La vida sigue

Fragmento

/ CERO /
Cuento de hadas de Dustland

Recuerdo nítidamente el momento en el que supe que Dagoberto Puppo iba a morir. Fue en una noche de abril de 2009, cuando estaba yendo a buscar a uno de mis hijos a la casa de un amigo. En el trayecto mi celular sonó. Se trataba de una llamada inesperada, la de un familiar cercano a Dagoberto, quien me anunciaba con sequedad: “Se muere”. Lo terminante de la frase, sumado a su estatus de médico, le dio al asunto un estatuto de certeza trágica.

En shock y sin entender nada, le pregunté qué era lo que estaba pasando. Apenas pude escuchar que estaba internado y que su cuadro era grave. Los médicos por lo general son hoscos, escuetos, y esta vez no fue la excepción. Me cortó rápidamente.

Ninguna imagen o pensamiento surge del viaje de regreso con mi hijo, apenas el saludo a los padres de su amigo y vestigios de una conversación trivial sobre el clima y sus variaciones. Mi memoria queda en blanco, a no ser por una canción de los Killers, “A Dustland Fairytale”, que sonaba por allí. Eso sí recuerdo nítidamente.

Esa canción quedó como marca indeleble del momento en que supe que mi amigo iba a morir. De la infamia de una muerte que nunca va a dejar de sorprenderme. Cada vez que suena ese tema no dejo de recrear el instante en que me di cuenta de que mi vida iba a cambiar.

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Ahí donde el viento no sopla

Ahí donde los pájaros no cantan

Ahí donde los campos no crecen

Ahí donde las campanas no suenan

Ahí donde las campanas no suenan…

“A Dustland Fairytale”, The Killers, Day & Age, 2008

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/ UNO /
Peces de ciudad

David Lynch, en su libro Atrapa al pez dorado, propone que las ideas son como peces. Se puede permanecer en aguas poco profundas y pescar pececitos, o se puede pescar un gran pez dorado pero para eso hay que adentrarse más hondo. Allí, los peces son más poderosos, enormes, abstractos y muy bellos. Él busca un tipo particular de pez, uno que pueda traducirse al cine.

Se trata para Lynch, en la creación, de profundizar en aguas a veces desconocidas, de arriesgarse en el intento de descubrir una chispa, un instante de inspiración que se convierta en el motor de eso que podríamos llamar una obra. A este director de cine la inspiración le llega de a fragmentos. En la magnífica película El terciopelo azul, lo primero que surgió fueron unos labios rojos, luego unos jardines verdes y la canción “Blue Velvet” versionada por Bobby Vinton, finalmente una oreja tirada en el campo. A partir de esos fragmentos, de esas chispas, pudo construir el film. Se trata entonces de armar —a partir de una chispa, de un pez según el cineasta, de una secuencia de escenas que formen un conjunto que tenga un sentido— una película, un libro, una canción.

Sin el talento del director y sin fragmentos de dónde agarrarme, a no ser ese pez llamado Dagoberto, no tenía mucho más para emprender la tarea. Con solo la buena voluntad se hace difícil el camino. El pez que estaba persiguiendo se acercaba mucho más al de El viejo y el mar de Hemingway. De aquel viejo pescador cubano a quien la suerte parece haber abandonado y debe enfrentarse, en una batalla despiadada y sin tregua, con un pez gigantesco, en las aguas del golfo de México.

Mi amigo se había convertido en un pez imposible de atrapar, casi como el dorado del libro de Lynch. Nueve años habían pasado ya, y yo seguía en la búsqueda de aquella chispa que pudiera encender el motor de la escritura. Sin duda me tenía que sumergir hasta el fondo. Al principio quise hacerlo construyendo al personaje a partir de testimonios que fui juntando. Reuní tanto material, tantos fragmentos, que ya no sabía qué hacer con ellos. Las versiones de Dagoberto se multiplicaron por cientos. Se convirtieron en decenas de peces que se desplazaban sobre la superficie, pero sin atisbo de alcanzar la profundidad. Mi amigo se había convertido en un laberinto de espejos donde yo nadaba sin norte. Me llevó mucho tiempo, años, darme cuenta de que no era necesario bracear en un sinfín de voces que le intentaran dar consistencia al recuerdo de mi amigo. No tenía otra elección posible que adentrarme en el inmenso mar, como Santiago, el viejo pescador cubano, y atrapar el recuerdo de esa presencia amiga con mis propias manos.

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Y desafiando el oleaje

sin timón ni timonel,

por mis sueños va, ligero de equipaje,

sobre un cascarón de nuez.

Mi corazón de viaje,

luciendo los tatuajes

de un pasado bucanero,

de un velero al abordaje,

de un…

“Peces de ciudad”, Joaquín Sabina, Dímelo en la calle, 2002

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/ DOS /
Lisa

Comenté en algunas oportunidades y en diferentes lugares que estaba escribiendo un libro sobre Dagoberto. También hice referencia a mis dificultades para terminarlo. Por supuesto no revelaba que todavía, luego de muchos años, apenas lo había empezado. Había fragmentos, muchas veces inconexos en mi cabeza, que intentaban tomar una forma. Confieso que no es bueno dar cuenta sobre lo que uno aún no tiene, ni sabe si alguna vez tendrá. Algunos me alentaban a que lo finalizara, algún otro hasta me lo exigía. Pero el pez dorado era cada vez más difícil de atrapar.

Un día llegó un sobre a mi consultorio. El autor o la autora, anónimo, me dedicaba unas palabras de aliento y me regalaba un poema que versaba sobre su tratamiento con Dago. Esta poesía llegaba para recordarme que no podía escapar de aquel asunto.

Su título invitaba: “Oc

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