PRESENTACIÓN
América Latina, fuente nutricia que alimenta el mundo con su vasta ganadería, agricultura y fauna marina, región de pueblos diversos y culturas milenarias, ha estado históricamente sometida. Los pueblos de la región han sufrido el colonialismo económico y cultural del autoproclamado primer mundo; el atropello de la cruzada católica por la conquista de la espiritualidad; el esclavismo trasnacional negro, indígena y mestizo; el arremetimiento del imperialismo y los capitalismos (extractivista, de consumo, financiero…) y otros ismos de la “modernidad” que se promocionan, venden e imponen en el mundo globalizado. El fenómeno de las drogas legales e ilegales no puede comprenderse cabalmente sin esos procesos de sometimiento estructurales y de largo aliento.
Asimismo, la historia de las drogas no puede entenderse sin atender la relación que mantienen las culturas originarias (andinas, amazónicas, guaraníes, mexicas y un largo etcétera) con la naturaleza, sin trazar una geohistoria económica de la explotación de la tierra, el valor internacional de las materias primas, la apertura de los mercados, la desregulación de las finanzas y el proceso de globalización.
El mercado de las drogas ilegales debe comprenderse también conociendo las maniobras de la Compañía Británica de las Indias Orientales, la Guerra del Opio y la migración China a México en el siglo XIX. Debe concebirse a la luz de la Guerra Fría, la guerra contra las drogas de Nixon1 y Reagan, algunas dictaduras cívico-militares y algunos movimientos guerrilleros; la Central Intelligence Agency (CIA) y la Drug Enforcement Administration (DEA); la operación Bucanero en Jamaica y la operación Cóndor en México a partir de 1970, el Plan Colombia en 1999 y la Iniciativa Mérida en 2008. Debe considerarse la frontera de México y Estados Unidos (EEUU), la difusa región amazónica, la triple frontera (Argentina, Brasil y Paraguay), los paraísos fiscales del Caribe y dentro de EEUU, y las jurisdicciones financieras flexibles como Panamá y Uruguay. Se debe considerar la demanda mundial de sustancias psicoactivas, especialmente el consumo ostensible de drogas ilegales del pueblo estadounidense, los gobiernos corruptos, la connivencia de las autoridades políticas y de la seguridad pública, la norma y tratados que protegen la libre circulación de capitales y mercancías.
Finalmente, el crimen organizado dedicado al tráfico de drogas debe entenderse sabiendo que América Latina es la región más violenta del mundo (Unodc, 2019a) por el ritmo, la intensidad y la naturaleza de diversos fenómenos delictivos, criminales y violentos que tienen lugar en circuitos espaciales focalizados y dinámicos con pliegues y repliegues históricos de organizaciones, actores, mercancías, etc.
En México hay diversos grupos delictivos organizados2 dedicados, especialmente, a la producción, distribución y/o comercialización de drogas ilegales a, fundamentalmente, EEUU y Europa. Las organizaciones criminales también incursionan en otros “negocios” como el tráfico de migrantes, el sicariato, la extorsión, el secuestro, el robo, la venta ilegal de gasolina (huachicoleros), etc. Las luchas territoriales entre los grupos criminales y contra las fuerzas de seguridad, particularmente en el “triángulo dorado” (Sinaloa, Chihuahua, Durango), Tamaulipas, Guerrero y Michoacán, se llevaron la vida de decenas de miles de personas. Las políticas de enfrentamiento belicoso de Felipe Calderón (2006-2012) y de Enrique Peña Nieto (2012-2018) aumentaron estrepitosamente las tasas de homicidios en el país (Inegi, 2021). Esta tragedia está estrechamente relacionada con la de las personas desaparecidas, los cuerpos no identificados y las familias desplazadas de sus hogares y comunidades a causa de la violencia armada. Los cálculos varían según la fuente de información; a principios de 2019 el gobierno mexicano estimó en 37.000 desaparecidos o “extraviados” y 26.000 cuerpos no identificados.3 Otros datos de fuentes oficiales hablan de 40.180 desaparecidos y 36.708 muertos sin identificar.4 En cualquiera de los dos casos, las cifras “reales” serían superiores a las mencionadas porque la oficial no incluye los casos federales anteriores a 2014 y delitos como secuestros o tráfico de personas.5 En cuanto al desplazamiento forzado, la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos A. C. (2018) calcula que 329.917 mexicanos fueron desplazados de forma forzada entre los años 2006 y 2017.
En el “triángulo norte” centroamericano (Guatemala, El Salvador y Honduras) los grupos delictivos organizados explican buena parte de la altísima violencia letal, aún más que las maras y pandillas (Andino, 2006). La tasa de homicidios más alta por cada 100.000 habitantes se ubicó en 116,4 en El Salvador para el año 2016,6 86,5 en Honduras para el año 2011 (Iudpas, 2017) y 46,4 en Guatemala para el año 20097, muy lejos de la tasa más alta (11,88) que registró Uruguay para el año 2018. En los últimos años, los países del Triángulo Norte de Centroamérica (TNC) han disminuido constantemente sus tasas de homicidios, aunque todavía están lejos de presentar cifras adecuadas. La mara, fenómeno particular de estos países, se consolidó en la década de 1980 en EEUU, aunque sus antecedentes datan desde finales de 1940 y principios de 1950 como grupos de jóvenes migrantes latinos que residían en barrios marginados de Los Ángeles. En la década de 1990, el crecimiento de las organizaciones criminales mexicanas, la desmovilización de los cuadros armados y la deportación estadounidense de muchos de los jóvenes que habían huido de las guerras civiles de Guatemala y El Salvador ocasionaron el incremento de la criminalidad (tráfico de drogas, tráfico de armas, extorsión, delitos sexuales y secuestros) en el TNC. Actualmente, los integrantes de las maras se especializan en la comercialización de drogas ilegales al menudeo, aunque cada vez más mareros se han integrado a las redes del tráfico de drogas como mano de obra (Goubaud, 2008; Cruz et al., 2017). Ante la inoperancia y la corrupción de las fuerzas de seguridad y los gobiernos de turno, sectores vulnerados de la sociedad huyen del conflicto con la esperanza de un futuro mejor. El éxodo (caravanas) de los migrantes hondureños hacia EEUU desde 2018 es un ejemplo. Los datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (2017) revelan la tragedia: 1) para finales de 2016, 164.000 personas provenientes del TNC habían solicitado asilo o eran refugiados; 2) en 2016, alrededor de 450.000 migrantes del TNC ingresaron a México de forma irregular; 3) en 2016, 214.000 ciudadanos del TNC fueron deportados de EEUU y México; 4) en 2014 se calculaba en 174.000 las personas desplazadas en el TNC.
En la región andina (Perú, Bolivia, Colombia y, en menor medida, Ecuador y Venezuela) se genera la mayor producción de hoja de coca del mundo gracias a sus condiciones climáticas y geográficas. De ahí que los pueblos indígenas de la zona tengan una relación estrecha con la planta. El contexto natural y cultural fue mercantilizado por organizaciones criminales, particularmente colombianas, desde los años setenta del siglo XX. El tráfico de cocaína hacia el mercado estadounidense por parte de las organizaciones de Cali y Medellín alcanzó dimensiones nunca antes vistas en la década de 1980 e inicios de los noventa. Las organizaciones despegaron el negocio aprovechándose del desarrollo del capitalismo global, la versión latinoamericana de la Guerra Fría y los endebles gobiernos de la región. En 1991 Colombia alcanzó la tasa más alta de muertes violentas de toda su historia con 79 personas cada 100.000 habitantes (Bello, 2008). La exposición a la muerte en el Medellín de los primeros años de la década de 1990 llegó a niveles críticos. La tasa de homicidios en la ciudad en 1991 era de 400 personas cada 100.000 habitantes, pero en los hombres era de 744 y en las mujeres de 56 (Franco et al., 2012). Estas cifras dramáticas no se alcanzaron únicamente por los conflictos armados entre el Estado y las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas; también contribuyeron los grupos guerrilleros y paramilitares. Tras la caída de Cali y Medellín en los años noventa, proliferaron o acapararon mayor poder otras organizaciones delictivas (Norte del Valle, Oficina de Envigado, etc.), paramilitares (Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá, Autodefensas Gaitanistas de Colombia, Autodefensas Unidas de Colombia, etc.) y la guerrilla (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC). Los grupos criminales mexicanos sacaron provecho del desorden y las múltiples divisiones de las organizaciones colombianas. Incrementaron su control en la cadena industrial del tráfico de cocaína de la mano de organizaciones como Juárez (Amado Carrillo Fuentes, etc.), Tijuana (familia Arellano Félix) y Sinaloa (Joaquín Guzmán, Ismael Zambada, etc.). Ahora bien, antes de la fama mundial de Pablo Escobar, el “mundo” conocía al boliviano Roberto Suárez Gómez, conocido como el Rey de la Cocaína, inmortalizado en la película Scarface. Entre otras anécdotas, Suárez ofreció pagar la deuda externa de Bolivia y financió el golpe de Estado del general Luis García Meza de los años 80 que enfrentó a la CIA con la DEA; “emprendimientos” que luego aplicó Escobar.
Perú, histórico productor de hoja de coca, no tiene organizaciones criminales con tentáculos trasnacionales. Sus grupos delictivos, como la familia Sánchez (Sánchez Alayo, Sánchez Paredes, etc.9), han estado supeditados a las organizaciones colombianas, mexicanas y ahora, aparentemente, serbias.10 El país tuvo guerrillas que se financiaron a partir del tráfico de cocaína. Sendero Luminoso representó un caso similar a las FARC al establecer alianzas e imponer impuestos a los campesinos y grupos del tráfico de drogas. En Ecuador y Venezuela la producción juega una función secundaria en comparación con el resto de los países del enclave andino. Pero han sido jurisdicciones permeadas por el lavado de activos (la moneda oficial de Ecuador es el dólar estadounidense), el refugio de traficantes y el trasiego de drogas hacia EEUU (Thuomi, 2015; Maldonado, 2012; Moreno, 2010).
En el Cono Sur el escenario se plantea de forma distinta. En Brasil operan organizaciones criminales de gran magnitud, con redes internas y externas complejas, aunque predominan los movimientos centrífugos dentro del país y en la frontera. El Comando Vermelho (CV), originario de Río de Janeiro a finales de 1970, y el Primer Comando Capital (PCC), originario de San Pablo en el último lustro de 1980, son complejas organizaciones que emprenden diversas actividades criminales. Primero cooperantes y después en guerra, se disputan el mercado de las drogas ilegales en el país. Ambas tienen –aunque ya no con el mismo compromiso que en sus inicios– plataformas políticas –especialmente el PCC– de resistencia contra, grosso modo, la injusticia social, la distribución de privilegios y la clase dirigente y empresarial brasileña. El sistema penitenciario es un espacio social clave para las organizaciones, es un instrumento para la acción política articulada (Paes y Nunes, 2018). En el estado de Río Grande del Sur, fronterizo con Uruguay, operan grupos delictivos como Os Manos, Bala na Cara y Antibala. Tienen estrechos vínculos con grupos locales de Bolivia, Perú y Colombia, y controlan al mayor productor de maconha de Sudamérica, Paraguay. Tradicionalmente, el cannabis paraguayo se distribuye hacia Argentina, Chile y Uruguay por la frontera seca y fluvial a través de los ríos Paraguay, Paraná y de la Plata.11 En Argentina la narrativa sobre el crimen organizado de los últimos años ha estado asociada a la “mafia del oro”, el Grupo Yoma, traficantes de sustancias psicoactivas como Los Monos y empresarios farmacéuticos (“mafia de la efedrina”) vinculados a grupos criminales de la región en Paraguay, Bolivia, Colombia y México (Tenenbaum, 2018b; Bergman, 2016; Garat, 2016). En Chile la principal preocupación está relacionada con el tráfico de personas, armas y drogas. En el mercado doméstico de drogas han operado grupos locales bajo la influencia de organizaciones colombianas, mexicanas, peruanas y bolivianas.12
A partir de esta brevísima reseña, cabe preguntarse qué sucede en Uruguay. El país se presenta, a priori, como un caso excepcional en la región, un territorio pequeño, situado en un rincón de Sudamérica, con óptimos resultados comparativos en indicadores de desarrollo humano (UNDP, 2018), corrupción, estabilidad política y democrática.13 Sin embargo, ¿Uruguay puede aislarse de su contexto? En caso negativo, ¿qué organizaciones delictivas internacionales operan en el país? ¿Qué atractivos encuentran en la jurisdicción los grupos delictivos? ¿Qué servicios ofrece el país y qué actores locales brindan protección al crimen organizado trasnacional del tráfico de drogas ilegales? En suma, ¿qué lugar tiene Uruguay en el esquema internacional del tráfico de sustancias psicoactivas ilegales?
Para responder estas preguntas, la investigación focaliza en las operaciones delictivas llevadas adelante en Uruguay por parte de organizaciones criminales mexicanas dedicadas al tráfico de drogas. A partir de un enfoque sociohistórico y el análisis de redes onlife –que combina el trabajo de campo online en el ciberespacio con el trabajo de campo offline en el espacio social– se trabajó con más de 600 notas periodísticas digitales nacionales e internacionales bajo un estricto tratamiento de control de amenazas (noticias falsas, datos equivocados, sensacionalismos, etc.). El control de la información se llevó adelante a través del contraste de fuentes (triangulación, en la jerga de la metodología de investigación).14 Para una mejor comprensión de los registros de información, fue clave no perder de vista el lugar de enunciación de los medios de comunicación o el campo (Bourdieu, 2007), y separar la noticia del conocimiento general y personal (Van Dijk, 2002). En el tratamiento de los documentos periodísticos, fue necesario contextualizar el discurso desde el punto de vista ideológico y temporal, conocer la política editorial y el público lector. Todo ello configura qué debe decirse, qué merece ser dicho, qué es importante que se diga y qué no.
Ahora bien, la investigación no solo utilizó a la prensa escrita como material empírico de análisis. También se revisaron documentos (análisis de documentos secundarios, en la jerga de la metodología de investigación), como expedientes judiciales, informes de autoridades estatales y de organismos internacionales. Se hicieron entrevistas a informantes calificados que ocupan y ocuparon posiciones clave en las áreas de seguridad, finanzas y anticorrupción del Estado. Para proteger las fuentes no se mencionan los nombres de los entrevistados, así como tampoco aparecerán sus declaraciones citadas. El análisis de los documentos y las entrevistas permitieron controlar y manejar la gran cantidad de información obtenida en la prensa escrita, así como aportar nuevos datos.
El trabajo tiene una exhaustiva revisión de la literatura especializada para, por un lado, reconstruir contextos económicos y políticos nacionales y, por otro, seguir las líneas de discusión acerca del tráfico de drogas y el lavado de dinero en Uruguay y la región. Ante un fenómeno singularmente entreverado, con múltiples aristas, el desafío fue ofrecer una narrativa fluida y atractiva sin ninguna pretensión de inscribir verdades históricas.
Así las cosas, todos los hechos mencionados están sustentados en fuentes de información de acceso público. El lector podrá discrepar con las interpretaciones del autor, mas difícilmente cuestionar las fuentes de información.
Los conceptos principales del trabajo son el tráfico de drogas y el lavado de activos. Rápidamente, el tráfico de drogas es, en términos llanos, el contrabando de sustancias psicoactivas ilegales. Sin embargo, desde hace varias décadas, la noción tomó una concepción más general para referirse a todo el fenómeno criminal que alude a la división del trabajo en la cadena industrial o el mercado de las drogas ilegales (Duncan, 2013; Thoumi, 2013; Escalante, 2015a). Por lavado de activos se entiende la legitimación del dinero obtenido de fuentes delictivas. Es una práctica de reciclaje que se basa en el progresivo alejamiento de los activos de su origen ilícito (Levi y Reuter, 2006; Cervini, 2010).
La obra intenta, obstinadamente, no caer en sensacionalismos y en el lenguaje policíaco y militar tal como aconsejan Luis Astorga (2005; 2015a), Francisco Thoumi (2015), Fernando Escalante (2015a) y Oswaldo Zavala (2018). El rigor metodológico y lingüístico es fundamental para evitar, entre otras cosas, las invenciones, los vacíos semánticos y las complicidades políticas. Un claro ejemplo de esto es la utilización sin criterio del concepto cartel o cártel, en su acepción económica, para concebir a los grupos delictivos del tráfico de drogas. Resulta difícil pensar que diversos grupos criminales, dizque empresas, pueden agruparse voluntariamente para defender sus intereses en el mercado y/o contra el Estado. Primero, no se sabe con certeza, ni se puede tratar de forma universal, el nivel de estructuración y consolidación de las múltiples organizaciones, así como los vínculos que establecen con sus pares o dispares. Segundo, la experiencia indica que la constante de los grupos delictivos son las relaciones conflictivas exógenas y su disgregación endógena, hecho que, posteriormente, puede llevar al conflicto entre pares. Tercero, la evidencia disponible en México muestra que los intentos de llevar adelante una estrategia de “cartelización” –la supuesta “Federación”– fallaron o bien son emprendimientos efímeros. La limitación de la competencia, aunque a priori sea sin violencia, para aumentar los beneficios particulares, no parece que sea condición suficiente para hablar de carteles de la droga. Por estas razones, el trabajo utiliza los términos “organización criminal” o “grupo delictivo organizado”. Además, aunque las historias se estructuran en capítulos por organización criminal, a fin de simplificar la lectura, en el texto se explicitan numerosos análisis híbridos que rompen con el entendimiento en bloque, monolítico, de los grupos delictivos.
Otro apunte importante es el uso del prefijo “narco”. Este comenzó a utilizarse en los años cincuenta en los medios de comunicación de Ciudad de México y en los sesenta se instala en la sociedad. Además de estigmatizador, este prefijo solamente alude a las sustancias psicoactivas de tipo narcótico, y deja de lado las drogas que no producen sueño, relajación muscular, etc. Al respecto la Organización Mundial de la Salud expresó que “el término se refiere normalmente a los opiáceos u opioides, que se denominan analgésicos narcóticos. En el lenguaje corriente y en la jerga legal suele utilizarse de forma imprecisa para referirse a las drogas ilegales, sean cuales sean sus propiedades farmacológicas” (1994: 44). Lo mismo sucede con la noción de “estupefacientes” que está presente en la primera convención sobre drogas de las Naciones Unidas (“Convención única de 1961 sobre estupefacientes”) y en la legislación uruguaya con la Ley de Estupefacientes (14.294) del 31 de octubre de 1974. Estas regulaciones incluyen sustancias psicoactivas no estupefacientes como la cocaína, que es un estimulante. Por estas raz