Los héroes de la bodega y otras crónicas forenses

Hugo Rodríguez Almada

Fragmento

Introducción

Las razones de la publicación de esta nueva serie de historias de personas contadas desde la mirada del forense coinciden con las que me llevaron hace cinco años a concretar el primer intento. Se las quiero explicitar a los nuevos lectores y repasar a los reincidentes.

La primera es la voluntad de reivindicar la Medicina Legal y las Ciencias Forenses, igualmente maltratadas por la práctica tolerada del intrusismo y de los vendedores de humo. Rescatarlas de la mentira, tantas veces festejada por la credulidad del público y siempre funcional al sistema, para colocarlas en el lugar cierto de lo inexacto, lo incompleto y lo falible.

La segunda es un impulso: contar historias que, por alguna razón, se quedaron en mí. Y que, a la vez, me parece de utilidad social darlas a conocer, desvistiéndolas, hasta donde sea posible, de lo críptico y las jergas técnicas.

La tercera es el reiterado recuerdo de Guillermo Mesa, quien me estimuló a comprometerme con esta especialidad. Fue también quien creyó que, por haberme ganado la vida algunos años como periodista en la prensa escrita, lo podría ayudar a escribir sus propias historias forenses, que tantos conocimos a través de su inolvidable relato oral.

Pero siento que estas nuevas crónicas forenses, aunque parientes, no son iguales a las iniciales. Es posible que, cinco años más viejo, el autor haya cambiado. Y que, para bien o para mal, hoy logre arremeter el teclado de la computadora con los mismos dos dedos de entonces, pero con un poco menos de miedo a exponerse. Me animé más a incluir asuntos que rozan mi propia biografía. Confié más en que el lector pueda acompañarme en los cambios bruscos de ritmo en la narración. Me terminé de convencer de que el «caso forense» y sus detalles técnicos son un pretexto cada vez menos necesario para narrar una historia de personas que vale la pena ser contada y que tiene una vida propia, bastante independiente de su peripecia judicial.

Si en la primera colección de historias me esforcé por mostrar la subjetividad del forense, en este libro creí necesario darles más voz a las víctimas de los hechos violentos que componen cada capítulo. Si las primeras crónicas se centraban en lo que podía develar el relato judicial del hecho violento, estas buscan mostrar más datos del antes y del después.

Fue por eso que moví cielo y tierra, revolví archivos judiciales y redes sociales, para averiguar dónde estaban ahora las víctimas primarias o secundarias. Y salí a buscarlas. En esa tarea reconocí la misma adrenalina que me recorrió en mis lejanos años de periodista.

Las voces dispuestas que encontré fueron todas de mujeres. Se me hizo muy notorio que haber tenido la posibilidad de volver a recorrer sus propias heridas les hizo bien. A mí me hizo bien escribir sobre ellas.

Agosto, 2019

Rotisería Perla

Veo esa sangre en la pared

y no veo mi ser

algo va a caer

Charly García

El título dice poco. Ni siquiera describe con demasiada fidelidad la clase de comercio de que se trata. Porque sí es una rotisería de barrio y el letrero de la fachada efectivamente reza «Rotisería Perla», pero es algo más. Es también un pequeño almacén y un lugar donde unos pocos viejos beben despacio y en silencio. Algunos en las mesas rojas de plástico dispuestas en la vereda y otros en las mesas rojas de plástico desordenadas dentro del mal iluminado interior del comercio.

Allí adentro, y por delante de Perla, la viuda dueña del lugar, se plantan el mostrador y la caja registradora. Por detrás de ella, un corredor lleva a la cocina donde trabaja la única empleada, amasando o poniendo y sacando los pollos de los pesados pinchos del espiedo.

Allí están Perla, pegada a la caja, y Adriana, bien al fondo, en plena faena. Es un otoño tranquilo. Es un domingo 30 de abril. Está todo muy apacible, muy silencioso, muy rutinario, muy de un color gris apenas roto por las mesas rojas de plástico en las que justamente ahora no hay nadie. Y es todo muy como en cámara lenta. Todo ocurre en modo otoño, el mismo en el que trascurren las cuatro estaciones en Rotisería Perla.

Algo pasó, porque cuando llegamos con el juez Julio Olivera, la actuaria y la Policía nos encontramos con una escena inusualmente sangrienta. Los litros de sangre distribuidos entre el piso, las paredes y la piel desplumada de los pollos crudos eran una condigna ilustración para esa historia horrenda, que no había terminado de escribirse.

* * *

Casi toda la sangre de Adriana estaba allí, desorganizada e inútil, ante nuestros ojos, sin siquiera haber empezado a secarse. Mientras tanto, ella estaba siendo operada en el Hospital Maciel, donde la llevaron en shock, casi exangüe, producto de las múltiples heridas penetrantes en el tórax y el abdomen que le lesionaron la pleura, el pulmón, el hígado y el intestino. Los codos y los antebrazos mostraban esas heridas que los forenses llamamos «defensivas», testigos de los fallidos intentos de oponerse a la agresión.

La ingresaron al hospital con un arma blanca enterrada en el abdomen, tan hondo, que solo dejaba ver el mango negruzco, lo que ayudó a salvarle la vida conteniendo algo la hemorragia. Por lo demás, la sangre había dejado su lugar a una palidez helada, marmórea, que se apoderó de todo su cuerpo. El cirujano Fernando Machado todavía tiene fijada la escena.

Ese 30 de abril de 2006, Adriana llegó al trabajo acompañada de su hijo Joan, de catorce años. El menor de sus tres varones la despidió y se fue. No imaginó que poco después su padre entraría a la rotisería, saludaría a Perla con una inclinación de cabeza y avanzaría a paso vivo hacia el fondo donde, puñal en mano y sin mediar palabra, atacaría por la espalda a la mujer con la que se había casado hacía ya veinte años y de la que estaba separado hacía dos meses. Lo último que Adriana recuerda es que cayó de bruces. No vio que Perla llegaba tarde con una barra de hierro en las manos.

El juez Olivera todavía se acuerda con asombro de que la hayan trasladado con el puñal enterrado en el cuerpo para intentar salvarle la vida. Yo no me pude olvidar de que el agresor atinó a arrojar un pollo con furia sobre el cuerpo inerte de esa mujer que yacía desparramada boca abajo sobre el piso.

* * *

Conseguí localizarla, la llamé por

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