Partido ganado

Horacio Elizondo

Fragmento

Prólogo

Para muchos soy el que se animó a expulsar al jugador francés Zinedine Zidane en la final de un Mundial. Aquella imagen del verano europeo de 2006 quedó y quedará grabada en la memoria colectiva del ambiente del fútbol. Me expuso de una forma que no esperaba, aunque —lo supe después— de alguna manera me había preparado por si alguna vez me sucedía un hecho de esas características. Ese partido definitorio, esa gran final entre Francia e Italia, que resultó el campeón, fue visto por más de 2.500 millones de personas a través de la televisión. Aún me parece que fue ayer nomás. El estadio Olímpico de Berlín —¡cuánta historia hay en ese escenario!— estaba colmado de público. Zinedine Zidane llegaba como la figura del encuentro, capitán de la selección gala, mejor jugador del mundo y, además, planificaba su retiro con la Copa en sus manos. O sea, soñaba retirarse con la mayor gloria posible. Deseaba escribir la historia y quedar como el gran héroe de aquella tarde. Ése era el partido del año, en todo sentido. No se hablaba de otra cosa. Pero en contra de lo que se esperaba, Zidane le dio un cabezazo al defensor italiano Marco Materazzi y lo tuve que expulsar. No quedaba otra. ¿Vieron cuando hay que tomar una decisión y enseguida se tiene que vencer al miedo que todos llevamos dentro y a la duda y resolver? Es una milésima de segundo en la que no queda otra que hacer lo que hay que hacer. No hay término medio; no hay otra opción. No se puede ir y venir porque en ese instante uno se juega su propia imagen ante los otros. Se pone en juego, además, todo el entrenamiento que uno hizo para cumplir consigo mismo. ¡Hay que tomar decisiones! El miedo está, claro. Siempre aparece. Es una sensación inconfundible pero hay que traspasarla, superarla. Porque frente al miedo es uno mismo quien decide cómo actuar. O lo superás y seguís hacia adelante o dejás que te venza y estás frito. No hay otra. Esto se aplica para todos los ámbitos. No es algo exclusivo del fútbol ni del arbitraje. Abarca al ejecutivo, al empleado, al profesor, a mamá, a papá, ¡a todos! Cualquiera tiene que vencer los miedos para tomar una decisión. Cada paso que damos parte de una decisión. Para eso, claro, hay que prepararse. Recuerdo aún la cara de Zidane al mostrarle la tarjeta roja. Ahí hubo un quiebre en su leyenda. Sin querer ni esperarlo, pasé a ser uno de los protagonistas de esa historia. Me hice popular y aún hoy esa popularidad se mantiene. Cuando alguien busca su nombre en Google, al llegar al final de su carrera deportiva aparece mi apellido. Por eso digo que para muchos soy “el que se animó a expulsar a Zidane en la final de un Mundial”.

Pero para llegar a ser ése, o antes de ser ése, fui acumulando conocimientos, aprendizajes, valores, aciertos, errores y observaciones. Fui aprendiendo de mí mismo y de los demás. En otras palabras, fui creciendo. Acerté a veces y me equivoqué otras, pero seguí. ¿Vieron que hay ocasiones en que uno se queda en la queja? Bueno, aprendí que eso no sirve. Que hay que darle para adelante. Siempre. No fue fácil entenderlo. Por el contrario, me costó golpes y caídas. Aún hoy sigo cayendo pero me vuelvo a levantar. Tanto en las actividades públicas como en las más personales o íntimas. Entiendo que como cualquiera de ustedes, seguiré teniendo tropezones y luego aparecerán las dudas y los miedos. Mientras esto suceda, en el horizonte estarán los objetivos, que no son otra cosa que los sueños que se quieren alcanzar.

Todo lo que logramos tiene su sustento en las decisiones que se toman. En base a ellas, uno se va formando. Se avanza cuando se decide y viceversa. Estoy convencido de que sólo tomando decisiones y asumiendo riesgos —pequeños o grandes, pero riesgos al fin— es posible ir hacia adelante. Hay que “hacer”. Eso implica decidir.

En lo personal, trato de aprender de cada cosa que hago. Una vez, antes de empezar un partido, me asaltó una preocupación. Se jugaba un superclásico entre River y Boca y en los días previos el plantel de River había sido sacudido por una noticia muy íntima. Me refiero a un incidente personal entre dos de sus jugadores: Eduardo Tuzzio y Horacio Ameli, amigos íntimos hasta ese momento. Y eso tendría una gran incidencia entre sus compañeros. Ese grupo estaba golpeado y con los ánimos bastante caldeados. Entonces, antes del partido lo vi a Guillermo Barros Schelotto, que es un gran pibe, pero también alguien capaz de meter algún bocadillo para caldear aún más los ánimos de los rivales en pleno partido. Yo estaba preocupado por lo que pudiese hacer y entonces decidí tomar el toro por las astas. Me le acerqué y le dije: “Ojo con decirle algo a Ameli”. Él sonrió y me contestó, muy educadamente: “Quédese tranquilo, Horacio. No pasa nada. Le aseguro que no pasa nada”. Ese pequeño gesto sirve para graficar que hay que dejar de lado la preocupación para ocuparse. Es la distancia entre preocuparse y ocuparse. Ese “pre” es lo que nos lleva a pensar de gusto en vez de ponernos a hacer. No sirve de nada quedarnos en la preocupación, porque es un obstáculo que nos separa de la acción, que es algo muy poderoso y que todos podemos poner en práctica.

Creo, por experiencia propia, que son los hechos los que hablan por nosotros. Es habitual que nos quedemos en elucubraciones acerca de qué podríamos haber hecho o qué nos conviene hacer, que así se nos pase el tiempo y que cuando queremos darnos cuenta, haya pasado el tren. Después vienen los lamentos y no hay nada peor que lamentar aquello que no hicimos por no habernos animado a intentar. Hay una frase que me parece muy triste. Es esa que dice “¿qué hubiese pasado si me animaba a hacer esto…?”. La pregunta deja flotando una respuesta sin certeza pero que aun así, duele. Porque no se puede volver el tiempo atrás. Cuando uno toma una decisión, o no la toma, que es lo mismo que tomarla, ya no se pueden cambiar las cosas. Por eso suelo decir que hay que dejar de pensar en vano y ponerse a hacer. Eso es tomar decisiones. Conozco mucha gente que se la pasa hablando de proyectos personales. Que dice que hará esto o aquello pero que no avanza, que sólo se queda en palabras. Yo prefiero a los que hacen, aunque se equivoquen. Uno puede evaluar; incluso es saludable. Está bien que se piensen los pros y los contras de algo. Pero llega un punto en el que hay que poner manos a la obra y darle para adelante.

Si no hacemos aquello que tenemos ganas de hacer, corremos el riesgo de quedar atrapados en el sentimiento de la frustración, que es uno de los más duros. No hay nada peor que quedarse frustrados. El conformismo y la resignación son dos peligrosos aliados de la frustración. Los tres conforman un cóctel explosivo que muchas veces, en vez de explotar, implota. Una implosión es muy dañina para quien la sufre.

Nadie está exento de padecer algo así. Todos tenemos dudas, miedos y hasta nos dormimos en la comodidad. A mí también me pasan esas cosas. Soy un ser humano, como decía antes. Lejos estoy de ser un súper hombre o algo que se le parezca. Por eso les refería lo que me pasó con Zidane en la final de aquel Mundial. Hay un punto en el que todos somos iguales. Es el hecho de que somos humanos y padecemos las mismas cosas: alegrías, angustias, penas, frustra

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