un bar que estaba en Comercio y Rivera, frente a la fábrica de vidrio. Y después el reparto era por todo el Buceo, vivienda por vivienda. Siempre les cuento a mis hijos: estaba el zaguán, las dos botellas vacías y la plata abajo. La mayoría de las veces estaba el dinero justo.

Muchas veces en su cómoda casa en Malvín —la que más de una vez le han reprochado como traición de clase—,3 Read mira las manos pequeñas de sus nietos y su memoria vuelve a 1966. ¿Cómo aquel botija que fue podía llevar tres botellas y un casillero con una mano de niño?

Sus nietos estudian y no tienen que trabajar, como tampoco necesitaron hacerlo sus hijos. De eso Read está orgulloso. Tomó decisiones por las cuales lo criticaron, pero siempre supo cuál era su deber.

Repartían leche hasta el mediodía. Richard volvía a su hogar, se bañaba, se cambiaba, comía un refuerzo o tomaba un plato de sopa y arrancaba para el liceo. Las clases terminaban a las 16 o 16:30.

Después del liceo, volvía a mi casa, estudiaba un poco y me acostaba temprano. Sí, claro. Imaginate, me levantaba a las dos de la madrugada y tenía 12 años. Laburé un montón de meses en el reparto de leche. La plata siempre se la daba a mi vieja. Nunca me quedé con un centésimo encima.

Meses después, Richard cambió de trabajo. Uno de sus tíos había abierto un almacén en la esquina de Magallanes y Colonia. Se fue a laburar con él. Le hacía el reparto, con un canasto. Entraba temprano, pero no tenía que madrugar tanto. Llegaba cuando abría el almacén por la mañana, llevaba los pedidos, al mediodía se iba al liceo caminando y, cuando salía, volvía al almacén hasta las siete de la tarde.

Luego comenzó a repartir vinos de la bodega Delucis, ya que el padre de un amigo del barrio, el señor Denis, lo tomó para que lo ayudara en la distribución por bares, restaurantes y hoteles.

“Cuando cobró su primer sueldo, nos invitó a toda la barra de amigos del barrio a comer pizza y muzzarella al Bar TV, en General Flores y Larrañaga”, recuerda su compañero de la adolescencia, Ruben Fernández.

Aquella era una barra grande, bien de barrio. Richard, al que sus amigos le decían el Cabeza, era el líder. A veces lo cachaban porque en aquella época, al hablar, cambiaba la erre por la ge. Cuando se enojaba por algún chiste medio subido de tono que hacían sobre su hermana, los amenazaba: “Miggá que te tiggo una piedgga”.

“Richard era muy alegre, siempre tenía un chiste, siempre estaba embromando a alguien”, agrega Fernández. “Con él no había días tristes, era el alma mater de todo lo que organizábamos y tenía una gran facilidad para hablar”.

No tenían plata, pero se rebuscaban. Una vez se fueron todos juntos a Colonia en tren con dinero obtenido de juntar diarios durante meses y luego vender el papel por kilo. También recolectaban bronce, hierro, cualquier cosa que pudiera venderse como chatarra para financiar las comidas de la barra. Ya fuera haciendo asados o tallarines, Richard ya se destacaba como cocinero.

Otro de los miembros de aquel grupo, Roberto Rey, recuerda a Read como inquieto, vivaz, astuto para las oportunidades, maduro para la edad que tenía y muy solidario con sus amigos.

“Nuestro modelo —explica Rey— era lo que veíamos en el barrio. Había muchos inmigrantes: italianos, rusos, judíos, armenios, árabes... Todos laburantes, trabajaban 16, 18 horas cada día. Todo el ambiente nos marcaba la importancia del trabajo, de hacer el bien y no macanas. Nos fuimos configurando con esos valores, en la solidaridad y la diversidad de culturas. Yo hoy estoy en las antípodas del pensamiento partidario de Richard, pero en todo lo que él hace sigo viendo aquellos valores. Cuando la FOEB [Federación de Obreros y Empleados de la Bebida] abre los centros para escolares, yo siento: ‘Ese es el Richard que conocí’.”

La amistad y la solidaridad eran valores supremos.

Rey recuerda el caso de un integrante de aquella barra, Carlitos. No había terminado la escuela, y entre todos lo convencieron de inscribirse en la escuela nocturna para que finalizara primaria. Como muestra de compromiso colectivo y de apoyo, todas las noches lo iban a buscar a la salida, todos juntos.

Un día Carlitos les dijo que su sueño era ser peluquero. Lo apoyaron armándole una lista de todo lo que necesitaba para abrir su propio local, y ayudándolo a ir completando ese inventario. Estaban en eso cuando una noche fueron a un baile en un club. Dentro de la sede funcionaba una peluquería. A Carlos le faltaba todavía el asentador de cuero para afilar las navajas, y uno de los amigos se lo llevó “prestado” para que Carlitos pudiera abrir por fin su propio local.

***

En los estudios, mientras tanto, las cosas no iban muy bien. El país se polarizaba y Richard se involucró más en ese clima de radicalismo creciente que en los libros. Del liceo 17, donde había empezado secundaria, lo echaron a los pocos meses.

Había piñatas todas las noches. Yo no entendía mucho, pero igual estaba en todos los líos. Podía ser una huelga por el precio del boleto o por otra cosa... todo el mundo gritaba. Entré en la redada: echaron a una cantidad, yo entre ellos.

Sus padres lo inscribieron entonces en el turno nocturno del Dámaso Antonio Larrañaga. Fue mucho peor: las peleas allí eran más frecuentes y más violentas. Richard, que siempre tuvo condiciones para “la galleta”, estaba siempre en la primera línea de combate. Ese año un grupo fascista provocó un incendio en el liceo.4

Todas las noches había piñata contra los “jupos”. Ahí tenías que estar de un lado o del otro, no había imparciales. ¡A mí me gustaban las piñas! ¡Pim, pum y vamo’ arruca! Mi ideólogo era el Fogata, Héctor Denis, el hijo del señor Denis, que era dueño del reparto de vinos donde yo trabajaba. El Fogata era de mi barra, del Cerrito. Un año mayor que yo. Él era el líder de los antijupos en el Dámaso. Se fue a Australia cuando cumplió 18.5

Ahí murió la carrera curricular de Richard Read: terminó de cursar primero de liceo, pero no lo aprobó. No pasó de año. Hasta ahí sus estudios académicos oficiales.

***

Richard Read cuenta su vida con su voz ronca, muchas veces se entusiasma y eleva el tono, grita, gesticula, se ríe a carcajadas. Habla con onomatopeyas, como los carteles que aparecían en los viejos capítulos del mejor Batman: su vida ha tenido mucho pim, pam, pum; mucho paf, mucho ringui-ranga. También usa malas palabras en abundancia.

El fin de sus estudios coincidió además con una breve y también trunca carrera de futbolista.

Richard siempre hizo deporte. Con los amigos jugaban al frontón con la mano, porque paletas no tenían. Para el fútbol no tenía un talento especial, pero era fuerte y entusiasta. “No era de los exquisitos, pero jugaba con mucha pasión”, lo recuerda William Tabárez, otro de los integrantes de la barra de amigos del Cerrito de la Victoria.

Yo jugaba de back izquierdo. Le pegaba a todo lo que se movía. ¡Los mataba a patadas! Jugaba con el Walter y el William, los hermanos del maestro Tabárez, éramos amigos del barrio.

Jugaban en dos equipos del Cerrito, en el Don Orione y sobre todo en El Faro, un club amateur que tenía su sede social en lo que antes había sido un comité del Partido Nacional.

“Era un equipo de barrio, pero jugábamos bien, había buenas figuras. Competimos en campeonatos de barrio en La Teja y en el interior. Hasta llegamos a jugar en el estadio Atilio Paiva Olivera, de Rivera”, recuerda Tabárez.

Además de aquellos campeonatos con El Faro, Richard tuvo un par de oportunidades en clubes profesionales. La primera fue siendo un niño.

Cuando era chico jugué en Peñarol, en lo que sería una séptima u octava división. Fui con un amigo, Joselito, que jugaba muy bien y era muy calentón. Era hijo de una limpiadora de la escuela Marne. Yo calculo que tendríamos 12 años... Salíamos de Pablo Pérez e Industria, los domingos de mañana, a la sede de Peñarol. Fueron solo dos partidos, creo. En el segundo partido se armó un lío bárbaro, nos echaron a él y a mí, y ya no volvimos.

Unos años después, cuando tenía 15, estaba jugando en el club Don Orione y lo fueron a ver de Bella Vista, que acababa de lograr su ascenso a la A tras vencer en una épica y recordada final a Huracán Buceo. Richard fue invitado a sumarse a los planteles papales. Llegó a jugar en quinta y en cuarta.

Su amigo William Tabárez recuerda: “Trabajaba, jugaba en las inferiores de Bella Vista y se había ennoviado con Susana, la que fue su primera esposa, una gurisa que era bárbara. Y siempre tenía tiempo para todo: ¡iba a trabajar, a practicar, a buscar a la novia y a encontrarse con los amigos

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos