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Sinfín

Martín Caparrós

Fragmento

cap-2

1. Selva, la selva

Dice que quiere que se acabe. Yo lo que quiero es que se acabe, dice, y no me atrevo a preguntarle si quiere que se acabe su zozobra o que se acabe todo.

—Que se acabe de una buena vez.

Dice de nuevo el hombre, y otra vez no me animo. De eso sé.

No los vemos, creemos

que no están. O ni siquiera

nos tomamos el trabajo de creerlo.

No los vemos.

Aquí nadie diría que pasó todo eso. Aquí pasa una mujer con una cabra en brazos y un chico agarrado a su rodilla, descalzo, la cara sucia de alguna fruta rosa, la cabeza rapada; aquí un hombre corre y tres hombres le gritan algo que no entiendo; aquí lloran bebés, madres les cantan; aquí dos muchachos se intercambian unas pantallas chicas, casi rígidas; aquí una chica de tetas como mares les pasa por delante y no la miran; aquí hay perros de carne, más mujeres sentadas a la puerta de sus casas o chozas o casillas: trozos de plástico ensamblados con tornillos, los techos de palma, los suelos de tierra vuelta barro; aquí el calor es bruto, los olores; aquí hay personas viejas —hombres viejos y mujeres viejas—, sus caras arrugadas, sus espaldas arqueadas, sus pies chatos: personas como no suelen verse. Aquí, un hombre me dice que se llama Juliano, que tiene como setenta años —«como unos setenta», dice, «o quién sabe noventa» y sonríe sin sus dientes— y que él siempre vivió acá, que dónde más.

—No, yo siempre viví acá. Me acuerdo que en esos años llegué a pensar en irme, esos tiempos cuando se iban, no sé si usted se acuerda, si se puede acordar. Pero a mí me faltaron agallas, o como quiera que se llamen. ¿Usted cómo las llama? Mire si tuve suerte, que de puro cobarde me salvé…

Dice, y sonríe otra vez: brillo de babas en la encía. Juliano está sentado en una silla de plástico de dos patas, apoyada contra la pared de trozos de plástico para que no se caiga: la luz es poca, entra por un agujero en la pared. En un estante tiene un microondas: unos hornos que usaban mis abuelos, o quién sabe sus padres.

—Todos se fueron, pobres. Todos los que pudieron.

Después dice que pobres los pobres que se fueron, que nunca se imaginaron lo que les pasaría, que se fueron buscando una vida mejor y terminaron como terminaron. Pero que quién lo habría imaginado; que él sabe, porque alguno de ellos se escapó, pudo volver y les contó las cosas.

—Ahora parece que la gente de allá se volvió loca.

Dice, y yo le pregunto si realmente le parece de locos lo que hicimos y él insiste en que sí, que a quién se le ocurre, que cómo se les pudo ocurrir, y yo le pregunto —aunque ya sé— si está hablando de 天.

—Claro, de qué le voy a estar hablando.

—¿Y usted no querría tenerla?

—¿Yo? ¿Yo para qué la quiero? Yo ya viví como tenía que vivir. Yo no voy a meter mi cabeza en esas máquinas del diablo.

Dice Juliano y escupe en el suelo —un gargajo azul eléctrico, opulento, brillante, bamboleante— y dice que esas son locuras de ricos, de los que tienen tanto que tienen tanto miedo.

—Nosotros vivimos acá, tranquilos, no vamos a meternos en esas zapateras. Nosotros tenemos nuestros problemas que son nuestros, no queremos los de ellos. Esas cosas no son para nosotros.

Me dice, y yo no termino de creerle. Entonces le pregunto si es mejor vivir setenta años que todos los años y él me mira: y eso cómo vamos a saberlo, me pregunta. Después pega un grito y la mujer de la cabra aparece en la choza; el chico no. Juliano le pregunta si quiere o no una 天.

—¿Una qué?

—Una 天, nena, eso que se hacen allá arriba.

—Yo lo que quiero es comer, padre. Eso es lo que quiero.

Afuera ladra un perro y varios le contestan. Aquí el mundo es otro mundo. Aquí todo parece igual a lo que era antes de 2061. O, incluso, de 2039. Aquí el mundo es lo que es, más allá de lo que a muchos les parece.[1]

No los vemos, creemos

un mundo que no es.

Nos creemos que todos

son nosotros. Por eso

hablamos de este tiempo

como el tiempo de 天.[2]

Es fácil y es

difícil tan

difícil tan

necio tan

difícil.

En Darwin, el pueblo de Juliano, en plena Selva Patagónica, tan cerca del mar y tan lejos de todo, dos o tres mil viven de los animales que pueden cazar —monos pequeños, vaquitas retobadas, pingüinos adaptados a la tierra— y del agua de los ríos barrosos y de la espera que no espera nada. Muchos se mueren pronto de sus infecciones, de sus cruces, de algún ataque o reyerta o confusión; otros llegan a viejos: es una visión tan extraña, un hombre o una mujer con sus ochenta años. No es que no los hayamos visto en tiras, en holos, en todo tipo de representaciones, pero verlos así, en vivo, con su respiración y sus olores es una experiencia que todos deberían tener. Un viejo es un ser que parece tan frágil —cuya fortaleza a lo largo de los años lo ha llevado a parecer tan frágil—, un ser que se ve gastado por adentro, con un deterioro que, de adentro, hace fuerza por salir y apoderarse. Un viejo es un ser confundido, que hace sonidos cuando respira y no siempre los hace cuando habla, que se mueve sin querer cuando quiere estar quieto y se queda quieto cuando quiere moverse, que fija la vista porque no ve nada, que se agarra de cualquier tronco firme porque nunca está firme, que piensa en el futuro porque no tiene uno. O eso, por lo menos, me dice doña Berta:

—Yo lo que más extraño de antes es que antes no extrañaba. Pensaba que todo estaba por venir. Qué ilusa, ¿no?

Me contesta, medio dedo pulgar en la nariz, cuando le pregunto cómo es ser viejo.

—Vieja.

Me dice: «usted dirá cómo es ser vieja». Y yo no quiero explicarle que da igual, que lo que me sorprende y me intriga es la vejez en general, tener todos esos años, pasárselos sentados en la puerta de su choza esperando que no les llegue lo que esperan: vivir con su muerte en la cabeza. Pero no se lo digo: sería demasiado complicado. Le digo que me gustaría saber cómo se siente alguien cuando tiene tantos años y ella me dice que espere, que qué apuro tengo, que ya me va a llegar, y yo no puedo contenerme:

—No, no creo que me llegue, por eso le pregunto.

—Muchacha, qué problema es el suyo. ¿Estará enferma?

Doña Berta no entiende, no parece entender. Yo no sé si sabría explicarle. Doña Berta tiene un lunar en pleno medio de la frente, del que brota esa mata de pelos oscuros, enredados, matojos. Es difícil mirar otra cosa que la mata; justo abajo, sus ojos están húmedos y no veo si tienen un color.

—Usted sabe que allá arriba la gente no llega a la edad que ustedes tienen, ¿no?

—¿Por qué? ¿Se nos enferman todos?

Dice, con la sonrisa también sin sus dientes, y no sé si se ríe de mí o de verdad no sabe. Yo entiendo —por fin entiendo— que quizá sea cierto que cientos, miles de millones todavía viven y se mueren como nuestros abuelos.

—¿Usted no escuchó hablar de 天, señora?

—Creo que sí, muchacha. Pero me dicen que no son cosas de mujeres.

Dice, se saca el pulgar de la nariz, lo chupa.

Una de las características más notorias del mundo globalizado es su convicción general —globalizada— de que sus pautas están globalizadas: que dominan todos sus rincones. No es así, pero, entonces, los que no las siguen se nos vuelven invisibles. Verlos significaría tener que repensar, preguntarnos en qué mundo vivimos realmente.

Existen. Hay cientos de millones, hay miles de millones de personas que nunca pensaron en sus 天, que cuando piensan que se van a morir piensan en un entierro, un fuego, un terror, un vacío, un cielo o un infierno.

Son, quizá, sobre los 7.000 millones de habitantes de la Tierra,[3] más de tres mil millones, quizá cuatro. Nadie lo sabe a ciencia cierta: son, más que nada, los incontables, los innumerables. No hay quien los cuente, no hay quien los numere: a nadie le interesa. Son, más que nada, los que no le interesan a nadie: los que no tienen bienes suficientes para ser apetecibles, los que no tienen un Estado que se ocupe de ellos, los que no tienen, ya, ni siquiera un mito que los cuide.

Sabemos, sí, cuando queremos saber, y aproximadamente, que son casi todos en África (alrededor de 2.500 millones) y la gran mayoría en Latinia salvo en las regiones más costeras (unos 600) y que en la India pese a las normas todavía son muchos (más de 500) y que en Europa, por la caída de los estados, son cada vez más, e incluso ahora aumentan en América también (100 o 200 millones más). Y que, después del hambre, nada produce tantas migraciones, tanto caos.

Hay cosas —tantas cosas— que damos por supuestas: que creemos que están en todas partes, sin la menor duda. 天 es una, por supuesto. Vivimos como si 天 fuera todo para todos, realmente para todos. Pero están todos ellos, los incontables: los que no miramos, porque si los miráramos nos mostrarían que también 天 es un invento —y que no todos.

—Eso es lo que hacían con aquellos pobres diablos que se fueron, ¿sabe?

Dirá después Juliano.

—Pobres. Se dejaron engañar por esos de la clínica, les ofrecían ya no me acuerdo qué, les pareció que les iban a sacar ventaja, pobres diablos.

Dirá, y que un hijo suyo fue, que lo tentaron: como nosotros no tenemos nada, dirá, con cualquier cosita nos engañan. Y que después alguien le dijo que tenía que estar orgulloso, que murieron para el progreso, dice, para inventarse eso de 天, que quién sabe, que si será cierto, me dice, me pregunta. Yo me callo: me da vergüenza, pena y no le digo nada. Después, cuando me vaya, me dará más vergüenza mi silencio.

Tanta, que empecé a averiguar.

No hay mejor motor que la vergüenza.

O si acaso sí, pero.

Fue uno de esos azares: fui a Darwin por casualidad, por mi trabajo. Llevo años haciendo esas cositas, nimiedades: en este caso, una serie de holos sobre diez lugares remotos para turistas caros caprichosos, los snobs que todavía prefieren ir a los lugares en lugar de vivirlos en sus truVís. Esos que buscan lugares de peligro o, mejor: que parezcan peligro. Esos que buscan, sobre todo, no ser como los otros: que mantienen la vieja tradición de los turistas que no quieren parecer turistas. Son nostálgicos: dicen que quieren «viajar como antes» —pero nadie sabe bien cuándo era «antes». Yo, en todo caso, trabajaba para ellos —para una empresa que produce holos para ellos— cuando llegué a ese confín de la Selva Patagónica. Era perfecto para ellos: esa desolación, ese derrumbe, esa falta de esperanzas que se suele tomar como autenticidad. No sabía —cómo podía saber— qué me esperaba.

Años de búsqueda, de choques: esta historia.

Juliano, aquella tarde:

—Mire si seremos brutos, nosotros, señorita, que todavía nos morimos. Y en ese invento se murieron tantos.

Era cierto, es cierto: esos miserables que no pueden siquiera soñar con una 天 fueron la materia con que la moldearon. Fueron ellos los que pusieron el cuerpo para que los cuerpos dejaran de importarnos.

La MásBellaHistoria, por supuesto, no lo dice. No solo lo omite; hace todo para ocultarlo. Está escrita para esconder a estos señores y señoras, su Masacre.

Cuando lo supe, supe

que tenía que contarlo.

cap-3

2. La MásBellaHistoria

Es una de esas frases que, a fuerza de ser siempre la misma, cambian tanto: alguien dijo que la historia del mundo es la historia de los intentos de los hombres por esquivar la certeza de la muerte. Lo dijo hace décadas o siglos, cuando equivalía a decir que, entonces, la historia del mundo era la historia de un fracaso.

Quién sabe qué diría, ahora.

Qué importa qué diría

ahora.

Nadie ignora, de alguna manera —de alguna de esas maneras extrañas de saber que ahora tenemos—, la historia de 天. Nadie la ignora y nadie la piensa: en eso consisten, sobre todo, nuestras maneras de saber. Escuchamos —leemos, recibimos— vagamente un flujo, y vagamente lo almacenamos en algún recoveco.

La verdadera historia de 天 es otra cosa.

Pero vivimos fuera de la historia. Es probable que nada haya influido —y siga influyendo— tanto en nuestras vidas. Y, sin embargo, son muy pocos los que tienen alguna idea, más allá de la mitología oficial —más allá de la MásBellaHistoria—, sobre cómo empezó, cómo se fue desarrollando, por qué llegó a ser lo que es. (Ni yo, debo decirlo, hasta esos días en Darwin.)

Ahora, cuando 天 nos define las vidas, cuando algunos querrían redefinirla, es decisivo conocer ese proceso. Y ese es, aquí, mi intento: contar una historia que se ha convertido, sin que la terminemos de creer, en nuestra historia.

Para tratar de entender qué hacemos con ella. Para tratar de entender qué nos hicieron, qué nos hacen con ella.

Y, sobre todo: para que sepamos que nuestra salvación está construida sobre la condena de unos pobres diablos. ¿Nos importa?

En el principio está esa cita, la de siempre; en el principio siempre está la historia:

«El error es el cuerpo,

pensó: el error

es el cuerpo.

El error es pegarse a los cuerpos, aferrarse a los cuerpos, pensó: pensarse como un cuerpo».

O, si no: el error es el cuerpo.

Así, para casi todos, se sintetiza la MásBellaHistoria.

La MásBellaHistoria tiene muchas versiones: es propio de estos tiempos que una historia sea muchas historias. Algunas están organizadas en versos y epigramas, otras son holos que suenan siempre falsas, otras son cuentos más pulidos.

La MásBella cuenta, sabemos, en todas sus versiones, cómo Andreas Van Straaten decidió entregar su vida para el bien, cómo Ily Badul decidió arriesgarlo todo para dar la vida a todo el que quisiera recibirla: para vencer la muerte.

«Aquella noche, tantos años atrás, en la Clínica Patagor, el doctor Ily Badul estaba en la desesperada. La noche ya había durado días y días: se moría el doctor Andreas Van Straaten, su maestro, el hombre que le había enseñado todo lo que sabía y tantas cosas que no supo aprender.

»Badul y su pequeño equipo habían tratado de mantenerlo vivo con todos los medios que la medicina de entonces ofrecía. No eran muchos, se moría: las personas, si persisten en ser lo que no deben, se gastan y se mueren.

»Nadie recordaría al doctor Van Straaten si esa noche no hubiera sido lo que fue. Sin esa muerte así nadie sabría que vivió, además de esa noche, una vida. Andreas Van Straaten, nacido en Paramaribo de padres negros holandeses, había fundado esa clínica —en la costa patagónica de lo que entonces era la República Argentina—[4] a mediados de los años ‘10 junto con el doctor Yian Guomin, un médico chino que importó de su país unos cultivos de células de carpa que, aplicados con maña, conseguían aclarar varios grados las pupilas del paciente —y convertir ojos pardos en miel, negros en un violáceo raro.

»La clínica se volvió una meca para clientes de toda la región que querían ojos y tratamientos de juventud buenos y baratos; se decía que el clima frío y seco de la región era el más apropiado. Tuvieron años de próspero ajetreo. Después, cuando la región de Darwin se volvió húmeda y caliente, selvática, los pacientes empezaron a escasear. A la muerte del doctor Yian quedaban pocos. Van Straaten mantuvo la clínica y, sin dejar las operaciones de aclaración de ojos, cada vez más escasas, la convirtió en un centro de experimentos sobre las posibilidades terapéuticas de las microcomputadoras intravenosas y otros nanochips. Trabajaba para los grandes laboratorios del planeta. El doctor Badul fue su discípulo dilecto —y todas esas cosas. Cuando el doctor Van Straaten se enfermó,[5] el doctor Badul pasó a manejar la operación. Le encargaron otra búsqueda: transferencias de cerebros a una red neuronal para mantenerlos vivos tras la muerte de su dueño.»

(En la MásBella, la historia de una caída terminante se vuelve un par de vaguedades sin drama ni energía. La Patagonia se ha convertido en una selva, la clínica en un laboratorio subsidiario cuya única ventaja era que, tan lejano, escapaba al control —y esas dos transformaciones son la condición de la ignominia pero se dicen al pasar, como si nada.)

«Aquella noche el doctor Van Straaten se moría hasta que su discípulo le descubrió in extremis el remedio: un reemplazo de bazo le daría unos meses, unos años de vida. Se lo dijo; el doctor estaba hinchado de drogas, la cara llena de la sonrisa idiota; quién sabe qué pensaba. Badul le dijo que lo salvarían y esperó el destello, el suspiro, la alegría o el alivio. Pero el doctor lo escuchaba desde lejos, como quien ya está lejos. Hasta que, de pronto, algo le ardió en los ojos. Levantó la cabeza, lo miró, le dijo úseme. Fue un murmullo imperceptible: úseme. Badul no estaba seguro de haber entendido bien; por jugar, siempre se habían hablado en castellano, y sintió que su castellano no alcanzaba para la voz de un moribundo.

»—Úseme.

»Volvió a decirle Van Straaten, y consiguió murmurar más: que no lo dejara morirse así, tan ciego, tan inútil, que usara su cerebro para transferirlo, que así, sabiendo que servía, se moriría tranquilo. Badul entendió —ahora sí lo entendió— y quedó turbado.

»—Pero le he dicho que lo podía curar, ¿no me entendió?

»—Claro que le entendí.

»Le dijo Van Straaten y otra vez, que lo usara: que lo curara si quería un poquito pero solo para poder usarlo, que eso era lo mejor:

»—Prefiero hacer algo útil todavía mientras puedo que agarrarme a esta madera podrida que es mi cuerpo.

»Dijo, o algo así. Después, tantas veces, el doctor Badul se preguntaría si había dicho exactamente eso, y se reprocharía por no haber registrado tal momento. No lo hizo. Van Straaten insistió:

»—Úseme.

»Le dijo, por tercera vez; tres veces, pensó Badul, es tanto más que una orden. Y además no le costaba cumplirla: hasta ese momento todas sus tentativas habían sido con kwasis, con delfines, con ovejas; era una chance única de probar con un hombre.»

(Hasta aquí, el sacrificio: un clásico. El científico que da la vida por la ciencia es la versión casi actual de la madre que da la vida por sus hijos, el creyente por su credo, el patriota por su patria: trucos viejos, mecanismos seguros de la lágrima. El pasaje empieza a preparar los espíritus, nublar entendederas —tan necesario para lo que ahora viene. Y empieza la ocultación de la Masacre.)

«Entonces Badul tomó la decisión: llevaría la voluntad de su amigo hasta el final. Lo usaría, en efecto, para algo que no se había atrevido. Transferiría el cerebro de Van Straaten a una máquina pero lo mantendría aislado, incomunicado, a salvo de las contaminaciones que habían arruinado todos sus intentos anteriores. Así, claro, no podríamos usarlo, no podríamos hablar con él ni preguntarle cosas ni aprovechar sus saberes para el bien común; así, todo sería para su maestro —la salvación de su maestro. Frente a su generosidad decidió darle, no pedirle: no preparar su cerebro para usarlo sino guardarlo para que él lo disfrutara. Aquella noche, Badul entendió que no tenía que salvar a su amigo para la sociedad sino para sí mismo; que cada hombre y cada mujer debían ser salvadas para cada hombre, para cada mujer: que no debía ceder a la codicia de la sociedad en perjuicio de cada uno de sus miembros.»

(Es una joya: ideología de esos años ’40 en su máxima expresión: al carajo con el bien común, podrían decir, si la expresión bien común no les sonara como un oxímoron gastado o, más brutal, como una imposibilidad lógica. Al carajo con el bien común, hay que centrarse en el provecho individual. Es brutal ver, cuando uno mira, cómo la base de la 天 tan deseada es esa idea. O, por lo menos, lo es en su versión más edulcorada, la MásBellaHistoria. Porque la verdadera base, lo estamos aprendiendo, es otra.)

«Y entendió que Van Straaten, su maestro, seguiría siendo él mismo allí solo, allí lejos, allí ya transferido y, de pronto, sintió una emoción muy rara: como si gritara un grito estrepitoso, diría después, sin oírlo. Que lo veía, o algo así, pero que no lo oía: ‘Un grito estrepitoso pero yo no lo oía’.

»Por eso aquella noche se volvió tan famosa. La llamamos ‘La Noche del Principio’. La historia, al fin y al cabo, es precisa y escueta: cuando el doctor Badul tuvo su Momento Eureka, la vida y la muerte de los hombres cambió de una vez y para siempre. Aunque el camino sería largo y turbulento, aquella noche, por fin, había empezado. 天 nos haría otros.

»Y sería el sacrificio de Van Straaten el que crearía en Ily Badul la obligación moral: el impulso que lo hizo fugarse, tiempo después, para ofrecer al mundo el resultado de su búsqueda.»

(Así, en una línea escueta, la MBH resuelve la parte más sugerente, la que más se glosó, del relato: la «fuga» del doctor Badul con los resultados de su investigación que, tiempo después, le entregaría a Samar y que permitirían la difusión de 天 y, a mediano plazo, la llegada de 天 para Todos.

Y, al mismo tiempo, evita dar ninguna información sobre el destino de Van Straaten —o, mejor, de su cerebro transferido. Y despacha en tres palabras «sus intentos anteriores», los centenares de asesinatos cometidos en nombre de la ciencia.)

«Así esa noche

que nos trajo la luz.»

Hasta aquí, la versión más conocida de la MásBellaHistoria. Todos estamos de acuerdo —todos estamos de acuerdo— en que no hay momento en la historia de la humanidad que nos haya cambiado tanto como aquella noche. Tanto, que ya no sabemos bien por qué ni para qué ni cómo.

Pero el relato, en sus diversas versiones, sigue siendo uno de los pilares de nuestra cultura. Solo esta, solo en las últimas 24 horas, tuvo 329.544 miradas en la Trama —fue un día más bien bajo, domingo largo, revolcón de tedio, incendios por doquier. Aunque ninguna versión llegó aún a la altura del epigrama que la sintetiza:

«Cuando los muertos

fueron para los muertos, los muertos

vivimos».

No solo nos cambió las vidas: nos cambió, también, la idea del mundo.

Todos hemos leído —en las escuelas, en los hologramas, en difusión onírica— esas palabras, quizá las más citadas de los últimos siglos: «Cuando los muertos…».

Todos sabemos que sabemos —y no queremos preguntarnos.

Todos, sabemos, sabemos muy bien lo que sabemos.

Todos, sabemos, tememos saber lo que ignoramos.

Algunos, algunas veces, menos.

cap-4

3. La muerte mata

Es preciso decirlo fuerte y claro: la MásBellaHistoria, la historia más poderosa que nunca se contó, la que llenó de vidas el tiempo de los hombres, la que cambió la Tierra como ninguna más, es una farsa triste. Hay unos pocos, ahora, que se sorprenden de que tantos hayan podido creerla durante todos estos años —y su sorpresa es otro modo de disimular lo que en verdad importa: el horror de que tantos la crean todavía.

La utilidad de ese relato es evidente: sus posibilidades de uso son tan notorias que no necesitamos insistir en ellas. Sí debemos examinar sus supuestos y sus presupuestos. Para empezar, vale la pena detenerse en el tema de la búsqueda de la inmortalidad física, del rechazo intenso de la muerte, que el texto —digno hijo de su tiempo— asume como una idea perfectamente natural.

Aunque ahora parezca extraño, no siempre lo fue. Las religiones nos acostumbraron a aceptar la muerte —convenciéndonos de que no existía. Un chico oye unos ruidos junto a su ventana, se asusta, llama a su mamá; no te preocupes, Gabito, aquí no hay nadie. Pero si yo lo oí, mamá. No, estarías soñando. Y si los volvés a oír cerrá fuerte los ojos y vas a ver que no te puede pasar nada. Así, las religiones insistieron, cada una a su manera, en que esos ruidos no eran nada, que lo que percibíamos como muerte era solo un tránsito hacia otras formas de vida que sus dioses nos garantizaban: que cerráramos los ojos. Así, sus sacerdotes se aseguraban la obediencia aterrada de sus fieles.

El mecanismo funcionó milenios. No sabemos qué imaginaban en sus cavernas los primeros ancestros, pero si decidieron que había que conservar los cuerpos de sus muertos fue porque sus muertes ya no les parecieron tan definitivas: porque empezaron a imaginarles peripecias. Con el tiempo esos relatos se fueron sofisticando —y empezaron a quedar registrados.

Siempre hubo dos grandes líneas. La que sostiene que cuando uno se muere pasa a ser otro y después otro y después otro, que se reencarna —dicen reencarna— cada vez en algún ser, que puede o no ser humano, convirtiendo la vida en algo continuo que ellos esperan dejar alguna vez de una buena vez por todas. Y la que sostiene que cada uno es único y cuando se muere se va a otro sitio, que puede ser presentado de formas muy distintas: o esos lugares maravillosos que premian a los que fueron buenos y siempre hicieron lo que les dijeron —paraísos, elíseos, jannahs, walhallas varios— o esos lugares espantosos que castigan a los que hicieron lo que les dijeron que no hicieran —los diversos avernos e infiernos— o incluso esos lugares intermedios que almacenan a los que obedecieron un poco y desobedecieron otro y esperan allí que su suerte se decida. Algunos de estos, pero no todos, insisten en que esos muertos, tras pasar alguna temporada en alguno de esos centros para muertos, resucitarán y volverán —a una Tierra que difícilmente tenga espacio para todos.

Las dos líneas mostraron, a lo largo del tiempo, sus matices. La primera historia que conocemos bien es la egipcia, donde el alma sobrevivía y se iba a vivir al Reino de los Muertos si su dueño había sido juicioso y su ex cuerpo quedaba bien embalsamado en una momia. Los griegos suponían algo parecido: que las almas de los difuntos eran juzgadas y derivadas al Tártaro si se habían portado mal, a los Campos Elíseos si bien, y a un par de sitios intermedios si ni bien ni mal sino todo lo contrario —solo que no creían en la taxidermia.[6] Una de las mayores ventajas que compartían egipcios y griegos y otros medio orientales es que esa ¿alma? ya no soportaría la amenaza de morirse: esa nueva vida no tenía final.

Para los hindúes, en cambio, no había colonias donde vivían los muertos: la muerte era el momento en que un alma descartaba su cuerpo como quien deja un traje viejo y se iba a buscar otro, tan carnal como el anterior, tan mundano, tan sujeto a morirse como aquel —aunque no siempre fuera humano.

Los judíos no se preocuparon demasiado por esa contingencia: ya bastante tenían con imaginar —contra toda evidencia— que su dios los favorecía especialmente en vida como para atreverse a suponer que también en la muerte. Así que, para ellos, lo que pasaba después nunca fue un tema. Por eso sus sucesores, los creadores de la historia más exitosa de la historia, se ubicaron en el polo opuesto y basaron sus cuentos en las aventuras de un señor que podía resucitar muertos y terminó resucitando él mismo: cuyo padre y resucitador nos espera en un lugar llamado a veces paraíso, otras infierno o purgatorio, y nos promete que un día, cuando de verdad lo merezcamos, nos va a resucitar a todos como si fuéramos sus hijos torturados.

Fue un triunfo. Tanto, que sus sucesoras e imitadoras —los diversos cristianismos europeos y, sobre todo, el cristianismo musulmán— no pudieron privarse de ofrecer los mejores paraísos, las resurrecciones más espléndidas.

En síntesis: siglos y siglos, gracias a sus variadas religiones, los hombres vivieron convencidos de que la muerte no mataba. Te decían que era el paso necesario al mejor de los mundos, un momento lleno de esperanzas y de significados, que no había que rechazar sino aceptar gozosos. «Este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin pesar», decía uno de los mayores poemas de uno de los idiomas más difundidos antes de la irrupción del Trad y su panlingua. O, más brutal, otro poeta levemente posterior: «Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero». Lo habían logrado. La vida no importaba tanto: cuando un dios quería favorecerte, te llevaba consigo y a gozar.

Aunque también podía ser terrible. Poco antes, otro poema de otro idioma pre-panlingua había consagrado la mayor astucia de la religión contra la muerte: no te ofrecía consuelo sino pánico. Con su viaje tan bien descrito por sus nueve círculos el poeta terminó de hacer real la visión del infierno como destino de los desobedientes; el terror que infundía se sintetizó en una frase definitiva: «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate». Ahora la llamaríamos verosimilitud por el absurdo: si algo tan deseable como vivir después de muerto podía ser temible, era cierto sin la menor duda.

La negación mística de la muerte fue un subterfugio extraordinario, el mejor invento de diez mil años de inventos incesantes: durante todo ese tiempo, los hombres y mujeres no sufrieron más de lo necesario por la conciencia de que se acababan. Por esa astucia consiguieron vivir sin desesperar, confiados. Por ella, claro, tuvieron que aceptar las órdenes y reglas que sus dioses —sus sacerdotes— les imponían a cambio. Debían creer en una sucesión de causas y efectos imposibles: si le bailamos seis horas al dios de la lluvia va a llover, si le pedimos al santo su truquito la nena se nos casa, si obedecemos al rey nos salvamos de las llamas infernales. Debían creer, sobre todo, que tal cosa sí se podía hacer y tal cosa no se podía hacer y no había forma humana de cambiar esas normas —que el dios había dictado. Y todo eso era real, tan cierto para ellos como que el agua moja, que el fuego quema, que la muerte no mata más que un poco.

Por esa astucia extrema se montó un orden que todos debían obedecer; por ella se organizaron sociedades, se construyeron ciudades y canales y caminos y dominios, se enriquecieron unos, se empobrecieron tantos. Por ella pasamos todos esos siglos sin pensar que deshacernos de la muerte debía ser nuestra meta principal —hasta que la irrupción de las ciencias, primero, y la crisis de las religiones después hicieron que cada vez más personas descreyeran de esos cuentos para niños. Si los dioses morían, los hombres vivían desamparados. En el siglo XX, cuando las religiones dejaron de ser un refugio eficaz contra la muerte y, al mismo tiempo, la ciencia primitiva no conseguía casi nada contra ella, la humanidad vivió una de sus épocas más duras.

«Los dioses ya no estaban, Cristo todavía no estaba; hubo, entre Cicerón y Marco Aurelio, un momento único en que solo estuvo el hombre», había escrito poco antes un francés —un habitante de la entonces Francia—, Gustave Flaubert, en una carta a una mujer: describía esos años antiguos para inscribir su esperanza en la modernidad. Lo mismo, más tajante, sucedió cuando esa modernidad supo imponerse.

Tronaba la intemperie. La humanidad había roto su refugio de siempre y todavía no terminaba de construirse su morada nueva: la ciencia era tan insuficiente. Algunos se lamentaban del retraso brutal que había causado la creencia: «Si hubiéramos empezado dos o tres mil años antes —dijo, por ejemplo, Li Guimón, premio Nobel de Química 2031—,[7] ya sabríamos solucionar la muerte». Pero, más allá de esas quejas inútiles, la meta estaba clara: se trataba de acabar con ella. Muchos confiaban en que lo lograrían.

cap-5

4. Solucionar la muerte

La MásBella prescinde completamente del contexto: como si sus héroes nacieran del sol o de un repollo, como si sus acciones fueran raptos de inspiración medio divina; como si, aquella noche, el doctor Badul hubiera salido de la nada, actuado en el vacío. El relato, entre tantos silencios, también silencia el hecho de que las mayores corporaciones globales llevaban años compitiendo, vigilándose, trampeándose para ver cuál inventaba qué para conseguir lo único que, creíamos, nos faltaba para volvernos medio dioses: la vida para siempre.

Precisaba callarlo para ocultar,

antes que nada,

la Masacre.

A poco de empezar, la búsqueda pareció tan natural como otras que ya llevaban siglos —la ocupación del espacio exterior, la desalinización de los mares, la formación de una raza única—, pero más urgente y necesaria. Si la muerte era un problema técnico —un órgano que se gasta, un músculo que funciona menos, unas células que funcionan de más— las soluciones también debían ser técnicas. El miedo a la muerte se había puesto de moda —hablar de él, pensar sobre él, alardear contra él— sobre todo entre esos nuevos ultrarricos de la tecnología, cuyas vidas les gustaban demasiado como para resignarse a abandonarlas.

Fue hace cincuenta años pero parece tan lejano. El mundo era otro todavía: hacia 2020 un racimo de potentados y visionarios varios anunciaban que en unos años llegarían a «solucionar la muerte». Uno, incluso, el creador del famoso tren ultrarrápido fallido de California, que había hecho fortuna con esos automóviles realmente automóviles que entonces parecían el colmo de la novedad, dijo que él mismo ya había sido intervenido para no morir nunca —y que el único desafío que le quedaba era hacerlo accesible a los demás; huelga decir que se murió poco después. Otro, también riquísimo porque había imaginado una forma nueva de circulación del dinero, sintetizó aquella movida: «Hay tres formas de tomarse la muerte: se puede aceptarla, negarla o combatirla. Nuestra sociedad está dominada por gente que prefiere aceptar o negar; yo prefiero combatirla, porque vivir es mucho mejor que morirse». La batalla estaba lanzada.

(«I know you’ll kill me / if I don’t kill you. /

I know you would, / but I will first. /

It’s me against you / and you are no one, /

You’ll hear my name / and you’ll be cursed.»

Aquella canción que casi todos conocemos, «Hey, Death», fue uno de los últimos éxitos de esa música que la época llamaba rock’n’roll, en inglés todavía, todavía cantada por personas.)

El asunto estaba en todas partes, la locura: una civilización que se veía pletórica encaraba, justo antes de hundirse, lo único que creía que le faltaba. Visto desde el presente es, más que dramático, patético —pero casi todo lo es cuando se mira para atrás. Entonces, las noticias sobre nuevos experimentos y tentativas aparecían todos los días en todos los rincones de aquella Trama primitiva. «La muerte nunca tuvo sentido para mí —dijo entonces un billonario—. ¿Cómo puede ser que una persona esté ahí y de pronto desaparezca?»

La muerte siempre había sido el problema individual por excelencia. Es absolutamente común y general —hasta hace poco les sucedía a todos— pero solo produce efectos sobre cada individuo: lo destruye sin poner en peligro lo común, lo general. De pronto, en esos años, la muerte se convirtió en un error social, un problema de incapacidad, la evidencia de lo que nos faltaba: «Morir es fallar. Morirse es no haber hecho suficiente».

La muerte era el fracaso de nuestra civilización

(que permitía esconder todos los otros).

Los ecos de esa búsqueda aparecen de algún modo —opaco, tácito— en la MásBella. Lo que el texto no asume es la pelea más encarnizada —aunque quizá no la más visible— que se dio en el campo de la ciencia en mucho tiempo: la competencia entre los que se llamaban a sí mismos inmortalistas y los que maquinistas.[8] El reparto de nombres era injusto: frente a la promesa sin límites de la palabra inmortalista, maquinista suena a operario de segunda. Y, sin embargo, visto desde ahora —es fácil, visto desde ahora—, sabemos que los maquinistas, tras esa máscara de poca cosa, portaban la visión más arrojada.

Los inmortalistas —que sus detractores llamaban carniceros— fueron la continuación natural de siglos de esfuerzos terapéuticos. La medicina siempre intentó, con más y menos suerte, reparar los cuerpos averiados. Los inmortalistas lo intentaron con cada vez más medios y saberes.

Desde los tratamientos criogénicos que detienen los procesos de envejecimiento hasta la incorporación periódica de enzimas o células madre que los revierten, desde los nanochips que controlan los índices vitales hasta las infraexplosiones anticancerosas, desde las transfusiones de sangre joven —Lab o noLab— hasta el reemplazo completo del torrente, desde la recombinación genética hasta los simuladores maratónicos, tantos recursos se combinaron para prolongar dramáticamente las vidas de las personas que podían pagarlos. Algunos tenían su fundamentación científica; otros eran puro efecto del ensayo y error: «Entender no es una condición para hacer el bien —repetía en cada charla el celebrado doctor Abdelaziz—: cuando aquellos pioneros empezaron a vacunar contra la viruela no tenían ni idea de virología o inmunología, pero igual funcionó».

—El saber no siempre es condición para el hacer.

Solía rematar, sorprendiendo auditorios. Nada funcionaba mejor, de todos modos, que el reemplazo de órganos internos y externos por ejemplares industriales. Aquello que había empezado más de medio siglo antes, cuando un oscuro cirujano sudafricano cambió por primera vez un corazón enfermo por otro sano —pero humano todavía—, se transformó en la base de la medicina. Resulta casi risible rever los argumentos que usaban los inmortalistas en aquellos tiempos: «Llevamos siglos poniéndonos las muelas que nos faltan. ¿Por qué no las neuronas?», decía un anuncio del 2027 para tratar de naturalizar lo que, entonces, aún sonaba extraño.

En los países lógicos morirse se volvió tan difícil: la medicina no te dejaba y cada muerte era una lucha a muerte, tremebunda. Las personas, faltaba más, la temían como ratas.

(Otro hubiera sido, quizá, el final de la pelea si los inmortalistas —o cuerpistas— hubieran hecho caso a la insistencia del doctor Erlindo Gómez Jaff, latinio, y los suyos, que repetían que el problema es que nuestros cuerpos están inútilmente complicados por los errores de la evolución y que tocaba simplificarlos a imagen y semejanza del oikopleura,[9] el bichito marino de tres milímetros, boca, ano, corazón y cerebro de cien neuronas que se transformó, de pronto, en su estandarte. Los llamaron, por eso, los «oikis», y nunca llegaron a tomarlos en serio, pero su punto era fecundo: que ya no necesitamos todas las complicaciones que nos conforman. Que las tenemos porque la naturaleza no es sabia sino boba y, como buena boba, laboriosa: que trabaja y da vueltas y más vueltas para llegar a lo que busca. Y que nosotros, tanto más sabios que ella, podríamos llegar a los mismos resultados con procedimientos infinitamente más simples. O, si acaso, concesivos, que esos procedimientos eran necesarios antes de los kwasis y demás enseres. Pero que ahora no y que, simplificados, sería tanto más fácil curarnos cualquier cosa, hacernos inmortales.

Era pura ilusión: demasiados habrían perdido su negocio, y lo acallaron. El doctor Gómez Jaff se suicidó en San Pedro Sula —salió a pasear una medianoche por el centro del pueblo— en la primavera de 2034. Un allegado dijo entonces que se trataba de un «problema personal» y nadie quiso indagar más allá. Lo curioso es que, en última instancia, el inmortalista más extremo prefiguró el triunfo del sistema maquinista.)

Sabemos: los procedimientos de reemplazo se volvieron la norma y la unidad corpórea se deshizo. Hasta entonces, cuando alguna parte del cuerpo se jodía el cuerpo se jodía: si aparecía un tumor en un hueso de un pie de Fulano, todo Fulano se moría. Digamos: se moría por algo que le pasaba al pie izquierdo de su cuerpo, tan distante. El cuerpo era un ente radicalmente solidario; ahora se elimina y reemplaza la parte defectuosa y ya: el principio de solidaridad quedó anulado —y todavía no se ha estudiado seriamente la influencia de ese cambio en los cambios sociales. O quizá no es preciso detenerse en lo obvio.

Al mismo tiempo la condena de los hombres a vivir rehenes de sus cuerpos cambió de signo: seguían prisioneros, pero esos cuerpos que los encerraban se volvieron la base donde ensamblar productos de los laboratorios más audaces. El cuerpo ya no era esa amenaza constante a la supervivencia de su dueño sino el terreno propicio para que su vida se prolongara más y más.

Entre 2025 y 2035 la producción de partes del cuerpo creció a paso redoblado —y la duración de las vidas también: la esperanza promedio en los países lógicos se estableció alrededor de los 106 años, y siguió aumentando. El negocio explotó: tres grandes conglomerados —dos de origen chino, uno brasiliense— dominaban el mercado de producción de partes y uno solo —indio— el de las terapias celulares antitiempo. Las llamaban las Hermanas Corporales —The Bodily Sisters, el inglés aún coleaba— y, por supuesto, sus nombres estaban entre los más odiados del momento y les llovían acusaciones: fue famosa la investigación de aquel consorcio americano que demostró cómo la Tsing había retrasado la puesta a punto de un increíble páncreas turbo[10] porque todavía le quedaba mucho stock del modelo anterior.

(Llegó un momento en que la posición de las Hermanas en el mercado global se hizo tan dominante que su producción ya no les interesaba por sí misma: se volvió un modo de acumular dinero para obtener más altos fines. Su materia prima baratísima y sus costos de investigación amortizados les permitieron grandes beneficios que les permitieron, a su vez, comprar políticos y periodistas y medios y oenegés y voluntades por millones. So pretexto de ayudar a la prensa libre y colaborar con los desposeídos se fueron quedando con la —menguante— opinión pública y con la —más menguante aún— capacidad de los estados para rescatar a los más pobres. Elegían a quiénes les convenía convencer, a quiénes curar o alimentar. No tenían ninguna obligación; solo tenían planes, intereses. Algunos pocos iniciados se dedicaron a estudiarlas, a tratar de entender esos planes, esos intereses —más allá de ganar más y más, controlar más y más—; no hubo acuerdo.

La famosa responsabilidad social era una parte decisiva de esas intervenciones: la brasiliense y la india, sobre todo, gastaban fortunas en operaciones de relaciones públicas, que solían fracasar. Como cuando, por ejemplo, la Saudades Inc. envió un millón de pares de ojos a las zonas más pobres de África con el propósito tan declamado de ofrecerles nuevas miradas a los niños más pobres, y la mayoría de los ojos se derritió en depósitos impropios por falta de clínicas y profesionales que pudieran colocarlos. Esto, para no hablar de las denuncias sobre colocaciones ineptas que provocaron cientos de muertes por hemorragias oculares. Y los demás fenómenos, cuya monstruosidad conocemos demasiado.)

No era el problema central de las Hermanas. Más las preocupaban los descontentos —lo que la propaganda al uso supo llamar los Resentidos— de las regiones lógicas. Las corporaciones atravesaban una contradicción difícil: para seguir vendiendo sus productos necesitaban anunciarlos por todos los medios posibles; al anunciarlos se los restregaban en la cara a los que no podían pagarlos. En 2035, cuando el salario medio de un diseñador de espacios de truVí era de 30.000 yuanes al año, un hígado de última generación podía costar, sin colocación, unos 500.000. La medicina se volvía más y más cara y, así, más desigual: los lógicos obtenían cuidados y productos infinitamente mejores, su esperanza de vida ya era 20 o 30 años mayor que el promedio. Los inferiores se endeudaban tratando de emularlos. Historiadores del período insisten en que el desarrollo de las técnicas médicas fue uno de los factores decisivos para el deterioro de la situación de las clases medias de los países más potentes.

La ideología de esas clases medias se había cimentado en cierta jactancia de la austeridad, o una idea de la austeridad basada en el desprecio por el despilfarro de los ricos: muchos de ellos vivían de la rentUn y algún soplido de trabajo esporádico, eventual, con recursos justitos, así que proclamaban que la vida podía —y debía— vivirse de otro modo, lejos de los aviones personales, las tetas compradas y los saunas de kwasiSx y truVís de sangrar.

Esa austeridad era su identidad, su orgullo. Como diría años más tarde Svenson en Presente del futuro,[11] les habría gustado, seguramente, tener otros, pero no encontraban. Si algo definió esos años turbios fue su futuro pobre: los hombres y mujeres y fluides de las regiones lógicas ya llevaban demasiado tiempo sin tener un mañana que los entusiasmara. Se ensimismaban, más bien, en el terror de los que imaginaban.

A dónde no llegar:

esa es la búsqueda.

Cómo hacer del futuro

otra materia del olvido.

Durante más de medio siglo esa carencia había sido notoria, puntiaguda: dos o tres generaciones habían pasado por este mundo sin imaginar siquiera que podrían dejar su marca en él, solo porque nunca llegaron a saber —a imaginar— cómo sería esa marca. Allí donde hombres y mujeres del siglo XIX quisieron imponer la libertad y el progreso, donde mujeres y hombres del XX pelearon por la justicia y la igualdad, los hombres y mujeres y fluides de principios del XXI no tenían nada que querer, y les dolía. No estaban contentos —cada vez lo estarían menos— con sus sociedades, sus países, sus vidas, pero no conseguían imaginarles otras formas. Los desasosegaba. No era fácil, precisaban trucos: esa falta de proyecto colectivo —esa carencia bruta de un futuro deseable para todos— se paliaba con la promesa de proyectos personales: gracias al trabajo duro, la iniciativa, la inventiva, podrían construirse una vida que pareciera que había sucedido.

El trabajo era, en ese proyecto sin proyecto, el núcleo duro, el alfa y el omega: la distracción, la obligación, la gratificación, la expectativa. El trabajo fue —de maneras distintas a lo largo de siglos y siglos— el espinazo de la vida: los hombres y mujeres sabían que lo suyo sería trabajar y aprovechar los ratos libres, los resquicios que dejaba ese trabajo, para querer, entretenerse, lamentarse, temer, desear algo o alguno. Pero sin dudar de que nada sería tan definitorio en sus vidas como sus trabajos.

Y los trabajos empezaron a escasear:

hacerse raros.

En las primeras décadas del siglo, cuando faltaron los trabajos, cuando muchos ciudadanos orgullosos empezaron a recibir subsidios por quedarse en sus casas, no perdieron solo su confort: perdieron la justificación, la razón triste de sus vidas. Los días se hacían largos y levemente amargos: no los consolaba la idea de que tenían más tiempo para sí que nunca ninguna cultura había tenido. Descubrieron —quizá por primera vez de forma tan masiva— que el tiempo vale cuando se te escapa, cuando no alcanza para vivir lo que querrías. Y vivían, al contrario, para sobrevivir, sin más expectativas que durar lo posible y lograr, de tanto en tanto, algún rato agradable. Los filosofitos de las corporaciones intentaban llenarlo con consignas: «Corren tiempos con tiempo, caminamos»; «Quién querría llenar lo que está lleno: pura vida»; «El vacío sirve para envasar comida, no personas».

Pero la sensación general era de desazón, de falta: «El espíritu del tiempo era sobrevivir —escribió más tarde Svenson—; no porque nada amenazara, sino porque nada daba sentido, no había norte: no había voluntad». Esa supervivencia suponía, por supuesto, la defensa de lo que tenían: no un camino hacia nuevas maneras, simplemente la conservación de lo adquirido. De vez en cuando consideraban que les quitaban un derecho, una prebenda, y trataban de defenderlos, defenderse. La defensa era lo suyo.

Así que cuando terminaron de entender las consecuencias de los aumentos del precio de las partes del cuerpo, estallaron. No es lo mismo despreciar —o pretender que se desprecia— lo superfluo que aceptar que no se tiene acceso a lo más básico: años de vida. Sabían que no tenían futuro, pero querían al menos seguir en su presente pobre. Julien Bembé, en uno de sus slogans más citados, lo resumió perfecto: «No teníamos futuro, nos hemos quedado sin presente». Después le agregaría: «No seremos pasado».

Las grandes revueltas del período se alimentaron de esa rabia: el acceso a los tratamientos y reemplazos, el derecho a la #VidaMásLarga pasó a ser la reivindicación común de los movimientos de las grandes capitales. Todavía entonces, a mediados de los años ’30, los movimientos se centraban en las capitales.

Millones gritaban despacito que no querían vivir menos que los que vivían más, que no querían sufrir más que los que sufrían menos, que querían algo parecido a algo parecido a la igualdad: algunas proporciones. Esperaban tan poco, conseguían casi nada.

Y mantenían la lucha en el espacio que convenía a las Hermanas. Eran, sin proclamarlo, inmortalistas; seguían reclamando las maneras de seguir en sus cuerpos.

Atacar al poder es confirmarlo.

Julien Bembé ya había cumplido 78 años: su pelo mota largo atado en una cola y su vozarrón, que ni siquiera las mejores máquinas despojaban del acento francés, lo habían convertido en una de las figuras más admiradas —y más odiadas— de esos tiempos. Siempre había vivido frugal: desde sus inicios, a finales del XX, como maestro en una escuela de los Pirineos, donde su sangre negra le costó, al principio, más de un rechazo; durante su ascenso como último secretario general de la otrora poderosa Unión de Maestros de Francia; y, por fin, cuando se convirtió en el líder carismático del movimiento por el derecho a la #VidaMásLarga. Todos sabían —su gente se encargaba de difundirlo— que nunca había tenido casa propia ni ninguna otra posesión y que su truVí era tan viejo que casi casi lo miraba desde afuera. Y todos veían —era evidente— que no se había colocado nunca ningún reemplazo: aunque no fuera viejo se movía con dificultad, como si alguna de sus articulaciones no funcionara bien —y tenía la coquetería de interrumpir con cierta frecuencia sus charlas o discursos para entrar al baño. Su figura pública se basaba en el rechazo de cualquier consumo y es posible que realmente no le interesaran; su habilidad política le alcanzaba para conducir quejas y protestas, no para cambiar realmente nada.

Fueron tinglados típicos de esos tiempos: agitación verbal, tentativas de boicot de ciertos productos, marchas coordinadas en varias capitales del planeta, piquetes en la Trama: cada vez que una manada lograba cortar la circulación en algún canal significativo, billones los odiaban, millones se esperanzaban con la posibilidad de esta vez sí conseguir algo. Pero eran como tábanos que aquellas vacas se sacudían con golpes de la cola; molestos, pero perfectamente incapaces de convertir a la vaca en, digamos, un piano, un edificio de tres pisos, un durazno.

Parecía que algo estaba por pasar; durante años pareció que algo estaba por pasar, y Bembé se volvió una figura reconocida en todo el mundo: era la cara de la resistencia, la bandera de los pequeños honestitos que se veían cada vez más dejados, más caídos. Pero nada cambiaba. Los reemplazos seguían siendo un privilegio, los más pobres seguían siendo los más muertos. Poco a poco, la movida se disolvió en el aire. Solo quedó la desazón, resentimientos: es duro cuando las esperanzas se descomponen en rencores.

Los maquinistas, mientras, no tenían defensores ni banderas: eran, sobre todo, millonarios encaprichados con la vida que pagaban laboratorios y búsquedas carísimas —y, por el momento, ineficaces, infructuosas.

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