Bitácora de mi pandemia

Arnoldo Kraus

Fragmento

Título

Prólogo

El martes 18 de febrero de 2020, cuando aún no sabíamos bien a bien cómo nombrar la pandemia que avanzaba inexorablemente para convertirse en una marejada que no tardaría en ahogar al mundo entero, Arnoldo Kraus comenzó a anotar observaciones, inquietudes y reflexiones en lo que llamó Bitácora de mi pandemia. Meses y semanas después, el viernes 12 de junio, sin rendirse ante la fuerza de la enfermedad, asentó que “… empecé a escribir por necesidad. Imposible soslayar la fuerza del virus. Poco a poco primero, rápido después, el virus se diseminó. Sin pasaporte ni permisos empezó a viajar por el mundo. Sin fronteras ni filas largas como las de indocumentados o refugiados, el coronavirus explotó en nuestros rostros. Covid-19 es covid-19 en todos los idiomas. Su omnipresencia, su poderío, los millones de noticias al respecto y las incontables preguntas sin respuesta sobre él han convertido los días en días covid-19”.

Por las mismas fechas en que Kraus comenzó su diario, Mary Beard, la célebre investigadora de la Universidad de Cambridge especializada en la antigüedad grecolatina, afirmó que la literatura occidental comienza en La Ilíada con el recuento de una epidemia. Desde hace miles de años la historia de la humanidad es un listado inacabable de las plagas del Antiguo Testamento, la peste de Atenas que Tucídides describió en La guerra del Peloponeso, la Nuova Cronica de Giovanni Villani, que completó su hermano porque a él lo alcanzó la muerte antes de concluir el libro, la descripción estrujante de los enfermos de cocoliztli recogidos en la Visión de los vencidos, la cadena de los contagios venéreos que Voltaire incorporó con malevolencia en Cándido, la devastadora Letanía en los tiempos de la plaga, del inglés Thomas Nashe, y el Diario del año de la peste, que Daniel Defoe basó en relatos familiares porque cuando él nació la plaga ya había concluido y se había llevado a Nashe, los relatos de siglos de sarampión del periodo Edo, el libro de Katherine Anne Porter en donde retrató sus padecimientos físicos y emocionales cuando fue víctima de la pandemia de influenza de 1918, el libro de Andy Shilts And the Band Played On documentando la mezcla de angustia, desdén y ansiedad ante el avance del sida. El inventario es abrumador y desigual, pero cada página de cada obra que lo conforman es un testimonio de la presencia de bacterias, virus, priones y toda suerte de parásitos microscópicos que han afectado a la población humana desde el origen de los tiempos.

Las medidas de salud pública y las obsesiones urbanísticas de los seguidores del barón Haussmann, junto con el desarrollo de medidas antisépticas en consultorios, quirófanos y hospitales combinadas con el éxito de las campañas de vacunación, el descubrimiento de los antibióticos y el inventario aún reducido de antivirales, nos hicieron creer que podíamos relegar los testimonios de las epidemias al análisis literario y a la historia de la medicina. Guiados por criterios comerciales y ajenos a la realidad de la evolución biológica y los riesgos epidemiológicos de la globalización, olvidamos con rapidez irresponsable las reflexiones del doctor Bernard Rieux con las que concluye La peste, cuando Camus escribe que “escuchando los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux recordaba que esta alegría estaba siempre amenazada. Porque sabía lo que esta multitud alegre ignoraba, aunque puede leerse en los libros: que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenas de años dormido en los muebles y en la ropa, que espera pacientemente en las habitaciones, en los sótanos, en los baúles, en los pañuelos y en los papeles, y que quizá llegaría un día en que, para desgracia y enseñanza de los hombres, la peste despertaría otra vez a sus ratas y las enviaría a morir en una ciudad dichosa…”

Lejos de la peste que devastó a Florencia en 1348, los diez jóvenes del Decamerón permanecieron sin saber lo que ocurría fuera de los muros de la villa donde se habían refugiado. Casi seis siglos más tarde, la situación no era muy diferente para quienes se vieron obligados a confinarse, en México y en otros países, por la pandemia de influenza de 1918. Ese año comenzaron los experimentos con la radio, y las noticias del exterior llegaban por rumores, la prensa ocasional, algún telegrama y las cartas de un servicio postal afectado por la guerra y la revolución. Un siglo más tarde la situación es radicalmente diferente. Los servicios de internet y las redes sociales nos permiten seguir

“Escribo el 21 de marzo”, dice Arnoldo Kraus, “cada día es diferente. Las noticias de ayer alarman menos que las de hoy. Las de mañana serán peores. Cada día duele más el dolor ajeno. No es cuestión de ser fatalista: es la realidad”, y un par de días más tarde agrega que “hacer que el domingo no sea como el lunes, ni el lunes como el sábado anterior, ni el miércoles por venir igual que el viejo miércoles ya sepultado en los venenos del coronavirus. No levantarse el jueves próximo a las seis de la mañana con un taladro en la cabeza pensando que la noche tardará en llegar, ni el sábado contar las horas restantes en espera de noticias, ni adherirse a los medios de comunicación y menos a los amigos y amigas que pasan buena parte del día mandando mensajes vía correo electrónico, Facebook o WhatsApp sin siquiera haberlos leído con tal de formarse una opinión y saber si lo ahí escrito es basura o real, pero, eso sí, ¡faltaba más!, enviarlos a tod@s para que las amistades se enteren de la sapiencia del amigo o amiga, dueño o dueña de información desconocida y privilegiada”.

El 25 de febrero Kraus recuerda a uno de los grandes investigadores del siglo XIX y escribe “Virchow. Muy adelantado a su tiempo, concluyó: la prevención de las enfermedades es, básicamente, un problema político: ‘La medicina es una ciencia social y la política no es más que medicina en una escala más amplia’. Sin estridencia panfletaria, Arnoldo Kraus describe el juego macabro por medio del cual los voceros oficiales y sus seguidores manipulan la matemática de la epidemia, mientras el país se precipita cuesta abajo. “Las palabras pesan. Las palabras siempre significan”, escribe Kraus, y recoje con frialdad las jaculatorias con las que el presidente López Obrador buscaba exorcizar la pandemia, al tiempo que el doctor Hugo Lopez Gatell, la cabeza más visible de la irresponsabilidad de las autoridades de salud, decía en el no tan lejano 16 de marzo, que “sería bueno que el presidente Andrés Manuel López Obrador padeciera coronavirus”, pues, aseguró, “se recuperaría y quedaría inmune a la enfermedad”. Agregó: “Aunque pase los 60 años, no es un caso de ‘especial riesgo’, pues la fuerza del presidente es moral, no es una fuerza de contagio”.

No hace mucho Robert Zaretky, uno de los críticos más agudos de la obra de Camus, escribió que en La peste “para Rieux, no hay nada intrínsecamente admirable en enseñar que dos más dos son cuatro. Lo que vuelve tal acto admirable es cuando los que están en el pode

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